Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de agosto de 2018
Luego, en secundaria, en clase de civismo, los de mi generación (porque entiendo que materias “superfluas” como esa ya no se imparten, igual que se ha decidido eliminar los muy formativos y utilísimos talleres), uno recibía un poco más de información sobre cómo funciona –idealmente– el sistema democrático: cómo hay tres poderes; cómo el congreso, como el presidente, es también elegido por votación directa, pero no así los miembros del poder judicial; cómo se supone que los contrapesos entre estos tres poderes, y entre el gobierno federal y los estatales, ayudan a establecer un equilibrio democrático que impida abusos e injusticias.
Y, si tenía uno un poco de suerte, en la escuela o la familia iba uno entendiendo que precisamente el objetivo de elegir a esos gobernantes era que se ocuparan en tomar las decisiones necesarias para gobernar adecuadamente el país, y se responsabilizaran por ellas.
Pero, como ningún gobernante o funcionario es experto en todo –y muchas veces, por desgracia, en nuestro país suelen no serlo en nada, aparte de obtener puestos–, es necesario que cuenten con equipos de profesionales de carrera –esos sí, expertos en sus diversos campos– además de asesores especialistas, además de, en caso necesario, escuchar las voces de los expertos de instituciones académicas y las asociaciones de profesionales. ¿Para qué? Para poder tomar, con base en el conocimiento y experiencia de los expertos, las muchas veces complicadas decisiones que el gobierno de un país requiere.
En cualquier sociedad democrática que aspire a ser moderna, el conocimiento científico y tecnológico –basado en investigación rigurosa, evidencia confirmable y razonamiento lógico y sólido, y revisada y verificada por el escrutinio minucioso y constante de una comunidad de expertos– es indispensable para tomar decisiones acertadas en un sinnúmero de asuntos de gobierno.
Un gobierno que se apoye en la ciencia y la tecnología más avanzadas posible será un gobierno exitoso, de un país próspero. Un gobierno que elija ignorar el conocimiento científico y técnico correrá el riesgo de tomar decisiones trágicamente erradas. Como el de Sudáfrica bajo la presidencia de Thabo Mbeki, que al adoptar las posturas negacionistas del sida causó, entre 2000 y 2005, más de 300 mil muertes y 35 mil infecciones de recién nacidos. O las del impresentable Donald Trump, que con su negacionismo del cambio climático ha saboteado y casi destrozado los esfuerzos de los Estados Unidos, y del mundo, por aminorar los efectos de este fenómeno.
Hoy, el nuevo presidente electo de nuestro país, que ya comienza de facto a gobernar, anuncia medidas que suenan bien para mostrar que cumplirá sus promesas de campaña, pero que en realidad parecen más estar basadas en ocurrencias y caprichos que en datos confiables, información certera y, sobre todo, valoraciones expertas. Ocurrencias como la de descentralizar secretarías de estado y organismos de gobierno como el Conacyt, sin que hasta el momento haya la menor justificación de por qué hacerlo o por qué se han elegido las ciudades mencionadas.

En estos días el tema que domina es el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAIM), en Texcoco, cuya obra como se sabe ya está muy avanzada y cuya decisión muy probablemente no se tomó a la ligera, sino basándose –entre otros factores– en estudios serios. El problema es claro: el actual aeropuerto es totalmente insuficiente, y se necesita uno nuevo. La alternativa planteada por López Obrador es habilitar la base aérea de Santa Lucía para complementar la instalación actual. López Obrador ofreció “cancelar” el NAIM desde su campaña, porque efectivamente, el proyecto tiene claroscuros que justifican que sea revisado a fondo para valorar los pros y contras de la decisión.
En apariencia que eso es lo que el futuro mandatario está haciendo, al convocar a expertos, partes interesadas y futuros miembros de su gabinete a analizar el caso. No deseo meterme a analizar los distintos aspectos técnicos, ambientales, económicos, políticos y demás que involucra el proyecto, puesto que ya se están discutiendo ampliamente en los medios. Pero sí mencionaré que preocupa, y preocupa profundamente, la manera como se planea tomar la decisión.
Ya se presentó un informe con un balance costo-beneficio (recordemos que ningún proyecto, y sobre todo ningún gran proyecto, puede carecer de efectos negativos), pero se anunció también que el resultado de un análisis experto encargado a la organización no lucrativa MITRE (asociada al Instituto Tecnológico de Massachusetts, MIT, una de las más prestigiadas instituciones en el campo de la ciencia y tecnología mundiales), ha determinado que la opción de conservar el actual aeropuerto y complementarlo con el de Santa Lucía es totalmente inviable.

Ya muchas voces han salido, en medios y redes sociales, a denunciar lo inaceptable de este proceso. Es cierto que idealmente, los ciudadanos de una democracia deberían, con base en información confiable, participar en las decisiones que su sociedad tome en relación con temas científicos y tecnológicos. Pero también es cierto que es responsabilidad del gobierno, asesorado por expertos, y de nadie más, el tomar decisiones como las del nuevo aeropuerto.
(No quiero ni imaginar lo que pasaría, por ejemplo, si en la toma de decisiones políticas en temas que afectan a la sociedad y al ambiente, como por ejemplo la construcción de una nucleoeléctrica o una presa; la legalización del aborto o el matrimonio igualitario; la vacunación obligatoria de los infantes; la autorización de la siembra de o la experimentación con cultivos transgénicos; la educación laica y muchos otros asuntos, la responsabilidad se trasladara de gobernantes asesorados por expertos confiables a “el pueblo”, representado a través de consultas. Podríamos descender, como avizora el investigador Marcelino Cereijido, del CINVESTAV, a un “oscurantismo democrático”.)
Pareciera que la visión de la democracia que tiene el presidente electo es la de un niño de primaria. Pero no hay que olvidar, tampoco, que ese tipo de “consultas populares”, de las que nadie puede garantizar su integridad, y que por su propia naturaleza son fácilmente manipulables, son uno de los mecanismos que los gobiernos autoritarios han usado para legitimizar las decisiones que buscan imponer. Ya hay quien señala que otras decisiones que el futuro gobierno ve con beneplácito, como la propia “descentralización” de las secretarías de estado, o la construcción del “tren maya”, no serán, al parecer, sometidas a consulta. ¿Doble rasero?
La decisión sobre el aeropuerto, y cualquier otra donde la ciencia y la técnica tengan algo que decir, deben tomarse con base en el conocimiento de los mejores expertos disponibles. Pretender someterlas a tramposas “consultas populares” no es más que demagogia propia, sí, de gobiernos populistas.
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