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domingo, 24 de septiembre de 2017

Temblor y rumores

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de septiembre  de 2017

Pocas cosas hay que no se hayan dicho ya con respecto al terremoto que asoló, con gravísimas consecuencias, a varios estados del país, y con especial rigor a los estados de Oaxaca, Morelos, Puebla y a la Ciudad de México.

Además de lamentar las tragedias, de tratar de ayudar –cada uno en la medida de sus posibilidades– de enorgullecerse ante las inmensas muestras de solidaridad y apoyo por parte de todos los miembros de nuestra sociedad, vale la pena analizar los fenómenos mediáticos que han acompañado a este terrible suceso.

Y es que, a diferencia de 1985, hoy vivimos en la era de la comunicación instantánea, de las redes sociales… y también de la desinformación. Si bien en los primeros momentos después del sismo muchas de las señales de telefonía celular sufrieron interrupciones y prestaron servicio intermitente, más tardó el temblor en terminar, y la gente en contactar a sus seres queridos, que los rumores, mentiras y teorías de conspiración en comenzar a circular.

Habrá material para numerosos estudios en teoría y sociología de la comunicación que nos expliquen por qué hubo gente que creyó buena idea lanzar información, por ejemplo, acerca de edificios “recién colapsados” (como el que se reportó el miércoles 20 en la esquina de Av. División del Norte y América, en la Ciudad de México), y que resultó ser falsa. El caso, inexplicable y absurdo, de la inexistente niña Frida Sofía será también material para futuras tesis de posgrado en ciencias de la comunicación.

Circuló también información confusa sobre temas como la utilidad del famoso “triángulo de la vida” (al parecer, es útil en regiones donde las construcciones están hechas de materiales ligeros como madera o lámina; la probabilidad de que una mesa o un librero puedan sostener el peso de muros o pisos de piedra, concreto o acero es, por el peso mismo de éstos, prácticamente nula), o sobre la manera correcta de medir la magnitud de los terremotos (los grados Richter no son ya usados por los expertos para terremotos de más de 7 grados; a partir de ese número se utiliza la escala de magnitud de momento, que mide de manera más precisa la energía total liberada durante el sismo, aunque ambas escalas son compatibles).

Pero quizá lo más notorio es la desinformación que circula acerca de “teorías” (en realidad, ocurrencias absurdas) sobre las “verdaderas” causas de los sismos que han ocurrido recientemente. Desde la lamentable diputada Carmen Salinas asegurando que fueron causados por las pruebas atómicas realizadas por Corea del Norte, o la insoportable Laura Bozzo atribuyéndolos al cambio climático (no se podía esperar menos, dado el ínfimo grado de preparación de estos grotescos personajes), hasta un charlatán llamado Alex Backman, que desgraciadamente ha adquirido notoriedad gracias a los sismos y que, por medio de videos y una página web, propaga –con preocupante éxito– ideas tan absurdas como que las manchas solares influyen en los terremotos, y que observando sus cambios éstos se pueden predecir.

No tiene caso, ni tengo espacio, para desmentir tales burradas. Sólo digamos que la totalidad de verdaderos expertos en geociencias están de acuerdo en que ni las manchas solares ­–ni ningún tipo de radiación electromagnética– influyen sobre fenómenos geológicos de la magnitud de los terremotos (como ya comentábamos aquí la semana pasada), ni hay manera alguna conocida actualmente para predecirlos. Quien diga que puede hacerlo es, simplemente, un desequilibrado o un estafador (Backman parece combinar ambas cosas, pues además de creer en las ideas más absurdas, como visitas extraterrestres, alineación de planetas, teorías de conspiración sobre vacunas y demás, vende también una gran variedad de productos inútiles, incluyendo tratamientos de “desintoxicación”, aparatos para predecir sismos y sus propias charlas).

El cerebro humano está diseñado para buscar sentido en la información que recibe. Ante una coincidencia tan increíble, pero al mismo tiempo tan poco misteriosa, como que un terremoto haya azotado a la capital por segunda vez en una misma fecha, es natural que tendamos a buscar un patrón, una explicación, una causa más allá del mero azar. No las hay. Los sismos ocurren de manera inesperada. Y algunos causan daños inmensos. Así es el mundo.

Lo que da esperanza es que al mismo tiempo, y usando los mismos medios y redes sociales, han comenzado a circular también multitud de mensajes serios, de particulares, de periodistas y comunicadores, e incluso del Gobierno de la Ciudad y del propio presidente de la República, pidiendo no compartir información falsa o no verificada, aplicar el pensamiento crítico, cotejar las fuentes y tratar de mejorar la calidad de los mensajes que se difunden.

Quizá, entre todas sus lecciones, este terremoto nos enseñe además a ser un poco más rigurosos con la información que compartimos. Ojalá.

Cuídese, querido lector o lectora.
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domingo, 2 de julio de 2017

Anonymous y el sentido común

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de julio de 2017

No tengo la más menor idea de qué pudiera estar pasando por la cabeza de los miembros del colectivo de ciberactivistas Anonymous cuando, el pasado martes 26 de junio, anunciaron a todo el mundo que la NASA “iba a revelar el descubrimiento de vida extraterrestre”. Llama la atención porque, hasta hace no tanto, habían sido defensores de causas relativamente razonables y racionales.

Más que un grupo formal, Anonymous es una numerosa red internacional más o menos mutable compuesta por hackers (“hacktivistas”, se llaman a sí mismos) que usan sus habilidades computacionales para organizar protestas contra causas que consideran nocivas para la libertad. En particular, la libertad en internet.

Surgió alrededor de 2003, pero se hizo famoso en 2008 cuando lanzó una feroz campaña contra la “Iglesia” de la Cienciología (mejor conocida como la organización que promueve la Dianética, un supuesto método de autoayuda que afirma borrar los traumas espirituales de vidas pasadas). Pongo la palabra “iglesia” entre comillas porque la Dianética/Cienciología, lejos de ser una religión genuina, honesta, es un culto que utiliza su estatus como “iglesia” para no pagar impuestos en los Estados Unidos, donde surgió de la mente de su creador L. Ron Hubbard, un mediocre escritor de ciencia ficción, y porque utiliza métodos altamente cuestionables y cuestionados para obtener dinero y obediencia ciega de sus seguidores.

Parte de la estrategia de la Cienciología había sido mantener sus “documentos avanzados” como secretos altamente protegidos a los que sólo se podía acceder luego de llevar numerosos cursos y pagar enormes sumas monetarias. Esto fue posible hasta antes del surgimiento de internet, pero ya en 1996 un grupo de activistas noruego los hizo públicos, a lo que la Cienciología respondió con una persecución legal que fue percibida por la comunidad de internautas como uno de los primeros intentos de censura en gran escala en la red.

Desde entonces, la Cienciología no ha dejado de tener conflictos con la comunidad de internet. La “operación Chanology”, lanzada por Anonymous en 2008, surgió a raíz de que la iglesia pretendía borrar una larga entrevista en la que el actor Tom Cruise, notorio cienciólogo, hacia una serie de revelaciones que dejaban bastante claro lo absurdas que resultan muchas de las creencias centrales de la Cienciología.

A lo largo de su historia, Anonymous ha defendido causas que podrían considerarse dignas, como la lucha contra la pornografía infantil o contra Daesh (el grupo terrorista también conocido como el “estado islámico”, o ISIS), pero también otras con un fuerte componente ideológico, como campañas contra el cobro por derechos de autor en internet, o contra agencias gubernamentales que son percibidas como enemigas de la libertad cibernética. Lo que nunca había hecho, hasta donde yo sé, es difundir tan ampliamente noticias patentemente absurdas como ésta.

¿Por qué absurdas? No porque los científicos –de la NASA y de todo el mundo– duden que exista vida extraterrestre. Al contrario. Dado todo lo que sabemos sobre la existencia de planetas semejantes a la Tierra alrededor de muchas estrellas, que podrían tener condiciones muy similares a las que permitieron el surgimiento de las primeras formas de vida, y sobre la química que hizo esto posible, parecería casi imposible que nuestro planeta sea el único en el universo que albergue vida (otra cosa es determinar qué forma de vida sea ésta: la vida microbiana es bastante probable; las civilizaciones avanzadas, un poco menos).

Quizá los miembros de Anonymous que lanzaron el aviso malinterpretaron información de la NASA sobre los últimos avances en la búsqueda de vida extraterrestre (o de sitios con condiciones favorables a la vida, que no es lo mismo). Quizá se trató de una broma.

Pero claro, como se trata de una red cuyos miembros son, eh, anónimos, no podemos estar seguros siquiera de que la noticia haya sido realmente dada a conocer por Anonymous… Quizá se trató sólo de uno o dos de sus miembros que actuaron por iniciativa propia. O de saboteadores que buscan dañar la ya de por sí muy discutida reputación del grupo. En el futuro, les convendría cuidar mejor la calidad de los contenidos que hacen públicos.

De cualquier forma, la “noticia” ya fue ampliamente desmentida. No sabemos si algún día lograremos hallar pruebas de vida extraterrestre. Pero si la encontramos lo más probable es que se trate de algo similar a seres unicelulares. Y eso sí, seguramente no nos enteraremos mediante un comunicado de Anonymous. Eso sólo ocurre en series de ciencia ficción. Mientras tanto, lo que sí podría hacer el colectivo es mejorar el control de calidad de la información que difunde.

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domingo, 18 de diciembre de 2016

Filosofando

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de diciembre de 2016

La época navideña y la cercanía del fin de año hacen que uno se ponga filosófico. Y si se es científico, eso significa pensar en filosofía de la ciencia.

Las discusiones en filosofía de la ciencia suelen ser muy apasionadas. Recientemente tomé parte en una en Facebook, y como suele ocurrir cuando hay suerte, se puso muy buena: los que participamos acabamos todos aprendiendo algo. (Cuando no son buenas, las discusiones en Facebook suelen ser de lo más desgastante, con la gente sólo agrediendo y descalificando para terminar pensando exactamente lo mismo que antes.)

¿Qué problemas aborda la filosofía de la ciencia? En general, aunque no exclusivamente, los que tienen que ver con cómo funciona la ciencia, por qué confiamos en ella y qué límites y problemas enfrenta.

Entre los problemas clásicos están los que tienen que ver con la naturaleza de la realidad (¿existe el mundo, o es un sueño, una alucinación, una realidad virtual?, ¿cómo podemos saberlo?, ¿cómo podríamos probarlo?) y la manera en que podemos adquirir conocimiento certero sobre ella (¿basta con reflexionar de manera sensata y convincente sobre el mundo, como hacían los antiguos griegos?, ¿basta con, además de ello, confrontar nuestras hipótesis con los datos que obtenemos al observar la naturaleza por medio de nuestros sentidos o de los instrumentos científicos con que los extendemos?. Uno de los primeros problemas que uno estudia en filosofía de la ciencia es el hecho de que nuestros sentidos nos pueden engañar: no reflejan directamente el mundo, sino que siempre, inevitablemente, lo interpretan).

A numerosos científicos y apasionados de la ciencia les parece que muchas de estas preguntas, que tienen que ver con las áreas de la filosofía denominadas ontología (el estudio de lo que existe) y epistemología (el estudio de lo que podemos conocer sobre lo que existe) son una pérdida de tiempo. Que una roca existe se comprueba golpeándonos con ella. Pero la verdad es que hay muchas cosas en ciencia –electrones, cuarks, genes, instintos, especies, enlaces químicos– que existen más como abstracciones y generalizaciones artificiales que usamos para darle sentido al mundo que como objetos concretos que se pueden tomar en las manos. Y eso sin meternos en honduras cuánticas donde el estado de un objeto depende de que haya alguien observándolo.

Por otro lado, es cierto que existen muchos estafadores que venden las más absurdas charlatanerías como “ciencia” (ahí está como ejemplo la campaña del remedio homeopático “oscillococcinum”, absolutamente inútil, como todos los seudomedicamentos homeopáticos, pero que suena en todas las estaciones de radio). Y hay también muchos chiflados que presentan como “ciencia” ideas tan peligrosas –y tan comprobadamente falsas– como que no existe el calentamiento global, que el sida no es contagioso, que las vacunas causan autismo o incluso que el cigarro no causa cáncer. Ante gente así, es natural que los defensores del pensamiento científico recurramos al pragmatismo: la ciencia funciona: lo probamos al aplicarla.

Pero, más allá del combate a seudociencias y charlatanerías, es una lástima que tantos entusiastas de la ciencia desprecien la filosofía (muchas veces al extremo de pensar que la existencia de filósofos profesionales es una aberración, porque “cualquiera que sepa pensar puede hacer filosofía”… una tontería tan grande como pensar que cualquiera que pueda correr puede ser atleta, sin necesidad de un entrenamiento especializado). Entre otras cosas porque pareciera que sólo aprecian la ciencia por su valor práctico: por sus aplicaciones. Como si su valor cultural, como si el simple hecho de conocer mejor nuestro universo no bastara para valorarla. Y también porque quienes piensan así llegan a pensar cosas como que “la ciencia puede explicar cualquier cosa”, o que cualquier tipo de conocimiento distinto al científico es mera especulación sin valor. Caen así en el vicio filosófico conocido como cientificismo: la confianza en la ciencia convertida en fanatismo.

Y no: hay cosas que, efectivamente, la ciencia no puede probar: además de la ya mencionada existencia de la realidad, están la existencia o inexistencia de un dios, el valor estético de una obra de arte, el valor ético de un acción humana… incluso en matemáticas hay muchas verdades que se comprueban sólo a través de la lógica, no del método científico. Lo cual no quiere decir, claro, que la ciencia no pueda estudiar dichos problemas y aportar elementos para comprenderlos mejor. Pero eso es muy distinto a “resolverlos”.

La ciencia –al menos las ciencias naturales– estudian el mundo físico que nos rodea. Y son, sin la menor duda, el mejor método que tenemos para obtener conocimiento sobre él. Dicho conocimiento, aunque no es absoluto y se refina constantemente, es confiable, gracias a los muchos controles de calidad que la ciencia ha desarrollado para tratar de no engañarse. Pero la ciencia, a diferencia de las matemáticas, no produce verdades eternas.

Apreciar, desarrollar y confiar en la ciencia es importante, sobre todo para combatir a estafadores y enemigos del pensamiento racional. Pero despreciar la filosofía de la ciencia es cegarnos ante los problemas, limitaciones y sí, defectos que la ciencia, como producto humano, inevitablemente presenta.

Al final, yo creo que es mejor defender una imagen realista de la ciencia, con defectos y todo, que querer convertirla en una princesa ideal de cuento. Y eso es precisamente lo que la filosofía de la ciencia nos ofrece.
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miércoles, 15 de junio de 2016

Genes, memes y odio

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de junio de 2016

Hace 40 años, en 1976, el biólogo inglés Richard Dawkins, especialista en etología –el estudio de la conducta animal– publicó un libro que revolucionó la manera como se divulga la ciencia y como se entiende la evolución biológica: El gen egoísta.

Tradicionalmente, como lo explicara Darwin, se acepta que las especies evolucionan debido a que en ellas hay individuos diversos, algunos de los cuales tienen características que facilitan su supervivencia y reproducción ante las condiciones de su entorno. Este proceso de “selección natural” es la fuerza que impulsa el proceso evolutivo, y que hace que las especies se vayan adaptando tan exitosamente a los diversos ambientes donde viven y a los cambios que estos ambientes sufren.

Sin embargo, hay adaptaciones evolutivas que no pueden explicarse mediante la selección natural en su formulación clásica: por ejemplo, los comportamientos “altruistas” en animales, como las llamadas de alarma que algunos individuos emiten para advertir al resto del grupo de la presencia de un depredador. Esta conducta favorece la supervivencia del grupo, pero aumenta mucho el riesgo de muerte para el centinela. Si éste muere, no puede heredar dicha conducta a sus descendientes. ¿Cómo podría entonces haber evolucionado el comportamiento altruista de dar la alarma?

En los años 60, varios investigadores desarrollaron una formulación de la selección natural en la que consideraban que eran los genes, no los organismos, las unidades de la evolución; las entidades que son sujeto de la selección natural. Viéndolo así, y tomando en cuenta que compartimos el 50% de nuestros genes con nuestros padres y hermanos, el 25 con nuestros tíos, el 12.5 con nuestros primos, etcétera, los genes que favorecen el comportamiento altruista de dar la alarma podrían sobrevivir y transmitirse a futuras generaciones a través de las copias de sí mismos que se hallan en los parientes del centinela, aun a costa de la vida de éste.

Lo que hizo Dawkins en su influyente libro fue refinar y ampliar esta visión, presentándola además con un estilo literario accesible y fascinante. Describió a los genes como entidades “egoístas”, que sólo buscan su propia replicación (por eso los llamó “replicadores”), y describió nuestros cuerpos como “máquinas de supervivencia” construidas por los genes sólo para lograr sus fines reproductivos.

La visión de “genes egoístas” ayuda a estudiar y entender muchos fenómenos evolutivos de forma más fácil e intuitiva que la formulación matemática usual, pero es totalmente compatible con ésta. El problema es que nunca falta quien interpreta el título del libro literalmente (normalmente sin haberlo leído) y cree que Dawkins afirma que los genes piensan y nos manipulan. Es el problema de divulgar la ciencia: siempre se necesita usar metáforas que pueden ser malinterpretadas.

Pero no sólo eso: en el último capítulo de su libro, Dawkins propuso que existe otro tipo de replicadores, que brincan no de cuerpo en cuerpo a través del ADN contenido en óvulos y espermatozoides, sino de cerebro en cerebro a través de palabras, letras y otros medios: son las ideas, que desde esta perspectiva Dawkins bautizó como “memes”.

Hasta hace poco, la palabra meme era casi desconocida para el ciudadano común. La explosión de internet y las redes sociales la convirtió en algo común. Hoy somos diariamente testigos de cómo las ideas se copian, mutan, evolucionan, se esparcen y, como virus mentales, infectan cerebros… a veces con resultados nefastos.

Como los genes, los memes pueden agruparse en complejos que ayudan a su reproducción. La ciencia es uno de ellos: el conjunto de ideas que incluye investigar la naturaleza basándonos en evidencia objetiva, métodos cuantitativos, experimentos reproducibles, análisis estadístico y argumentos con coherencia lógica ha sido tan exitoso que todas las sociedades modernas lo consideran suficientemente bueno como para enseñarlo en la escuela. Pero también las religiones son complejos de memes altamente exitosos: después de todo, incluyen la idea de que si uno no cree en ellas, al morir irá al infierno. Así, el meme religioso asegura su propia reproducción, como las cartas en cadena que amenazaban con grandes desgracias a quien no las reenviara.

Desgraciadamente, existen memes ampliamente difundidos, muchas veces con base religiosa, que instan a discriminar, odiar y destruir lo diferente; a eliminar a quienes no acepten las ideas y comportamientos que forman parte del complejo de memes dominante. La violencia homofóbica desatada con la matanza en el bar gay Pulse en Orlando, Florida, y muchos otros actos semejantes en nuestro país y en el mundo, son expresión del poder de estos memes nocivos.

Igual de preocupante fue ver la respuesta de muchas personas en Estados Unidos, México y España que, a través de las redes sociales, expresaron su odio a lo diferente regodeándose con la matanza. Son cerebros infectados por los memes de la homofobia, primos cercanos de los memes religiosos.

Reconocer que las palabras y las ideas que representan pueden causar daño es el primer paso para combatir la propagación de estos memes perniciosos. Como sociedad debemos contribuir a su extinción y a que, a través de la educación, las leyes y la discusión colectiva amplia y racional, sean sustituidos por otros memes que representen los valores humanos que los ciudadanos del siglo XXI hemos decidido aceptar. Darnos cuenta de esto es algo que también le debemos agradecer a Richard Dawkins.

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miércoles, 23 de marzo de 2016

Ciencia, lengua y cultura

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2016

Raro es que en un evento dedicado a la lengua, a la erudición, a la reflexión académica en su más pura y rancia y rigurosa acepción, como es el Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), se incluya a la ciencia, esa cenicienta de la cultura, a quien rara vez se considera cuando se enlistan los más valiosos productos de la creatividad humana.

Más raro aún que un divulgador científico, un modesto comunicador de la ciencia, sea invitado a tal evento. Pero que lo sean no uno ni dos, sino todo un grupo, proveniente de varios países latinoamericanos, como ocurrió en la séptima edición del CILE, llevada a cabo del 9 al 16 de marzo en San Juan de Puerto Rico, debe ser señalado como todo un acontecimiento.

El CILE nació como una propuesta para fomentar la reflexión y la acción sobre la lengua española y sus retos y posibilidades en todo el ámbito hispanohablante. Es organizado cada tres años por el Instituto Cervantes, en colaboración con la Real Academia Española (RAE, que muchos llaman, equivocadamente, “Academia de la Lengua Española”) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (esas sí), que existen en toda Latinoamérica, así como en las asiáticas Islas Filipinas y también en los Estados Unidos de Norteamérica (lo cual no resulta sorprendente, tomando en cuenta la creciente penetración de la lengua cervantina en ese país).

El primer CILE se celebró, a invitación del presidente Ernesto Zedillo, en la ciudad mexicana de Zacatecas, en 1997, y es recordado más que nada por la propuesta quijotesca de Gabriel García Márquez, devenida escándalo, de simplificar la gramática “antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”.

Se ha celebrado posteriormente en España, Argentina, Colombia y Panamá (el programado en 2010 en Chile tuvo que ser suspendido por el terremoto que asoló a ese país). Este año tocó al “estado libre asociado de Puerto Rico”, país latinoamericano sin duda, pero al mismo tiempo parte de la mancomunidad de los Estados Unidos. Puerto Rico es un país donde el español se ha mantenido y defendido con una convicción y una ferocidad realmente admirables, pero donde paralelamente la indomable fuerza de la evolución lingüística ha dado lugar a palabras y expresiones híbridas capaces de poner los pelos de punta a muchos académicos de la lengua de talante conservador.

La presencia de la ciencia en esta edición del congreso quizá obedece en parte a aquel otro deseo expresado por García Márquez en su polémica ponencia de 1997, donde expresaba su deseo de que “asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir”, pero sin duda también al interés de académicos como José Manuel Sánchez Ron, de la RAE, Ruy Pérez Tamayo (que desgraciadamente no pudo estar presente) y Jaime Labastida, de la Academia Mexicana de la Lengua.

Presente estuvo, como conferencista magistral, el premio Nobel de química Mario Molina, quien además de hablar de la urgencia de combatir el cambio climático subrayó la necesidad de comunicar los temas científicos a los ciudadanos de forma fidedigna, pues muchas veces son ignorados o tergiversados por los medios. También urgió a “hacer ciencia en español”, y a impulsar las aportaciones de los países hispanohablantes a la ciencia mundial.

La mesa en la que participó
este columnista
Hubo asimismo presencia de investigadores científicos que ejercen magistralmente la divulgación, como el propio Sánchez Ron, historiador de la ciencia; Juan Luis Arsuaga, conocido por las excavaciones paleontológicas de Atapuerca, en España; Daniel Altschuler, uruguayo radicado en Puerto Rico que fuera director del radiotelescopio de Arecibo, y los neurobiólogos Diego Golombek y Facundo Manes, de Argentina. Y hubo también comunicadores de la ciencia de tiempo completo, como Ángela Posada-Swafford, colombiana radicada en Miami, y Juan Nepote y un servidor, mexicanos. Asistió también el compatriota Jorge Volpi, escritor que se ha distinguido por darle a la ciencia un papel importante en varias de sus novelas.

No habría espacio aquí para narrar los temas que se trataron en el Congreso en general (pero algunas de mis participaciones favoritas, entre otras de grandes personajes como el premio Nobel francés de literatura Jean Marie Le Clézio o el novelista chileno Antonio Skármeta, estuvieron las del magnífico autor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, autor de la aclamada novela La guaracha del Macho Camacho, y de don Álvaro Pombo, poeta, novelista y filósofo español que fue, a sus 76 años, la alegría del evento, donde “campeó libremente” haciéndonos reír y gozar con sus lecturas y reflexiones sobre la poesía).

Al menos, de la componente científica del Congreso, que ojalá se repita en próximas ocasiones, destacaré que se habló, además de la invasión de la terminología científica en inglés, de la carencia de revistas científicas en español, de la influencia de los nuevos medios electrónicos en la manera en que leemos y escribimos, y de la importancia vital de una comunicación pública de la ciencia (o, como prefiero llamarla, divulgación científica) que no sólo transmita información de forma clara, sino que haga la labor original y creativa de traducirla de manera literaria, dándole contexto y enlazándola con el resto de la cultura y la vida de aquellos a quienes se dirige (como hace cualquier traductor de poesía, que necesariamente tiene que ser también poeta, y cuyo nombre hoy aparece, en un acto de justicia, a la par del nombre del autor original en los libros de poesía). El divulgador científico como un creador valioso, pues, que es la única manera de ser un buen divulgador.

Asomarse a un congreso de la lengua es una oportunidad única no sólo para contrabandear un poco de cultura científica, sino para redescubrir que el conocimiento, defensa y buen uso de nuestra lengua son cuestiones esenciales, porque somos seres de palabras.

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miércoles, 20 de mayo de 2015

Alimentar al trol

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de mayo de 2015

Nada más desesperante que una discusión empantanada. Pero cuando uno se dedica a la comunicación pública de la ciencia, cuyo objetivo es precisamente difundir y promover las ideas científicas entre el público general, es inevitable enredarse en ellas de vez en cuando (sobre todo hoy, en esta era de las redes sociales).

Y es precisamente en redes como Facebook o Twitter donde uno llega a meterse en discusiones que inicialmente pueden parecer interesantes, pero que tienen la desagradable costumbre de tornarse necias, aburridas o incluso agresivas y hasta violentas. Como en la vida real, hay internautas finos y educados y otros que creen válido descalificar sin mayor trámite, insultar o hasta amenazar a quienes no están de acuerdo con ellos.

A estos últimos se los conoce popularmente como “trolls” (o, según la Real Academia, “troles”): personas molestas, agresivas y –ojo– obsesivas. Un trol que se respete no molesta sólo una vez, sino que lo toma a uno como blanco para ataques repetidos y sistemáticos. (En realidad la palabra troll denota a un “monstruo maligno de la mitología escandinava que habita en bosques o grutas”, añade la Academia. En el habla de internet, la definición “formal” de trol es más restringida que la anotada arriba: “persona que publica mensajes provocadores, irrelevantes o fuera de tema en una comunidad en línea… con la principal intención de molestar o provocar una respuesta emocional en los usuarios y lectores, con fines… de… alterar la conversación normal en un tema de discusión, logrando que los mismos usuarios se enfaden y se enfrenten entre sí”. Lo cierto es que neologismos como éste aún están en proceso de evolución: su significado sigue redefiniéndose, ampliándose y cambiando continuamente.)

La naciente sabiduría internetiana y de redes sociales –apenas estamos empezando a generar los modales y reglas de convivencia para nuestra nueva realidad virtual, y en el camino vamos cometiendo todos los errores posibles– nos ofrece la siguiente máxima para lidiar con estos molestos pero al mismo tiempo fascinantes individuos, en cuyas redes tantos caemos hasta desgastarnos: “no alimentes al trol” (don’t feed the troll). La receta normalmente funciona: si en vez de responder los ataques, con el consiguiente desgaste emocional y de tiempo –y el ridículo de exhibirse públicamente en discusiones necias– uno simplemente ignora al latoso, luego de un rato éste suele buscar otra víctima más propicia.

El consejo se basa en el entendido de que discutir con un trol es inútil: rara vez se logra que cambie, así sea mínimamente, su punto de vista. Pero varias investigaciones recientes van en contra de esta generalización.

El Pew Research Center de Washington DC, un centro independiente de investigación sobre medios de comunicación, publicó en octubre pasado los resultados de una encuesta aplicada a 2,849 internautas sobre la agresión en internet. Hay resultados muy interesantes: 73% de usuarios ha presenciado (virtualmente) casos de comportamiento agresivo, desde insultos y troleo hasta amenazas y acoso sexual, y 40% lo han experimentado personalmente; en la mitad de los casos, los agredidos no conocen la identidad real de los agresores; las agresiones ocurren tanto en redes sociales como en blogs, juegos en línea y por email.

Pero se halló también algo inesperado: 60% de las personas agredidas simplemente ignoraron las molestias, mientras que 40% tomaron alguna medida al respecto (confrontar al agresor, desamigarlo, bloquearlo, discutir el problema con los demás participantes en el foro, o incluso borrar su propio perfil o reportar el asunto a las autoridades, en los casos de agresiones más graves). Lo curioso es que ambas estrategias parecen ser casi igual de efectivas: tanto 83% de quienes ignoraron los ataques (no “alimentaron al trol”) y 75% de los que sí respondieron de algún modo reportaron estar “satisfechos” con el resultado. En algunos casos esto se logró dialogando con el trol.

Por otra parte, en una ponencia de 2014 (comentada en el blog de Ethan Zuckerman, del Centro sobre Medios Civiles del Instituto Tecnológico de Massachusetts) la especialista en internet y sociedad Susan Benesch, de la Universidad de Harvard, cuestionó, basándose en los resultados de varios estudios sobre redes sociales, la idea de “no alimentar al trol”. “Los troles son personas”, argumenta, y añade que no necesariamente son el problema, sino el síntoma. Cita casos como el de las polémicas elecciones de Kenia en 2007, donde había muchos más comentarios agresivos en Facebook que en Twitter. ¿La razón? Que en esta red muchos líderes de opinión objetaban de inmediato los tuits violentos. Como consecuencia, muchos agresores reconocieron lo inadecuado de sus agresiones. Algo similar ocurrió en Estados Unidos cuando en 2014 la indo-americana Nina Davuluri ganó el concurso Miss America: los tuits insultándola por ser “árabe” o “musulmana” inundaron la red, pero los cuestionamientos y críticas razonadas de la comunidad de tuiteros lograron que muchos trols se retractaran o disculparan.

Benesch aboga por lo que llama counterspeech (que podríamos traducir como "contradiscurso" o “cuestionamiento mediante el diálogo”) como herramienta contra la violencia en internet, y argumenta que en muchos casos razonar con los troles es mucho más efectivo que simplemente ignorarlos. Señala que la presión social generada en las redes sociales puede ser suficiente en muchos casos para hacer conscientes a los troles de los efectos de su comportamiento agresivos y para corregirlo. Y añade que se requiere más investigación para entender con más detalle en qué casos puede funcionar mejor cada estrategia para modificar las actitudes, las ideas y el comportamiento de los agresores (por ejemplo, confrontar directamente o bien usar el humor y la parodia como estrategias para persuadir al trol de lo inadecuado de su comportamiento). Este tipo de investigación, que resultaría casi imposible de hacer con la palabra hablada, puede realizarse fácilmente en internet y las redes sociales.

Discutir ­–no sólo en internet, sino en la vida diaria: en la mesa de la comida, el pasillo de la oficina, el café, el salón de clases, una junta de trabajo o en un seminario científico– es una manera de razonar. De pensar colectivamente. Hay que saber escoger las batallas, pero es posible que muchas veces dialogar con un trol no sea una completa pérdida de tiempo.

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