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domingo, 7 de enero de 2018

Que veinte años no es nada…

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de enero de 2018

(El título de la columna era
"Ciencia por moda o por interés"
pero apareció con errata.)
Es increíble cómo las redes sociales se han convertido en tan pocos años en una parte prominente, y para algunos casi indispensable, de nuestras vidas. Cuesta trabajo recordar –y a los más jóvenes les cuesta trabajo imaginar siquiera– cómo era el mundo antes de que hubiera Facebook y Twitter, internet, celulares, computadoras personales…

Justo el pasado sábado, después de verificar que los Reyes Magos otra vez se olvidaron de dejarme un regalo junto a mi zapato (snif), y cuando me disponía yo a escribir de otro tema para esta columna, Facebook me avisó, a través de una de esas alarmas que uno a veces agradece, aunque en otras ocasiones son odiosas y hasta dolorosas, que justo hacía 20 años, el 6 de enero de 1998, apareció publicada mi primera colaboración. Estoy, pues, celebrando dos décadas de “La ciencia por gusto”.

Usted podría preguntarse “¿pero cómo, si Milenio Diario, donde se publica la versión impresa, nació el 1º de enero del año 2000? Bueno, porque en sus primeros tres años, esta columna se publicaba en otro periódico (La Crónica de Hoy) donde, después de mucho buscar en diversas publicaciones, me dieron la oportunidad de escribir una columna semanal de ciencia. Ambición que, como buen fan de Isaac Asimov, yo tenía desde que comencé a dedicarme de lleno a la divulgación científica (en 1990). La columna no nació con su nombre actual: las primeras semanas apareció con el ligeramente más vago título de “Por el puro gusto”, que no acababa de convencer a este autor porque no contenía la palabra “ciencia”… hasta que poco después el proverbial foco se iluminó.

Y tampoco se trata de 20 años continuos: cuando en el 2000, por unos meses, entré a trabajar como editor web de ciencia en el diario Reforma, se me pidió que dejara de colaborar con “la competencia”, así que “La ciencia por gusto” dejó de publicarse unos años. Hasta que en mayo de 2003, nuevamente después de buscar en varios diarios, Milenio me abrió nuevamente las puertas del mundo periodístico, hace ya casi 15 años.

Durante estos 20 años –son ya 900 entregas, desde el mero principio– la columna ha logrado, creo yo, mantener el tono que buscaba imprimirle: no hablar sólo de noticias de ciencia, pues para eso están otros géneros periodísticos como la nota informativa, el reportaje, la entrevista… Lo que yo deseaba era hablar de cultura científica, entendida ésta como la posibilidad de entender la ciencia, sí, y enterarse de sus novedades, pero también de relacionarla y ponerla en contexto con el resto de la cultura y los sucesos cotidianos: la política, el arte, la economía, la televisión y el cine, las redes sociales, los chismes, los problemas sociales… Dejar de ver a la ciencia como un anaquel que uno sólo visita, si acaso, cuando necesita hacer una tarea escolar o resolver una duda, y convertirla en parte de la vida diaria.

Y al mismo tiempo, hacerlo de una forma personal, amena en lo que cabe, y tratando de mostrar que la ciencia y la tecnología son fuentes continuas de asombro, de gozo, de posibilidades y de nuevas preguntas (y ocasionalmente, claro, de problemas). Claro que no siempre lo logro, y muchas veces, más que el gusto por la ciencia, lo que comparto es mi disgusto y preocupación ante la ignorancia, la simulación y la mentira que buscan darle a la gente gato por liebre al presentar como ciencia cosas que no son más que embustes, o al ignorar lo que la ciencia nos dice ante problemas urgentes. Estoy convencido de que la ciencia, además de maravillosa, es algo que hay que tomarse muy en serio, y que toda sociedad moderna que quiera progresar debe tener siempre muy en cuenta.

Para mí, el viaje ha sido uno de los más largos y satisfactorios de mi vida, y espero que continúe por muchísimos años. Pero sólo ha sido posible, además de la confianza de los medios que me han acogido, gracias a usted, querida lectora o lector, que amablemente me presta cada semana unos minutos de su tiempo para permitirme hacer lo que más disfruto en la vida: compartir un poco de lo que voy descubriendo y disfrutando. ¡Gracias!

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miércoles, 5 de octubre de 2016

Luis González de Alba

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de octubre de 2016

Estoy de luto. La muerte de Luis González de Alba, por más que haya sido “una muerte elegida” (Aguilar Camín dixit), me entristece.

En medio de todo lo que se está escribiendo sobre él, quisiera hablar del González de Alba divulgador. El que vivía fascinado por entender los descubrimientos científicos y la imagen del universo que nos revelan, y que por décadas se dedicó incesantemente a compartirlos con sus lectores en los medios donde colaboró.

Admiré su labor como divulgador científico desde que, gracias a un queridísimo amigo, comencé a leerlo ocasionalmente en las páginas de La Jornada, en su columna “La ciencia en la calle”, y más tarde en su libro La ciencia, la calle y otras mentiras, de 1989, que tanto disfruté por su seductora mezcla de ciencia, historia, cultura e inteligencia.

Con los años conocí muchas otras facetas de González de Alba, como activista gay, ex–líder del 68, novelista e intelectual. Comencé a leer y disfrutar sus novelas, especialmente Agapi mu (1993). Descubrí sus libros de poemas y de cuentos, como El vino de los bravos (1981), y sus intentos por combatir la homofobia y promover los derechos de las minorías sexuales a través de vías como su legendario bar gay El Taller, donde se impartían conferencias semanales de información y concientización; sus ensayos –basados en ciencia pero también en un firme conocimiento de la Biblia y sobre todo en su agudo sentido común y de la justicia– donde refutaba las mentiras que sustentan los prejuicios religiosos contra los homosexuales, o su valioso libro Bases biológicas de la bisexualidad, que recopilaba información científica sólida sobre la presencia del “antinatural” comportamiento homosexual en todo tipo de especies animales (y que años más tarde se convertiría en La orientación sexual: reflexiones sobre la bisexualidad originaria y la homosexualidad, publicado por Paidós en 2003, y del cual tuve el honor de ser revisor técnico y más tarde presentador).

Al mismo tiempo, seguí siendo lector, cada vez más asiduo, de sus columnas semanales de ciencia, ya para entonces en El Financiero y más tarde en Milenio Diario, y de sus libros de divulgación científica, como Los derechos de los malos y la angustia de Kepler El burro de Sancho y el gato de Schrödinger (después reeditado como Maravillas y misterios de la física cuántica), que a pesar de algunas leves carencias en cuanto a exactitud científica, muestra un fascinante y delicioso panorama de la historia y la imagen actual de la física.

Rara vez tuve la oportunidad de verlo en persona. Menos aún de platicar con él (aunque en algún momento tuvimos breves conversaciones por correo electrónico o en Facebook). Cuando le pregunté públicamente por qué había decidido dedicarse –entre sus tantas ocupaciones– a la divulgación científica, respondió que era porque no tenía con quién platicar, tomando café, de temas científicos. Qué ironía… ¡Lo que yo hubiera dado por ser ese interlocutor! Nunca pensé tener el privilegio de escribir en el mismo diario que él.

González de Alba fue siempre un ejemplo y un maestro para mí en el arte de comunicar la ciencia con entusiasmo y claridad. Desde hace años uso en los cursos que imparto varios de sus excelentes textos, como muestra de lo que la inteligencia, la cultura, la emoción sincera y la creatividad pueden lograr al redactar textos de divulgación científica. Su labor como divulgador la realizó sin apoyo de nadie, con sus propios medios, alejado de las instituciones y del gremio de los divulgadores profesionales. Bajo sus propias reglas. Y llegó a ser uno de los divulgadores más reconocidos e influyentes del país.

González de Alba era –al menos en sus textos y las redes sociales– una persona difícil, de opiniones vehementes, tajantes, pero siempre fundadas en datos firmes y argumentos difíciles de refutar. No coincidí con muchas de sus posturas políticas: creo que a fuerza de ser el más riguroso crítico de la izquierda, acabó a veces dando armas a la derecha. Tampoco con algunas de sus posturas científicas: su admiración por las teorías sobre la conciencia de Roger Penrose, basadas en la física, tan limitadas y ramplonas comparadas con las centradas en las neurociencias y la evolución, como las de Daniel Dennett y otros. Y no considero a priori que la opción del suicido sea una medalla para él, aunque desconozco y respeto los motivos personales que lo orillaron a ello. Pero reconozco su enorme tesón y su valor para mantener, hasta el final, su independencia, su libertad y su coherencia intelectual.

Hasta siempre, Luis. ¡Te debemos tanto aquellos que nos beneficiamos de tus luchas y afanes! Y, como lectores, te echaremos mucho de menos cada semana.

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miércoles, 13 de abril de 2016

El pionero de la divulgación


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de abril de 2016

Pensaba escribir de otro tema, pero me llegó una triste noticia: ayer martes 12 de abril falleció el doctor Luis Estrada Martínez, una de las personas que más hicieron para desarrollar en México lo que hoy conocemos como divulgación científica.

No podría yo resumir aquí, y menos tan apresuradamente, la trayectoria de Luis, el Doctor Estrada, quien tuvo la amabilidad de permitirme llamarlo su amigo –aunque me considero más bien su discípulo, una especie de “nieto académico”, pues pertenezco a la generación de divulgadores que fuimos adiestrados por los miembros de la generación que él formó. Pero intentaré dar al menos un esbozo. Nació en la Ciudad de México en 1932, y en los años 50 estudió la carrera de física en la Facultad de Ciencias de la UNAM (que por entonces todavía ocupaba el Palacio de Minería, en el Centro). Luego hizo estudios de posgrado en física teórica en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (el famoso MIT).

Al regresar a México, a principios de los 60, comenzó a dar clases de física en la Facultad de Ciencias –labor que continuó durante cinco décadas– y comenzó a buscar formas de llevar la ciencia a públicos más amplios, actividad que por entonces se llevaba a cabo a través de ocasionales ciclos de conferencias y publicaciones. Estrada, junto con otros físicos universitarios, comenzó a formar un grupo dedicado de manera profesional a la divulgación científica. A partir de ese esfuerzo se creó en 1970, dentro de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, un Departamento de Ciencias, dedicado de lleno a difundir la cultura científica.

En 1968, fundó la revista Física, que más tarde cambiaría su nombre a Naturaleza, y que dirigió hasta conclusión en 1977. Aunque estaba dirigida a más al público universitario que al ciudadano común, fue una revista fundamental que abrió brecha en la divulgación científica mexicana, y un taller donde se formaron muchos de los mejores divulgadores científicos de nuestro país.

En 1977, con apoyo de la Secretaría de Educación Pública (SEP), Estrada fundó el Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia de la UNAM. En 1980 éste se convirtió en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia de la UNAM (CUCC), institución que sería pionera a nivel iberoamericano en el desarrollo –mediante la experimentación y el ensayo razonado, académico– de nuevas y mejores maneras de poner la ciencia al alcance del ciudadano. Estrada fue su director hasta 1989.

El CUCC desarrolló innumerables proyectos: publicaciones, exposiciones, cursos y talleres, ciclos de conferencias, programas de radio y otros. Pero quizá lo más importante es que fue un sitio donde se formó toda una generación de divulgadores que tomaron esta labor como una profesión de tiempo completo. Luis Estrada fue, en este sentido uno de los fundadores de la moderna profesión de comunicador de la ciencia en México. Como me comentara ayer el doctor Antonio Lazcano, de la Facultad de Ciencias de la UNAM, él mismo un entusiasta divulgador: “todos quienes nos dedicamos a la divulgación científica en México le debemos algo a Luis”.

En 1974 Estrada fue el primer mexicano en ganar el Premio Kalinga, otorgado por la UNESCO: el Nobel de la divulgación científica en el mundo (posteriormente lo han recibido otros tres mexicanos, dos de ellos merecidamente: los doctores Jorge Flores Valdés y Julieta Fierro, grandes divulgadores.) Estrada fue también, en 1986, uno de los fundadores de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (Somedicyt), otra de las instituciones que más han hecho para promover la divulgación científica en el país. De 1998 a 2007 fue presidente del Seminario de Cultura Mexicana.

Por desgracia, en 1997 el fallido rector Barnés tomó la pésima decisión de convertir al CUCC en Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC), a partir de una visión de la divulgación científica como una mera herramienta de comunicación y promoción institucional, y no como lo que en realidad es: una labor humanística de difusión de una parte vital de la cultura humana: la cultura científica. Esto ha limitado el desarrollo académico de la institución; muchos discípulos de Estrada seguimos convencidos de que, tarde o temprano, la DGDC tendrá que volver a convertirse en una dependencia académica, no meramente de servicio, como se la considera oficialmente (aunque internamente nunca haya dejado de realizar labores académicas como la enseñanza, la difusión de la cultura y, en cierta medida, la investigación).

Luis Estrada es ampliamente reconocido como uno de los pioneros y decano de la labor de divulgación científica en México y Latinoamérica, y como defensor de la visión profunda, académica y cultural de la también llamada “comunicación pública de la ciencia”. Fue además un ser humano excepcional: cultísimo, noble, creativo y generoso, que trabajó siempre para formar divulgadores profesionales y desarrollar proyectos que promovieran la cultura científica de los mexicanos.

Con su muerte, la comunidad de divulgadores pierde a uno de sus elementos más valiosos, y a un líder que desde la tranquilidad de su despacho –nunca desde el pedestal o la tribuna– fue siempre un mentor que ayudó a orientar el desarrollo de la divulgación científica en México.

Se le extrañará siempre como amigo, y nos hará siempre mucha falta su visión profunda e inteligente.


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miércoles, 25 de diciembre de 2013

¿Navidad y ciencia?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de diciembre de 2013
(Por alguna razón, la columna de hoy no apareció en Milenio... pero aquí está para ustedes.)

A quienes nos dedicamos a la ciencia, sobre todo si no tenemos creencias religiosas, con frecuencia nos preguntan en estas fechas si no encontramos contradicción entre celebrar una festividad cristiana y nuestra convicción racionalista (que insiste en que no existen misterios incomprensibles) y naturalista (que rechaza la existencia de entidades sobrenaturales).

Aunque yo conozco a algunos grinches que se niegan a celebrarla, como el dickensiano señor Scrooge (algunos usando el pretexto de que es sólo un festejo consumista), y a ateos recalcitrantes que, con más humor, sustituyen las figuras del nacimiento por héroes de historieta (saludos, amigos), la mayoría de nosotros reconocemos que, más allá de creer o no en la existencia de deidades que además son tres en uno, en vírgenes que dan a luz o en concepciones inmaculadas, la navidad y otras celebraciones cristianas son parte de las tradiciones del nuestro y muchos otros pueblos. Y que, como tales, son ocasiones para convivir y compartir con personas que queremos y fortalecer los lazos sociales que nos hacen pertenecer a una familia, una sociedad, y en última instancia al género humano (nadie se hace humano en soledad, sino en sociedad, dice Fernando Savater… o algo similar, pues cito de memoria).

También es frecuente encontrar divertimentos científico-navideños, como esos que tratan de explicar cómo Santa Clós puede recorrer el mundo repartiendo regalos gracias a efectos cuánticos (o relativistas, como los hoyos de gusano); cómo es que sus renos pueden volar gracias a la aerodinámica inigualable de sus pezuñas y sus cornamentas, o bien que los peces no beben en el río porque absorben agua a través de su piel. En fin, que no todos los científicos somos nerds ultra-racionales como el señor Spock o Sheldon el de La teoría del big bang (aunque muchos sí tenemos, como él, un lado infantil que conservamos y que nos permite seguir disfrutando de la ilusión de la navidad).

Jacques Monod, uno de los padres de la biología molecular, dice en su libro El azar y la necesidad que la ciencia no puede resolver por nosotros el problema de encontrar un objetivo para la vida humana. En otras palabras, al final la ciencia nos da una visión del mundo que puede ser muy confiable, utilísima y asombrosa, pero que no sirve para todo. A veces, hay que simplemente disfrutar las tradiciones sin pensarlas demasiado. Los festejos navideños nos permiten cerrar ciclos, recapitular, planear, reflexionar y compartir. A veces nos entristecen, pero también, con un poco de voluntad, nos alegran. Vale la pena disfrutarlos. Así que, ¡feliz navidad!

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miércoles, 24 de octubre de 2012

500 semanas

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de octubre de 2012

El 8 de mayo de 2003 apareció publicada la primera colaboración de este espacio, con el título de “El príncipe Carlos y la anticiencia en México”.

Desde entonces, la hospitalidad de Milenio Diario me ha permitido compartir con los lectores mi gusto por la ciencia y sus alrededores (aunque frecuentemente me digan que, por mis constantes quejas, críticas y refunfuños varios, la columna debería titularse “La ciencia por disgusto”).

En realidad, la aventura de “La ciencia por gusto” comenzó en 1997, en otro medio, donde perduró hasta el 2000, para luego entrar en una pausa. En el ínter, recopilé varios de los textos en el libro del mismo nombre (Paidós, 2004, recién reimpreso). Puedo decir que compartir el gusto por la ciencia con los lectores, ya sea a través de la columna o de este blog, que la reproduce y amplía es uno de los placeres más constantes que disfruto. Que le paguen a uno por hacer lo que le gusta es la mayor fortuna.

Estoy convencido de que la ciencia y la tecnología son dos de las fuerzas que mueven al mundo actual y determinan quién es rico y quién pobre, quién domina y quién es sojuzgado, quién progresa y quién se estanca, quién disfruta y quién sufre. Sé también que son terriblemente importantes para nuestra supervivencia; bien usadas pueden evitar mucho daño, pero su mal uso puede poner en peligro la estabilidad misma del planeta (o al menos de los seres que lo habitamos).

Pero estoy convencido, también, de que ninguno de esos son los verdaderos valores de la ciencia. Como cualquier científico de corazón que sea honesto consigo mismo, sé que en realidad la ciencia es algo a lo que uno se dedica por placer: ese placer científico, tan parecido a la experiencia estética que nos produce el arte, pero que pasa antes, necesariamente, por la razón. El placer de entender. Un placer, afortunadamente, que puede compartirse.

Es por eso que muchas veces en este espacio –una columna de opinión; para compartir un punto de vista, no para dar datos o explicaciones detalladas (a veces digo que debería presentarme como “comentarista de la ciencia”, no como divulgador)– mis lectores encuentran gustos personales o, al contrario, diatribas contra quienes suplantan, descalifican o deforman a la ciencia.

Espero poder seguir teniendo el privilegio de compartir un poco de cultura científica por otras 500 semanas. Gracias a Milenio, y más que nada gracias a todos ustedes, amables lectores.

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miércoles, 11 de julio de 2012

La vida…

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de julio de 2012

Quería yo escribir del bosón de Higgs, pero los amables lectores disculparán: a veces la vida impone sus prioridades.

La muerte es eso que siempre sabemos que está, pero que nunca queremos ver. Ayer (escribo el martes) falleció mi señora madre, Alicia Esperanza Olivera Sedano. Puedo decir que vivió una vida plena, productiva, valiosa. Y vivió el tiempo suficiente –casi 82 años– para recoger ampliamente sus frutos.

Mi madre fue historiadora. Y de las buenas (quién sabe por qué yo salí químico). De joven practicó la danza folklórica, y bailó en el Ballet de Amalia Hernández. La recuerdo de niño todavía con el maquillaje y peinado que adquirió en ese entonces.

Hija de un médico militar –combatiente zapatista–, estudió historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y etnohistoria en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Se interesó en los movimientos campesinos del siglo XX, y gracias a que Don Miguel Palomar y Vizcarra, guardián de los archivos cristeros, le abrió las puertas de los mismos, pudo publicar en 1966 uno de los primeros trabajos de investigación documental sobre ese todavía reciente movimiento.

Fue pionera de la historia oral en México y Latinoamérica; junto con Eugenia Meyer estableció en 1969 el Programa de Historia Oral en el Instituto Nacional de Antropología e Historia INAH, que recopiló grabaciones en vivo de supervivientes del movimiento zapatista. Tuve la suerte de acompañarla, todavía niño, en los setenta, en esos viajes a entrevistar viejitos cargando una pesada grabadora de carrete. Testimonios hoy invaluables que permitieron recuperar, como ella decía, “la historia de los de abajo”. Luchó hasta formalizar y lograr el reconocimiento de esta metodología, en su momento descalificada por no basarse en documentos escritos.

En los ochenta ideó un concurso, “Mi pueblo durante la revolución”, que invitó a quienes vivieron el movimiento a escribir o grabar sus recuerdos, y a enviar cartas, fotos y objetos para construir una memoria colectiva y popular. Los tres tomos del mismo nombre, recién reeditados, reúnen los mejores textos recibidos.

Tuvo una amplia producción académica, formó alumnos valiosos y exitosos, y tuvo la suerte de recibir en vida un amplio reconocimiento a su labor, que compartimos sus hijos y familia. En 2000 fue nombrada investigadora emérita del INAH.

Uno siempre debe lo que es, antes que nada, a sus padres. No podría yo haber tenido una madre mejor. Recordarla con orgullo y cariño es el mejor homenaje.

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