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domingo, 28 de mayo de 2017

La primera molécula viva

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de mayo de 2017

Había una vez un planeta donde surgió la vida.
La hipótesis del mundo del ARN

Millones de años después, una de los billones de especies que lo habitaban se preguntaba cómo había ocurrido esto. Faltos de más recursos que su imaginación, propusieron la explicación más obvia: la vida en la Tierra tenía que haber sido producto de un creador omnipotente. Explicación que realmente no explicaba nada, pero que sirvió para tranquilizar su inquietud intelectual. Al menos por un tiempo.

Porque luego llegó Charles Darwin, quien además de postular un mecanismo natural que explicaba cómo las especies evolucionan, se diversifican y se adaptan a partir unas de otras, mencionó también que la vida podría haber surgido “en una charca tibia” a partir de compuestos inorgánicos, junto con la energía del sol y los rayos.

Poco después, el inglés JBS Haldane y el ruso Aleksandr Oparin propondrían, cada uno por su lado, teorías más detalladas acerca del posible origen de la vida a partir de los compuestos presentes en la atmósfera primitiva de nuestro planeta. Un poco más adelante, experimentadores como los estadounidenses Stanley Miller y Harold Urey realizarían experimentos que darían sustento a estas propuestas. Nació así formalmente la ciencia que estudia el origen de la vida.

Desde entonces, los avances han sido enormes. Y aunque sigue habiendo muchas cosas que no sabemos con precisión (por ejemplo, si los compuestos precursores de las moléculas que forman a los seres vivos se produjeron en la Tierra o llegaron a bordo de meteoritos), hoy la reconstrucción de los primeros momentos en que se puede hablar de vida en el planeta es cada vez más detallada. Y una de las cosas que van quedando claras es que, aunque Darwin pensaba que las proteínas podrían haber sido las primeras moléculas vivas, lo más probable es que tal papel le corresponda a otro tipo de compuestos: los ácidos nucleicos. Y específicamente, al ácido ribonucleico, o ARN.

Precisamente a este tema estuvo dedicado el simposio “El mundo del ARN” llevado a cabo del 16 al 22 de abril en El Colegio Nacional, esa institución fundada en 1943 por Manuel Ávila Camacho para “preservar y dar a conocer lo más importante de las ciencias, artes y humanidades que México puede ofrecer al mundo”. El simposio fue organizado por tres destacados miembros del Colegio: Antonio Lazcano Araujo, experto mundialmente reconocido en origen de la vida, junto con el biólogo molecular Francisco Bolívar Zapata y el químico Eusebio Juaristi. En él estuvieron presentes destacadísimos especialistas internacionales en el tema provenientes de países como Estados Unidos, España, Francia, Israel y por supuesto México.

Sería imposible resumir en este espacio todo el universo de conocimiento que los asistentes a las diez conferencias magistrales tuvimos el privilegio de disfrutar (una de las obligaciones principales de los 20 miembros de El Colegio Nacional es, precisamente, impartir y organizar conferencias, mesas redondas y simposios, que son siempre públicos y gratuitos). La base del simposio fue la idea de que, a partir de los primeros compuestos inorgánicos y luego del surgimiento de biomoléculas simples, uno de los primeros compuestos que pudo cumplir con dos de las principales funciones que caracterizan a la vida, autorreproducirse y catalizar otras reacciones químicas, fue precisamente el ARN.

A partir de eso, se piensa que hubo una primera etapa –el “mundo del ARN”– en que moléculas de ARN comenzaron a formarse, reproducirse y competir entre ellas. Paulatinamente, comenzaron a catalizar la formación de proteínas, que a su vez ayudarían a catalizar más eficientemente otras reacciones: surgiría así el “mundo de las ribonucleoproteínas”. Finalmente se llegaría al actual “mundo del ADN”, donde las funciones de almacenar la información genética pasarían al ácido desoxirribonucleico, primo del ARN, y la mayoría de las funciones de catálisis química quedarían a cargo de proteínas específicas: las enzimas.

Durante el simposio, sin embargo, los diversos expertos de todo el mundo nos mostraron cómo los detalles de esta increíble historia están siendo constantemente explorados y discutidos para irlos aclarando. Desde la química básica de la atmósfera primitiva y la composición de los meteoritos, al surgimiento y evolución de las primeras moléculas de ARN. De cómo quizá éstas siempre estuvieron conviviendo y coevolucionando con proteínas (lo que implicaría que no hubo “mundo del ARN”, sino “mundo de ribonucleoproteínas” desde un principio) a cómo pudo surgir el código genético, cómo el ARN se alió con las proteínas y las moléculas grasosas que forman membranas para generar las primeras células, y cómo ciertas formas de ARN de vida libre, como virus y viroides, siguen conviviendo con el resto de los seres vivos.

Una de las ideas más sugerentes es que a lo largo del reino viviente hay innumerables “fósiles moleculares” del mundo del ARN: el ácido ribonucleico sigue cumpliendo funciones vitales en prácticamente todos los procesos de una célula viva, como el almacenamiento y copia del material genético, su expresión para fabricar proteínas y en las reacciones químicas que conforman el metabolismo. En cierto modo, el mundo del ARN pervive oculto en las profundidades de la célula moderna.

Ada Yonath y el ribosoma
El broche de oro del simposio fue la conferencia de Ada Yonath, ganadora del premio Nobel de química en 2009, quien nos mostró cómo el ribosoma, organelo celular encargado de fabricar proteínas a partir de las instrucciones almacenadas en el ADN, y que está presente en todas las células vivas, es en realidad una sofisticada máquina molecular hecha de ARN, en cuyo corazón se halla un fósil viviente que ha sobrevivido desde los tiempos del mundo del ARN.

Queda la duda de si se puede hablar de que el ARN sea una molécula “viva”. En realidad, se trata de una pregunta mal planteada, que revela que el término “vida” es sólo una palabra cómoda para describir un tipo de sistemas que presentan ciertas propiedades. En realidad, la línea divisoria entre materia viva e inerte es arbitraria. Lo fascinante es vislumbrar un poco de la enorme cantidad de investigación que se está haciendo para entender cómo la química pudo irse convirtiendo en biología a través de un proceso evolutivo que ocurrió hace millones de años, pero cuyas huellas siguen presentes y activas en lo más íntimo de las células que nos forman.

Millones de años después, los habitantes de ese planeta, descendientes de este largo proceso, estamos comenzando a respondernos la pregunta de cómo llegamos a estar aquí.

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jueves, 1 de enero de 2015

Año nuevo: promesas celulares

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 31 de diciembre  de 2014

La aparición de células con el gen
SOX17 activado (células verdes)
señala el nacimiento del linaje
celular germinal humano
El pasado 24 de diciembre, la revista científica Cell publicó lo que puede considerarse un singular regalo de navidad.

Se trata de una investigación realizada por científicos ingleses e israelíes que lograron por primera vez que células madre humanas (tanto embrionarias como obtenidas a partir de células de piel de adultos) se transformaran en las células que dan origen a óvulos y espermatozoides.

¿Cuál es la importancia de este logro? Directamente, que hasta hoy sólo se había podido lograr en células de ratón; el que se logre con células humanas permitirá investigar más profundamente el complejo proceso de formación de los gametos humanos, lo que en última instancia podría traducirse en nuevos tratamientos contra la infertilidad. Es más: llevando las cosas al extremo, y tomando en cuenta que a partir de las células producidas (técnicamente llamadas células germinales primigenias o primordiales) se pueden obtener tanto óvulos como espermatozoides, quizá podría lograrse que parejas del mismo sexo pudieran tener hijos propios, con un óvulo de un padre y un espermatozoide del otro (en el caso de parejas lésbicas, se podrían obtener bebitas; producir un bebé masculino sería un problema, pues haría falta un cromosoma Y, ya que las mujeres sólo tienen cromosomas X, a diferencia de los hombres, que tienen uno X y uno Y).

Expliquemos un poco. Hace ya unas dos décadas que estamos a la espera de que las llamadas “células madre” cumplan su promesa de nuevas terapias para reparar tejidos y de producir órganos de repuesto a partir de las propias células del paciente. ¿Qué es una célula madre? Técnicamente, una célula capaz de a) reproducirse indefinidamente y b) dar origen a cualquiera de los aproximadamente 200 tipos de células que forman el cuerpo humano.

Las únicas células capaces de esto (células madre totipotenciales) son el óvulo fecundado y las células que se forman cuando éste se divide en las primeras etapas de desarrollo de un embrión. Luego de la unión del óvulo con el espermatozoide, el cigoto u óvulo fecundado comienza a dividirse en dos, cuatro, ocho… células idénticas, hasta formar una bolita de células llamada mórula (porque parece una mora microscópica). Luego ésta se transforma en una esfera hueca, la blástula, cuya capa externa dará origen a la placenta, y dentro de la cual se halla una masa interna de células que posteriormente se transformarán en el embrión propiamente dicho. Éstas son las “células madre embrionarias” (o pluripotenciales). Tienen la capacidad potencial de dar origen a todos los tipos de células del cuerpo humano (aunque ya no a la placenta). Posteriormente, en diversas partes del cuerpo pueden hallarse células madre multipotenciales que pueden generar algunas células del cuerpo, aunque no todas, y que también se están investigando como una alternativa a las células madre embrionarias, cuya obtención a partir de blástulas ha sido objetada por razones éticas.

El problema es que el proceso que controla cómo las células madre embrionarias se transforman en las células de cada tejido y órgano de un cuerpo humano (el proceso de diferenciación) es extremadamente complejo y delicado. Depende de una serie de señales químicas que encienden y apagan los genes adecuados en el momento correcto del desarrollo. Sin este delicado control, pueden dar lugar a tumores llamados teratomas.

Y no es que no haya habido avances. Por ejemplo, en junio de 2014 un equipo de investigadores en Estados Unidos logró producir células de retina a partir de células madre humanas inducidas (es decir, no embrionarias sino obtenidas a partir de células adultas sometidas a ciertos tratamientos), que espontáneamente se organizaron para formar un tejido muy similar a una retina normal. Y en octubre del mismo año, otro equipo estadounidense produjo, a partir de células humanas de piel, células madre inducidas que luego, con la combinación correcta de señales, dieron origen a células intestinales que pudieron formar “organoides” similares a pequeños fragmentos de intestino humano. Más aún: cuando se trasplantaron a ratones especialmente preparados para no rechazar el tejido humano, estos organoides pudieron mostrar algunas de las funciones de un intestino normal. Aun así, los sueños de tener ojos, intestinos, riñones o hígados de repuesto sigue lejano.

El logro navideño del equipo de investigadores de la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, y el Instituto Weizmann, en Israel, comandados por Azim Surani, fue descubrir qué señales controlan que ciertas células embrionarias se transformen específicamente en células germinales primigenias, que son las que generan, durante el desarrollo humano, a los gametos: los miles de óvulos y los millones de espermatozoides que cada mujer u hombre produce durante su vida.

En particular, identificaron el papel que juega un gen llamado SOX17 en este proceso de “especificación” que lleva finalmente a la formación de los gametos. Curiosamente, dicho gen no participa en este proceso en los ratones, lo cual nos recuerda, como acertadamente señalan los autores de la investigación, que no todos los descubrimientos hechos en animales pueden extrapolarse directamente a humanos. Identificar las señales y genes específicos que controlan en qué tipo de célula se transforman las células madre será importante para obtener todos los beneficios que esperamos de ellas.

Además, Surani y su equipo produjeron sus células germinales primigenias con una alta eficiencia (40%), y al compararlas con sus equivalentes naturales (obtenidos de fetos abortados), encontraron una alta similitud a nivel molecular. Faltaría ver si estas células pueden efectivamente convertirse en óvulos y espermatozoides que a su vez puedan unirse para producir un embrión humano (como ya se ha logrado en ratones). Pero Jacob Hanna, otro de los investigadores participantes, afirma que él y sus colegas “no están listos para lanzarse a eso”, debido a los problemas éticos involucrados (además del obvio, experimentar con embriones humanos, ocurre que para formar los gametos, las células germinales tendrían que insertarse en testículos u ovarios humanos).

En resumen, se trata de un avance importante, pero la promesa de las células madre sigue siendo eso: una promesa. Las perspectivas, sin embargo, son cada vez más prometedoras. ¡Que tenga usted un muy feliz año nuevo!

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miércoles, 10 de diciembre de 2014

El secreto de la vida… otra vez

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de diciembre  de 2014

¿Qué es explicar? Un querido y admirado amigo, el biólogo, filósofo e historiador de la ciencia (además de poeta) Carlos López Beltrán, dijo una vez que una explicación es “algo que nos deja satisfechos”. (“Epistémicamente satisfechos”, dirían sus colegas filósofos; una explicación es lo que satisface nuestro apetito por entender.)

Habría que definir entonces qué es entender. Y notar que el significado de “entender” depende del punto de vista del entendedor. Un caso concreto en que se observa esto es cuando se oye hablar a un físico sobre la biología. Las explicaciones bioquímicas, anatómico-fisiológicas o evolucionistas que para un biólogo resultan perfectamente útiles y satisfactorias, para un físico pueden resultar meras formas de ponerle nombre a algo que sigue sin ser entendido “a fondo”. Y es que para un físico, “a fondo” significa a nivel de leyes, partículas y fuerzas fundamentales de la naturaleza.

Pues bien: el año pasado un joven físico del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), Jeremy England, hizo una propuesta teórica (retomada y comentada hace unos días en la revista Business insider) para explicar “el secreto de la vida”: la razón detrás de la sorprendente tendencia de los organismos vivos para, a diferencia de lo que ocurre con el resto de la materia, formar estructuras organizadas y hacer copias de éstas. En algún momento la respuesta a este enigma fue una misteriosa “fuerza vital”; hoy proviene de la fisicoquímica.

La pregunta surge del hecho, bien conocido desde hace tiempo, de que los sistemas vivos parecen violar la segunda ley de la termodinámica, una de las leyes fundamentales del universo, que en esencia dice que en todo proceso el desorden de un sistema tiende a aumentar (en términos técnicos, que la entropía, propiedad fisicoquímica de los sistemas que indica qué tan dispersas están la energía y la materia, se incrementa siempre). Esto explica, entre otras cosas, la “flecha del tiempo”: el hecho de que tantos procesos ocurran espontáneamente en una dirección, pero no en la otra (el café se enfría, el escritorio se desordena, las cosas se rompen… nunca lo contrario).

A su vez, la segunda ley se explica porque, para un sistema dado, existen muchas más maneras distintas de estar desordenado que de estar ordenado. Por ello, es mucho más probable que al cambiar se desordene. En el fondo, el aumento de la entropía es una propiedad estadística.

¿Cómo es, entonces, que los seres vivos toman constantemente materia y energía de sus alrededores y las convierten en estructuras más ordenadas, al crecer y al reproducirse, formando copias de sí mismos? La respuesta estándar es que disminuyen su entropía al costo de aumentar la de sus alrededores. Pero no es una respuesta precisa, cuantitativa, como les gusta a los físicos. El problema es que la segunda ley sólo se aplica a sistemas cerrados –de los que no entra ni sale energía ni materia– y en equilibrio. Los seres vivos no son ni lo uno ni lo otro. Durante décadas, las ecuaciones de la termodinámica no se lograron aplicar a sistemas así.

En los años sesenta el fisicoquímico (y vizconde) ruso-belga Ilya Prigogine, que en 1977 recibiría el premio Nobel de química por su trabajo, avanzó en explicar la termodinámica de sistemas abiertos y ligeramente alejados del equilibrio, en los que hay una entrada modesta de energía, como ciertos remolinos que se observan en líquidos calentados. Pero no fue sino hasta finales de los noventa que se logró entender mejor qué ocurre en sistemas abiertos muy alejados del equilibrio (como son las plantas que captan la intensa energía del sol, y en general los seres vivos).

Jeremy England
Lo que hace England en su propuesta, publicada en la revista Journal of chemical physics, es aplicar estos últimos desarrollos para proponer un modelo matemático abstracto y general –aplicable a cualquier sistema, no sólo a seres vivos– de un sistema abierto lejos del equilibrio, que recibe energía y puede disiparla en el ambiente por medio de su propia replicación (reproducción; “hacer copias de uno mismo es una gran forma de disipar energía”, explica England). A partir de ello, calcula el límite teórico mínimo de la cantidad de energía que un sistema debería disipar al replicarse.

La propuesta de England implica que la razón fundamental detrás de la evolución y la vida sería la tendencia de la materia a formar sistemas que disipen energía cada vez más eficientemente en el ambiente. En sus propias palabras, “si empiezas con un montón de átomos al azar y lo iluminas durante el tiempo suficiente, no debería sorprenderte que obtengas una planta”. Se trataría de un proceso físico necesario, no una extraña casualidad cósmicamente improbable.

Las ideas de England son novedosas e importantes, porque ayudan a establecer “las limitaciones físicas generales que obedece la selección natural en sistemas fuera del equilibro”, como escribe en su artículo. También podrían ayudar a entender ciertos fenómenos biológicos que la evolución no explica completamente, además de poderse aplicar a otros sistemas no vivos que también presentan autoorganización y replicación, como cristales, remolinos y ciertas reacciones químicas. Asimismo, de ser confirmadas, harían que la posibilidad de hallar vida en otros mundos aumentara drásticamente, pues se trataría ya no de una serie de afortunadas coincidencias, sino de un fenómeno casi necesario.

Aunque debo confesar que, en lo personal, me llama un poco la atención la manera en que los físicos la comentan. “Me hace pensar que la distinción entre materia viva e inanimada no es tan tajante”, afirma uno (aunque cualquiera que sepa un poco de fisicoquímica y evolución molecular lo hallaría obvio); otro dice, con cierta condescendencia, frecuente en los físicos cuando se dirigen a biólogos, “Podría liberar a los biólogos de buscar explicaciones darwinianas para cada adaptación y permitirles pensar en forma más general”.

No cabe duda: lo que para unos es una explicación satisfactoria, para otros no lo es. Lo que ya sabíamos es que los seres vivos no necesitan violar las leyes físicas del universo para existir. Lo que estamos descubriendo es cómo: logran vivir disipando energía de manera cada vez más eficiente.

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miércoles, 26 de marzo de 2014

Nanotecnología y promesas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de marzo  de 2014

Scientific American,
noviembre 1992:
promesas de la nanotecnología
En 1959, el futuro premio Nobel de física Richard Feynman –uno de los científicos más geniales y simpáticos de las últimas décadas– propuso, en una conferencia titulada “En el fondo hay espacio de sobra” (There's plenty of room at the bottom) que un día se podrían manipular directamente los átomos para construir cosas con ellos.

Inspiró así el sueño de desarrollar no sólo nanomateriales (materiales con características morfológicas con dimensiones de entre uno y cien nanómetros: millonésimas de milímetro), sino nanomáquinas y nanorrobots.

En 1986 el también físico Eric Drexler publicó un libro donde postulaba que podrían llegar a construirse nanorrobots capaces de autocopiarse. Con eso se desató, por un lado, el furor por la nanotecnología, que ha engolosinado a los “nanotecnólogos” durante casi tres décadas, pero también el temor a que los nanorrobots autorreplicables pudieran salirse de control y convertirse en una “plaga gris” (grey goo) que acabaría devorando toda la vida en la Tierra.

La manipulación nanométrica es atractiva porque a esa escala muchos materiales presentan propiedades novedosas. Por otro lado, la existencia de máquinas y autómatas nanométricos abriría posibilidades tecnológicas e industriales insospechadas, y permitiría tener tratamientos médicos revolucionarios, como robots que recorrieran por dentro nuestras venas y disolvieran los coágulos de grasa o eliminaran tumores sin dañar al paciente.

Sin embargo, luego de todo este tiempo, y a pesar de varios desarrollos muy llamativos como el microscopio de efecto túnel, que permite visualizar átomos y también moverlos, y la construcción de engranes e incluso pequeños motores a escala nanométrica, los logros prácticos de la nanotecnología han sido limitados. Se concretan a la llamada “nanotecnología de primera generación”: nanoestructuras pasivas; simples materiales. Cosméticos que protegen contra la radiación solar, vendajes con nanopartículas de plata que aceleran la curación, recubrimientos para refrigeradores o llaves del baño que combaten las bacterias, tratamientos para jeans o calcetines que los hacen más durables y frescos. (La genial tecno-artista Laurie Anderson ha propuesto sarcásticamente que un día habrá “nanorrobots que recorrerán tu cabello y arreglarán la orzuela” [nanorobots that will crawl up your hair and repair the split ends].)

La llegada de la segunda generación (nanoestructuras activas, como motores o máquinas simples), la tercera (sistemas de nanosistemas) o la cuarta (auténticas máquinas moleculares complejas, como sería un nanorrobot autónomo) parecen estar en un futuro lejano.

Por eso llamó mi atención una noticia que la semana pasada recibió mucha –y merecida– publicidad: la obtención, por científicos de la UNAM, de “nanotubos y nanoesferas basados en proteínas virales”.

Estos materiales, producto del trabajo de un equipo multidisciplinario
encabezado por Laura Palomares y Octavio Ramírez, de los Institutos de Biotecnología y de Ciencias Físicas de la Máxima Casa de Estudios, ambos en el Campus Morelos, podrían “aplicarse en la formación de circuitos electrónicos para celulares y computadoras”, según el boletín emitido por la institución.

Lo interesante es, precisamente, que en vez de tratar de “construir” sus materiales (similares a las buckybolas y nanotubos de carbono que merecieron a sus creadores el Nobel de física en 1996) átomo por átomo, como proponía Feynman, o mediante procesos fisicoquímicos, los investigadores de la UNAM utilizaron partículas que fueron diseñadas por la evolución a través de millones de años para formar parte de nanorrobots que ya funcionan: los virus. En particular, la proteína VP6, que forma parte de la cápside, o cubierta externa, geométrica, del rotavirus.

En efecto: la selección natural ha producido infinidad de máquinas moleculares que forma parte de nuestras células –y de los virus– y que cumplen con precisión funciones con las que los nanotecnólogos hoy sólo sueñan. Máquinas giratorias que transforman una sustancia en otra, robots que caminan sobre rieles transportando con precisión sustancias; rieles que se autoensamblan cuando se necesitan y luego desaparecen. La variedad es inmensa.

La moderna biología molecular nos da hoy la posibilidad de manipular los genes que controlan la producción de estas nanomáquinas y sus componentes. De modo que, como lo han hecho los investigadores mexicanos, utilizar la ingeniería genética para hacer nanotecnología es, probablemente, lo más lógico. No sólo es más rápido y eficaz usar componentes ya diseñados y probados por la evolución, que no se tienen que “fabricar” sino que se “cultivan”, sino que además, alterando los genes mismos, se podrán modificar para adaptarlos a nuestras necesidades.

(En cuanto a las amenazas de la nanotecnología, hasta el momento se limitan a que muchos materiales nanotecnológicos pueden causar daño a los pulmones si se inhalan. Básicamente, nada más.)

Probablemente ni Feynman ni Drexler hubieran previsto que la nanotecnología con la que soñaron acabaría siendo, al final, biotecnología.

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miércoles, 20 de febrero de 2013

Robot infeccioso


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de febrero de 2013

El bacteriófago T7
Tendemos a pensar en los virus como una especie de “animalitos”.

Sabemos que son entidades que se hallan justo en la frontera entre lo vivo y lo inanimado –por eso no podemos llamarlos “seres”–, y que constan básicamente de ácidos nucleicos envueltos en una cápsula de proteínas.

Pero su propiedad fundamental es que pueden infectar células para reproducirse dentro de ellas, parasitando su maquinaria molecular. Y es aquí donde la imaginación se desboca. Porque aunque algunos, como el del sida, se ven aburridos (están rodeados de una membrana grasosa muy similar a la membrana de las células, por lo que simplemente se fusionan con ella, como dos burbujas de jabón), hay otros que parecen verdaderos depredadores.

Movimiento de las fibras al
adherirse a la membrana bacteriana
Algunos virus que infectan a bacterias (bacteriófagos) parecen una cruza de módulo lunar y mosquito: tienen una “cabeza” icosaédrica (dentro de la que está el ADN), un cuello (o “cola”) y largas patas articuladas. Y así nos los describen en las clases de biología, desde hace décadas: como mosquitos moleculares que van volando hasta encontrar a su víctima –la bacteria intestinal Escherichia coli–, sobre la que se posan y le inyectan su material genético.

Pero en realidad los bacteriófagos –y todos los virus– distan mucho de ser animalitos. No tienen cerebro, ni movimiento propio… ni están vivos. Son sólo máquinas moleculares. Una reciente investigación, realizada por el grupo de Ian Molineux, de la Universidad de Texas en Austin y Houston (Science, 1º de febrero), estudiando el bacteriófago T7, revela con detalle cómo funciona este robot biológico.

Extensión de la cola e inyección del ADN viral
Usando una técnica de frontera, la crio-tomografía electrónica –algo similar a la tomografía que permite ver los órganos internos del cuerpo, pero a nivel de nanómetros –millonésimas de milímetro–, y a bajas temperaturas, para hacer más lento el vertiginoso movimiento de las moléculas ­–que se mide en millonésimas de segundo– los investigadores lograron producir imágenes tridimensionales del T7 durante el proceso de infección. Hallaron que, lejos de ser un depredador que busca y ataca, el virus es una partícula que flota libremente. Descubrieron que lleva sus seis patas plegadas contra su cabeza (cápside, en lenguaje técnico).

Constantemente alguna patita se extiende, para luego retraerse (técnicamente, las proteínas que forman la pata –o fibra– están cambiando entre dos conformaciones químicas en equilibro dinámico). Hasta que por casualidad topa con E. coli. Las proteínas de la pata pueden adherirse, en un choque casual, a ciertas moléculas de la superficie de la bacteria. Pero no lo hacen de golpe: más bien, una se adhiere levemente, y la partícula viral va “rodando” lentamente sobre la membrana de E. coli, apoyándose sobre una o dos patas a la vez. Cuando tropieza con un sitio donde se pueda unir también la cola, el virus se fija por medio de las seis patas. Y es entonces cuando la cola se alarga, gracias a otras proteínas en el interior de la cápside, para penetrar en la membrana e inyectar el ADN.


Una fría y mecánica máquina de infectar. Más material que la evolución nos presenta para alimentar nuestro asombro, revelado gracias al avance técnico y a la minuciosidad científica.

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miércoles, 18 de abril de 2012

Cómo dividir una célula

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de abril de 2011

El huso mitótico
Uno de los hechos más asombrosos de la biología es el nacimiento de un nuevo organismo: una primera célula –el cigoto u óvulo fecundado– se va dividiendo en dos, cuatro, ocho… hasta dar origen a los trillones de células que conforman un individuo completo. Células de cientos de tipos distintos, que constituyen sus distintos tejidos, órganos y sistemas.

Tanto en animales como en plantas se han estudiado los delicados mecanismos que controlan las primeras divisiones del cigoto. Porque una célula no puede dividirse siempre en dos células idénticas: es a través de divisiones asimétricas –que dan origen a dos células hijas distintas– que se va generando la diversidad del organismo.

División simétrica (izq.)
vs. asimétrica (der.)
En la base de estas divisiones se encuentra el huso mitótico, ese conjunto de rieles moleculares –microtúbulos– que vemos en los esquemas de la mitosis en secundaria, y que establecen la simetría de la célula en división, al determinar en qué dirección se dividirán las dos células hijas (como ya habíamos mencionado aquí hace unas semanas). Es la dirección de esas divisiones, al definir si una de ellas queda, por ejemplo, más cerca o más lejos de la fuente de alguna señal química, la que comienza a diferenciar a las células.

Simplificando, una célula puede dividirse a lo ancho o a lo largo, dependiendo de cómo se acomode el huso mitótico (la división ocurre en dirección perpendicular a la del huso).

¿Y qué determina la dirección en que se formará el huso? En moscas de la fruta (Drosophila) se han estudiado los factores moleculares que controlan exactamente cómo se van dividiendo las células en el embrión en formación (y que cuando fallan producen crecimientos desordenados: tumores). Pero en plantas, donde, a diferencia de los tejidos animales, las células se hallan fijas en su posición, debido a la pared celular de celulosa que las rodea, no se había descifrado el mecanismo que controla la dirección de las divisiones.

Un amable lector, Alfredo Cruz Ramírez, llama mi atención a un trabajo publicado recientemente en la revista Cell, en el cual él participó durante una estancia posdoctoral en la Universidad de Utrecht, en Holanda. El grupo del investigador Ben Scheres (en el que también participaron Pankaj Dhonukshey otros 15 autores), del que formó parte, descubrió, mediante detallados estudios moleculares y simulaciones computacionales, cómo cierto tipo de hormonas vegetales, las auxinas, controlan una cascada de señales celulares que finalmente determinan si el huso se forma en una dirección o si gira 90 grados. Así la planta (Arabidopsis thalianapuede controlar, por ejemplo, el crecimiento de una raíz a lo largo o la formación de raíces laterales.

Más allá de sus posibles aplicaciones –que las habrá–, trabajos como éste nos muestran algo fascinante: que podemos descubrir los secretos íntimos del desarrollo de los organismos. Ojalá Alfredo, que estudió en la Universidad de Hidalgo y en el IPN, y que está ya de regreso en México, pueda pronto seguir haciendo investigación básica, tan necesaria en nuestro país.

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miércoles, 7 de marzo de 2012

El enjambre neuronal


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de marzo de 2012

Uno de los mayores enigmas científicos actuales –y quizá el más importante de todos– es cómo el conjunto de cien mil millones de neuronas carentes de inteligencia que forman el cerebro humano –y las entre uno y cinco billones de células gliales, que complementan su función– pueden dar origen a un yo, una mente consciente.

En uno de los diálogos dispersos en su magnífico libro de 1979 Gödel, Escher, Bach, una eterna trenza dorada, con el que ganó el premio Pulitzer, Douglas Hofstadter utiliza la imagen de una colonia de hormigas, la “tía Hillary”, para mostrar cómo un conjunto de elementos carentes de inteligencia, al interactuar en forma compleja, pueden dar origen a fenómenos emergentes como la mente.

Con base en esa y otras ideas de Hofstadter, en su libro La conciencia explicada el filósofo Daniel Dennett propuso en 1992 su “modelo de los borradores múltiples”, en el que intenta dar un explicación de tipo darwiniano de cómo la conciencia podría surgir mediante la generación de una variedad de “versiones” del relato interno mental, que compiten hasta que una de ellas emerge y se experimenta conscientemente. El proceso, por supuesto, es continuo y cambiante.

Con los años, la investigación en neurobiología ha demostrado que en efecto, en los procesos de toma de decisiones que ocurren en el cerebro humano se generan un mecanismo de selección entre múltiples opciones, en el que unas neuronas emiten estímulos que activan o inhiben a otras, hasta que la población que representa una de las alternativas excede cierto límite. En ese momento, la decisión queda tomada.

Pues bien: recientemente, en el número del 6 de enero de la revista Science, el neurobiólogo Thomas Seeley, de la Universidad Cornell, en Nueva York, reporta el resultado de una investigación concienzuda y realmente admirable. La primera frase de su artículo reza: “Los enjambres de abejas y los cerebros complejos presentan muchos paralelos en su forma de tomar decisiones”.

Lo que Seeley y su equipo hicieron fue estudiar cómo, cuando un enjambre de abejas se prepara para emigrar a una nueva colmena, el proceso de decisión se toma por mecanismos muy similares a los que ocurren en un sistema nervioso.

Las abejas exploradoras buscan lugares adecuados para establecerse, y reportan sus resultados mediante las famosas danzas y vibraciones con que estos insectos se comunican entre sí. Usando dos panales idénticos en una isla sin más sitios propicios para establecerse, marcando a las abejas que exploraron cada uno (mediante puntos de color rosa o amarillo), y filmando detalladamente sus danzas a su regreso al enjambre, Seeley descubrió que las abejas que exploraron un panal y lo promueven como una buena opción para establecer su hogar envían señales inhibitorias a las abejas que promueven el otro. Si una abeja recibe suficientes señales de parar, deja de danzar.

Mediante modelos en computadora, Seeley muestra cómo este complejo proceso logra hacer que una de las opciones –aunque se trate de dos alternativas idénticas– vaya predominando. Así, un enjambre formado por abejas que individualmente carecen de inteligencia logra tomar decisiones acertadas, eligiendo un sitio seguro y adecuado para establecerse, y evitando caer en parálisis por indecisión.

Aunque a primera vista suena asombroso, finalmente era esperable que la inteligencia, sea en un enjambre o en un cerebro, tuviera que surgir mediante mecanismos naturales a partir de elementos no inteligentes. De otro modo, tendríamos que recurrir a explicaciones milagrosas que no son válidas en ciencia, porque finalmente explican nada.
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