Mostrando las entradas con la etiqueta Ética científica. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Ética científica. Mostrar todas las entradas

domingo, 1 de julio de 2018

Estudiando a los científicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1o. de julio de 2018

A pesar de todas las campañas que se hacen para acercar la ciencia al público, y de programas de TV como La teoría del Big Bang, que muestran que los científicos son seres humanos quizá un poco peculiares, pero no tan distintos de cualquier persona, en el imaginario colectivo persiste su imagen como bichos raros: inventores o científicos locos, distraídos, despeinados, que básicamente se encierran en un laboratorio para estudiar cosas extrañas.

En realidad, la vida del investigador científico dista de ser idílica o sencilla. Su trabajo es arduo no sólo por los moños que la madre naturaleza se pone para dejarse estudiar: los experimentos que fallan, los datos que no se dejan analizar fácilmente, los resultados que distan de lo esperado… Súmele usted la competencia con otros grupos de investigadores que estudian el mismo tema, la falta de dinero –sobre todo en países como el nuestro– y la lucha con la burocracia.

Además de todo esto –como mostrara hace décadas Robert K. Merton, el padre de la sociología de la ciencia que estudió a los científicos como quien estudia una tribu exótica– todo su trabajo tiene como fin publicar artículos especializados en revistas que son arbitradas por sus propios colegas, quienes ejercen un despiadado sistema de control de calidad (revisión por pares o peer review) para asegurar que los resultados de las investigaciones publicadas sean confiables. A cambio de sus publicaciones, los científicos reciben citas de sus trabajos en las publicaciones de otros colegas. Los trabajos más importantes reciben más citas, y los irrelevantes muy pocas o ninguna. Así, los científicos exitosos adquieren reconocimiento, moneda de cambio que se traduce en recursos e influencia.

Este sistema, que ha venido evolucionando a lo largo de varios siglos, y que presenta múltiples complejidades, ha dado pie al mecanismo usado casi universalmente para evaluar a los científicos: la bibliometría: el que publica más trabajos y recibe más citas es considerado mejor que los demás (claro que influyen otros elementos, como la calidad de las revistas en que publica, medida a través del llamado “factor de impacto”, determinado por el número promedio de citas que reciben los artículos que en ella aparecen).

El resultado de todo esto es que, sobre todo de unas décadas para acá, los científicos en todo el mundo viven bajo la presión del “publicar o morir”: su prestigio, sueldos e incluso empleos dependen de publicar continuamente, en las mejores revistas. Esta presión a veces distorsiona la ética de su trabajo, fomentando que publiquen en forma de varios artículos pequeños lo que en realidad era una sola investigación larga, o incluso que lleguen a cometer fraude, presentando resultados inventados (aunque el sistema científico cuenta con mecanismos bastante eficaces para detectar y sancionar tales fraudes).

Pero los sociólogos siguen estudiando a las comunidades de científicos, que globalmente agrupan a casi 8 millones de individuos (0.1 de la población mundial, o una persona de cada mil), según datos de la UNESCO. Recientemente los investigadores rusos Ilya Vasilyev y Pavel Chebotarev, del Instituto de Física y Tecnología de Moscú y el Instituto Trapeznikov de Ciencias del Control, en la misma ciudad, respectivamente, publicaron en la revista Upravlenie Bolshimi Sistemami (Gestión de Sistemas Socioeconómicos) un artículo cuyo título se puede traducir como “Una tipología de los científicos basada en datos bibliométricos”, y que está disponible en el repositorio digital mathnet.ru. (Como desafortunadamente no leo ruso, para este comentario me baso en el resumen en inglés del artículo original y una excelente reseña del mismo publicada en el portal de noticias científicas Phys.org.)

Los investigadores realizaron un análisis matemático de las citas de los 500 científicos más citados en tres disciplinas: física, matemáticas y psicología, según una búsqueda en Google Scholar (Google Académico).

Hallaron que, en general, las curvas de citas de estos científicos a través del tiempo caen de manera natural en tres grandes categorías: los “líderes”, investigadores con amplia experiencia y amplio reconocimiento, y cuyo alto número de citas aumenta año con año; los “sucesores”, investigadores jóvenes con un buen número de citas, y los “esforzados”, que trabajan duramente para obtener sus citas, pero no tienen grandes logros ni tanto prestigio.

Fue interesante hallar que, tanto para físicos como matemáticos, el porcentaje de líderes entre los 500 más citados era de alrededor de un 50% (48.5 y 52%, respectivamente), mientras que el de sucesores era de 31.7 y 25.8%, y el de esforzados de 19.8 y 22.2%. Es decir, los porcentajes en que se distribuyen estas tres categorías son más o menos comparables.

En cambio, para los psicólogos, la distribución era muy distinta: sólo 34% de líderes, 18.3 de sucesores y un enorme 47.7 de esforzados. Los autores suponen que esta diferencia refleja las distintas características de las ciencias naturales, comparadas con las ciencias sociales y humanidades.

Analizando las poblaciones con más detalle, los investigadores detectaron que tanto entre los matemáticos como entre los físicos habían tres grupos que definieron como “luminarias” (autoridades reconocidas, que forman alrededor de la mitad de cada muestra), “inerciales”, cuyas citas no aumentan gran cosa con el tiempo, y que constituyen alrededor de un 15% de las muestras, y la “juventud”, que son alrededor de un 30% del total. En el caso de los matemáticos, detectaron además un grupo extra, el de los “precoces”, que tienen éxito muy jóvenes y conforman un 4% de la muestra.

Es llamativo que, analizando estos datos, se pueda clasificar a estos científicos con alto número de citas en grupos relativamente bien definidos, según el éxito que van teniendo a lo largo de sus carreras. Vasilyev y Chebotarev reconocen que se trata sólo de un estudio preliminar, y en un futuro esperan ampliarlo para incluir más disciplinas científicas.

Quizá este tipo de análisis permita ir entendiendo mejor las semejanzas y diferencias entre las distintas ciencias, y quizá nos ayude a encontrar mejores maneras de juzgar y evaluar el trabajo y las carreras de los investigadores científicos.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 11 de marzo de 2018

Estafas y control de calidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de marzo de 2018

Diana Quiroz
Acompáñeme a ver esta triste historia que, por desgracia, se repite regularmente en nuestro país.

Primer acto: lo bueno. Varios medios noticiosos comienzan a circular una nota que a primera vista parece positiva y esperanzadora: una especie de “niña genio” mexicana, Diana Quiroz Casillas, estudiante de 22 años de la carrera de ingeniería mecatrónica en el Instituto Tecnológico de La Laguna (ITL), en Torreón, Coahuila, ha sido seleccionada, entre un grupo de competidores, para “asistir al premio Nobel”.

Varios medios, ya desde ahí distorsionaron, voluntariamente o no, la noticia, con titulares ambiguos como que Diana “se ilusiona con el premio Nobel” o que es la “única mexicana invitada a los premios Nobel”. Hubo quien pensó que habría ganado un premio Nobel. En realidad se trata sólo de asistir al Stockholm International Youth Science Seminar, un evento donde jóvenes de todo el mundo tienen la oportunidad de conocer y dialogar con ganadores del famoso premio.

¿Cómo lo logró? Porque ganó, junto con su hermana Raquel, el primer lugar en la Expo Ciencias Nacional, evento organizado por la Red Nacional de Actividades Juveniles en Ciencia y Tecnología, que efectúa regularmente ferias científicas en las que estudiantes de ciencias de distintos niveles pueden presentar proyectos escolares de investigación. Los premios consisten principalmente en la oportunidad de viajar y competir con sus proyectos en otros eventos nacionales e internacionales, a través de redes como MILSET (Movimiento Internacional para el Recreo en Ciencia y Tecnología). El proyecto ganador de Diana se titula “Aplicaciones regenerativas del grafeno”, y fue realizado en el Instituto Tecnológico de la Laguna y el Centro de Innovación de Futuras Tecnologías.

Segundo acto: lo feo. Si bien el ITL es una institución seria que forma parte del sistema de tecnológicos de la SEP, el Centro de Innovación de Futuras Tecnologías es una entidad privada que se ostenta como “centro de investigación”, pero que en realidad, junto con la empresa Alquimex, vende productos basados en grafeno, con diversos usos tecnológicos e industriales. Ambas son propiedad de la madre de Diana, la ingeniera química Sandra Salomé Casillas Bolaños, investigadora del propio ITL. Quien, nada casualmente, es también la organizadora de la Expo Ciencias Coahuila. El conflicto de interés es evidente.


Tercer acto: lo malo. Aun así, pocos medios se tomaron la molestia de investigar; la mayoría se limitó a, con buena fe y poco profesionalismo, dar por buena la nota y difundirla. Lo grave es que no hicieron su tarea verificando el sustento científico de las afirmaciones de la joven sobre las propiedades de los productos que vende su empresa familiar, gracias a los que ganó el concurso. En diversos reportajes y entrevistas difundidas por medios como Sinembargo, Vanguardia, Radio Fórmula y muchos otros (incluso el propio Milenio, donde además de una nota, el columnista Luis Apperti, especializado en temas de industria, cantó sus alabanzas), además de las redes sociales (fue muy difundida una entrevista hecha por el periodista Ángel Carrillo en el programa Telediario, de la empresa Multimedios Laguna, luego subida a YouTube), simplemente se anuncia con bombo y platillo que los productos de Alquimex son una especie de panacea.

El problema es que en todas las entrevistas –y en charlas que ella y su madre dan para promover su línea de productos de grafeno “Moonlight”, elaboradas por su empresa Alquimex– Diana hace afirmaciones simplemente falsas, como que el grafeno “puede regenerar órganos del cuerpo humano”, y que por tanto, administrado en forma de gel, puede llegar al órgano afectado y curar enfermedades como cáncer, diabetes, daño renal o hepático, heridas, quemaduras y ¡hasta ojeras!

El grafeno es una forma del carbono, químicamente idéntica al grafito de los lápices, pero que se presenta en forma de láminas ultradelgadas de un átomo de grosor formadas por celdas hexagonales de átomos de carbono. Sus aplicaciones nanotecnológicas están siendo exploradas, y son múltiples y muy prometedoras. Incluso, es cierto, se está explorando su papel en la posible regeneración experimental de tejidos a nivel laboratorio. Pero se trata de ciencia básica. Todavía nada que pueda tener ni remotamente una aplicación clínica, y quizá nunca la tenga. Pensar que simplemente administrar grafeno en forma de nanopartículas curará un hígado enfermo, como si se tratara de nanorrobots que restauran las células dañadas, es ciencia ficción… de la mala. (Y de hecho, si en realidad los productos de Alquimex contienen nanopartículas, éstas podrían tener propiedades tóxicas.)

El que la empresa de la madre de Diana esté comercializando estos productos, amparada en la denominación de “suplementos” (lo que los exenta de pasar por la supervisión de las autoridades de salud), pero al mismo tiempo proclamando a los cuatro vientos que pueden curar enfermedades graves o incurables (en un video que circula llegan a afirmar que después de cierto tiempo los pacientes pueden abandonar su tratamiento para la diabetes) las convierte en unas peligrosas estafadoras que venden productos milagro. La Cofepris (Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios), sin duda, debería intervenir. Me dicen que no puede hacerlo si no hay una denuncia previa, a pesar de que ya circulan en internet, además de memes sobre “Lady Grafeno” que ridiculizan las insostenibles afirmaciones de Diana, peticiones para que la Cofepris intervenga, promovidas por investigadores mexicanos en el área de la nanotecnología.

La otra lección es que muchas de nuestras instituciones –el Tecnológico de la Laguna, la Red que organiza las Expo Ciencias, el Conacyt, la Cofepris– deberían esforzarse por ejercer una mucho mayor vigilancia y control de calidad para impedir que proyectos evidentemente fraudulentos y carentes de todo sustento científico sean aprobados y premiados, e incluso comercializados. Es una lástima que una iniciativa valiosa como Expo Ciencias se vea manchada por un escándalo así.

En cuanto a nuestros medios de comunicación, es vergonzoso que, a estas alturas, todavía no reconozcan que la fuente de ciencia y tecnología no puede ser manejada por periodistas y reporteros que carezcan de la mínima formación profesional en periodismo de ciencia. Todo contenido de ciencia y tecnología debería ser revisado, idealmente, por alguien con la capacidad de verificar su rigor. Y cualquier noticia que suene demasiado buena o rara para ser cierta debería ser verificada cuidadosamente antes de ser publicada. (Hay que mencionar que en Facebook han comenzado a circular notas aclarando las cosas, y la periodista Orquídea Fong publicó en Etcétera un excelente reportaje denunciando el caso, y aclarando mucha de la desinformación difundida por otros medios.)

Sólo profesionalizando el periodismo científico –labor que ya están llevando a cabo instituciones como la UNAM y otras universidades, la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, la Red Mexicana de Periodismo de Ciencia y otras– podremos evitar que vuelvan a ocurrir casos como éste, que desinforman, lastiman la reputación de las instituciones, fomentan la charlatanería seudocientífica y, para colmo, ponen en peligro la salud de pacientes que, confiando en la información que reciben, son estafados por vendedores de productos milagro.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 28 de enero de 2018

Otra vez, clonación…

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de enero de 2018

Zhong Zhong y Hua Hua,
gemelos idénticos obtenidos por clonación
En el mundo de las noticias científicas, hay ciertos temas que retornan una y otra vez, cíclicamente, como si el tiempo se repitiera o la memoria los olvidara.

Uno de ellos es la típica nota que anuncia, con bombo y platillo, que el café/el vino/el azúcar/las grasas o cualquier otro producto de consumo cotidiano causa (o cura) el cáncer (o cualquier otra enfermedad). Otro ejemplo común es el anuncio de una vacuna “que acabará” con el VIH, el propio cáncer o la malaria.

¿Cuál es el problema? Que a la semana siguiente quedan olvidadas y seguimos esperando la cura del cáncer o que se prohíba el consumo de ese peligroso café o vino. No es que se trate de fake news (aunque a veces sí…), sino más bien de que son noticias parciales, sacadas de contexto, y que, para tratar de hacerlas atractivas al gran público, se presentan de manera exagerada. Pero además, se trata de notas seleccionadas un tanto tramposamente de un océano de investigaciones similares, contradictorias y confusas. Hay miles de científicos investigando esos temas, y constantemente publican resultados puntuales y parciales que registran los pequeños avances que se van logrando para entender temas tan complejos como esos. Al seleccionar uno de esos resultados y presentarlo en los medios como un gran avance, se termina por difundir información esencialmente engañosa… o al menos irrelevante. Ya nos enteraremos, sin ninguna duda, cuando realmente se descubra la cura del cáncer, o si tomar café lo provoca.

La semana pasada ocurrió algo similar con otro de esos temas recurrentes. En esta ocasión fue la noticia de la clonación de dos macacos en China, utilizando la misma técnica –el transplante o transferencia de núcleo celular– que se utilizó en el ya lejano julio de 1996 para producir a la famosa oveja Dolly, el primer mamífero clonado (a partir del núcleo de una célula de glándula mamaria, hecho que dio origen a la broma de su nombre, que alude a las generosas proporciones de la conocida cantante de country Dollly Parton).

Se trata de Zhong Zhong y Hua Hua, dos encantadoras crías de macaco de cola larga (Macaca fascicularis, también conocido como macaco cangrejero), obtenidas a partir de células embrionarias por un equipo encabezado por Qiang Sun, de la Academia China de Ciencias, en Shanghái, según se informa en un artículo científico publicado el 24 de enero en la revista Cell.

Los investigadores tomaron células de un feto abortado de mono, extrajeron el núcleo y lo introdujeron en óvulos de la misma especie, a los que previamente les habían extraído su propio núcleo. Obtuvieron así 21 óvulos, que lograron producir embarazos en seis monitas, de los que finalmente dos terminaron en partos exitosos (también se intentó con células de mono adulto, pero de los 42 intentos y 22 embarazos logrados, sólo se obtuvieron dos crías, que murieron poco después de nacer; al parecer, en primates como estos macacos, la clonación es más difícil de lograr usando células adultas que embrionarias).

La clonación era un fenómeno bien conocido en animales como anfibios y reptiles (y normal, como método de reproducción, en muchísimas especies de plantas, bacterias y protozoarios). Luego de Dolly, se había logrado clonar a 23 distintas especies de mamíferos como cerdos, vacas, gatos, ratas, caballos, perros, lobos, búfalos, camellos y cabras.

¿Qué tiene de especial, entonces, el nacimiento por clonación de Zhong Zhong y Hua Hua? Que es la primera vez que se logra con un animal que pertenece al mismo orden que la especie humana, los primates (en 1999 se había logrado producir a Tetra, un clon de otra especie de primate, el mono rhesus, Maccaca mulatta, pero no se hizo mediante la técnica de transferencia de núcleo, sino por un método mucho más simple: separar las células de un embrión en sus primeras etapas de desarrollo, como ocurre naturalmente cuando nacen gemelos idénticos).

La importancia de este avance es, en primer lugar, que se están estudiando y comprendiendo mejor los factores que intervienen para lograr una clonación exitosa (los investigadores tuvieron que utilizar ciertas enzimas que modifican epigenéticamente el ADN de los núcleos trasplantados para lograr que éstos comenzaran a dividirse como lo hacen en un óvulo fecundado). En segundo, que la clonación de macacos y otros primates servirá para producir camadas de especímenes de laboratorio genéticamente idénticos que son indispensables –a pesar de lo que creen muchos defensores a ultranza de los animales– en la investigación biomédica, que permite salvar miles de vidas humanas cada año (por ejemplo, al usarlos como modelos para estudiar y desarrollar tratamientos para distintas enfermedades humanas; al ser animales genéticamente idénticos, se podrían obtener resultados más claros usando menos ejemplares).

Zhong Zhong y Hua Hua
(¿o viceversa?)
Pero, por supuesto, en los medios la discusión principal ha tenido que ver con la posibilidad de clonar seres humanos, algo que en realidad sigue estando muy lejos de la realidad. Aun si se pudiera, ¿querríamos clonar seres humanos? ¿Serviría de algo? Sin caer en escenarios de ciencia ficción, la respuesta es que más bien no. Producir humanos por clonación sería extremadamente caro comparado por el método tradicional (y mucho menos divertido), ocasionaría problemas éticos y legales complicadísimos, y no tendría utilidad aparente (además, no se podría clonar a un humano adulto, pues el método sólo ha funcionado a partir de células embrionarias). Pero quizá, entendiendo bien el proceso, en un futuro no tan lejano podría lograrse, por ejemplo, clonar partes del cuerpo humano para producir órganos de repuesto para trasplantes.

Al final, no se trata de un avance revolucionario, sino sólo de otro pequeño paso en la comprensión y control del fenómeno de la clonación. Pero, al menos, sirve para volver a hablar del tema y para recordar que tenemos varios problemas éticos, sociales, culturales y legales que discutir antes de que la tecnología se nos adelante.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 25 de junio de 2017

Genes turbocargados

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de junio de 2017

Difusión de un gene drive
en una población
En su libro El gen egoísta, de 1976, el biólogo británico Richard Dawkins propuso un punto de vista novedoso en biología: los seres vivos no somos sino el medio que tienen los genes para reproducirse.

Aunque se trataba de una figura metafórica, la idea de los genes buscan su propia reproducción como único fin tuvo el efecto de abrir nuevas perspectivas en genética, ecología y biología evolutiva. Y, aunque normalmente los genes cumplen alguna función dentro de los organismos que los albergan, también se halló que existen verdaderos “genes egoístas” cuya única función parece ser reproducirse a sí mismos, aun a costa de dañar a los organismos dentro de los cuales existen. Los virus podrían ser vistos como un ejemplo, aunque no el único, de estas entidades autorreproductoras abusivas.

Pero, ¿qué pasaría si pudiéramos crear genes egoístas artificiales, y usarlos en beneficio de la humanidad?

En los años 70 se desarrollaron los métodos de ingeniería genética que permiten alterar los genes de organismos individuales. A partir de eso se crearon los primeros organismos genéticamente modificados: inicialmente microorganismos para investigación y uso industrial, pero más adelante vegetales como sorgo, maíz, soya, arroz o algodón, que actualmente se cultivan, ya desde hace décadas, en amplios territorios de muchos países, y que poseen propiedades como ser resistentes a plagas o tener un mayor más nutritivos. Al mismo tiempo, se desató la polémica sobre los posibles riesgos que los organismos “transgénicos” pudieran plantear al ambiente.

Uno de los argumentos contra esos temores es que, al menos en organismos sexuales –como plantas y animales– los genes alterados, aunque pudieran “escapar” de la especie modificada y “contaminar” a organismos silvestres, se irían diluyendo en la población por obra de la segregación mendeliana. Es sencillo: cada individuo tiene dos juegos de genes, heredados uno de su padre y otro de su madre. Si hereda un gen alterado, sólo una fracción de sus descendientes, no todos, lo heredarían, pues la probabilidad de heredarlo es de cuando mucho 50% (normalmente menos, pero no nos metamos en complicaciones). Después de varias generaciones de cruzas con individuos silvestres, la fracción de organismos con el gen foráneo en la población iría disminuyendo hasta desaparecer.

Pero en la naturaleza existen ciertos “genes egoístas” que logran heredarse en más del 50% de la descendencia del organismo que los porta. Se los conoce, en inglés, como gene drives (se pronuncia “yin draivs”, que podría traducirse como “impulsores genéticos” o “genes dirigidos”). En 2003 el biólogo evolutivo Austin Burt propuso que, imitándolos, podrían construirse gene drives sintéticos que permitirían hacer ingeniería genética ya no en individuos, sino en poblaciones completas.

Usando las técnicas disponibles, en 2011 Burt y un equipo de colaboradores lograron introducir en el mosquito Anopheles, que transmite la malaria o paludismo, genes que se heredaban a más del 50% de su descendencia. Demostraron así que era posible fabricar un gene drive sintético y que, al introducirlo en una población, el gen foráneo, en vez de irse diluyendo, iba heredándose a más y más individuos hasta “invadir” a la población.

Se trataba sólo de una demostración de principio. Pero en 2012 apareció una nueva tecnología de edición genética mucho más poderosa que las que existían hasta el momento. Llamada CRISPR-Cas –ya mencionada en este espacio–, permite programar, mediante fragmentos cortos de ácido nucleico, enzimas que cortan y pegan ADN de manera ultraprecisa. Usándola, es posible fabricar prácticamente cualquier gene drive que se desee.

Mecanismo de los gene drives
¿Cómo funciona un gene drive? Básicamente, se elige qué zona del cromosoma del individuo se quiere alterar (inactivar un gen, editarlo o añadir un gen nuevo) y se introducen en esa zona los genes del sistema CRISPR-Cas. Al cruzarse, ese individuo –digamos, el padre– heredará el cromosoma modificado a su descendencia. Pero ahí viene el truco: los genes CRISPR-Cas están programados para producir enzimas que cortarán la copia del mismo gen proveniente de la madre. Entonces, los mecanismos naturales de reparación de la célula tratarán de corregir el corte, pero para eso necesitan un modelo. Y usan el que está disponible: el cromosoma del padre. Así, al final los dos cromosomas del hijo contendrán los genes añadidos, y los heredarán a toda su descendencia. Al repetirse el proceso, más y más individuos de la población terminarán conteniendo la modificación genética introducida.

¿Qué alteraciones pueden realizarse en una población mediante este poderoso método? Por ejemplo, como proponía Burt, hacer que la descendencia del mosquito sea estéril: así, poco a poco se podría ir extinguiendo la población de mosquitos Anopheles. O de otros vectores de enfermedades, como el mosquito Aedes aegypti, que transmite el dengue y las fiebres zika y chikunguña. Se podrían eliminar así de la faz de la Tierra éstas y otras enfermedades, como fiebre amarilla, enfermedad de Lyme, enfermedad del sueño, esquistosomiasis y muchas otras. O bien, siendo menos drásticos, se podrían introducir modificaciones en una población sin extinguirla pero alterándola, por ejemplo para evitar que los mosquitos transmitan las enfermedades. Otros usos posibles para la tecnología de gene drives son eliminar especies invasivas en territorios donde no pertenecen, eliminar la resistencia a pesticidas en malezas, introducir genes útiles en cultivos y otros muchos usos.

Como es fácil imaginar, una tecnología capaz de modificar para siempre una población, y hasta de llevar a la extinción a especies completas, es demasiado potente como para aplicarla sin antes hacer una profunda evaluación de sus posibles consecuencias. Hasta el momento, existe una moratoria global para liberar organismos modificados con gene drives en la naturaleza. Y toda la investigación que utiliza esta tecnología debe realizarse en laboratorios de alta seguridad (niveles 2 y 3 de bioseguridad, para quien sepa de esas cosas).

Hay quien propone una prohibición absoluta y perpetua. Hay, por el contrario, quien opina que sería antiético no usar algo que puede proporcionar tantos beneficios. Hasta el momento, los expertos en bioseguridad de organismos genéticamente modificados coinciden en que, al ser tan nueva la técnica, “no hay aún suficiente información como para garantizar que la liberación de organismos modificados mediante gene drives sea segura”. Pero, al mismo tiempo, también coinciden en que “los beneficios potenciales justifican seguir adelante con la investigación para explorar estos riesgos”, y para poder comprenderlos y evaluarlos mejor.

La ciencia y la tecnología pueden, como toda herramienta –desde unas tijeras hasta un reactor nuclear– ser usadas responsable y constructivamente, o bien convertirse en un arma destructiva. De lo que podemos estar seguros es que seguirá habiendo, inevitablemente, avances tecnológicos con el poder de alterar nuestro entorno. Ante ello, más vale entenderlos a fondo para decidir si los queremos utilizar, y cómo.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!

domingo, 30 de abril de 2017

¿Seudociencia en la UNAM?

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de abril de 2017

Las universidades, sobre todo las públicas, son los espacios naturales para la apertura y la tolerancia. Pero también están obligadas a ser baluartes de la cultura y del rigor académico, que son los cimientos de su reputación, y garantes del papel que cumplen en la sociedad.

El sábado pasado 22 de abril se llevó a cabo en todo el mundo, con una importante participación en México, y en particular en la capital, la Marcha por la Ciencia, que buscó, entre otras cosas, defender la importancia de la investigación científica y del conocimiento que ésta genera para las sociedades modernas. Los valores de la ciencia, entre los que se hallan el compromiso con la realidad, el pensamiento crítico, la honestidad intelectual y el rigor metodológico, son tan importantes como las aplicaciones tecnológicas del conocimiento que se genera gracias a estos valores.

En la marcha hubo una importante participación –no podía ser de otro modo– de contingentes formados por estudiantes de licenciatura y posgrado y por investigadores científicos de varias de las principales instituciones públicas de educación superior, incluyendo al Instituto Politécnico Nacional (IPN), la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y, por supuesto, la máxima casa de estudios de nuestro país, y una de las principales universidades de Latinoamérica, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Por eso resulta alarmante ver que, casi simultáneamente, aparecieron diversos mensajes en medios de la propia UNAM, o asociados a ella, donde se promueve el pensamiento anticientífico al presentar terapias seudomédicas, carentes de toda utilidad terapéutica, como si fueran no sólo válidas, sino como valiosos avances, y donde se criticaba al mismo tiempo a la medicina científica, basada en evidencia.

El ejemplo más notorio fue el artículo titulado “Todo lo que no es alopatía…”, firmado por la doctora Paulina Rivero Weber, filósofa y directora del Programa Universitario de Bioética (PUB) de la UNAM. El texto fue publicado el 19 de abril en un espacio institucional que, con el nombre “Una vida examinada: reflexiones bioéticas”, el PUB tiene en la revista digital Animal político.

En él, Rivero se dedica a defender, contra la que ella llama “medicina alópata” (nombre que sólo los homeópatas usan), a terapias “alternativas” como la homeopatía y la acupuntura, entre otras. Y lo hace, por desgracia y contradiciendo el consejo que ella misma ofrece en su texto (“no se debe hablar de aquello que se desconoce”), desde la más profunda ignorancia. Los argumentos que ofrece para justificar su defensa de estas seudoterapias son lamentables: van desde evidencia anecdótica (como a ella le han funcionado, queda demostrada su eficacia) al argumento de autoridad (su médico, un doctor González, estudió en China, por lo tanto hay que creer en su palabra) y a la falacia de popularidad (o argumento ad populum; como mucha gente dice que le ha funcionado, debe ser cierto).

La doctora Rivero pasa así por encima de cientos de investigaciones clínicas rigurosas, llevadas a cabo en instituciones médicas de prestigio de todo el mundo, y publicadas en las mejores revistas científicas arbitradas, así como estudios comisionados por las autoridades de salud de muchos países desarrollados, que han encontrado que la homeopatía, la acupuntura y tantas otras “terapias alternativas” carecen de cualquier efecto terapéutico real, razón por las que no son reconocidas por la comunidad médica mundial (aunque sí, naturalmente, por las sociedades de homeópatas o de acupunturistas). Incluso, como ya se ha referido en este espacio, en países como Reino Unido, Francia, España, Australia, Holanda o Suiza se ha retirado el apoyo con fondos públicos para tratamientos homeopáticos, y recientemente en Estados Unidos se obliga a los medicamentos homeopáticos a portar una advertencia de que no hay evidencia científica que confirme su efectividad.

Quizá la doctora Rivero desconozca lo anterior. Pero no habría sido tan difícil averiguarlo. Quizá desconozca también las condiciones en que se realizan los estudios clínicos para validar una terapia médica: un grupo de pacientes y otro de control, el uso de placebos administrados por el método de doble ciego, para evitar sesgos, y un riguroso análisis estadístico posterior para detectar si hay algún efecto real, distinto del azar, producido por la terapia.

La doctora Rivero pasa también por encima del conocimiento científico actual, que entra en franca contradicción con los supuestos fundamentos teóricos de ambas disciplinas. Respecto a la homeopatía, la idea de que sustancias que normalmente producen un efecto, al ser diluidas infinitesimalmente, pueden producir el efecto contrario, y que su “potencia” aumenta conforme más diluidas estén (lo cual va, por supuesto, contra todo el conocimiento químico actual). En el caso de la acupuntura, que existe una “energía vital” llamada chi o qui que fluye por unos supuestos canales en el cuerpo humano llamados “meridianos”, y que la inserción de agujas puede corregir problemas en su flujo (por supuesto, ni el chi, que es “inmaterial e imperceptible”, ni los meridianos, que no corresponden a las venas, arterias, nervios ni vasos linfáticos, han sido jamás detectados).

Vale decir que la opinión de Rivero Weber no es representativa de lo que piensan los demás miembros del PUB. En el espacio en Animal político se advierte que “Las opiniones publicadas en este blog son responsabilidad únicamente de sus autores. No expresan una opinión de consenso de los seminarios ni tampoco una posición institucional del PUB-UNAM”. Y probablemente su beligerante texto fue escrito como respuesta a otro artículo publicado anteriormente, el 5 de abril, por otro miembro del PUB, César Palacios González, en el mismo espacio. En este texto, titulado “Estado mexicano, lectura del huevo y homeopatía”, el autor hacía una reducción al absurdo para enfatizar lo absurdo, desde el punto de vista científico como ético, de que las instituciones de salud del Estado mexicano financien tratamientos “alternativos” que carecen tanto de base científica como de efectividad terapéutica. Pero nada de eso justifica la promoción que Rivero hace, no en un foro personal, sino en un espacio público amparado bajo el nombre del PUB y la UNAM, y en su carácter de directora del propio PUB, de la charlatanería seudomédica.

Contra lo que Rivero afirma en su texto, quienes combatimos la promoción de la homeopatía, la acupuntura y demás seudomedicinas no lo hacemos por ignorancia o prejuicio, sino basados en el conocimiento científico aceptado, que a su vez se fundamenta en la experimentación controlada, la búsqueda de evidencia y el análisis y discusión crítica de la misma. Y la respuesta que la ciencia da es clara: no hay evidencia alguna de que tratamientos como éstos tengan algún efecto terapéutico detectable.

Sin embargo la popularidad de este tipo de terapias es grande. Tan grande, que en algunas dependencias de la propia UNAM, como las Facultades de Estudios Superiores Cuautitlán y Zaragoza, se imparten ya cursos de éstas y otras disciplinas “alternativas”, y en las redes sociales universitarias se difunde, como si fuera motivo de orgullo, la aplicación de “acupuntura veterinaria” por egresados de la UNAM. (Hay otros ejemplos dentro y fuera de la UNAM, como la materia de “medicina holística” que se imparte en su Escuela Nacional de Enfermería, o la existencia de un Hospital Nacional Homeopático dependiente de la Secretaría de Salud, como ya se ha comentado aquí.)

El problema de cómo distinguir la ciencia legítima de sus imitaciones seudocientíficas no es sencillo, y ha ocupado por décadas a los filósofos de la ciencia. Pero eso no justifica que cualquier disciplina tenga derecho a ser aceptada como ciencia. Hasta el momento, el criterio que rige, como ha regido siempre, para distinguir ciencia de seudociencia es el consenso de la mayoría de los miembros de la comunidad científica de expertos relevantes. Consenso que obedece, entre otros criterios, a la evidencia y los argumentos para legitimar una disciplina como “científica”. Como dijera el famoso comediante y defensor del pensamiento racional australiano Tim Minchin “¿sabes cómo le llaman a la medicina alternativa que demuestra ser efectiva? Medicina”.

Preocupa que la directora del Programa de Bioética de una Universidad Nacional se erija como defensora de seudoterapias que, al carecer de efectividad ponen en peligro e incluso dañan –al hacer perder un tiempo valioso, o al recomendar tratamientos sin un control farmacológico adecuado– la salud de los pacientes. Hay en ello un evidente conflicto ético.

Y preocupa que en la UNAM se impartan y se difundan seudociencias médicas, porque se daña así la imagen y confiabilidad de la Universidad de todos los mexicanos (así como el IPN ha visto dañada la suya por la existencia continuada de una Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía, que si bien tiene raíces históricas, no tiene razón de ser en el siglo XXI, y por la venta de productos milagro por parte de “egresados del IPN” que lucran con su marca).

La doctora Rivero hace algunas propuestas que pueden ser útiles: que se distinga entre charlatanes y profesionales calificados (aunque ella supone que los homeópatas y acupunturistas con estudios son, de alguna manera, “profesionales calificados” del área de la salud). Su idea podría aprovecharse estableciendo, en la UNAM y en otras instituciones académicas, mecanismos que, sin restringir la diversidad y pluralidad de pensamiento, ni la libertad académica, sí garanticen un mínimo rigor cuando se habla de ciencia, y sobre todo de ciencias médicas, para impedir que disciplinas seudocientíficas invadan los recintos universitarios. Esto podría hacerse, quizá, estableciendo comités que avalen el rigor científico de la información que se difunde y los cursos que se imparten.

Ojalá que las autoridades de la UNAM tomen medidas para garantizar el rigor académico en el conocimiento que se difunde en nombre de la institución, y para garantizar la confiabilidad de las terapias que la propia UNAM avala. De otra manera, la reputación de nuestra máxima casa de estudios podría verse, lamentablemente, erosionada.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!