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domingo, 2 de septiembre de 2018

La triste historia de la vaquita marina (y una despedida)

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de septiembre de 2018

Sin duda usted ha oído hablar de la vaquita marina.

Es uno de los mamíferos marinos más carismáticos, al menos para los mexicanos, pues es endémico de nuestro país (es decir, no se halla en ningún otro sitio en el mundo). Tiene además características físicas que lo hacen adorable: su tamaño, más pequeño que el de un delfín (los adultos miden de metro y medio a dos metros, y llegan a pesar unos 135 kilos); su cuerpo regordete pero de proporciones armoniosas, y sobre todo su dulce rostro, con manchas negras rodeando los ojos que recuerdan un coqueto maquillaje, y alrededor de la boca, que hacen parecer que nos manda un besito.

Curiosamente este cetáceo, el más pequeño del mundo –es pariente, sí, de las ballenas, pero es más cercano a los delfines (la diferencia es que las ballenas tienen barbas, y los delfines y las marsopas –grupo al que pertenece la vaquita– tienen dientes)–, era desconocido hasta hace sólo 60 años, cuando fue descubierto por biólogos marinos estadounidenses en el Mar de Cortés, en la costa de Baja California.

Se calcula que la especie, cuyo nombre científico es Phocoena sinus, existe desde hace unos 3 millones de años, y actualmente su hábitat está restringido a una zona relativamente pequeña en la esquina noroeste del Mar de Cortés. Entre otras características interesantes, la vaquita marina, que normalmente llega a vivir unos 25 años, cuenta como sus primos los delfines con un sentido de ecolocalización similar al de los murciélagos, que le permite comunicarse, navegar y detectar a sus presas.

La desgracia de la vaquita es que convive con otra especie muy codiciada: la totoaba, un pez cuyo buche o vejiga natatoria es considerada un manjar en la cocina china, donde simboliza la fortuna y la salud, por lo que se consume en bodas, cumpleaños y fiestas de fin de año. La pesca de totoaba ha aumentado tan tremendamente que la ha llevado al borde de la extinción (la especie es también endémica del Mar de Cortés, y se la clasifica como “en peligro crítico”, aunque, al no ser carismática, nadie parece preocuparse demasiado por su desaparición: ni siquiera los chinos que la consumen). Consecuentemente, su precio ha aumentado al grado de ser comparable al de la cocaína (se la ha llamado “la cocaína acuática”).

Esto hace que, a pesar de vedas y prohibiciones, y de la siempre insuficiente vigilancia de las autoridades, los pescadores furtivos posean amplios recursos para seguirla pescando.

Y he ahí el problema, porque para pescar totoaba se utilizan redes de enmalle o “agalleras” de nailon, que se fijan al suelo marino como una pared. Las totoabas, al toparse con ella, quedan atrapadas por las agallas. Pero también pueden enredarse ahí otras especies de peces, incluyendo tiburones, e incluso mamíferos como delfines y, para su desgracia, la vaquita marina. Y peor: muchas veces las redes abandonadas por los pescadores permanecen fijas, o bien se sueltan y convierten en “redes fantasma” que siguen atrapando peces y mamíferos marinos. Y como son de nailon, pueden durar años sin descomponerse.

Debido a ello, se estima que de 2011 a la fecha los pescadores furtivos han exterminado al 90% de las vaquitas (cuya población probablemente ya era pequeña para empezar). Se calcula que en 1997 había unos 567 ejemplares; para 2008, la población había disminuido a menos de la mitad, 245. Para 2014 quedaban apenas unas 97, y en marzo de 2018 sólo había unas 30 (hoy, quizá no más de 12).

Aunque los biólogos opinan que, para todo fin práctico, la especie ya está “funcionalmente extinta”, en los últimos años científicos, ambientalistas y el gobierno mexicano hicieron esfuerzos, insuficientes y tardíos, para rescatarla. Desde tomar muestras de tejido para desarrollar líneas celulares que se mantendrán en congelación profunda, lo que algún día podría permitir clonarla (aunque esto no permitiría revivir la especie, pues no tendría la diversidad genética necesaria para formar una población capaz de sobrevivir de modo silvestre) hasta capturar algunos de los últimos ejemplares para tratar de conservarlos y reproducirlos en cautiverio. Este último esfuerzo fracasó y se canceló cuando uno de los ejemplares capturados murió poco después de ser “rescatado”.

Si usted quiere conocer más sobre ella y su historia antes de que desaparezca, puede visitar la exposición temporal “Vaquita marina entre redes: una historia que no debe repetirse” en el museo de ciencias Universum de la UNAM, en Ciudad Universitaria, de lunes a domingo de 9 a 6. Porque es importante ser conscientes de que la vaquita es sólo un caso entre muchos: actualmente hay, sólo en México, unas 2 mil 600 especies animales y vegetales en riesgo de desaparecer, de un total de 5 mil 583 a nivel mundial. Entre ellas el ajolote, el jaguar, el manatí, la guacamaya roja, y la tortuga caguama.

Además de su valor económico o turístico –del que se han sabido beneficiar, mientras conservan el ambiente, países como Costa Rica–, la riqueza biológica es vital para conservar el equilibrio ecológico de la biósfera. El triste caso de la vaquita marina nos deja como lección que, o actuamos ya para frenar el deterioro de la naturaleza, o las futuras generaciones lo lamentarán.

Una despedida

Después de 15 años y 806 colaboraciones semanales, “La ciencia por gusto” cierra un ciclo y se despide del periódico Milenio Diario, que la acogió desde 2003 (antes se había publicado, de 1998 a 2000, en La Crónica de Hoy). La semana pasada me llegó la temida llamada que, debido a la reestructuración del periódico, hemos recibido varios de sus colaboradores. Agradezco profundamente el privilegio de haber tenido cabida en un proyecto periodístico tan vital e importante, para difundir y promover la cultura científica. Haber ocupado, a partir de su muerte hace casi dos años, el espacio que tuviera Luis González de Alba los domingos fue un doble honor.

Pero, a diferencia de la vaquita marina, “La ciencia por gusto” no desaparece: continuará, como siempre, apareciendo sin falta cada semana en este blog, donde, si gusta, usted podrá seguirla leyendo e incluso, si no lo ha hecho, suscribirse para recibirla cada semana por correo electrónico.

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domingo, 12 de agosto de 2018

El nuevo Museo de Historia Natural de la CdMx

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de agosto de 2018

Hace unas semanas me di la oportunidad de regresar, luego de mucho tiempo, a la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, uno de los sitios más hermosos de la Ciudad de México (urbe que de por sí está llena de maravillas para visitar, ya sea como turista o –cosa que con frecuencia olvidamos los chilangos, presas del diario ajetreo– como residente).

Y por supuesto, no podía dejar de pasar por el encantador Museo de Historia Natural (MHN), que desde que era yo niño –hace muuucho, a principios de la década de los 70– ha sido un sitio que despierta mis fantasías. (Recuerdo, por ejemplo, cómo en primero de secundaria nos llevaron en la típica visita escolar y me dejaron de tarea hacer el también típico trabajo sobre el museo: yo me esmeré en tratar de captar, en mis dibujos, el asombro y sentido de maravilla que me inundó en sus exhibiciones sobre el origen de la vida, el cosmos y la evolución… Por ahí debe estar guardado, entre los papeles de mi madre, ese trabajo infantil).

Pero no esperaba era encontrar lo que hallé: un museo con varias salas totalmente renovadas, con una museografía asombrosa y una riqueza sorprendente, al nivel de los mejores museos del mundo. Y menos esperaba, al preguntarle a la primera persona con gafete que hallé sobre los detalles de la renovación, toparme en domingo nada menos que con su amable directora, la maestra Mercedes Jiménez del Arco, quien desde hace dos años está a cargo del Museo, y cuyos conocimientos, liderazgo y sobre todo enorme entusiasmo fueron vitales para darle nueva vida a este emblemático espacio.

La historia del Museo de Historia Natural da para una novela o serie de televisión. Su antecedente más remoto nos lleva al virreinato, cuando a petición del Rey Carlos IV de España llegó a la entonces Nueva España Don José Longinos Martínez a realizar trabajos de investigación en el área de la historia natural, antecesora de la moderna biología. Don José propuso fundar un “gabinete de historia natural”, siguiendo la tendencia entonces en boga de los “gabinetes de curiosidades”, instituciones que con el tiempo darían origen a los actuales museos de ciencia. Así, en agosto de 1790, y con la colaboración de personajes científicos de la época como Don José Antonio Alzate, se fundó en las calles de Plateros (hoy Francisco I. Madero) de la Ciudad de México el Gabinete de Historia Natural. (El actual MHN estaría entonces cumpliendo este mes, en última instancia, 228 años.)

Posteriormente, y con los distintos cambios y gobiernos que sufrió nuestro país, el acervo del Museo ha pasado por las más variadas aventuras. Durante la Independencia, nos ilustra la Wikipedia, sus colecciones estuvieron en riesgo de perderse, pero el Virrey Bucareli ordenó enviarlas a la Universidad (en ese entonces, Real y Pontificia). En 1831, Vicente Guerrero firmó el decreto para fundar formalmente un Museo de Historia Natural dentro de la Universidad, que luego quedó ubicado en el Colegio de Minería.

Más tarde, en 1865, el Emperador Maximiliano lo trasladó al Palacio Nacional, y en 1913 llegó a su muy popular sede en el que durante el porfiriato fuera conocido como “Palacio de Cristal” o “Pabellón Japonés”: el edificio de hierro forjado del actual Museo del Chopo. Ahí permanecería, para delicia de chicos y grandes, hasta 1964, con sus fósiles y animales disecados, las famosas “pulgas vestidas” y el borrego de dos cabezas, así como la réplica de una ballena, el esqueleto de un mamut (hoy en Museo de Geología de Santa María la Ribera) y el célebre dinosaurio: la réplica en yeso del esqueleto de un Diplodocus carnegii, de 27 metros de largo y 4 de alto, nombrado así por el millonario y mecenas de la arqueología Andrew Carnegie. Ya fallecido éste, la fundación que lleva su nombre, a petición del pionero de la biología mexicana Alfonso L. Herrera, la donó a México en 1931.

El majestuoso reptil, junto con gran parte del acervo del Chopo, se mudó a Chapultepec en 1964, cuando se construyó el actual Museo de Historia Natural (hoy perteneciente al gobierno capitalino) en la famosa estructura de diez domos semicirculares pintados de distintos colores, que para tantas generaciones ha significado la entrada a una especie de país de las maravillas. Desgraciadamente, de los años 60 para acá, el Museo no recibió el cuidado, y sobre todo el presupuesto que hubiera merecido, y pese a distintos intentos de actualización y renovación, lentamente se fue deteriorando.

Pero a toda capillita le llega su fiestecita: al comenzar su gestión, en diciembre de 2013, el entonces Jefe de Gobierno del DF Miguel Ángel Mancera anunció un “Plan Maestro de Renovación para la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec”, que incluyó el Museo y que, por fortuna, efectivamente se llevó a cabo. Para lograrlo participó un amplio equipo que abarcaba, además del personal del Museo y del Gobierno del DF, a especialistas en biología, paleontología y museografía, a la compañía museográfica Siete Colores, y a los Fideicomisos Pro Bosque de Chapultepec y Todos Juntos por el MHN, que ayudaron a conseguir los fondos necesarios.

Así, el 20 de marzo de 2018, tras un arduo trabajo y una inversión de 220 millones de pesos, se inauguraron cuatro bóvedas renovadas que albergan las nuevas exposiciones sobre los temas “Evolución de los seres vivos”, “Diversidad biológica” y “México megadiverso”.

Ahí me encontré, además de a Mercedes y a mi viejo conocido el Diplodocus, con un perezoso gigante, un pterodáctilo, una enorme tortuga laúd, un tigre dientes de sable, un ñú, una tortuga galápago e infinidad de otros ejemplares de reptiles, aves, insectos, anfibios y mamíferos. Y la nuevo museografía hace que uno pueda disfrutar de toda esta riqueza sin que parezcan, valga la paradoja, “piezas de museo”, sino joyas dignas de disfrutarse y admirarse.

Pero en las bóvedas renovadas, con su sistema de iluminación y aire acondicionado, puertas automáticas, sistema de videovigilancia y nuevos pisos de granito brasileño –en los que uno halla claraboyas bajo las cuales se pueden observar fósiles–, y acompañado de amables guías que hacen más agradable y productiva la visita, uno puede hallar maravillas modernas como videomappings, videowalls, un árbol que representa la evolución y –mi favorito– una enorme pantalla interactiva con un programa llamado Deep tree, donde se puede explorar el árbol evolutivo completo de los seres vivos sobre la Tierra, desde lo más general hasta el más mínimo detalle. Y mucho más.

Así que, si tiene usted un rato libre, dése la oportunidad de visitar o –si ya lo conocía– regresar al renovado Museo de Historia Natural de esta gran Ciudad de México. Le aseguro que no se arrepentirá. Los horarios son de martes a domingo de 10 a 17 horas, y el costo es de sólo 27 pesos.

Una última reflexión: la transformación del Museo no ha terminado; lo que hay es sólo el inicio de un proyecto mucho más amplio que aspira a renovar las áreas restantes y a construir un moderno edificio anexo para alojar adecuadamente el resto de las colecciones, las áreas administrativas y las de investigación. La actual administración ha trabajado para dejar asegurados los fondos necesarios. Será imperativo que los nuevos gobiernos, a nivel federal y local, reconozcan la importancia de mantener el apoyo a esta importante institución para continuar con su modernización.

Conociendo la trayectoria e interés por la cultura científica de la próxima Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum –quien además ya ha estado a cargo de la Secretaría del Medio Ambiente del DF, de la que dependen el Bosque de Chapultepec y el Museo–, no dudo que así será.

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lunes, 6 de agosto de 2018

Escutoides, o el día que los biólogos sorprendieron a los físicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de agosto de 2018

La estructura de
un par de  escutoides
En todos lados hay jerarquías, justificadas o no. Hasta en las ciencias. Por eso los físicos tienden a sentirse superiores a los biólogos (y a los químicos), y los matemáticos a todos ellos.

Abundan los aspectos de la biología que son explicados y hasta predichos gracias a principios físicos (el grosor de las patas de elefantes y dinosaurios, digamos, comparado con las de los insectos) o matemáticos (por qué las conchas de los caracoles forman precisamente esas espirales y no otras).

Pero el pasado 27 de julio se publicaron los resultados de una investigación que descubrió, a partir de la biología, nada menos que una nueva forma geométrica, un sólido tridimensional nunca antes conocido, que resulta vital para entender el desarrollo de los seres vivos, y les da algo nuevo que estudiar a matemáticos y físicos.

En un simpático artículo en el diario El País Clara Grima, matemática de la Universidad de Sevilla y una de las investigadoras que participaron en el descubrimiento, cuenta con mucha gracia la historia.

Resulta que sus colegas Luis Manuel Escudero y Alberto Márquez, junto con ella misma, estaban tratando de explicar qué forma tienen las células que conforman uno de los tejidos más comunes en los animales, el epitelial. Los epitelios son los tejidos que recubren todas las superficies de nuestro cuerpo, incluyendo no sólo la piel sino las mucosas en la superficie de las cavidades del cuerpo (boca, intestino…) y nuestros órganos internos.

El esquema clásico de libro de texto
que muestra las células epiteliales
como prismas y pirámides
(Fuente: Nature communications)
Los epitelios están formados por una o varias capas de células paralelas que están unidas estrechamente. Por ello, se suponía –y así aparece hoy en todos los libros de texto– que estas células tenían forma de prismas, en epitelios planos, o de pirámides truncadas, en epitelios curvos, con bases pentagonales o hexagonales. Algo semejante a los prismas basálticos que existen en San Miguel Regla, en el Estado de Hidalgo.



Células epiteliales con
forma de escutoide,
que muestran cómo las
caras que están en contacto
varían entre la superficie
superior e inferior
Pero tanto las observaciones como los modelos en computadora de los investigadores indicaban que si las células tuvieran estas formas sencillas, no podrían formar tejidos compactos y flexibles sin dejar espacios. Es más, sus modelos predecían que las células deberían tener una forma extraña, en la que la base de un prisma podía ser hexagonal por abajo y pentagonal por arriba. Cuando examinaron con más cuidado sus tejidos (de glándulas salivales de mosca), descubrieron que, efectivamente, las células de los epitelios curvados adoptaban esa forma.

El escutelo del escarabajo
Protaetia speciosa
Intrigados, contactaron con matemáticos para preguntarles cómo se llamaba esa figura, y descubrieron que no tenía nombre. Así que, como homenaje a Escudero, decidieron llamarla “escutoide” (aunque luego justificaron el nombre aludiendo a que la forma recuerda al “scutum” –escudo– que aparece en la caparazón de ciertos escarabajos). Al final en la investigación, publicada en la revista Nature Communications y titulada “Escutoides: una solución geométrica al empaquetamiento tridimensional de los epitelios”, participaron 16 autores: además de los investigadores de la Universidad de Sevilla, incluyó a colegas ingleses y estadounidenses, entre los que había biólogos moleculares, matemáticos, físicos y especialistas en ingeniería biomolecular.

Entonces, ¿qué forma tiene un escutoide? Pues es un prisma o pirámide truncada una de cuyas bases es hexagonal y la otra pentagonal, por lo que obligadamente una de sus aristas tiene la forma de una letra Y. (Mucha gente dice que parecen unos saleros de diseñador… seguramente pronto habrá quien los saque a la venta.)

¿Por qué necesitan las células adoptar formas tan complejas? Es un asunto de biología, física y matemáticas. El cuerpo animal se desarrolla a partir de una sola célula, el óvulo fecundado, que se va multiplicando y luego forma capas que darán origen a los distintos tejidos y órganos del cuerpo. Uno tiende a imaginar a las células como simples bolsitas más o menos esféricas llenas de citoplasma. En realidad, conforme las células de un epitelio crecen, van ocupando más espacio pero están limitadas por sus vecinas. Por eso, el escutoide es la forma geométrica que les permite ocupar de manera más eficiente todo el espacio disponible sin dejar huecos –requisito indispensable para que el epitelio pueda cumplir su función de barrera– y al mismo tiempo poder formar tejidos curvos y flexibles (cosa que no sería posible sólo con prismas o pirámides truncadas, y menos con esferitas).

En última instancia, se trata de un problema de física: el escutoide es la forma que reduce al mínimo la superficie celular y por tanto la energía que necesitan las células para formar el epitelio. (Algo similar sucede, por ejemplo, con las burbujas: la forma de mínima energía para una burbuja aislada es una esfera, pero muchas burbujas adheridas una con otra, como ocurre en la espuma, adoptarán formas tipo escutoide.)

El descubrimiento de los escutoides dista de ser sólo una curiosidad: su estudio permitirá entender mucho más detalladamente el desarrollo de los tejidos durante el crecimiento de los seres vivos, y quizá desarrollar métodos de análisis para detectar, por ejemplo, crecimientos anormales. Además, podría ser útil en la naciente tecnología de cultivo de tejidos y órganos. Y podría tener aplicaciones fuera de la biología, por ejemplo en la ingeniería y el diseño, para proyectar materiales, edificios o empaques más resistentes y eficientes. Y, en matemáticas, quizá para abrir nuevas líneas de investigación en geometría. Todo a partir de unos biólogos que querían entender cómo se agrupan las células del epitelio del glándula salival de una mosca.

Así que la próxima vez que alguien le hable de investigación interdisciplinaria, sólo recuerde a los escutoides de los que están hechos nuestros tejidos.

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domingo, 22 de julio de 2018

El otro PrEP

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de julio de 2018

El pasado primero de julio, todo México estaba atento a los resultados del PREP, el Programa de Resultados Electorales Preliminares.

Pero hay otro PrEP que resulta igual de importante para mucha gente: quienes viven con VIH, o quienes tienen relaciones sexuales con gente que vive con el virus.

Como se sabe, la infección por VIH dejó de ser necesariamente mortal para convertirse en una enfermedad básicamente crónica desde que, a finales de los noventa, aparecieron las terapias antirretrovirales altamente activas (HAART, por sus siglas en inglés), también conocidas como “cocteles” antirretrovirales. Consisten en al menos tres medicamentos distintos que atacan simultáneamente distintas funciones del virus de la inmunodeficiencia humana, lo que hace prácticamente imposible (en realidad, extremadamente improbable) que éste mute para volverse resistente a los tres fármacos.

Aunque el tratamiento es caro (la última vez que consulté, costaba alrededor de 30 mil pesos por mes por paciente, aunque el Sector Salud consigue descuentos que lo llevan hasta unos 5 mil pesos; un dato más reciente indica que el costo es de casi 15 mil pesos), resulta mucho más barato que tratar a pacientes infectados que llegan a la etapa de sida. Y, por supuesto, evita miles de muertes (en México, según datos oficiales, hay actualmente 152 mil 783 pacientes que viven con VIH; seguramente el número real es mayor, dado que hay personas que no saben que están infectadas).

En países como el nuestro, donde el tratamiento está disponible gratuitamente para cualquier paciente que lo requiera –o debería estarlo; en algunas regiones hay problemas de distribución y atención–, las HAART han significado un cambio total en la cultura de prevención del VIH/sida. Sobre todo si van acompañadas de campañas amplias y constantes de prevención mediante el uso del condón, y para alentar a la población en general, y especialmente a grupos de riesgo, a realizarse la prueba para detectar nuevas infecciones desde un principio.

Pero desde hace unos años el arsenal de prevención contra el VIH se amplió con la llamada PrEP, o Profilaxis Pre-Exposición. Se recomienda para personas no infectadas que estén en circunstancias que las pongan en riesgo de infectarse: tener una pareja seropositiva, tener prácticas de riesgo o relaciones sexuales con personas infectadas o cuyo estado se desconoce, etc. Consiste en usar uno de los medicamentos antirretrovirales disponibles (tenofovir y emtricitabina, que comercializa la farmacéutica Gilead con el nombre de Truvada®, aunque hoy hay disponibles alternativas genéricas), en la dosis usual: una tableta diaria durante el periodo en que se esté en riesgo de contagio.

Recientemente, las autoridades de salud informaron que el PrEP, que también se puede adquirir en farmacias, pero a un alto costo (que ronda los 10 mil pesos por mes) comenzará a estar disponible gratuitamente, para un número limitado de personas, en la Ciudad de México a través de la Clínica Especializada Condesa, y también en Guadalajara y Puerto Vallarta, como parte de un programa piloto.

Podría parecer irresponsable invertir en un tratamiento caro para evitar infecciones por VIH cuando existe un método tan barato, seguro y accesible como el condón. Pero la realidad es que hay personas que simplemente no lo usan, ya sea por descuido, prejuicio o por razones más complejas, como la paradójica erotización del sexo sin protección, e incluso los movimientos “bareback”, que defienden el derecho consciente a tener relaciones sin condón e incluso a infectarse. Y aunque se recomienda usar el PrEP junto con el condón, lo cierto es que muchas personas simplemente quieren poder tener relaciones sin necesidad de usarlo. Para esos casos, el PrEP es válido y útil, pues puede evitar un número importante de infecciones. Incluso, según cálculos hechos con modelos y datos de Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, la disponibilidad de PrEP ayuda a bajar, a la larga, los costos sociales de la atención a pacientes con VIH.

Pero por supuesto, esta alternativa también tiene sus desventajas. Además de su costo, su uso prolongado puede afectar al riñón o causar descalcificación de los huesos. Y como en cierto modo fomenta el sexo sin condón, puede provocar un aumento en otro tipo de infecciones de transmisión sexual, como sífilis o gonorrea (de la cual ya existen cepas multirresistentes a antibióticos).

Mención aparte merece el PEP, o Tratamiento Post-Exposición, en que el mismo fármaco se receta durante un mes a personas que accidentalmente hayan estado expuestas al virus, y que es muy eficaz para prevenir el contagio si se usa dentro de las 72 horas siguientes.

En resumen: es bueno que existan nuevas opciones, y hay personas para las que pueden ser muy útiles y hasta necesarias. Pero no cabe duda de que, sin juzgar las opciones sexuales de cada quién, lo mejor y más recomendable sería reforzar las campañas para el uso amplio y regular del condón: la mejor alternativa que tenemos no sólo para evitar la infección por VIH, sino también otras enfermedades.

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domingo, 20 de mayo de 2018

La persistencia de la memoria

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de mayo de 2018

La babosa de mar Aplysia
Uno de los misterios más fascinantes de las neurociencias –un campo de por sí muy atractivo– es el funcionamiento de la memoria. ¿Cómo se almacenan los recuerdos, cómo se recuperan cuando los necesitamos, por qué los perdemos, por qué los falseamos?

Una de las hipótesis más obvias para explicar cómo el cerebro puede archivar los recuerdos –si descartamos la hipótesis sobrenatural, en la que es el alma, una entidad espiritual, la que recuerda (con lo que sale sobrando tratar de explicar cómo funciona el proceso)– es pensar que la memoria es algo parecido al disco duro de una computadora, donde los datos se almacenan mediante algún tipo de proceso físico o químico.

En los años 80, cuando estudiaba yo la carrera de químico farmacobiólogo en la universidad, mi profesora de bioquímica nos mencionó experimentos en que, utilizando planarias –un tipo de gusano plano– como organismo modelo, se había descubierto que ciertas moléculas de la familia de los ácidos nucleicos, en particular los ácidos ribonucleicos o ARNs –que son centrales en el proceso de fabricación de las proteínas que forman la mayor parte de las estructuras y realizan la mayoría de las funciones de las células– podían transmitir recuerdos. Se entrenaba a las planarias a nadar para resolver un laberinto, se les extraía el ARN, se le inyectaba a planarias no entrenadas, y éstas lograban resolver el laberinto más rápidamente que sus congéneres que no habían recibido la inyección.

Ya desde entonces, la idea sonaba demasiado simplista: pensar que los recuerdos son simples moléculas era de un reduccionismo difícil de aceptar. Pero, como los ARN participan en la fabricación de proteínas, también podría ser que ayudaran precisamente a construir, de alguna manera, proteínas que almacenarían los recuerdos en forma física.

En las décadas que han pasado, la hipótesis más aceptada es distinta: se piensa que los recuerdos –técnicamente, la memoria de largo plazo– no están almacenados directamente en alguna estructura (neuronas, moléculas), sino que más bien se hallan codificadas en la intrincada red de conexiones entre las neuronas, y en la diferente intensidad de pueden tener dichas conexiones. (También se ha descubierto que los recuerdos no están simplemente “almacenados”, sino que son fluidos, y de algún modo se reconstruyen cada vez que los recuperamos. Pero ese es otro tema.)

Aun así, sigue habiendo quien sostiene la idea de que debe haber un sustrato físico concreto, un “correlato material” para la memoria (algunos especialistas lo llaman engrama, pero como la palabra ha sido secuestrada por los charlatanes de la “cienciología” para referirse a algo completamente distinto, yo prefiero evitarla). Al mismo tiempo, se ha ido descubriendo que los ARNs participan en muchas más funciones de lo que se pensaba, como regular la expresión de los genes.

Hace unos días apareció la noticia de que un equipo de investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles, encabezado por David L. Glanzman, logró lo que parecería ser transmitir el aprendizaje entre babosas marinas del género Aplysia por medio, nuevamente, de inyecciones de ARN. Sus resultados se publicaron en la revista especializada eNeuro el 14 de mayo.

Contracción del sifón de Aplysia frente a un estímulo
Estas babosas, que son muy usadas en estudios de neurociencia, poseen un órgano llamado sifón, que pueden extender o retraer. Si se las toca, lo retraen en un reflejo de protección. Glanzman y su equipo entrenaron babosas, mediante pequeños toques eléctricos, a retraer su sifón por más tiempo de lo normal.

Luego extrajeron su ARN y lo inyectaron en otras babosas que no habían sido entrenadas, y hallaron que éstas reproducían el comportamiento aprendido.

¿Transmisión de recuerdos vía ARN? No es muy probable. Aunque los investigadores exploraron posibles maneras en las que el ARN podría comunicar el comportamiento aprendido –incluyendo la metilación del ADN, un conocido mecanismo de regulación genética–, otros expertos piensan que los resultados del laboratorio de Glanzman han sido muy exagerados.

En realidad, lo que se observa es simplemente que la inyección de ARN propicia que un reflejo natural se presente de forma más prolongada. Lo que podría estar ocurriendo es que se aumenta la sensibilidad del organismo a los estímulos en general… o muchas otras cosas.

Pero de ahí a concluir que los recuerdos están almacenados en estas moléculas, y que pueden transmitirse mediante inyecciones, hay mucho trecho. Y mucho más para poder afirmar, como se ha hecho de manera desmedida en algunos medios, que esta investigación podría algún día ayudar a recuperar recuerdos perdidos, como ocurre con la demencia o el mal de Alzheimer, o a borrar los que causan malestar, como en el trastorno por estrés postraumático.


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domingo, 6 de mayo de 2018

El misterio de la mitocondria ancestral

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de mayo de 2018

Las mitocondrias son uno de esos conceptos que se prestan a burla. Todos oímos hablar de ellas en clase de biología, pero la mayoría de nosotros no recordamos gran cosa sobre el asunto. Excepto por una frase, tan trillada que se ha convertido en un meme de internet: “las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula” (por ejemplo, “lo único útil que aprendí en la escuela es que las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula”, o “¿alguna vez miraste a tu novio y pensaste que las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula?”).

Lo cierto es que son organelos celulares de gran importancia, porque realizan una función esencial que, en efecto, tiene que ver con la energía: oxidar los alimentos –como los azúcares– para, al romper los enlaces químicos que unen los átomos que los forman, y combinarlos con oxígeno, liberar energía química que luego se usará para impulsar el metabolismo. (Los más nerds entre mis lectores recordarán incluso que esta energía se almacena temporalmente en forma de moléculas de trifosfato de adenosina, o ATP, “la moneda pequeña de la célula”, para usar otra frase trillada de la clase de biología.)

Pero en realidad el atractivo de las mitocondrias es que, por un lado, son visual y estructuralmente intrigantes, con su aspecto de pequeñas salchichas que nadan dentro de la célula, las dos membranas que las envuelven, lisa la externa, rugosa la interna, y por su relativa independencia, al tener su propio pequeño genoma, separado del que aloja en el núcleo celular, y su propio ritmo de división. Y, por otro lado, y principalmente, por su origen, pues desde hace ya varias décadas se sabe que las mitocondrias fueron inicialmente bacterias de vida libre que penetraron en otras células y formaron una relación de simbiosis con ellas para dar origen a las primeras células complejas –eucariontes–, como las de animales y plantas (además de hongos y protozoarios).

La idea del origen de las células eucariontes mediante “simbiogénesis”, que iba en contra de lo que siempre se había creído, fue formulada inicialmente en 1905 por el botánico ruso Konstantin Mereschkowski (o Merezhkovski). Pero fue la bióloga estadounidense Lynn Margulis quien, a partir de la década de los 60, ayudó a popularizarla y, sobre todo, a sustentarla con evidencia y argumentos evolutivos. Hasta que, a finales de los 80, la idea pasó a formar parte del consenso de la comunidad científica.

Desde entonces se ha buscado identificar exactamente qué bacterias pudieron ser los ancestros de las modernas mitocondrias. Para ello se ha comparado la morfología, fisiología, bioquímica y genética de las mitocondrias con las de diversas bacterias. Hoy se acepta generalmente que surgieron hace unos dos mil millones de años a partir de la clase de las alfaproteobacterias. Y, más específicamente, a partir del orden de las rickettsiales, bacterias que, como los hipotéticos ancestros de las mitocondrias, viven como endosimbiontes dentro de otras células (endos, dentro).

Sitios de muestreo y árbol genealógico
 construido por los investigadores (Fuente: Nature
https://www.nature.com/articles/s41586-018-0059-5)
Pero hoy tenemos métodos más modernos y poderosos para estudiar la evolución y clasificación de los seres vivos. El pasado 3 de mayo la revista científica Nature publicó un artículo firmado por Thijs Ettema y su equipo, de la Universidad de Uppsala, Suecia, donde explican cómo tomaron muestras de ADN ambiental microbiano de cinco sitios de los océanos Pacífico y Atlántico, a profundidades que van de 100 a 5 mil metros, y realizaron análisis metagenómicos –es decir, de todo el ADN disponible, que incluye los genomas de todas las especies presentes. En particular, se concentraron en los genes del ADN ribosomal, que contiene la información para fabricar las moléculas que forman el ribosoma, un organelo especialmente útil para estudios evolutivos porque está presente en absolutamente todos los seres vivos). A partir de ello, mediante complejos métodos computarizados, lograron construir un nuevo árbol genealógico de las alfaproteobacterias.

El resultado: en este nuevo árbol, las mitocondrias no quedarían clasificadas dentro de las alfaproteobacterias, sino en una rama paralela, como “hermanas” de todas ellas, y su origen podría ser aún más antiguo de lo que se pensaba. En este nuevo esquema, mitocondrias y rickettsiales, a pesar de sus similitudes, no formarían parte de la misma familia, sino que habrían tenido orígenes evolutivos paralelos.

Como siempre, los científicos disfrutan investigando misterios dignos de un detective. Y como siempre, la tecnología les ofrece nuevas maneras de hacerlo. Por cierto, en una fecha significativa, pues las mitocondrias inspiraron a los infames “midichlorians” de la saga de Star Wars, cuyo día se celebró el pasado 4 de mayo (“may the fourth…”).

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