La semana pasada hablábamos de lo tramposo que resulta definir como “natural” a un tipo de familia que es resultado de una construcción comunitaria en respuesta a ciertas necesidades sociales. Cuando la situación cambia, es natural que la definición de familia cambie -como efectivamente está sucediendo en las sociedades actuales. Hoy hay que aceptar, so pena de ser injustamente excluyente, que familias distintas a la tradicional merecen el mismo respeto y los mismos derechos que las que durante tanto tiempo (pero no desde siempre) fueron las más comunes y funcionales.
Reconocer el carácter cambiante de las cosas es un ejemplo de pensamiento evolutivo. Así como cambian las especies, cambian también las construcciones sociales: los lenguajes, las leyes, las culturas, las artes, las ciencias, las concepciones éticas... y las familias.
Pensar de otro modo implica creer en la existencia de “esencias” inmutables, que han existido siempre y nunca cambiarán. Este esencialismo es el tipo de pensamiento que conduce a la intolerancia y el fundamentalismo. Y sin embargo, es también una forma muy espontánea de pensar. Se requiere de cierto refinamiento, producto de la (claro) evolución del pensamiento, para acceder a una visión más profunda, naturalista y no sobrenatural, en la que puede aceptarse que las esencias no son componentes esenciales del mundo.
De hecho, la única forma en que podrían aparecer “esencias” inmutables es mediante la magia: la aparición súbita, en un solo paso, de algo. La manera natural en que pueden aparecer las cosas, en cambio (sobre todo cosas complejas como una especie, una tradición o una sociedad) es mediante un proceso paulatino, de muchos pasos, en que se va construyendo poco a poco y cambiando constantemente. Un proceso evolutivo, pues.
El pensamiento esencialista, mágico, se opone al pensamiento evolucionista, naturalista, que no acepta razones sobrenaturales para explicar las cosas. Se trata de una lucha de ideas, de formas de ver el mundo.
Otras manifestaciones de la oposición entre visiones esencialistas y naturalistas es, por ejemplo, el rechazo a la química. O más bien, a “lo químico”. “No comas eso, contiene puras sustancias químicas”, puede aconsejarle a uno algún amigo afecto a lo “natural”. Al hacerlo, muestra ignorancia respecto a la naturaleza química de toda la material. No puede haber nada que podamos comer o beber que no esté hecho de sustancias químicas. “Hasta el agua pura es pura química”, me gusta repetir siempre que oigo frases así.
Si todo lo material es químico, si incluso nosotros mismos estamos hechos de sustancias químicas –y sólo de sustancias químicas, a menos que se crea en espíritus-, ¿cuál es la diferencia entre lo “natural” y benéfico, como los vegetales cultivados “orgánicamente”, y un producto industrializado y, supuestamente, maligno? No su naturaleza química, como hemos visto... ¿será entonces su origen “natural”, por contraste con lo “artificial” del producto industrial?
Nuevamente hay aquí una idea esencialista: de algún modo, lo natural tiene un “algo” del que carecen los productos de la acción humana (o bien, el elemento humano introduce algún componente nocivo del que carece lo natural). Y sin embargo, ¿es el hombre –y por tanto sus productos- algo ajeno a la naturaleza? El hombre es producto de un proceso natural de evolución, y su avanzado cerebro, su mente y las estrategias que usa son herramientas que han facilitado su supervivencia (la propia ciencia, vista desde este punto de vista, es un producto natural de la evolución biológica). ¿Son “artificiales” las presas que construyen los castores, los panales de las abejas o los hormigueros? ¿Qué decir de las ramas que algunos simios usan para “cazar” insectos?
Por otro lado, abundan los productos totalmente naturales que contienen sustancias tóxicas: la mayoría de las plantas las producen para protegerse de sus depredadores. Es sólo que, como nuestros cuerpos están adaptados a estas sustancias, casi nunca se hacen estudios para detectarlas, ni se difunden sus resultados: no son noticia.
La noción misma de “sustancia tóxica” es una simplificación engañosa: para toda sustancia existe una dosis que resulta tóxica para un organismo: no existen sustancias tóxicas, sólo dosis tóxicas (“la dosis hace el veneno”, dice una frase popular).
De modo que ni la distinción entre natural y artificial ni entre sustancias tóxicas o inocuas son absolutas y objetivas: lejos de ser características esenciales de las cosas, se trata de propiedades que dependen del contexto en que se estén estudiando.
El rechazo a los alimentos modificados genéticamente tiene bases semejantes: no se los rechaza porque se haya comprobado que sean dañinos, sino porque se piensa que hay una “esencia” que ha sido vulnerada. En el fondo, cualquier organismo transgénico se percibe como “malo”, antinatural y por necesidad, tóxico.
La pregunta importante es la siguiente. Al rechazar a estilos distintos de familia, a lo químico o a los organismos transgénicos, ¿estamos realmente rechazando algo dañino, que puede perjudicar a los ciudadanos, a la sociedad o al ambiente? ¿O estamos simplemente actuando conforme a prejuicios que suponen que, al cambiar lo que hasta entonces era usual, se está destruyendo alguna “esencia” que debe permanecer inalterada? El pensamiento científico (que es sinónimo de pensamiento racional) aconseja considerar cuidadosamente estas cuestiones antes de tomar partido.
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