Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de octubre de 2016
Publicado en Milenio Diario, 5 de octubre de 2016
Estoy de luto. La muerte de Luis González de Alba, por más que haya sido “una muerte elegida” (Aguilar Camín dixit), me entristece.
En medio de todo lo que se está escribiendo sobre él, quisiera hablar del González de Alba divulgador. El que vivía fascinado por entender los descubrimientos científicos y la imagen del universo que nos revelan, y que por décadas se dedicó incesantemente a compartirlos con sus lectores en los medios donde colaboró.
Admiré su labor como divulgador científico desde que, gracias a un queridísimo amigo, comencé a leerlo ocasionalmente en las páginas de La Jornada, en su columna “La ciencia en la calle”, y más tarde en su libro La ciencia, la calle y otras mentiras, de 1989, que tanto disfruté por su seductora mezcla de ciencia, historia, cultura e inteligencia.
Con los años conocí muchas otras facetas de González de Alba, como activista gay, ex–líder del 68, novelista e intelectual. Comencé a leer y disfrutar sus novelas, especialmente Agapi mu (1993). Descubrí sus libros de poemas y de cuentos, como El vino de los bravos (1981), y sus intentos por combatir la homofobia y promover los derechos de las minorías sexuales a través de vías como su legendario bar gay El Taller, donde se impartían conferencias semanales de información y concientización; sus ensayos –basados en ciencia pero también en un firme conocimiento de la Biblia y sobre todo en su agudo sentido común y de la justicia– donde refutaba las mentiras que sustentan los prejuicios religiosos contra los homosexuales, o su valioso libro Bases biológicas de la bisexualidad, que recopilaba información científica sólida sobre la presencia del “antinatural” comportamiento homosexual en todo tipo de especies animales (y que años más tarde se convertiría en La orientación sexual: reflexiones sobre la bisexualidad originaria y la homosexualidad, publicado por Paidós en 2003, y del cual tuve el honor de ser revisor técnico y más tarde presentador).
Al mismo tiempo, seguí siendo lector, cada vez más asiduo, de sus columnas semanales de ciencia, ya para entonces en El Financiero y más tarde en Milenio Diario, y de sus libros de divulgación científica, como Los derechos de los malos y la angustia de Kepler o El burro de Sancho y el gato de Schrödinger (después reeditado como Maravillas y misterios de la física cuántica), que a pesar de algunas leves carencias en cuanto a exactitud científica, muestra un fascinante y delicioso panorama de la historia y la imagen actual de la física.
Rara vez tuve la oportunidad de verlo en persona. Menos aún de platicar con él (aunque en algún momento tuvimos breves conversaciones por correo electrónico o en Facebook). Cuando le pregunté públicamente por qué había decidido dedicarse –entre sus tantas ocupaciones– a la divulgación científica, respondió que era porque no tenía con quién platicar, tomando café, de temas científicos. Qué ironía… ¡Lo que yo hubiera dado por ser ese interlocutor! Nunca pensé tener el privilegio de escribir en el mismo diario que él.
González de Alba fue siempre un ejemplo y un maestro para mí en el arte de comunicar la ciencia con entusiasmo y claridad. Desde hace años uso en los cursos que imparto varios de sus excelentes textos, como muestra de lo que la inteligencia, la cultura, la emoción sincera y la creatividad pueden lograr al redactar textos de divulgación científica. Su labor como divulgador la realizó sin apoyo de nadie, con sus propios medios, alejado de las instituciones y del gremio de los divulgadores profesionales. Bajo sus propias reglas. Y llegó a ser uno de los divulgadores más reconocidos e influyentes del país.
González de Alba era –al menos en sus textos y las redes sociales– una persona difícil, de opiniones vehementes, tajantes, pero siempre fundadas en datos firmes y argumentos difíciles de refutar. No coincidí con muchas de sus posturas políticas: creo que a fuerza de ser el más riguroso crítico de la izquierda, acabó a veces dando armas a la derecha. Tampoco con algunas de sus posturas científicas: su admiración por las teorías sobre la conciencia de Roger Penrose, basadas en la física, tan limitadas y ramplonas comparadas con las centradas en las neurociencias y la evolución, como las de Daniel Dennett y otros. Y no considero a priori que la opción del suicido sea una medalla para él, aunque desconozco y respeto los motivos personales que lo orillaron a ello. Pero reconozco su enorme tesón y su valor para mantener, hasta el final, su independencia, su libertad y su coherencia intelectual.
Hasta siempre, Luis. ¡Te debemos tanto aquellos que nos beneficiamos de tus luchas y afanes! Y, como lectores, te echaremos mucho de menos cada semana.
¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:
Contacto: mbonfil@unam.mx
Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!
8 comentarios:
Martín, me gustó tu artículo: respetuoso e inteligente retrato y obituario de un hombre trabajador e inteligente que decidió ser él hasta el último momento, un hombre que quizá únicamente deseaba lo mejor para este México que se nos cae a pedazos.
Gracias por tu texto.
Ya me borró Bonfil. Bueno, pues good bye.
No me burlé de LGA. Al decir que conservó su Ego hasta el final fue ELOGIO. Se requieren muchos güevos para programar con anticipación el día que uno va a suicidarse.
Bye, Bonfil. Borra esto también. Total, nunca me pareciste una lumbrera en ciencias.
Muy interesante.
Gracias
"tumblinweednow" es un troll chileno multicuentas llamado Marcos Antonio Villegas Estrada. Se hace pasar por otros y es un charlatán.
Publicar un comentario