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domingo, 19 de agosto de 2018

AMLO, la ciencia y el aeropuerto

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de agosto de 2018

Cuando uno va en primaria y pregunta, a padres o maestros, qué es la democracia, recibe una respuesta simple: “el gobierno de las mayorías, que votan para elegir quién gobierna”, o algo similar. 

Luego, en secundaria, en clase de civismo, los de mi generación (porque entiendo que materias “superfluas” como esa ya no se imparten, igual que se ha decidido eliminar los muy formativos y utilísimos talleres), uno recibía un poco más de información sobre cómo funciona –idealmente– el sistema democrático: cómo hay tres poderes; cómo el congreso, como el presidente, es también elegido por votación directa, pero no así los miembros del poder judicial; cómo se supone que los contrapesos entre estos tres poderes, y entre el gobierno federal y los estatales, ayudan a establecer un equilibrio democrático que impida abusos e injusticias. 

Y, si tenía uno un poco de suerte, en la escuela o la familia iba uno entendiendo que precisamente el objetivo de elegir a esos gobernantes era que se ocuparan en tomar las decisiones necesarias para gobernar adecuadamente el país, y se responsabilizaran por ellas. 

Pero, como ningún gobernante o funcionario es experto en todo –y muchas veces, por desgracia, en nuestro país suelen no serlo en nada, aparte de obtener puestos–, es necesario que cuenten con equipos de profesionales de carrera –esos sí, expertos en sus diversos campos– además de asesores especialistas, además de, en caso necesario, escuchar las voces de los expertos de instituciones académicas y las asociaciones de profesionales. ¿Para qué? Para poder tomar, con base en el conocimiento y experiencia de los expertos, las muchas veces complicadas decisiones que el gobierno de un país requiere. 

En cualquier sociedad democrática que aspire a ser moderna, el conocimiento científico y tecnológico –basado en investigación rigurosa, evidencia confirmable y razonamiento lógico y sólido, y revisada y verificada por el escrutinio minucioso y constante de una comunidad de expertos– es indispensable para tomar decisiones acertadas en un sinnúmero de asuntos de gobierno. 

Un gobierno que se apoye en la ciencia y la tecnología más avanzadas posible será un gobierno exitoso, de un país próspero. Un gobierno que elija ignorar el conocimiento científico y técnico correrá el riesgo de tomar decisiones trágicamente erradas. Como el de Sudáfrica bajo la presidencia de Thabo Mbeki, que al adoptar las posturas negacionistas del sida causó, entre 2000 y 2005, más de 300 mil muertes y 35 mil infecciones de recién nacidos. O las del impresentable Donald Trump, que con su negacionismo del cambio climático ha saboteado y casi destrozado los esfuerzos de los Estados Unidos, y del mundo, por aminorar los efectos de este fenómeno. 

Hoy, el nuevo presidente electo de nuestro país, que ya comienza de facto a gobernar, anuncia medidas que suenan bien para mostrar que cumplirá sus promesas de campaña, pero que en realidad parecen más estar basadas en ocurrencias y caprichos que en datos confiables, información certera y, sobre todo, valoraciones expertas. Ocurrencias como la de descentralizar secretarías de estado y organismos de gobierno como el Conacyt, sin que hasta el momento haya la menor justificación de por qué hacerlo o por qué se han elegido las ciudades mencionadas. 


En estos días el tema que domina es el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAIM), en Texcoco, cuya obra como se sabe ya está muy avanzada y cuya decisión muy probablemente no se tomó a la ligera, sino basándose ­–entre otros factores– en estudios serios. El problema es claro: el actual aeropuerto es totalmente insuficiente, y se necesita uno nuevo. La alternativa planteada por López Obrador es habilitar la base aérea de Santa Lucía para complementar la instalación actual. López Obrador ofreció “cancelar” el NAIM desde su campaña, porque efectivamente, el proyecto tiene claroscuros que justifican que sea revisado a fondo para valorar los pros y contras de la decisión. 

En apariencia que eso es lo que el futuro mandatario está haciendo, al convocar a expertos, partes interesadas y futuros miembros de su gabinete a analizar el caso. No deseo meterme a analizar los distintos aspectos técnicos, ambientales, económicos, políticos y demás que involucra el proyecto, puesto que ya se están discutiendo ampliamente en los medios. Pero sí mencionaré que preocupa, y preocupa profundamente, la manera como se planea tomar la decisión. 

Ya se presentó un informe con un balance costo-beneficio (recordemos que ningún proyecto, y sobre todo ningún gran proyecto, puede carecer de efectos negativos), pero se anunció también que el resultado de un análisis experto encargado a la organización no lucrativa MITRE (asociada al Instituto Tecnológico de Massachusetts, MIT, una de las más prestigiadas instituciones en el campo de la ciencia y tecnología mundiales), ha determinado que la opción de conservar el actual aeropuerto y complementarlo con el de Santa Lucía es totalmente inviable. 

Aún así, Obrador insiste en buscar otros análisis (¿hasta que encuentre uno que diga lo que él quiere?) y, más grave, ha anunciado que en octubre, luego de poner toda la información a disposición del público, se llevará a cabo una “consulta popular vinculatoria”, para que sea el pueblo quien decida. 

Ya muchas voces han salido, en medios y redes sociales, a denunciar lo inaceptable de este proceso. Es cierto que idealmente, los ciudadanos de una democracia deberían, con base en información confiable, participar en las decisiones que su sociedad tome en relación con temas científicos y tecnológicos. Pero también es cierto que es responsabilidad del gobierno, asesorado por expertos, y de nadie más, el tomar decisiones como las del nuevo aeropuerto. 

(No quiero ni imaginar lo que pasaría, por ejemplo, si en la toma de decisiones políticas en temas que afectan a la sociedad y al ambiente, como por ejemplo la construcción de una nucleoeléctrica o una presa; la legalización del aborto o el matrimonio igualitario; la vacunación obligatoria de los infantes; la autorización de la siembra de o la experimentación con cultivos transgénicos; la educación laica y muchos otros asuntos, la responsabilidad se trasladara de gobernantes asesorados por expertos confiables a “el pueblo”, representado a través de consultas. Podríamos descender, como avizora el investigador Marcelino Cereijido, del CINVESTAV, a un “oscurantismo democrático”.) 

Pareciera que la visión de la democracia que tiene el presidente electo es la de un niño de primaria. Pero no hay que olvidar, tampoco, que ese tipo de “consultas populares”, de las que nadie puede garantizar su integridad, y que por su propia naturaleza son fácilmente manipulables, son uno de los mecanismos que los gobiernos autoritarios han usado para legitimizar las decisiones que buscan imponer. Ya hay quien señala que otras decisiones que el futuro gobierno ve con beneplácito, como la propia “descentralización” de las secretarías de estado, o la construcción del “tren maya”, no serán, al parecer, sometidas a consulta. ¿Doble rasero? 

La decisión sobre el aeropuerto, y cualquier otra donde la ciencia y la técnica tengan algo que decir, deben tomarse con base en el conocimiento de los mejores expertos disponibles. Pretender someterlas a tramposas “consultas populares” no es más que demagogia propia, sí, de gobiernos populistas.

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domingo, 8 de abril de 2018

¡Vamos a la segunda Marcha por la Ciencia!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de abril de 2018

Si es usted científico o estudiante de ciencia; si es usted aficionado a la ciencia, o incluso si la ciencia no le interesa demasiado y nunca le gustó, pero es un ciudadano consciente de que el futuro, la prosperidad y el bienestar de un país dependen, inevitablemente, de su desarrollo científico y tecnológico, entonces tiene usted una cita este próximo sábado 14 de abril para participar en la segunda Marcha por la Ciencia.

¿Por qué? Por muchas razones. Porque el apoyo a la investigación científica y el desarrollo tecnológico son los motores que promueven, además del conocimiento básico sobre el mundo que nos rodea, los descubrimientos que llevan a patentes, y que hacen posible la creación de industrias innovadoras. Y éstas, a su vez, generan riqueza y empleos que elevan el nivel de vida de las sociedades, y permiten que los países que, más que “apoyar” la ciencia y la tecnología, se apoyan en éstas, sean naciones prósperas, poderosas, seguras e influyentes.

Porque en nuestro país el apoyo a la ciencia y la tecnología siempre ha sido de muchas palabras, pero muy pocas acciones. Los estándares internacionales recomiendan que se invierta como mínimo el 1% del producto interno bruto (PIB) en este rubro. Durante el gobierno de Vicente Fox, se modificó la Ley de Ciencia y Tecnología para incluir este requisito. Jamás se ha cumplido. Al comienzo del actual sexenio, Enrique Peña Nieto se comprometió a llegar a esa cifra: aunque durante los primeros años la inversión aumentó, apenas logró pasar del 0.5%. De 2016 a 2017 dicho presupuesto sufrió un recorte de 23%. Y de 2017 a 2018, una disminución adicional de 4.1%.

Los organizadores de la Marcha en México informan que, además, el número y los montos de las becas para estudiar posgrados se ha reducido, así como la cantidad de proyectos de investigación apoyados por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Sintomáticamente, el pasado miércoles un contingente de investigadores provenientes de diversas instituciones científicas del país se manifestaron frente a la sede del Conacyt, en la Avenida de los Insurgentes, en la Ciudad de México, bloqueando temporalmente el tránsito para exigir la creación de plazas y el aumento de salarios y seguridad social. Mientras tanto, gobernantes y legisladores continúan estableciendo políticas y tomando decisiones que no están basadas ni informadas por el conocimiento científico relevante que podría orientarlas en temas como salud, ambiente, derechos humanos, comunicaciones y muchos otros.

Además, como comentamos la semana pasada en este espacio, la comunidad científica nacional está enfrentando muy severos problemas por el cambio del sistema de captura del currículum único para el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), que debido a su pésimo diseño les está dificultando enormemente solicitar los apoyos que necesitan para seguir trabajando.

Marcha por la Ciencia:
un evento mundial
Pero la Marcha, que en México se llevará a cabo en varias ciudades como México, Guadalajara, Puebla, Toluca, Cuernavaca, Xalapa, Poza Rica y Tapachula, es un evento mundial. En 2017, cuando se organizó por primera vez como respuesta a las alarmantes políticas del gobierno de Donald Trump, convocó a más de un millón de personas en unas 500 ciudades de todo el mundo. En México más de 20 mil científicos marcharon en distintas ciudades. Se espera que este año la participación aumente (lo cual en parte depende de usted, estimado lector o lectora).

Objetivos de la Marcha
Además de las exigencias nacionales, los objetivos globales de la marcha son, entre otros, enfatizar que la ciencia promueve el bien común, exigir que las decisiones políticas se basen en evidencia, que los gobiernos apoyen la investigación científica y tecnológica, y que acepten el consenso científico en temas vitales como el cambio climático.

En la Ciudad de México la Marcha partirá del Ángel de la Independencia a las 4 de la tarde, para llegar al Zócalo. Si vive en otro Estado, consulte en internet los lugares y horarios de la Marchas más cercana (más información aquí: http://bit.ly/2H4txGo).

Lo importante es participar; no falte. ¡Vamos todos a marchar por la ciencia!

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domingo, 18 de febrero de 2018

Un poco de filosofía

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de febrero de 2018

Hace unas semanas publiqué aquí un texto donde me sumaba a la preocupación de muchos intelectuales por la creciente desconfianza que hay hacia lo que algunos llaman “la autoridad de la ciencia”: la concepción de la ciencia como fuente de conocimiento confiable, necesario y útil sobre el mundo que nos rodea. Esa desconfianza se expresa concretamente, entre otros muchos ejemplos, en el absurdo y peligroso movimiento antivacunas.

En la sección de comentarios de mi columna en el sitio web de Milenio –ese “sótano” que a veces parece más un peligroso callejón que un ágora para discusiones constructivas– hubo varias opiniones donde se me acusaba de ser incongruente.

“Que no se lamenten hoy de lo que sembraron en el vasto campo de la postmodernidad”, me reprochó “Miguel Angel”, añadiendo que yo “solía burlarme de los que hablan de hechos objetivos”, y “decía que todo era un constructo social o mental”. Otro lector/troll, BruceWeinn, comentaba que “el conocimiento es universal; lo que es válido desde que se creó este mundo será válido aun después de que desaparezca este universo”. ¿Cómo, si pienso todo eso, pretendo defender la validez del conocimiento científico sobre las vacunas?

Para empezar, habría que explicar a qué se refiere eso de “posmodernismo”: se trata, según la Encyclopaedia Britannica, de un amplio movimiento filosófico de finales del siglo pasado que se caracteriza “por su amplio escepticismo, subjetivismo o relativismo; que sospecha de la razón y es muy sensible al papel de la ideología”. El posmodernismo, continúa la misma Britannica, duda de que haya tal cosa como una realidad objetiva, de que nuestro conocimiento de ella pueda declararse verdadero o falso, de la utilidad de la lógica y la razón para mejorar la vida humana –e incluso de su validez universal–, y de que se puedan construir teorías generales que expliquen el mundo. Puesto así, suena bastante absurdo y anticientífico, por supuesto, aunque hay que aclarar que se trata de una generalización caricaturesca: hay muchas variedades de pensamiento posmodernista, algunas más extremas que otras.

Pero, curiosamente, mis detractores –y muchos científicos también, así como muchos “escépticos” defensores del pensamiento crítico que luchan contra charlatanerías y seudociencias– parecieran defender la visión opuesta: que existe una única realidad objetiva; que ésta puede conocerse de manera certera, total y absoluta por medio de la lógica y la razón; y que las teorías que generamos por medio de ella representan de manera total, “verdadera” (así, sin matices) al mundo físico.

Esto, lamentablemente, como saben desde hace tiempo filósofos de la ciencia, epistemólogos y otros expertos, es una visión simplona e incorrecta del conocimiento y de la ciencia. Si fuera correcta, las teorías científicas, al ser “verdaderas”, no cambiarían constantemente en ese proceso constante de mejora paulatina que a veces da pie a verdaderas y violentas revoluciones: las verdades no cambian.

¿Quiere decir eso que “todo es un constructo mental”, o social? No el mundo real, en cuya existencia creemos firmemente los científicos, pero sí el conocimiento que podemos tener de él. Pero, si tenemos una mínima formación filosófica, sabemos que los humanos no podemos tener acceso directo a la realidad: todo lo que sabemos de ella pasa a través del filtro de nuestros sentidos, que son limitados y propensos a errores (pese a los instrumentos que usamos para ampliarlos), y a las interpretaciones que nuestros cerebros hacen de la información que los sentidos les proporcionan. No podemos jamás ver un objeto: sólo la luz que se refleja en él (y ni siquiera percibimos la luz, sino sólo los impulsos nerviosos que nuestros ojos generan a partir de ella, y que luego, a través de un intrincado procesamiento cerebral, dan origen a la sensación subjetiva de “ver”).

¿Cómo podemos entonces conocer el mundo, cómo podemos confiar en los modelos que nuestros cerebros o nuestra ciencia generan de él? Aceptando que no se trata de conocimiento absoluto, pero sí confiable en cierta medida. Y más confiable cuanto más precavidos seamos en construirlo. El conocimiento científico no es universal ni eterno: se va construyendo, cambia y depende de nuestras creencias, métodos, cultura… es relativo. Pero eso no quiere decir que sea arbitrario.

Y el reconocer esto no lo invalida ni hace que no se pueda decir que sabemos, más allá de toda duda razonable, que las vacunas funcionan, en una enorme mayoría de los casos, como medida de prevención de enfermedades que salva miles de vidas cada año, y que oponerse a su uso es una irresponsabilidad que raya en lo criminal.

(Y no nos vendría mal a científicos, comunicadores de la ciencia y escépticos y defensores del pensamiento crítico educarnos un poco en filosofía de la ciencia: recientemente  Nature, una de las dos revistas científicas más prestigiadas del mundo, publicó un editorial abogando por la urgencia de una educación filosófica para mejorar la formación y la aptitud de los investigadores científicos.)

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domingo, 31 de diciembre de 2017

2018 y lo que sigue: un cuento pesimista

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 31 de diciembre de 2017

Cuando el Fantasma de Las Navidades Por Venir se le apareció al viejo y amargado Ebenezer Scrooge, le vaticinó que las decisiones que había tomado durante toda su vida determinarían su destino, y que éstas habían sido tan desafortunadas que su futuro amenazaba con ser tormentoso y lleno de dificultades, pesar y sufrimiento.

Scrooge, que en este cuento simboliza a la humanidad toda, no se podía decir sorprendido, porque ya antes había recibido las visitas de otros dos espectros.

El Fantasma de las Navidades Pasadas le había mostrado los múltiples errores que había cometido, y que habían pavimentado el camino hasta su situación actual. Entre otros, el avance industrial y económico desmedido, con el consecuente descuido del ambiente: desforestación, extinción de especies, contaminación y un terrible hoyo en la capa superior de ozono (aunque ese error había sido detectado a tiempo, y el mundo entero había logrado organizarse para ponerle remedio, proceso que sigue en marcha). Y, sobre todo, la liberación de gases de efecto invernadero, particularmente dióxido de carbono producto de la quema de combustibles fósiles como carbón y petróleo, y en menor medida de madera y bosques, que habían causado un terrible calentamiento global que volvía loco el clima y amenazaba con causar daños inimaginables a escala mundial.

Pero eso no era todo: Scrooge –la humanidad, en este cuento– había también permitido que el sistema económico mundial fuera regido por una ideología que algunos llaman neoliberalismo, aunque otros niegan su existencia, pero que había acentuado la desigualdad y debilitado el poder de los gobiernos para controlar a las grandes corporaciones. Y no sólo eso: también había permitido que el sistema educativo de muchísimos países se degradara, deslumbrado por promesas como que el uso de computadoras sustituiría a la enseñanza tradicional, o que los estudiantes ya no necesitaban saber cosas, sino sólo “saber cómo aprender”. Esto, sumado a la revolución digital, tuvo como resultado que las generaciones jóvenes casi no leyeran libros, y que cualquier texto de más de 140 caracteres fuera considerado como “demasiado largo”. Para no hablar del deterioro de sus habilidades matemáticas y su cultura general. Todo esto había tenido como consecuencia que el pensamiento crítico, la herramienta más poderosa de que el ser humano dispone para sobrevivir y hacer de su mundo algo mejor, fuera cada vez menos apreciado y estuviera cayendo en franco desuso (un preocupante signo de esto era la desconfianza en la ciencia y sus resultados que se había vuelto común en los medios y entre los ciudadanos de todas las naciones, para regocijo de charlatanes y conspiranoicos).

Pero además, Scrooge –que sigue siempre representando, en este relato, a la humanidad– había permitido que los viejos conflictos que hay entre religiones que no han pasado por un proceso de reforma y secularización, como el Islam, y el mundo occidental cristiano, o como los que persisten entre Israel y Palestina, siguieran creciendo hasta provocar nuevas guerras, actos de terrorismo y violencia, pérdida de libertades en diversos territorios y otros males parecidos.

El Fantasma de la Navidad Presente, por su parte, le mostró a Scrooge los resultados de todo esto: un mundo donde la injusticia y la desigualdad van en aumento, donde las instituciones que habían promovido un mundo con mayor bienestar para cada vez más personas se están desintegrando; donde la estabilidad laboral, la seguridad social, la paz, la salud y la confianza misma en un ambiente propicio, saludable y sostenible están en riesgo. Donde los ideales de la Ilustración se consideran obsoletos. Un mundo donde, simbólicamente, un sociópata ignorante, egoísta, mentiroso, inseguro, rencoroso e impulsivo como Donald Trump puede ser presidente del país más poderoso, y toma todos los día decisiones que dañan a millones de personas.

Dos de las más recientes, enfatizó el Fantasma de la Navidad Presente, son haber despedido a la totalidad de su Consejo Asesor sobre VIH/sida –lo cual hace temer que apoyará medidas retrógradas y peligrosas como promover la abstinencia en vez de impartir una necesaria educación sexual a los jóvenes estadounidenses– y lanzar una orden que prohíbe que el Centro de Prevención y Control de Enfermedades estadounidense  use palabras como “transgénero”, “feto”, “diversidad” “vulnerable”, ni las expresiones “basado en evidencia” o “basado en datos científicos”, lo cual representa, además de un riesgo para la salud del pueblo estadounidense, un ataque a la defensa de los derechos humanos y al pensamiento científico que había sido, entre otras cosas, uno de los motores del progreso de los Estados Unidos.

En este punto usted podría pensar que Scrooge sería más adecuado en esta historia para representar a Trump. Pero no es así: después de todo, Scrooge, al final del clásico cuento de Dickens, termina recapacitando y cambiando para volverse una mejor persona. Cosa que Trump jamás hará, porque está incapacitado para hacerlo. (Trump se parecería más, en todo caso, a Marley, el socio de Scrooge que terminó penando eternamente mientras arrastraba cadenas, y regresó sólo para intentar salvar el alma de su amigo, advirtiéndole de la próxima visita de los tres fantasmas.)

¿Y qué pasó entonces? Me encantaría decirle que Scrooge –la humanidad– recapacitó, tomó medidas urgentes para corregir todo lo que estaba mal, y que la historia tuvo un final feliz. Pero… no parece que vaya a ser así.

Y colorín colorado, este cuento, igual que este desconcertante año, se ha acabado. Este columnista le desea, a pesar de todo, el mejor 2018 que sea posible.

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domingo, 17 de diciembre de 2017

Universum: 25 años de ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de diciembre  de 2017

Cuando en 1989 el doctor José Sarukhán fue nombrado rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), una de sus primeras decisiones fue cumplir un sueño largamente acariciado por la comunidad de divulgadores científicos, de la que él forma parte: construir un gran Museo de Ciencias.

Para realizar este magno proyecto eligió a una dependencia universitaria única en su género en el mundo: el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (CUCC), fundado en por el doctor Luis Estrada Martínez, pionero de la divulgación científica en México. Su nuevo director, el doctor Jorge Flores Valdés, fue el encargado de encabezar la labor, que sin la menor exageración, y con la perspectiva que dan 25 años, puede calificarse de titánica.

Afortunadamente, había lo más importante: por un lado, voluntad política, que trae consigo dinero y la posibilidad de superar los obstáculos burocráticos y de otra índole que un proyecto así siempre enfrenta. Y por otro, algo que la UNAM nunca escasea: talento y capacidad para realizarlo. Además de recursos propios de la UNAM –que, finalmente, provienen de los fondos públicos que se nutren de los impuestos de todos los mexicanos–, hubo también apoyos federales y del entonces Departamento del Distrito Federal (y, si no me equivoco, también algunos fondos privados).

Flores puso manos a la obra y formó inmediatamente un equipo de asesores científicos, que encabezarían cada una de las 12 salas temáticas del museo, además de museógrafos, arquitectos, ingenieros, comunicadores, artistas gráficos y una plétora de expertos en las más diversas especialidades, que llegaron a enriquecer al personal de planta del CUCC.

También se contrató a un nutrido grupo de jóvenes estudiantes o recién egresados de carreras científicas, para servir como asistentes y como guías de las exposiciones parciales que, en varios puntos de la ciudad, sirvieron como pruebas piloto de las exhibiciones que formarían parte del futuro museo. (Yo tuve la suerte de formar parte del proyecto a partir de 1990, cuando entré como asistente de la doctora Julia Tagüeña, directora de la Sala de la Energía del Museo, oportunidad que siempre agradeceré, pues me abrió las puertas de una carrera de más de 27 años como divulgador científico.)

Cierto: en México ya existían valiosos museos de ciencias, como el antiguo Museo del Chopo, renacido como Museo de Historia Natural en la tercera sección del Bosque de Chapultepec, el Museo de Geología de Santa María la Ribera y el Museo Tecnológico de la Comisión Federal de Electricidad (Mutec-CFE), junto a los juegos mecánicos del mismo bosque. Pero el museo de Ciencias de la UNAM, que llevaría por nombre Universum (el rector Sarukhán en algún momento sugirió llamarlo Inspiratorium –recordando que la palabra “museo” viene de “musa”–, nombre que por suerte no pegó), sería un museo de tercera generación: no una colección pasiva de objetos (como fuera el del Chopo y seguía siendo el Geología), ni una muestra de maquetas móviles o dioramas (como el de Historia Natural y el de la CFE), sino un espacio interactivo, con aparatos que ofrecieran experiencias que sirvieran para comunicar los conceptos científicos a los visitantes (incluso en algunos casos cercanas a los experimentos que realizan los investigadores científicos en sus laboratorios). Los visitantes serían así participantes activos.

Cancelación del boleto del Metro
conmemorativo de los 25 años de
Universum
Luego del trabajo intenso, durante tres años, del inmenso equipo que Flores coordinó magistralmente, Universum abrió sus puertas el 12 de diciembre de 1992. Sería innumerable la lista de expertos y personalidades que colaboraron para hacerlo posible. Hoy el CUCC se ha transformado en la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, y Universum, con cambios y renovaciones –porque pese a crisis y limitaciones ha logrado ser un museo vivo–, ha cumplido 25 años en los que ha sido, sin duda, uno de los más importantes proyectos de divulgación científica de nuestro país. Y no sólo por los más de 18 millones de visitantes que ha atendido en ese lapso, sino por el impacto que ha tenido. A partir del inicio del proyecto, se desató una verdadera ola de construcción de museos y centros interactivos de ciencia en nuestro país y en Latinoamérica: meses después que Universum, se inauguraba en Chapultepec Papalote Museo del Niño, y siguieron otros en diversos Estados de la República (hoy la Asociación Nacional de Museos y Centros de Ciencia y Tecnología, AMMCCYT, creada en 1996, agrupa a 35 instituciones).

¿Puede medirse el impacto de Universum en la cultura científica de los mexicanos, en su educación, en nuestra sociedad y en el progreso de la ciencia y la tecnología en nuestro país? Sí y no, porque más allá de números y encuestas, lo que logran grandes proyectos como éste es alterar el ecosistema de ideas que conforman nuestra cultura.

Además de visitantes satisfechos, parejas de novios que han caminado por sus pasillos, alumnos de escuelas que han tenido experiencias gratas o quizá inolvidables, vocaciones científicas que han surgido, mensajes importantes que se han difundido, y de servir como catalizador para el crecimiento y maduración de la comunidad de divulgadores científicos profesionales en México, creo que el verdadero valor de Universum, así como de tantas otras actividades de divulgación científica que se realizan en el país, es hacer que nuestra cultura sea un poquito –aunque sea un poquito– menos ajena al pensamiento crítico y racional, y al conocimiento y comprensión de la ciencia y la tecnología.

Y eso, aunque no lo parezca, importa. Y mucho.
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domingo, 26 de noviembre de 2017

La era de la locura

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de noviembre  de 2017

El mundo parece estarse yendo a la mierda. En muchos sentidos, pero hoy quiero referirme a uno muy específico: al preocupante hecho de que nuestra especie está perdiendo lo más valioso que tiene, el conocimiento, para sustituirlo por la locura.

Un ejemplo concreto: hace unos diez años, en los cursos que constantemente imparto sobre cómo escribir de ciencia para un público general, cuando en la sección dedicada al combate a las seudociencias (una parte importante, aunque poco apreciada, de la labor de divulgación científica), solía mencionar la existencia de personas que creen que la Tierra es plana, e incluso le mostraba a los alumnos la existencia de una “Sociedad de la Tierra Plana” (Flat Earth Society). Su reacción era de absoluta incredulidad: no podían concebir que hubiera gente que realmente creyera tonterías como esa.

Hoy las cosas son muy distintas: no sólo hallamos por todos lados noticias sobre “tierraplanistas” (especialmente en internet, y especialmente videos en YouTube dando elaboradas explicaciones de por qué creen tal cosa), sino que la semana pasada nos enteramos por la prensa y los medios masivos de la celebración en Carolina del Norte de la primera Conferencia Internacional de la Tierra Plana (Flat Earth International Conference, o FEIC), evento que, según reportó Milenio Diario el pasado 21 de noviembre, está “destinado a cuestionar que la Tierra sea esférica”.

Más específicamente, según la página web oficial del evento, tenía como propósito “la verdadera investigación científica sobre la Tierra creada” (cursivas mías). Los argumentos que dan los creyentes en la Tierra plana son francamente hilarantes: una conspiración mundial que agruparía a todas las potencias espaciales, el uso de photoshop para alterar todas las fotos que muestran a la Tierra desde el espacio, la negación de toda la física, desde Newton hasta Einstein, que explica la gravedad y el movimiento de los cuerpos (para algunos tierraplanistas –porque hay varias subespecies– la gravedad es sólo el efecto del avance del disco plano de la Tierra a través del espacio, que nos mantiene pegados al suelo) y muchas otras tonterías.

Por supuesto, la idea de una Tierra plana es muy antigua y está ligada a muchas viejas concepciones mítico-religiosas, como la de que el firmamento está pintado en una inmensa cúpula que cubre todo el mundo, a través de la cual se mueven la Luna y los planetas… de algún modo. Muchos tierraplanistas creen también que los límites de lo que tendríamos que llamar “el disco terrestre” están formados por un muro inaccesible de hielo, por el que nada puede pasar. Cuando se les cuestiona sobre si creen que debajo de la Tierra plana haya cuatro elefantes sostenidos por una inmensa tortuga, o alguna otra de las múltiples creencias antiguas sobre el tema, simplemente eluden la pregunta diciendo que “nadie puede saber” qué hay más allá del mundo conocido.

Rascando un poquito se descubre pronto que muchos de los defensores de la Tierra plana basan su creencia en ideas religiosas (de ahí lo de “Tierra creada”), sobre todo provenientes del cristianismo literalista de muchas iglesias protestantes norteamericanas. Milenio reporta que el organizador de la Conferencia, un tal Robbie Davidson, afirma que la visión científica del mundo (que él califica de “agenda” y llama, confusamente, “cientificismo”) busca, a través de ideas como la evolución o la teoría del Big Bang, “alejar a las personas de dios”.

Usted podría pensar que se trata sólo de un grupo de locos. Pero es un grupo creciente. Y no se trata sólo de los tierraplanistas y de los fanáticos religiosos extremos que niegan la evolución y defienden el creacionismo y la interpretación literal de la Biblia, incluyendo la creación de Adán y Eva, el diluvio y el arca de Noé. Están también los negacionistas del sida, que no creen que esta enfermedad sea contagiosa ni producida por un virus; los negacionistas del cambio climático, de los cuales el más peligroso es hoy presidente de los Estados Unidos; los negacionistas de las vacunas, que siguen creciendo en número y han logrado ya que en varios países resurjan los brotes de enfermedades ya controladas y casi eliminadas, como sarampión o paperas. Y muchos otros que desconfían, por sistema, del conocimiento científico y defienden las más peregrinas y peligrosas teorías de conspiración.

Se trata, literalmente, de la decadencia de una cultura global, surgida desde la Grecia antigua, retomada, luego de una oscura Edad Media, durante el Renacimiento, y que gracias a la Ilustración llegó a ser la base de las sociedades modernas. Hoy, gracias a los fenómenos paralelos del deterioro de la educación a nivel global, y del surgimiento de la era de la información, se han dado las condiciones para su caída.

La era de la información trajo consigo, paradójicamente, a la era de la desinformación. Y desinformación no quiere decir falta de información, sino por el contrario, un exceso de información errónea, falsa, sesgada y malintencionada (otros nombres que recibe son fake news, posverdad). Y ésta circula gracias dos factores. Uno, la facilidad con que ciertas personas pueden caer en un exceso de racionalización que toma datos creíbles y lógicos, pero falsos, o bien elegidos selectivamente para apoyar una conclusión previa (lo que en inglés de llama cherry-picking), para acabar creyendo ciegamente en teorías de conspiración. Y dos, la facilidad con que podemos transmitir información de forma instantánea, masiva y gratuita a través de internet y las redes sociales virtuales.

Urge que, como sociedades a nivel mundial, hagamos algo para evitar la inminente nueva Edad Media que nos amenaza. Y las únicas armas de que disponemos son las mismas que siempre hemos tenido: la educación y la defensa de la cultura y el conocimiento.

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