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domingo, 18 de marzo de 2018

La fama de Hawking

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de marzo de 2018

Quizá la mayor sorpresa que ha dejado la muerte del cosmólogo inglés Stephen Hawking el pasado 14 de marzo (la noche del martes 13, para quienes vivimos en América), es constatar el tamaño descomunal de su fama.

Sabíamos que era, sin la menor duda, el científico más famoso del mundo. Pero, a pesar de ello, era sólo un científico: dudo que mucha gente hubiera podido prever que su muerte haría que se pararan las prensas, que se saturaran las redes sociales, que las redacciones de todos los periódicos y noticiarios se dedicaran desesperadamente a buscar opiniones autorizadas sobre su vida y obra, que las primeras planas de todos los diarios le dedicaran al menos un espacio.

Normalmente, ese tamaño de reacción se reserva para cuando muere una princesa o una estrella del espectáculo, o para cuando el presidente de los Estados Unidos es víctima de un atentado. Que un físico dedicado a un área tan compleja y matemáticamente abstrusa como el origen y evolución del universo, la estructura y comportamiento de los hoyos negros, la relación entre relatividad y mecánica cuántica y demás temas que sólo se pueden comprender a fondo si se tiene una avanzada preparación matemática, resulta cuando menos inesperado.

¿Cómo es que Hawking se convirtió no sólo en un personaje mundialmente famoso y apreciado, sino en un ícono de la cultura pop? La respuesta, creo yo, como muchos otros, reside, además de su prestigio académico, básicamente en dos factores: su lucha constante, durante más de 50 años, contra la enfermedad que lo aquejaba, que le robó el habla y la capacidad de moverse, y el amplio y continuo trabajo de divulgación científica que llevó a cabo durante décadas. Básicamente a través de libros que se volvieron en muchos casos best-sellers, pero también mediante conferencias, entrevistas y participación en programas de radio y TV.

Comenzando con el inmensamente exitoso Breve historia del tiempo (con el subtítulo “del big bang a los agujeros negros”), publicado en 1988, Hawking continuó escribiendo regularmente libros para el gran público. Entre sus títulos más populares están El universo en una cáscara de nuez, Agujeros negros y pequeños universos y Brevísima historia del tiempo. También escribió, junto con su hija Lucy, cinco libros para niños, y realizó compilaciones comentadas de los grandes artículos de la física y las matemáticas, como A hombros de gigantes, los grandes textos de la física y la astronomía y Dios creó los números: los descubrimientos matemáticos que cambiaron la historia.

A pesar de sus grandes ventas –Hawking comenzó a escribir divulgación para subsanar sus apuros económicos, cosa que logró ampliamente–, sus libros tenían fama de ser difíciles de entender para el lector común, y muchos los comenzaban a leer, pero no los terminaban. Aún así, despertaron la curiosidad y el asombro ante la imagen del universo que nos revela la física moderna.

En el obituario que publicó en el diario inglés The Guardian, el matemático y físico Roger Penrose, colega e importante colaborador de Hawking, comenta que, además de la precisión, concisión y buena prosa de Hawking –producto en buena parte de sus limitaciones, que lo obligaban a pensar muy bien cada palabra–, “es difícil negar que su condición física misma debe haber llamado la atención del público”.

Transformado en superestrella, Hawking fue admirado por muchos –a veces exageradamente– y odiado por otros. Hay que lo consideraba el mejor científico del mundo o de la historia. Otros parecían pensar que era el ser humano más inteligente en existencia, y creían que cualquier opinión emitiera sobre cualquier tema era incontrovertible. Ni lo uno ni lo otro; ser el físico más famoso no quiere decir que fuera el mejor. De hecho, el concepto de “el mejor” carece de significado cuando se habla de científicos, intelectuales o artistas, porque ninguna de estas actividades es una competencia (como sí lo pueden ser los deportes o los concursos de belleza).

Hawking no fue un físico revolucionario, como sí lo fueron Galileo (que fundó las bases matemáticas de la física moderna, la astronomía y del método científico), Newton (que llevó a la física clásica a su perfección y reveló las leyes precisas que gobiernan el movimiento de los cuerpos) o Einstein (que cambió por completo la comprensión que teníamos del espacio, el tiempo y la gravedad). Hawking fue un físico destacado, pero hay muchos igual de importantes que él, aunque no tan famosos. Carlos Tello Díaz cita, en Milenio Diario del pasado 15 de marzo, una frase de su autobiografía Breve historia de mi vida, donde él mismo se ubica en su justo sitio: “Para mis colegas soy sólo otro físico, pero para un público más amplio me convertí posiblemente en el científico más conocido del mundo”.

¿Fue inmerecida la fama de Hawking? De ninguna manera. Porque la logró con base no sólo en su inteligencia y logros científicos, sino con un trabajo sostenido que pocas personas son capaces de realizar; mucho menos si padecen una enfermedad como la suya. Pero además porque sirvió para hacer que muchas personas pudieran acercarse a la ciencia, sus complejidades y su fascinación. Ayudó a difundir el conocimiento científico, a fomentar el pensamiento crítico y despertó numerosas vocaciones. Stephen Hawking fue sin duda un gran divulgador científico, además de un destacado investigador. Parafraseando lo que expresó mi buen amigo y colega el físico Sergio de Régules, el que no fuera el mejor físico del mundo no quiere decir que no fuera un gran físico.

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domingo, 22 de octubre de 2017

El oro de las estrellas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de octubre  de 2017

Desde hace algunas semanas, entre la comunidad de astrofísicos y expertos en relatividad y cosas similares había corrido un rumor: “se aproxima un gran anuncio en relación con las ondas gravitacionales”.

Usted recordará que este año el premio Nobel de física se entregó a los creadores del detector LIGO, que el 11 de febrero de 2016 permitió detectar, por primera vez, dichas oscilaciones del espacio tiempo, predichas por la teoría de la relatividad de Einstein. Fueron producidas por el choque de dos hoyos negros que, atraídos por su propia gravedad, fueron girando cada vez más rápido en un remolino que los acercó más y más hasta que, al chocar y fundirse, hicieron temblar el tejido del cosmos como una gelatina.

Desde entonces se habían detectado, gracias a los dos detectores LIGO ubicados en distintas partes de los Estados Unidos, y a su primo menor Virgo, en Italia, otras tres fuentes de ondas gravitacionales, también debidas a la fusión de hoyos negros.

Pero el pasado 16 de octubre, la comunidad astronómica finalmente anunció al mundo, en una conferencia de prensa en Washington, DC, que dos meses antes, el 17 de agosto, habían detectado un quinto evento cósmico que emitió ondas gravitacionales intensas durante nada menos que 100 segundos. Gracias a que se tienen detectores tres puntos, los dos LIGO y Virgo, se logró triangular con cierta precisión la región del espacio de donde provenían las ondulaciones.

Dos segundos después el telescopio espacial Fermi de la NASA detectó, en esa misma región, un fenómeno llamado “emisión de rayos gamma”: un tipo de evento que libera cantidades inmensas de radiación electromagnética, y cuyo origen era incierto hasta ahora. Inmediatamente, astrónomos en todo el mundo dirigieron sus telescopios de distintos tipos al cielo. Doce horas más tarde, detectaron luz visible e infrarroja proveniente del mismo punto, ubicado a 130 millones de años luz, en la constelación de la Hidra, y una semana después rayos X, y luego ondas de radio.

Toda esta información permitió deducir que la causa del evento fue el choque de dos estrellas de neutrones que giraban una alrededor de la otra (algo que ya se había predicho teóricamente con mucha precisión). Al fundirse, emitieron ondas gravitacionales y radiación electromagnética –luz visible, rayos gamma, X e infrarrojos, y ondas de radio–, además de cantidades enormes de elementos químicos pesados recién formados, como oro, plata, platino, uranio y varios más.

Origen cósmico de
los elementos químicos
Desde los años ochenta, el astrónomo y divulgador Carl Sagan nos había enseñado que “estamos hechos de materia estelar”: los átomos que constituyen todo el universo fueron “cocinados” en estrellas, a partir de hidrógeno y helio. A su vez éstos, los elementos más ligeros de la tabla periódica, fueron creados en el big bang. A partir de ellos, las estrellas, gracias a las reacciones termonucleares que las hacen brillar, producen otros elementos más pesados como carbono, oxígeno y muchos otros. Pero los elementos más pesados que éstos sólo se producen cuando las estrellas especialmente grandes, luego de acabar de quemar el combustible que las mantiene en equilibrio, se contraen debido a su propia gravedad, y luego explotan para convertirse en supernovas. En este proceso se forman dichos elementos más pesados, que son expulsados hacia el espacio.

El remanente de estas explosiones es a veces, dependiendo de la masa de la estrella que explota, una estrella de neutrones: una esfera de sólo unos 20 kilómetros de diámetro, formada casi exclusivamente por neutrones, y que tiene una densidad inimaginable: puede pesar el doble que el Sol. Una cucharadita de este material pesaría unas mil millones de toneladas, o unas 900 veces el peso de la Gran Pirámide de Egipto. Fueron dos de estas esferas de materia superdensa las que chocaron en el evento detectado el 17 de agosto.

Además de producir ondas gravitacionales y electromagnéticas, este cataclismo cósmico mostró que la principal fuente de elementos químicos pesados en el universo no son, como se pensaba hasta ahora, las supernovas, sino los choques de estrellas de neutrones, que producen lo que se conoce como kilonovas. En particular, se calcula, por ejemplo, que la kilonova de agosto produjo una cantidad de oro equivalente a unas 10 veces la masa de la Tierra. Además, ayudó a precisar el valor de la llamada constante de Hubble, que indica a qué velocidad se está expandiendo el universo, y prácticamente resolvió el misterio del origen de las emisiones de rayos gamma, entre otros importantísimos avances.

Cuando el año pasado se descubrieron las ondas gravitacionales, se dijo que ahora los astrónomos tenían una nueva “ventana” disponible, además de la radiación electromagnética ­para estudiar el universo. Tan sólo un año después, esta nueva herramienta comienza a dar resultados de gran riqueza, y confirma que el Nobel de física de este año no pudo haber sido más acertado.

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domingo, 20 de agosto de 2017

Eclipse e ineptitud

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de agosto  de 2017

La vida está hecha de experiencias, no de contenidos educativos.

Cuando se habla de ciencia, tendemos a pensar automáticamente en aburridas clases en la escuela. De balanceo de ecuaciones por óxido-reducción.

Pero en realidad la ciencia es, antes que nada, una forma de ver el mundo. Una forma de verlo muy especial: una perspectiva, una actitud, que nos permite apreciarlo (lo que ya es bastante) y además comprenderlo. Y no sólo a nivel de generarnos narrativas que lo expliquen, que nos ayuden a darle sentido e interpretarlo; la ciencia, cuando aborda la naturaleza, lo hace de manera metódica y cuantitativa, y produce explicaciones detalladísimas y precisas que más allá de revelar los aspectos más profundos de lo pasa, nos ayudan a predecirlo y a controlarlo.

Y más aún: además de ayudarnos a ver los fenómenos naturales, maravillarnos con ellos y entenderlos a profundidad, la ciencia nos permite participar, involucrarnos para intervenir en ella… para bien o para mal. Su poder es tal que puede modificar el mundo y ayudarnos a tener más salud, más bienestar, más justicia… o bien, destruir hábitats, favorecer la desigualdad, contaminar o dañar seriamente el ambiente a nivel global.

Es por eso que en toda sociedad moderna es importantísimo que los ciudadanos posean una mínima cultura científica que les permita involucrarse con la ciencia, apreciarla, entenderla y hacerla suya; apropiársela y participar. Entre otras cosas, para que las decisiones sobre temas que involucran a la ciencia y la tecnología, y sus efectos en el ambiente y la sociedad, no sean tomadas sólo por científicos, funcionarios de gobierno, directivos de empresas o peor, militares, sino por los ciudadanos, debidamente informados y después de una reflexión meditada (lo mismo que se espera de un buen ciudadano en una democracia, pues).

Pero para ello es indispensable que esos ciudadanos reciban, desde la infancia, una educación que incluya a la ciencia, no sólo como conocimientos y contenidos, sino también como las experiencias, perspectivas, actitudes, habilidades y valores que forman parte de ella.

Y por eso escandaliza la noticia, que ha causado furor en días recientes en las redes, de un supuesto memorándum de la Secretaría de Educación del Estado de Coahuila –de cuya autenticidad no hay razones para dudar– fechado el 11 de agosto y que da indicaciones a los directores de escuelas primarias, “por instrucciones del Secretario de Educación Jesús Juan Ochoa Galindo”, con motivo del eclipse parcial de sol, para que mañana lunes 21 de agosto “instruyan a las y los maestros (sic) de grupo de los planteles educativos a permanecer en sus salones con todas las alumnas y los alumnos, no permitiendo por ningún motivo la salida a los patios escolares y al aire libre”.

“Las citadas medidas –continúa el memorándum– son con el objetivo primordial de evitar daños oculares permanentes al observar dicho fenómeno sin la precaución debida, así como prevenir riesgos innecesarios en las niñas y los niños”.

¿En serio? ¿“Riesgos innecesarios”? ¿Qué tal si, en vez de privar a los niños de una experiencia que pocas veces podrán repetir en su vida, la Secretaría de Educación de Coahuila hubiera tomado medidas pertinentes y oportunas para dotar a maestros y alumnos de la información y los medios para observar de manera segura y disfrutable el fenómeno? ¿Para convertir la ocasión en una vivencia fascinante que podría detonar su interés por entender por qué se produce un eclipse, y cómo lo sabemos, combatir el prejuicio de que la ciencia es aburrida e irrelevante y –quién sabe– quizá despertar una o dos vocaciones científicas? No estamos hablando de lentes especiales o vidrios de soldador: basta con papel y una caja de zapatos, y muchos otros métodos indirectos que están a la distancia de una búsqueda en Google, para poder lograrlo sin gastar un peso.

En Nuevo León hubo rumores de una prohibición similar, que fueron ya desmentidos por el gobierno estatal. En Guanajuato, las autoridades educativas fueron más allá y emitieron un comunicado público dirigido a los maestros que dice: “si tus alumnas y alumnos desean satisfacer su curiosidad científica, aliéntalos a hacerlo de la manera más segura, ya sea usando lentes especiales o algún proyector, y promueve que no observen al sol en ningún momento” (énfasis del original). ¡Qué diferencia!

Muchas organizaciones de astrónomos aficionados, incluyendo a la Sociedad Astronómica de México, e instituciones educativas como la UNAM y muchas otras, han puesto ya a disposición del público –de manera quizá un poco tardía– la información necesaria para realizar observaciones seguras, además de organizar eventos de observación donde se podrá disfrutar el fenómeno.

La construcción de una cultura científica en nuestros ciudadanos comienza con la posibilidad de disfrutar experiencias que detonen el asombro. Por el contrario, hechos como el ocurrido en Coahuila sólo sabotean los esfuerzos por construir una cultura científica en nuestra población, refuerzan los prejuicios y fomentan las supersticiones y desconfianza frente a fenómenos naturales como el eclipse. Y, en última instancia, van justo en contra lo que deberían ser los objetivos de una Secretaría de Educación. ¡Qué vergüenza!
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domingo, 2 de julio de 2017

Anonymous y el sentido común

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de julio de 2017

No tengo la más menor idea de qué pudiera estar pasando por la cabeza de los miembros del colectivo de ciberactivistas Anonymous cuando, el pasado martes 26 de junio, anunciaron a todo el mundo que la NASA “iba a revelar el descubrimiento de vida extraterrestre”. Llama la atención porque, hasta hace no tanto, habían sido defensores de causas relativamente razonables y racionales.

Más que un grupo formal, Anonymous es una numerosa red internacional más o menos mutable compuesta por hackers (“hacktivistas”, se llaman a sí mismos) que usan sus habilidades computacionales para organizar protestas contra causas que consideran nocivas para la libertad. En particular, la libertad en internet.

Surgió alrededor de 2003, pero se hizo famoso en 2008 cuando lanzó una feroz campaña contra la “Iglesia” de la Cienciología (mejor conocida como la organización que promueve la Dianética, un supuesto método de autoayuda que afirma borrar los traumas espirituales de vidas pasadas). Pongo la palabra “iglesia” entre comillas porque la Dianética/Cienciología, lejos de ser una religión genuina, honesta, es un culto que utiliza su estatus como “iglesia” para no pagar impuestos en los Estados Unidos, donde surgió de la mente de su creador L. Ron Hubbard, un mediocre escritor de ciencia ficción, y porque utiliza métodos altamente cuestionables y cuestionados para obtener dinero y obediencia ciega de sus seguidores.

Parte de la estrategia de la Cienciología había sido mantener sus “documentos avanzados” como secretos altamente protegidos a los que sólo se podía acceder luego de llevar numerosos cursos y pagar enormes sumas monetarias. Esto fue posible hasta antes del surgimiento de internet, pero ya en 1996 un grupo de activistas noruego los hizo públicos, a lo que la Cienciología respondió con una persecución legal que fue percibida por la comunidad de internautas como uno de los primeros intentos de censura en gran escala en la red.

Desde entonces, la Cienciología no ha dejado de tener conflictos con la comunidad de internet. La “operación Chanology”, lanzada por Anonymous en 2008, surgió a raíz de que la iglesia pretendía borrar una larga entrevista en la que el actor Tom Cruise, notorio cienciólogo, hacia una serie de revelaciones que dejaban bastante claro lo absurdas que resultan muchas de las creencias centrales de la Cienciología.

A lo largo de su historia, Anonymous ha defendido causas que podrían considerarse dignas, como la lucha contra la pornografía infantil o contra Daesh (el grupo terrorista también conocido como el “estado islámico”, o ISIS), pero también otras con un fuerte componente ideológico, como campañas contra el cobro por derechos de autor en internet, o contra agencias gubernamentales que son percibidas como enemigas de la libertad cibernética. Lo que nunca había hecho, hasta donde yo sé, es difundir tan ampliamente noticias patentemente absurdas como ésta.

¿Por qué absurdas? No porque los científicos –de la NASA y de todo el mundo– duden que exista vida extraterrestre. Al contrario. Dado todo lo que sabemos sobre la existencia de planetas semejantes a la Tierra alrededor de muchas estrellas, que podrían tener condiciones muy similares a las que permitieron el surgimiento de las primeras formas de vida, y sobre la química que hizo esto posible, parecería casi imposible que nuestro planeta sea el único en el universo que albergue vida (otra cosa es determinar qué forma de vida sea ésta: la vida microbiana es bastante probable; las civilizaciones avanzadas, un poco menos).

Quizá los miembros de Anonymous que lanzaron el aviso malinterpretaron información de la NASA sobre los últimos avances en la búsqueda de vida extraterrestre (o de sitios con condiciones favorables a la vida, que no es lo mismo). Quizá se trató de una broma.

Pero claro, como se trata de una red cuyos miembros son, eh, anónimos, no podemos estar seguros siquiera de que la noticia haya sido realmente dada a conocer por Anonymous… Quizá se trató sólo de uno o dos de sus miembros que actuaron por iniciativa propia. O de saboteadores que buscan dañar la ya de por sí muy discutida reputación del grupo. En el futuro, les convendría cuidar mejor la calidad de los contenidos que hacen públicos.

De cualquier forma, la “noticia” ya fue ampliamente desmentida. No sabemos si algún día lograremos hallar pruebas de vida extraterrestre. Pero si la encontramos lo más probable es que se trate de algo similar a seres unicelulares. Y eso sí, seguramente no nos enteraremos mediante un comunicado de Anonymous. Eso sólo ocurre en series de ciencia ficción. Mientras tanto, lo que sí podría hacer el colectivo es mejorar el control de calidad de la información que difunde.

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domingo, 5 de marzo de 2017

La vida más antigua


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de marzo de 2017

A. Oparin y JBS Haldane
¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? Éste es el tipo de preguntas filosóficas que hacen que muchos científicos –y no científicos– se burlen del trabajo de los filósofos.

Pero recordemos que las ciencias surgieron, históricamente, a partir de las reflexiones filosóficas, y usan el mismo tipo de pensamiento racional, basado en la lógica y el examen crítico y colectivo de las ideas. Las ciencias naturales restringieron su campo de estudio a aquello que forma parte del universo físico, y utilizan como evidencia válida sólo aquello que puede comprobarse de manera objetiva (o al menos, lo menos subjetiva posible), y dejaron los temas metafísicos y el razonamiento puro, no basado en evidencia física, a los filósofos. Pero muchas preguntas que hoy son abordadas –y en muchos casos respondidas– por las ciencias naturales, son en realidad preguntas filosóficas.

El origen de la vida es una de ellas. Y aunque sigue siendo una pregunta sin respuesta definitiva, los avances que se han hecho para contestarla, basados en la química, a partir de las propuestas originales del ruso Aleksandr Oparin y el inglés J. B. S. Haldane en los años 20, han sido tremendos. Hoy sabemos cada vez con mayor certeza que hay un camino posible, el cual cada vez conocemos mejor, que puede llevar, dadas las condiciones adecuadas, de la materia inanimada a la vida microscópica. (Por su parte, la teoría darwiniana de la evolución explica ya muy adecuadamente cómo la vida microscópica puede dar lugar, a su vez, a vida multicelular e incluso a vida inteligente y consciente.)

Pero, ¿qué tan difícil, o qué tan probable, es que la vida aparezca, por estos procesos de “síntesis abiótica”, en un planeta que presente las condiciones necesarias? En otras palabras, ¿es la vida en la Tierra un fenómeno raro, incluso quizá único, en el cosmos, o es al contrario algo que ocurre fácilmente? La respuesta a esta pregunta nos contestaría asimismo otra antigua cuestión filosófica: ¿estamos solos en el universo?

En 1961 el radioastrónomo estadounidense Frank Drake propuso una ecuación que permitía estimar el número de posibles planetas habitados (e incluso el de planetas con civilizaciones tecnológicamente avanzadas). Para ello, tomaba en cuenta, entre otras cosas, el número de estrellas en el cosmos, y la probabilidad de que existieran otros planetas girando alrededor de algunas de ellas (en esa época no se conocía ninguno, aunque desde el siglo XVI el filósofo italiano Giordano Bruno había propuesto la existencia de otros mundos habitados, idea que lo llevó a ser quemado en la hoguera de la Inquisición). Drake tomaba también en cuenta la probabilidad de que un planeta fuera sólido y del tamaño adecuado, y que estuviera en la “zona de Ricitos de Oro”, ni tan cerca ni tan lejos de la estrella como para ser tan caliente o frío que no pudiera contener agua líquida (que hasta donde sabemos, es indispensable para el surgimiento de la vida). Y, por supuesto, la pregunta que nos ocupa: la probabilidad de que, en un planeta así, la vida efectivamente aparezca.

A lo largo de los más de 50 años que han pasado desde que Drake propuso su ecuación, los astrofísicos y astrobiólogos han ido acumulando datos cada vez más certeros para calcular tales probabilidades. Hoy sabemos que hay abundancia de estrellas con planetas, muchos de los cuales tienen condiciones similares a las de la Tierra (el pasado 22 de Febrero, la NASA anunció el descubrimiento de siete de estos planetas alrededor de la estrella Trappist-1, situada a 40 años luz de nosotros).

¿Qué tan fácil es, entonces, que la vida surja en un planeta propicio? Una manera de estimarlo es averiguar cuánto tardó en aparecer en nuestro planeta. Actualmente se calcula, con base en métodos que toman en cuenta la abundancia relativa de distintos isótopos radiactivos, que la edad de la Tierra es de unos 4 mil 500 millones de años. Y, hasta hace poco, los fósiles más antiguos conocidos –microfósiles, en realidad, pues corresponden a microorganismos unicelulares, que fueron los primeros organismos existentes– tenían unos 3 mil 500 millones de años. La vida, entonces, parecería haber surgido de manera relativamente rápida: la Tierra habría albergado vida durante tres cuartas partes de su existencia.

Microfósiles de tubos
de hematita del cinturón
de Nuvvuagittuq
Pero el 2 de marzo pasado un grupo multinacional de investigadores (británicos, noruegos, australianos, estadounidenses y canadienses), encabezados por Crispin Little, de la Universidad de Leeds, en Inglaterra, publicó en la prestigiada revista Nature evidencia sólida de vida microbiana en rocas con una antigüedad de al menos 3 mil 700, y quizá hasta 4 mil 280, millones de años.

El problema de detectar microfósiles tan antiguos es enorme, pues la corteza terrestre está en constante cambio y muchas de las rocas que la forman no son “originales” (rocas ígneas, formadas a partir de lava solidificada), sino que han pasado por distintos procesos de “reciclado” (son rocas metamórficas). Pero los investigadores examinaron algunas de las rocas ígneas más antiguas que existen, que se hallan en el llamado cinturón de rocas verdes de Nuvvuagittuq, en Quebec, Canadá.

Lo que hallaron, mediante análisis microscópicos, geológicos y químicos increíblemente detallados, son diminutas estructuras en forma de tubo similares a las producidas por bacterias actuales que oxidan hierro y que viven en las ventilas hidrotermales del fondo del mar, sitios donde se piensa que pudo surgir la vida.

El hallazo de Nuvvuagittuq, si se confirma, adelanta sensiblemente la aparición de la vida en la Tierra, que podría haber aparecido cuando sólo había transcurrido el primer 5% de la historia terrestre. Cada vez parece más probable la hipótesis de que, dadas las condiciones necesarias, la vida emerge de manera casi automática.

En consecuencia, la probabilidad hallar vida en otros mundos como los hallados alrededor de Trappist-1, al menos en forma de microorganismos, aumenta conforme más investigamos. Lo más probable es que no estemos solos.

La ciencia, en su avance, va contestando antiguas preguntas filosóficas. Afortunadamente, siempre habrá muchas más que investigar, como las de qué deberemos hacer cuando confirmemos que existe vida en otros mundos, y si tenemos derecho a colonizarlos.

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miércoles, 11 de mayo de 2016

Descubridores

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de mayo de 2016

Uno pensaría que en pleno siglo XXI quedan pocas cosas por descubrir en nuestro planeta. El avance de la ciencia durante por lo menos los últimos cuatro siglos ha hecho que queden, al parecer, muy pocos misterios inexplorados.

Es imposible ya que se descubra un nuevo continente, y casi imposible hallar un nuevo planeta en el sistema solar. Sin embargo, cada año se siguen descubriendo nuevas especies de plantas, animales y microorganismos. Y las profundidades marinas y el subsuelo siguen ofreciendo numerosas oportunidades de hacer hallazgos novedosos, aunque quizá no revolucionarios.

Otra característica de la ciencia moderna, más reciente, es que se ha vuelto ya prácticamente imposible que un investigador solitario realice grandes descubrimientos. La época de los Galileos, los Copérnicos, los Newton, los Lavoisier, los Einstein han quedado atrás, y hoy la ciencia es una actividad inevitable, forzosamente colectiva, que no se puede realizar sin el apoyo de una comunidad de la que se forma parte. No sólo porque todo aquél que realiza un avance lo hace “parado sobre los hombros de gigantes” –todo avance científico se apoya en el conocimiento anterior–, sino porque incluso los criterios de evaluación que permiten distinguir un trabajo científico de calidad de uno defectuoso son necesariamente colectivos. (Y aún más: el financiamiento para hacer ciencia, fuera de casos aislados en que todavía existen “mecenas” que apoyan a un algún investigador, es hoy obtenible sólo si se forma parte de una comunidad científica.)

Aún así, la inteligencia humana y el empuje de la juventud nos siguen ocasionalmente sorprendiendo. Desde hace unos días circuló ampliamente la noticia de que un joven canadiense de 15 años, William Gadoury, residente del municipio de Saint-Jean-de-Matha, en Quebec, había descubierto, usando Google Maps, las ruinas de una antigua y olvidada ciudad maya.

El jovencito, evidentemente dotado con una inteligencia excepcional, se había interesado en la arqueología maya a partir de las predicciones del supuesto fin del mundo de 2012 (que, como se sabe, estaban basadas en interpretaciones erróneas del calendario maya, pero que atrajeron la atención mundial). A decir de la información periodística disponible (una versión formal de su trabajo será próximamente publicada en una revista académica, según se reporta), William se dio cuenta de que muchas de las antiguas ciudades mayas se hallaban en zonas inhóspitas, lejos de ríos. Se preguntó por qué sería así, y sabiendo por sus lecturas –que por lo visto son bastante amplias– que los mayas rendían culto a las estrellas, se le ocurrió una posible explicación: quizá la situación de las ciudades obedecía a algún patrón estelar.

William demostró un auténtico espíritu científico. No quedó conforme con su hipótesis, sino que decidió someterla a prueba. Usando el Códice Tro-Cortesiano, uno de los únicos tres manuscritos mayas existentes, que se conserva en Madrid (y que se puede consultar online), localizó 23 constelaciones mayas, y probó acomodarlas sobre mapas de la zona maya de México, Guatemala, Honduras y El Salvador. Una idea que no se le había ocurrido a ningún arqueólogo en más de cien años de estudio de la zona maya. Descubrió que, para 22 de las constelaciones, la localización de muchas antiguas ciudades mayas coincidía con la de las estrellas, y no sólo eso: las ciudades principales coincidían con las estrellas más brillantes.

Pero para la constelación número 23, notó que dos de las estrellas correspondían a ciudades, pero una tercera estrella no. ¿Sería posible que hubiera ahí una ciudad desconocida? William pasó de proponer una hipótesis plausible, basada en evidencia, y de someterla a prueba frente a más evidencia, a la tercera etapa del trabajo científico: hacer predicciones, que también tienen que ponerse a prueba.

Y para ello usó la tecnología disponible: Google Maps. Usando fotos satelitales localizó el sitio, y creyó distinguir rastros geométricos en la vegetación que podrían indicar la presencia de ruinas. Contactó a Armand Larocque, experto en geomorfología y geolocalización de la Universidad de Nuevo Brunswick, también en Canadá, y éste consiguió que la Agencia Espacial Canadiense enfocara sus telescopios satelitales en la zona. Lo que se halló es evidencia fuerte de lo que parece ser una pirámide, una avenida y una treintena de edificios menores. William nombró a la posible ciudad K’àak’ chi', “Boca de fuego”.

Por supuesto, el hallazgo se tendrá que verificar; por el momento no ha habido expediciones al sitio donde se encuentran las probables ruinas. Pero las habrá, y William sueña con estar presente: “Sería la culminación de mis tres años de trabajo, y el sueño de mi vida”, declaró al diario The Telegraph. El joven también espera presentar su trabajo en la Feria Mundial de Ciencia de Brasil, en 2017. Y su técnica, claro, podrá ser utilizada por los arqueólogos para hacer futuros descubrimientos. (Hay que aclara que el uso de fotos aéreas y espaciales para localizar ruinas arqueológicas no es nuevo; lo novedoso es la predicción de su posible localización con base en las tradiciones astronómicas mayas.)

En resumen: una nueva sorpresa, y una muestra de que aun tonterías como las supuestas profecías mayas de 2012 pueden dar origen a fascinantes descubrimientos científicos. Claro, siempre y cuando haya la combinación adecuada de curiosidad, inteligencia, información fidedigna y el indispensable pensamiento crítico.



Nota del 11 de mayo: Luego de que este texto había sido enviado para su publicación a Milenio, por la tarde del 10 de mayo, comenzaron a circular comentarios que muestran que el posible descubrimiento de William Gadoury es considerado poco probable por arqueólogos profesionales, quienes opinan que los medios de comunicación exageraron y le dieron una importancia excesiva a lo que es una hipótesis demasiado aventurada e insuficientemente fundamentada, y que las imágenes satelitales interpretadas como posibles ruinas mayas podrían ser formaciones más comunes como restos de un antiguo campo de cultivo. Quedará por ver si el posible hallazgo se confirma o no. Por lo pronto considero, como muchos de estos comentaristas, que, sea o no real el hallazgo, es el ingenio y la iniciativa de Gadoury lo que resulta fascinante.

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