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lunes, 6 de agosto de 2018

Escutoides, o el día que los biólogos sorprendieron a los físicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de agosto de 2018

La estructura de
un par de  escutoides
En todos lados hay jerarquías, justificadas o no. Hasta en las ciencias. Por eso los físicos tienden a sentirse superiores a los biólogos (y a los químicos), y los matemáticos a todos ellos.

Abundan los aspectos de la biología que son explicados y hasta predichos gracias a principios físicos (el grosor de las patas de elefantes y dinosaurios, digamos, comparado con las de los insectos) o matemáticos (por qué las conchas de los caracoles forman precisamente esas espirales y no otras).

Pero el pasado 27 de julio se publicaron los resultados de una investigación que descubrió, a partir de la biología, nada menos que una nueva forma geométrica, un sólido tridimensional nunca antes conocido, que resulta vital para entender el desarrollo de los seres vivos, y les da algo nuevo que estudiar a matemáticos y físicos.

En un simpático artículo en el diario El País Clara Grima, matemática de la Universidad de Sevilla y una de las investigadoras que participaron en el descubrimiento, cuenta con mucha gracia la historia.

Resulta que sus colegas Luis Manuel Escudero y Alberto Márquez, junto con ella misma, estaban tratando de explicar qué forma tienen las células que conforman uno de los tejidos más comunes en los animales, el epitelial. Los epitelios son los tejidos que recubren todas las superficies de nuestro cuerpo, incluyendo no sólo la piel sino las mucosas en la superficie de las cavidades del cuerpo (boca, intestino…) y nuestros órganos internos.

El esquema clásico de libro de texto
que muestra las células epiteliales
como prismas y pirámides
(Fuente: Nature communications)
Los epitelios están formados por una o varias capas de células paralelas que están unidas estrechamente. Por ello, se suponía –y así aparece hoy en todos los libros de texto– que estas células tenían forma de prismas, en epitelios planos, o de pirámides truncadas, en epitelios curvos, con bases pentagonales o hexagonales. Algo semejante a los prismas basálticos que existen en San Miguel Regla, en el Estado de Hidalgo.



Células epiteliales con
forma de escutoide,
que muestran cómo las
caras que están en contacto
varían entre la superficie
superior e inferior
Pero tanto las observaciones como los modelos en computadora de los investigadores indicaban que si las células tuvieran estas formas sencillas, no podrían formar tejidos compactos y flexibles sin dejar espacios. Es más, sus modelos predecían que las células deberían tener una forma extraña, en la que la base de un prisma podía ser hexagonal por abajo y pentagonal por arriba. Cuando examinaron con más cuidado sus tejidos (de glándulas salivales de mosca), descubrieron que, efectivamente, las células de los epitelios curvados adoptaban esa forma.

El escutelo del escarabajo
Protaetia speciosa
Intrigados, contactaron con matemáticos para preguntarles cómo se llamaba esa figura, y descubrieron que no tenía nombre. Así que, como homenaje a Escudero, decidieron llamarla “escutoide” (aunque luego justificaron el nombre aludiendo a que la forma recuerda al “scutum” –escudo– que aparece en la caparazón de ciertos escarabajos). Al final en la investigación, publicada en la revista Nature Communications y titulada “Escutoides: una solución geométrica al empaquetamiento tridimensional de los epitelios”, participaron 16 autores: además de los investigadores de la Universidad de Sevilla, incluyó a colegas ingleses y estadounidenses, entre los que había biólogos moleculares, matemáticos, físicos y especialistas en ingeniería biomolecular.

Entonces, ¿qué forma tiene un escutoide? Pues es un prisma o pirámide truncada una de cuyas bases es hexagonal y la otra pentagonal, por lo que obligadamente una de sus aristas tiene la forma de una letra Y. (Mucha gente dice que parecen unos saleros de diseñador… seguramente pronto habrá quien los saque a la venta.)

¿Por qué necesitan las células adoptar formas tan complejas? Es un asunto de biología, física y matemáticas. El cuerpo animal se desarrolla a partir de una sola célula, el óvulo fecundado, que se va multiplicando y luego forma capas que darán origen a los distintos tejidos y órganos del cuerpo. Uno tiende a imaginar a las células como simples bolsitas más o menos esféricas llenas de citoplasma. En realidad, conforme las células de un epitelio crecen, van ocupando más espacio pero están limitadas por sus vecinas. Por eso, el escutoide es la forma geométrica que les permite ocupar de manera más eficiente todo el espacio disponible sin dejar huecos –requisito indispensable para que el epitelio pueda cumplir su función de barrera– y al mismo tiempo poder formar tejidos curvos y flexibles (cosa que no sería posible sólo con prismas o pirámides truncadas, y menos con esferitas).

En última instancia, se trata de un problema de física: el escutoide es la forma que reduce al mínimo la superficie celular y por tanto la energía que necesitan las células para formar el epitelio. (Algo similar sucede, por ejemplo, con las burbujas: la forma de mínima energía para una burbuja aislada es una esfera, pero muchas burbujas adheridas una con otra, como ocurre en la espuma, adoptarán formas tipo escutoide.)

El descubrimiento de los escutoides dista de ser sólo una curiosidad: su estudio permitirá entender mucho más detalladamente el desarrollo de los tejidos durante el crecimiento de los seres vivos, y quizá desarrollar métodos de análisis para detectar, por ejemplo, crecimientos anormales. Además, podría ser útil en la naciente tecnología de cultivo de tejidos y órganos. Y podría tener aplicaciones fuera de la biología, por ejemplo en la ingeniería y el diseño, para proyectar materiales, edificios o empaques más resistentes y eficientes. Y, en matemáticas, quizá para abrir nuevas líneas de investigación en geometría. Todo a partir de unos biólogos que querían entender cómo se agrupan las células del epitelio del glándula salival de una mosca.

Así que la próxima vez que alguien le hable de investigación interdisciplinaria, sólo recuerde a los escutoides de los que están hechos nuestros tejidos.

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domingo, 27 de mayo de 2018

El día que los gamers hicieron ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de mayo de 2018

Quienes no pertenecemos a la subcultura gamer tendemos a pensar que dedicar horas y horas diariamente a jugar videojuegos en línea es una forma muy elaborada de perder el tiempo. Evidentemente no es así, pues se trata de una industria que representa unos 82 mil millones de dólares anuales en el mundo, y que tiene campeones y estrellas que son seguidos por miles de fans en todo el globo.

Como para dejar aún más clara la importancia de esta comunidad, el miércoles 30 de noviembre de 2016 unos 100 mil gamers de los cinco continentes hicieron posible un masivo experimento de física. Lo lograron al generar secuencias de números al azar, durante un periodo de 12 horas, en un experimento global encaminado a probar que el universo no funciona como normalmente creemos, sino que obedece a las extrañas reglas de la mecánica cuántica. Se trataba del Big Bell Quest (“El gran reto de Bell”), el mayor y más riguroso experimento para probar el teorema de Bell.

Postulado por el físico irlandés John Stuart Bell en 1964, el teorema afirma que dos de las predicciones más antiintuitivas de la mecánica cuántica –la violación del realismo, es decir, el hecho de que hay variables físicas que no poseen un valor determinado hasta que son observadas, y la del principio de localidad, o sea que hay casos en que la información puede viajar más rápido que la luz– son propiedades intrínsecas de nuestro universo.

Usted seguramente recuerda el famoso experimento mental del gato de Schrödinger, en que un gato “no está ni vivo ni muerto” hasta que se abre la caja donde está atrapado, en la que un mecanismo regido por el azar podría o no haber liberado un gas venenoso. Buscaba mostrar lo absurdo del principio de incertidumbre de Heisenberg, una consecuencia de las leyes de la mecánica cuántica que afirma que es imposible conocer simultáneamente todas las propiedades de una partícula (en particular, su posición y su velocidad).

A Einstein, Schrödinger y otros le parecía muy cuesta arriba aceptar que el universo pudiera funcionar así a nivel subatómico, pues ello impediría tener una descripción completa y determinista de la realidad, e introduciría un elemento probabilístico, azaroso e impredecible, en el núcleo mismo de nuestra descripción de la naturaleza. Fue por eso que Einstein afirmó que no creía que “Dios jugara a los dados”. Sin embargo, múltiples experimentos le dieron la razón a Heisenberg, y la única defensa de Einstein fue postular que quizá existen “variables ocultas” que permiten explicar de manera determinista los extraños resultados. Dicho de otro modo, que quizá haya otra explicación más profunda que permitiría explicar de forma determinista los aparentes resultados de la mecánica cuántica, que parecen indicar que en el fondo la naturaleza funciona de manera probabilística.

Por otra parte, la teoría de la relatividad del propio Einstein exige que nada –incluyendo la información– pueda viajar más rápido que la luz. Pero experimentos avanzados realizados con pares de partículas “entrelazadas” cuánticamente demostraron que, sin importar la separación entre ellas, al alterar el estado de una, el estado de la otra se alteraba de manera literalmente instantánea –o sea, la información pasaba de una partícula a la otra más rápido que la luz–, algo que Einstein se resistía a aceptar llamándolo “misteriosa acción a distancia”.

Durante décadas se han realizado experimentos para tratar de probar el teorema de Bell, confirmando la violación del llamado “realismo local”. Para ello se realizan experimentos con variables elegidas al azar, y se ve si se cumplen o no los requisitos de localidad y realismo. Pero no existe un método certero para generar verdaderas secuencias de números al azar, y siempre queda la duda de si hubo alguna “variable oculta” que alterara el resultado.

Algunas imágenes
del videojuego
La forma más segura de generar verdaderos números al azar es usar el libre albedrío de seres humanos. Fue por eso que investigadores de España, Chile, Francia, Australia, Alemania y Suiza agrupados en el proyecto BIG Bell Test (Gran Prueba de Bell), encabezados por el físico Morgan Mitchell, del Instituto de Ciencias Fotónicas (ICFO) de Barcelona, decidieron crear su juego en línea: el Big Bell Quest.

En él usaron la más alta tecnología de videojuegos para garantizar que los jugadores se divirtieran, pudieran subir niveles, competir entre ellos y tener logros y premios en cada nivel, para que generaran los números al azar que alimentarían 13 distintos experimentos en 12 laboratorios en todo el mundo en su intento de someter a prueba el teorema de Bell. Y lanzaron una amplia campaña mundial para promoverlo.

Distribución mundial de los bellsters
Así, el día indicado los miles de emocionados “bellsters” generaron un flujo de mil bits por segundo, haciendo un total de más de 97 millones de elecciones binarias. El juego tenía filtros para detectar participantes falsos (“robots”). Y, para evitar que los bellsters generaran inconscientemente números repetidos, tenían que competir contra un algoritmo de inteligencia artificial que intentaba predecir los números que generarían a continuación.

El resultado, publicado el pasado 9 de mayo en la revista Nature, fue todo un éxito. Para todo fin práctico, el teorema de Bell ha superado todas las pruebas. El realismo local puede violarse. La misteriosa acción a distancia existe, y la influencia del observador determina el estado de las partículas. Esto no quiere decir, claro, que los estafadores que venden “curaciones cuánticas” o que afirman que “uno crea su propia realidad” tengan razón: los fenómenos cuánticos sólo se manifiestan a nivel subatómico. Pero sí significa que el universo es más extraño de lo que nos gustaría, y que las aplicaciones del teorema de Bell en la criptografía cuántica, la computación cuántica y otras áreas tecnológicas están un poco más cerca de la realidad.

El Big Bell Quest también comprobó que en la llamada “ciencia ciudadana” –la participación masiva de ciudadanos comunes en grandes proyectos científicos– la “gamificación” (o “ludificación”) puede ser un recurso valiosísimo para hacer ciencia a escalas que, para los científicos solos, sería imposible.

Y, por supuesto, los miles de bellsters que participaron vivieron la experiencia y la emoción inolvidables de participar en la búsqueda de respuestas para entender cómo funciona el universo.

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domingo, 6 de agosto de 2017

Robots biológicos… y lo que sigue

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de agosto de 2017

El superpoder de la ciencia ficción –la de excelencia– es poder, si no predecir, sí atisbar el futuro: proporcionarnos un vistazo de lo que podría llegar a ser, gracias al incesante progreso de la ciencia y la tecnología.

Uno esos atisbos que son motivo recurrente en la ficción científica es el surgimiento de la inteligencia artificial, del que hablábamos aquí la semana pasada, y que depende –hasta ahora– de los avances en computación electrónica. Pero hay otro que surge del desarrollo de las ciencias biomédicas, la genética y la biotecnología: la posibilidad de crear vida artificial.

Aunque hay muchas cosas distintas que podrían caer bajo la definición de “vida artificial”, una de las más interesantes es el desarrollo de sistemas biomiméticos: constructos que imitan, usando tejido vivo, pero también partes artificiales, la forma y funciones de organismos vivos.

Hace cinco años comenté aquí el trabajo de Kevin Kit Parker, biofísico de la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, que desarrolló una pequeña medusa artificial, o “medusoide” usando una plantilla de silicón plano con la forma de ese organismo, recubierta con una capa de células de corazón de rata. Al ponerlo en una solución nutritiva y estimularlo eléctricamente, las células se contraían rítmicamente y provocaban que el medusoide nadara de forma similar a una medusa real.

Parker siempre ha afirmado que su verdadera meta es llegar a construir –o, más bien, cultivar– un corazón artificial. Pero algo de tal complejidad sólo podrá lograrse mediante muchos pequeños pasos.

Y yo no me había enterado que, desde ya hace un año, Parker había logrado otro de estos pasos, que puede ser pequeño pero que resulta impresionante. Usando la misma técnica, decidió imitar otro organismo acuático, más complejo que una medusa: la raya. Él y su equipo dedicaron cuatro años a estudiar la constitución muscular de las rayas para entender cómo se produce el característico movimiento ondulatorio que les permite nadar, y luego imitarlo usando una estructura formada por dos hojas de silicón plano con forma de raya entre las cuales se halla un “esqueleto” de oro, que sirve como resorte. Al recubrir el silicón con unas 200 mil células vivas provenientes del corazón de embriones de rata, distribuidas en un patrón serpenteante, éstas pueden contraerse rítmicamente e impulsar a la milimétrica “raya” biorrobótica hacia delante. (Cabe señalar que la raya de Parker es más sencilla que las rayas reales: éstas tienen dos capas de músculo, que jalan en direcciones opuestas; el biorrobot de Parker sólo tiene una capa que se contrae; el movimiento contrario lo produce el esqueleto de oro.)

Pero no sólo eso: Parker y sus colegas llevaron más allá su desarrollo, y decidieron modificar genéticamente las células para introducirles un switch o interruptor optogenético: genes que ocasionan que las células sean capaces de percibir la luz azul y contraerse como respuesta. Así, usando luz azul de distintas frecuencias para estimular las células musculares del lado izquierdo o derecho de la raya, pudieron guiarla en su nado para esquivar distintos obstáculos.




[Para ver un video sobre la raya biorrobótica, haz clic aquí]


El logro se publicó en junio de 2016 como artículo de portada en la prestigiada revista Science. No porque sirva para algo en concreto, sino por la promesa que simboliza. Fabricar réplicas biomiméticas de animales pudiera llegar a tener utilidad en numerosos campos además de la investigación pura, como la exploración o la industria. Pero además, entender e imitar la anatomía y fisiología animal son pasos obligados para llegar algún día no sólo a construir el corazón artificial que ambiciona Parker, sino biorrobots completos y novedosos, similares a los que hoy aparecen en novelas y películas… o quizá muy distintos a ellos.

Sin duda son avances inquietantes, además de asombrosos. Pero sabemos que el progreso tecnocientífico no se detiene: explorar y comprender a fondo sus posibilidades será indispensable para que, como sociedad, podamos decidir cómo aprovecharlos en bien de todos, y evitar las aplicaciones que nos parezcan excesivas o peligrosas.


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miércoles, 18 de mayo de 2016

Prensa, ciencia y rigor

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de mayo de 2016

Hace dos semanas critiqué aquí la forma en que muchos autores de libros de autoayuda distorsionan los conceptos de la ciencia para difundir ideas de tipo más bien místico (y, por tanto, incompatibles con el pensamiento científico). Al hacerlo, señalé, desinforman a sus lectores.

Pero el periodismo es como la casa del jabonero: el que no cae resbala. La semana pasada yo mismo contribuí a difundir información no suficientemente confirmada acerca del supuesto hallazgo de una ciudad maya por un adolescente canadiense de 15 años. Ha quedado claro que la imagen detectada mediante satélites es en realidad de un viejo campo de cultivo. Esto no demerita la inteligencia, entusiasmo y creatividad del joven investigador; sólo muestra que la ciencia exige más rigor de lo que él creía. No así con los periodistas: todos los que, por todo el mundo, difundimos la noticia de inmediato, sin esperar a que fuera plenamente verificada, violamos una de las primeras reglas del buen periodismo.

Lo cierto es que la ciencia es un asunto complejo, donde la distinción entre lo legítimo y lo carente de sustento requiere una buena formación inicial, además estar bien informado y actualizado. Y no se diga cuando se trata de temas “de frontera”, donde el conocimiento está todavía en proceso de construcción.

Un nuevo ejemplo ocurrió el pasado 2 de mayo, cuando la prestigiadísima –y nonagenaria– revista literaria The New Yorker publicó un artículo del laureado autor Siddartha Mukherjee (ganador del premio Pulitzer en 2011 por su magnífico libro El emperador de todos los males: una biografía del cáncer; uno de los mejores libros de divulgación científica que he leído últimamente).

El texto, titulado “Same but different (Iguales pero diferentes) es un adelanto de su nuevo libro El gen: una historia íntima (que acaba de ser publicado en inglés ayer, 17 de mayo). Aborda uno de los temas de moda en biología: la epigenética, es decir, los mecanismos que permiten regular cómo se expresan los genes sin modificar la información que se halla en el ADN de nuestras células. Inmediatamente después de ser publicado, recibió una lluvia de duras críticas por parte de los expertos en epigenética.

Recordemos que los cromosomas, hechos de ácido desoxirribonucleico (ADN), contienen toda la información que controla cómo están hechos y cómo funcionan los seres vivos. Pero esta información tiene primero que ser leída y luego “traducida” al lenguaje de las proteínas, moléculas que llevan a cabo las funciones celulares.

Desde mediados del siglo pasado se sabe que una de las maneras como se regula la activación o inactivación de los genes es mediante proteínas llamadas “factores de transcripción” que se unen a un gen para “activarlo” (es decir, para que su información comience a ser leída). Uno de los grandes descubrimientos de las últimas décadas es cómo éste y otros mecanismos celulares regulan qué genes son leídos y cuándo: es esto lo que controla el desarrollo de un óvulo hasta convertirse en un ser humano adulto, y lo que hace que algunas de nuestras células sean musculares y otras neuronas, aunque todas tengan exactamente la misma información genética.

El artículo de Mukherjee hace, dicen sus críticos, un excesivo énfasis en dos de estos “mecanismos epigenéticos de regulación”: la alteración de las proteínas llamadas histonas, que forman los carretes alrededor de los cuales el ADN se enrolla cuando no está siendo leído, y la metilación del ADN, que lo inactiva al añadirle un pequeño grupo químico. Gran parte de la inmensa cantidad de críticas que Mukherjee recibió de los expertos señalan que ignoró lo que se considera con mucho el principal mecanismo de regulación epigenética: los factores de transcripción.

No quiero entrar en detalles, pero leyendo las críticas a Mukherjee, en particular las del biólogo evolutivo Jerry Coyne, en su blog Why evolution is true, me da la impresión de que se trata de una típica disputa entre dos bandos científicos: quienes defienden los factores de transcripción y los que defienden las histonas y la metilación como el mecanismo más importante. Como en todo campo de frontera, la polémica sólo se resolverá con el tiempo, y lo que un periodista debe hacer es reportar ambos lados de la controversia. Por desgracia, perece que Mukherjee no actuó como un buen periodista y sólo habló con especialistas de uno de los dos bandos (aunque él afirma que su nuevo libro aborda el tema de manera mucho más completa, incluyendo los factores de transcripción).

Pero el “escándalo Mukherjee” tiene otras aristas. Todo aquel que se dedique a la comunicación pública de la ciencia tiene que servir simultáneamente a dos amos: a la comunicación y a la ciencia. Ésta última exige mantener un mínimo rigor, (cosa que Mukherjee, quien por cierto, también es investigador biomédico, parece no haber logrado); la comunicación, por su parte, requiere hacer lo necesario para que los complejos temas científicos se vuelvan comprensibles y al mismo tiempo atractivos para el lector. Y es aquí donde yo tengo más problemas con el artículo de The New Yorker.

Mukherjee narra la entrañable historia de su madre y su tía, hermanas gemelas, y sus distintas vidas en la India y Estados Unidos, y trenza este relato con las charlas con los expertos en epigenética que entrevistó, y sus visitas a sus laboratorios. Todo con un estilo fascinante y por momentos hasta poético. Pero también se lanza a arriesgadas –y líricas– especulaciones acerca de la posibilidad de heredar los cambios epigenéticos –algo que ocurre, pero muy raramente. Llega al extremo de mencionar, aunque con precaución, podrían ser la base de un “código epigenético” que permitiría un tipo de herencia no darwiniana, sino “lamarckiana”, que permitiría heredar los caracteres adquiridos durante la vida de un individuo. Algo que contradice todo lo que sabemos sobre evolución y que, señalan sus críticos, carece totalmente de fundamento. (Y peor: son ideas que coinciden con muchas de las distorsiones que charlatanes y místicos seudocientíficos propagan acerca de la posibilidad de “influir en los genes” mediante el estilo de vida y el pensamiento positivo, además de dar material para que los enemigos del pensamiento darwiniano avancen en su intención de enseñar la versión religiosa de la evolución, el creacionismo, en los salones de biología, al menos en Estados Unidos).

Mukherjee hace tal énfasis en esto que lo convierte en el tema central de su evocador texto. Y esto es lo que lo hace más peligroso, pues al resultar tan atractivo y contener errores graves, puede desinformar a su gran número de lectores de manera peligrosa… y convincente.

Pero, aunque usted no lo crea, hay más. En su blog, Jerry Coyne señala que The New Yorker, revista famosa por siempre verificar los datos de lo que publica, demuestra el poco aprecio que tiene por la ciencia al publicar un texto plagado de fallas como el de Mukherjee (y algunos otros). De ahí pasa súbitamente a acusar a la revista y sus editores de tener una agenda “posmodernista” y anticientífica, que busca supeditar el rigor de la ciencia a la cultura humanista. Leyendo eso, uno se pregunta si hemos regresado al siglo XX, con sus batallas entre las “dos culturas”, científica y humanística, y las “guerras científicas” de los años 90.

En fin: se trata de otro ejemplo que muestra que comunicar la ciencia sin traicionarla y haciéndola atractiva para un público amplio no es asunto de ninguna manera sencillo. La única forma de lograrlo decorosamente es igual que como se camina sobre un piso resbaloso: con mucho cuidado.

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miércoles, 11 de mayo de 2016

Descubridores

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de mayo de 2016

Uno pensaría que en pleno siglo XXI quedan pocas cosas por descubrir en nuestro planeta. El avance de la ciencia durante por lo menos los últimos cuatro siglos ha hecho que queden, al parecer, muy pocos misterios inexplorados.

Es imposible ya que se descubra un nuevo continente, y casi imposible hallar un nuevo planeta en el sistema solar. Sin embargo, cada año se siguen descubriendo nuevas especies de plantas, animales y microorganismos. Y las profundidades marinas y el subsuelo siguen ofreciendo numerosas oportunidades de hacer hallazgos novedosos, aunque quizá no revolucionarios.

Otra característica de la ciencia moderna, más reciente, es que se ha vuelto ya prácticamente imposible que un investigador solitario realice grandes descubrimientos. La época de los Galileos, los Copérnicos, los Newton, los Lavoisier, los Einstein han quedado atrás, y hoy la ciencia es una actividad inevitable, forzosamente colectiva, que no se puede realizar sin el apoyo de una comunidad de la que se forma parte. No sólo porque todo aquél que realiza un avance lo hace “parado sobre los hombros de gigantes” –todo avance científico se apoya en el conocimiento anterior–, sino porque incluso los criterios de evaluación que permiten distinguir un trabajo científico de calidad de uno defectuoso son necesariamente colectivos. (Y aún más: el financiamiento para hacer ciencia, fuera de casos aislados en que todavía existen “mecenas” que apoyan a un algún investigador, es hoy obtenible sólo si se forma parte de una comunidad científica.)

Aún así, la inteligencia humana y el empuje de la juventud nos siguen ocasionalmente sorprendiendo. Desde hace unos días circuló ampliamente la noticia de que un joven canadiense de 15 años, William Gadoury, residente del municipio de Saint-Jean-de-Matha, en Quebec, había descubierto, usando Google Maps, las ruinas de una antigua y olvidada ciudad maya.

El jovencito, evidentemente dotado con una inteligencia excepcional, se había interesado en la arqueología maya a partir de las predicciones del supuesto fin del mundo de 2012 (que, como se sabe, estaban basadas en interpretaciones erróneas del calendario maya, pero que atrajeron la atención mundial). A decir de la información periodística disponible (una versión formal de su trabajo será próximamente publicada en una revista académica, según se reporta), William se dio cuenta de que muchas de las antiguas ciudades mayas se hallaban en zonas inhóspitas, lejos de ríos. Se preguntó por qué sería así, y sabiendo por sus lecturas –que por lo visto son bastante amplias– que los mayas rendían culto a las estrellas, se le ocurrió una posible explicación: quizá la situación de las ciudades obedecía a algún patrón estelar.

William demostró un auténtico espíritu científico. No quedó conforme con su hipótesis, sino que decidió someterla a prueba. Usando el Códice Tro-Cortesiano, uno de los únicos tres manuscritos mayas existentes, que se conserva en Madrid (y que se puede consultar online), localizó 23 constelaciones mayas, y probó acomodarlas sobre mapas de la zona maya de México, Guatemala, Honduras y El Salvador. Una idea que no se le había ocurrido a ningún arqueólogo en más de cien años de estudio de la zona maya. Descubrió que, para 22 de las constelaciones, la localización de muchas antiguas ciudades mayas coincidía con la de las estrellas, y no sólo eso: las ciudades principales coincidían con las estrellas más brillantes.

Pero para la constelación número 23, notó que dos de las estrellas correspondían a ciudades, pero una tercera estrella no. ¿Sería posible que hubiera ahí una ciudad desconocida? William pasó de proponer una hipótesis plausible, basada en evidencia, y de someterla a prueba frente a más evidencia, a la tercera etapa del trabajo científico: hacer predicciones, que también tienen que ponerse a prueba.

Y para ello usó la tecnología disponible: Google Maps. Usando fotos satelitales localizó el sitio, y creyó distinguir rastros geométricos en la vegetación que podrían indicar la presencia de ruinas. Contactó a Armand Larocque, experto en geomorfología y geolocalización de la Universidad de Nuevo Brunswick, también en Canadá, y éste consiguió que la Agencia Espacial Canadiense enfocara sus telescopios satelitales en la zona. Lo que se halló es evidencia fuerte de lo que parece ser una pirámide, una avenida y una treintena de edificios menores. William nombró a la posible ciudad K’àak’ chi', “Boca de fuego”.

Por supuesto, el hallazgo se tendrá que verificar; por el momento no ha habido expediciones al sitio donde se encuentran las probables ruinas. Pero las habrá, y William sueña con estar presente: “Sería la culminación de mis tres años de trabajo, y el sueño de mi vida”, declaró al diario The Telegraph. El joven también espera presentar su trabajo en la Feria Mundial de Ciencia de Brasil, en 2017. Y su técnica, claro, podrá ser utilizada por los arqueólogos para hacer futuros descubrimientos. (Hay que aclara que el uso de fotos aéreas y espaciales para localizar ruinas arqueológicas no es nuevo; lo novedoso es la predicción de su posible localización con base en las tradiciones astronómicas mayas.)

En resumen: una nueva sorpresa, y una muestra de que aun tonterías como las supuestas profecías mayas de 2012 pueden dar origen a fascinantes descubrimientos científicos. Claro, siempre y cuando haya la combinación adecuada de curiosidad, inteligencia, información fidedigna y el indispensable pensamiento crítico.



Nota del 11 de mayo: Luego de que este texto había sido enviado para su publicación a Milenio, por la tarde del 10 de mayo, comenzaron a circular comentarios que muestran que el posible descubrimiento de William Gadoury es considerado poco probable por arqueólogos profesionales, quienes opinan que los medios de comunicación exageraron y le dieron una importancia excesiva a lo que es una hipótesis demasiado aventurada e insuficientemente fundamentada, y que las imágenes satelitales interpretadas como posibles ruinas mayas podrían ser formaciones más comunes como restos de un antiguo campo de cultivo. Quedará por ver si el posible hallazgo se confirma o no. Por lo pronto considero, como muchos de estos comentaristas, que, sea o no real el hallazgo, es el ingenio y la iniciativa de Gadoury lo que resulta fascinante.

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miércoles, 9 de diciembre de 2015

Algas, redes y ciencia nacional

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de diciembre de 2015

La semana pasada tuve el privilegio de ser invitado a impartir un curso de divulgación científica por escrito para los miembros de la Red Temática sobre Florecimientos Algales Nocivos (RedFAN) del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), constituida por expertos nacionales en lo que comúnmente se conoce como “mareas rojas”.

Probablemente aprendí mucho más que los asistentes al curso. Porque las mareas rojas, que ni son mareas ni son siempre rojas (de ahí que prefieran llamarlas “florecimientos”), son fenómenos naturales que tienen tantos aspectos distintos e importantes que me pregunto cómo no oímos mucho más sobre ellos en las noticias.

Pero vayamos por partes. Las Redes Temáticas de Investigación del Conacyt son “asociaciones voluntarias de investigadores o personas con un interés común, dispuestas a colaborar y aportar sus conocimientos y habilidades, coordinadas de manera colegiada por un Comité Técnico Académico”. Su objetivo es fomentar la colaboración interdisciplinaria en temas científicos de importancia social o ambiental. Hay redes sobre los temas más diversos, como por ejemplo, la ciencia y tecnología espacial, la conservación del patrimonio cultural, la nanotecnología y nanociencia o los desastres climáticos.

La RedFAN estudia, como su nombre lo indica, los florecimientos, o proliferaciones masivas, de ciertos tipos de algas microscópicas, que forman parte del fitoplancton (en particular de la clase de los dinoflagelados, aunque también de muchos otros grupos), y que tienen la característica de producir toxinas nocivas para la salud humana y de otros animales.

Su misión es contribuir al conocimiento científico de los florecimientos algales nocivos, entender qué los origina, sus efectos negativos sobre los ecosistemas y la salud pública, y buscar formas de mitigarlos o controlarlos.

Y es que estos florecimientos, además de que pueden teñir de rojo los mares (aunque muchos florecimientos no tienen color), y producir toxinas que intoxican y matan a peces, camarones, tortugas, aves y mamíferos (se sabe que pueden llegar a intoxicar a ballenas y delfines, produciendo que encallen en las playas, y a aves costeras, que han llegado a lanzarse sin control contra edificios y personas, como en la película Los pájaros), pueden afectar muchas otras áreas.

Cuando surge uno de estos florecimientos, las autoridades de salud deben emitir una alerta sanitaria, pues las toxinas pueden ser extremadamente dañinas. Muchas veces esta alerta se acompaña de una veda que afecta las actividades de pesquería. Si una veda dura demasiado (algunas han durado meses), el perjuicio a la actividad pesquera puede ser grave, por eso para declararla se debe estar seguro de que es realmente necesaria. La acuicultura, otra actividad económica importante, también puede ser dañada por las “mareas rojas”, ya sea por las toxinas o porque las algas pueden consumir excesivamente el oxigeno del agua.


También el turismo puede verse afectado: a veces un florecimiento nocivo puede dar al traste con las reservas de pescado y marisco necesarias en restaurantes para una temporada alta (se tiene que desechar lo almacenado, y no se puede pescar localmente). Y la contaminación de playas y aguas puede ahuyentar a los turistas.

Ha habido casos bien documentados en que los efectos de florecimientos prolongados o frecuentes en una zona pueden afectar a las comunidades de pescadores al grado de provocar problemas sociales, como un aumento en la delincuencia.

Por cierto, también en aguas dulces puede haber florecimientos nocivos, lo que puede tener repercusiones en la agricultura y la ganadería.

Los expertos de la RedFAN, pertenecientes a diversas instituciones nacionales de investigación, abordan el tema no sólo desde el punto de vista biológico o ecológico, sino desde una gama de enfoques que va de la química y biología molecular (para estudiar las moléculas de toxinas y sus mecanismos de acción, pues hasta el momento no existen antídotos para ellas) a lo médico y lo tecnológico (para buscar nuevos y mejores métodos para detectarlas, además de que a partir de las toxinas podrían desarrollarse nuevos fármacos) y hasta los aspectos sociales y legales, además de asesorar a las diversas autoridades gubernamentales.

Las Redes Conacyt son sólo una muestra del enorme potencial del sistema de investigación científica y tecnológica de nuestro país. Conocer la RedFAN me permitió asomarme a un pedacito de esta riqueza. Es importante seguir apoyando y desarrollando este potencial, y sobre todo buscar las mejores maneras de aprovecharlo para beneficio de todos.

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Contacto: mbonfil@unam.mx

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