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domingo, 16 de septiembre de 2018

Recordando a Luis González de Alba

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
16 de septiembre de 2018

Me hubiera gustado publicar esta columna el 2 de octubre, cuando se cumplirán exactamente dos años de la muerte de Luis González de Alba.

Pero faltan varias semanas para eso, y prefiero hablar hoy del libro dedicado a él, Luis González de Alba, un hombre libre, que coordinó Rogelio Villarreal, quien amablemente me invitó a colaborar con un texto sobre la actividad de Luis como divulgador científico. Como recientemente tuve, además, el honor de participar en la presentación del mismo, junto con Ivabelle Arroyo y Adrián González de Alba Cortés, aprovecho para compartir algunas de las ideas que expuse ese día.

Pero hay otro motivo: “La ciencia por gusto” había ocupado desde la muerte de Luis el espacio dominical del periódico Milenio Diario que correspondiera durante tantos años a su propia columna de divulgación científica, “Se descubrió que…”. Como ésta es la primera entrega que ya no aparecerá en ese diario, creo que dedicarla a González de Alba es un mínimo homenaje a él y al espacio de ciencia que defendió, y que hoy ya no existe en la edición dominical de Milenio.

Una de las paradojas de querer hablar de una persona como Luis González de Alba es que al tratar de definirlo, cualquier intento se queda corto. Incluyendo la frase que encabeza el libro, “un hombre libre“. Por supuesto, Luis lo fue: muchos de los autores coinciden en describirlo como “uno de los hombres más libres que conocieron”. Pero fue también muchas otras cosas. Fue un hombre libre, pero no sólo fue un hombre libre. Fue, sin duda, también un destacado intelectual –aunque ajeno siempre a la élite oficial–, pero no sólo fue un intelectual. Fue uno de los principales líderes del movimiento estudiantil del 68, pero no fue sólo eso; fue comerciante, activista, columnista, hedonista, poeta, novelista, melómano y hasta músico… todas esas cosas y muchas más, pero ninguna lo define. Sólo el conjunto completo –y ni siquiera eso, seguramente– logra darnos una idea del tipo de persona que fue.

De ahí lo oportuno y lo valioso del libro, editado por Tedium Vitae, y que se puede encontrar en buenas librerías y también puede pedir por internet o comprar como e-book. Consta de 42 textos breves escritos por 30 autores, con profesiones diversas: periodistas, escritores, investigadores y divulgadores científicos, activistas, músicos... Está dividido en seis secciones que, por sí mismas, revelan ya el amplio abanico de los intereses y habilidades del homenajeado: “el amigo”, “1968”, “los libros”, “el divulgador de la ciencia”, “el músico” y “Fundasida”. No en balde Villarreal eligió como título de su texto introductorio la frase “Nada humano me es ajeno”.


Al leerlo, lo primero que descubrí es lo poco que yo conocía realimente sobre Luis González de Alba. Yo creía conocerlo, sobre todo porque, además de sus libros y su trayectoria, traté de leer todo lo que publicó a su muerte. Pero leyendo este libro me di cuenta de que el universo González de Alba es mucho más amplio de lo que yo siempre había imaginado.

No hay espacio aquí para reseñar las tantísimas anécdotas y facetas de la vida de González de Alba que se relatan en cada uno de los textos. Pero quizá uno de los que más me gustaron fue el escrito por su sobrino Adrián, quizá la persona más cercana a Luis: "Barquitos de papel", un entrañable relato del que agradezco los muchos detalles que nos permiten ver facetas personalísimas de su tío. Como esa descripción escalofriante de uno de los infames ataques de vértigo que sufría, que lo dejó tirado en el baño, vomitando e indefenso. Fue ese vértigo familiar e incurable uno de los factores que lo llevaron a tomar la decisión de quitarse la vida, antes de sufrir más deterioro.

Me impresionó también, en el texto de Rafael Pérez Gay, su editor en los últimos años, la descripción  de cómo Luis pasó sus últimos días terminando meticulosa y concienzudamente todos sus pendientes, con prisa pero con calma, sin decirle a nadie su intención de suicidarse, pero dejando todo en orden.

Hay también quien señalaba que su narrativa llegaba a ser cursi. Yo podría estar de acuerdo, pero no sin señalar que lo cursi es también un componente indispensable del amor y hasta del sexo, y que sus novelas –parte ficción, parte autobiografía– formaron parte importante de mi formación emocional. En mi opinión, son testimonios equiparables a relatos autobiográficos o testimoniales como La estatua de sal, de Salvador Novo, Una vida no/velada, de Elías Nandino o El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata.

Respecto a su faceta como divulgador científico, que es la que justifica esta columna, insisto en lo que ya escribí en mi capítulo en el libro (“Luis, la ciencia y la calle”): González de Alba es uno de los grandes pioneros de la divulgación científica contemporánea en México. Su labor de divulgación en medios impresos es comparable con, y muchas veces superior a –si no por calidad, sí por constancia y trayectoria– la de otros miembros de su generación como Marcelino Perelló, Shahen Hacyan, Cinna Lomnitz, Mauricio-José Schwarz y Javier Flores. Suelo usar textos suyos en mis cursos sobre cómo escribir divulgación científica, en gran parte por la calidad de su prosa, que además de rigurosa y clara, atractiva, eficaz y contundente, mostraba también una constante búsqueda por innovar las maneras de escribir de ciencia, haciendo uso de los recursos literarios.

Siguiendo un poco el espíritu contestatario y provocador de Luis, no quiero hacer sólo su elogio, sino también mencionar que su compleja personalidad tenía aspectos difíciles. Entre ellos sus “toques de mal humor“, que menciona Rafael Pérez Gay, su terquedad, su conocida personalidad gruñona, y su –para mí– bastante evidente carácter obsesivo (que comparto en cierta medida), y que Luis lograba siempre convertir en algo provechoso, al señalar errores, imprecisiones, ambigüedades e incongruencias en las ideas o los escritos de los demás. (Yo mismo llegué a ser víctima de sus puntillosas correcciones por alguna de las columnas que en ese entonces publicaba los miércoles en Milenio, aunque afortunadamente no más de dos o tres veces.)

En resumen, Luis González de Alba, un hombre libre es un libro valioso y disfrutable que permite conocer un poco más a este hombre múltiple, polémico y admirable que, como dice Ivabelle Arroyo en su texto, "a veces no tuvo la verdad, pero siempre tuvo la razón", y poder así recordarlo más honrosamente. Enhorabuena.

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domingo, 12 de agosto de 2018

El nuevo Museo de Historia Natural de la CdMx

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de agosto de 2018

Hace unas semanas me di la oportunidad de regresar, luego de mucho tiempo, a la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, uno de los sitios más hermosos de la Ciudad de México (urbe que de por sí está llena de maravillas para visitar, ya sea como turista o –cosa que con frecuencia olvidamos los chilangos, presas del diario ajetreo– como residente).

Y por supuesto, no podía dejar de pasar por el encantador Museo de Historia Natural (MHN), que desde que era yo niño –hace muuucho, a principios de la década de los 70– ha sido un sitio que despierta mis fantasías. (Recuerdo, por ejemplo, cómo en primero de secundaria nos llevaron en la típica visita escolar y me dejaron de tarea hacer el también típico trabajo sobre el museo: yo me esmeré en tratar de captar, en mis dibujos, el asombro y sentido de maravilla que me inundó en sus exhibiciones sobre el origen de la vida, el cosmos y la evolución… Por ahí debe estar guardado, entre los papeles de mi madre, ese trabajo infantil).

Pero no esperaba era encontrar lo que hallé: un museo con varias salas totalmente renovadas, con una museografía asombrosa y una riqueza sorprendente, al nivel de los mejores museos del mundo. Y menos esperaba, al preguntarle a la primera persona con gafete que hallé sobre los detalles de la renovación, toparme en domingo nada menos que con su amable directora, la maestra Mercedes Jiménez del Arco, quien desde hace dos años está a cargo del Museo, y cuyos conocimientos, liderazgo y sobre todo enorme entusiasmo fueron vitales para darle nueva vida a este emblemático espacio.

La historia del Museo de Historia Natural da para una novela o serie de televisión. Su antecedente más remoto nos lleva al virreinato, cuando a petición del Rey Carlos IV de España llegó a la entonces Nueva España Don José Longinos Martínez a realizar trabajos de investigación en el área de la historia natural, antecesora de la moderna biología. Don José propuso fundar un “gabinete de historia natural”, siguiendo la tendencia entonces en boga de los “gabinetes de curiosidades”, instituciones que con el tiempo darían origen a los actuales museos de ciencia. Así, en agosto de 1790, y con la colaboración de personajes científicos de la época como Don José Antonio Alzate, se fundó en las calles de Plateros (hoy Francisco I. Madero) de la Ciudad de México el Gabinete de Historia Natural. (El actual MHN estaría entonces cumpliendo este mes, en última instancia, 228 años.)

Posteriormente, y con los distintos cambios y gobiernos que sufrió nuestro país, el acervo del Museo ha pasado por las más variadas aventuras. Durante la Independencia, nos ilustra la Wikipedia, sus colecciones estuvieron en riesgo de perderse, pero el Virrey Bucareli ordenó enviarlas a la Universidad (en ese entonces, Real y Pontificia). En 1831, Vicente Guerrero firmó el decreto para fundar formalmente un Museo de Historia Natural dentro de la Universidad, que luego quedó ubicado en el Colegio de Minería.

Más tarde, en 1865, el Emperador Maximiliano lo trasladó al Palacio Nacional, y en 1913 llegó a su muy popular sede en el que durante el porfiriato fuera conocido como “Palacio de Cristal” o “Pabellón Japonés”: el edificio de hierro forjado del actual Museo del Chopo. Ahí permanecería, para delicia de chicos y grandes, hasta 1964, con sus fósiles y animales disecados, las famosas “pulgas vestidas” y el borrego de dos cabezas, así como la réplica de una ballena, el esqueleto de un mamut (hoy en Museo de Geología de Santa María la Ribera) y el célebre dinosaurio: la réplica en yeso del esqueleto de un Diplodocus carnegii, de 27 metros de largo y 4 de alto, nombrado así por el millonario y mecenas de la arqueología Andrew Carnegie. Ya fallecido éste, la fundación que lleva su nombre, a petición del pionero de la biología mexicana Alfonso L. Herrera, la donó a México en 1931.

El majestuoso reptil, junto con gran parte del acervo del Chopo, se mudó a Chapultepec en 1964, cuando se construyó el actual Museo de Historia Natural (hoy perteneciente al gobierno capitalino) en la famosa estructura de diez domos semicirculares pintados de distintos colores, que para tantas generaciones ha significado la entrada a una especie de país de las maravillas. Desgraciadamente, de los años 60 para acá, el Museo no recibió el cuidado, y sobre todo el presupuesto que hubiera merecido, y pese a distintos intentos de actualización y renovación, lentamente se fue deteriorando.

Pero a toda capillita le llega su fiestecita: al comenzar su gestión, en diciembre de 2013, el entonces Jefe de Gobierno del DF Miguel Ángel Mancera anunció un “Plan Maestro de Renovación para la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec”, que incluyó el Museo y que, por fortuna, efectivamente se llevó a cabo. Para lograrlo participó un amplio equipo que abarcaba, además del personal del Museo y del Gobierno del DF, a especialistas en biología, paleontología y museografía, a la compañía museográfica Siete Colores, y a los Fideicomisos Pro Bosque de Chapultepec y Todos Juntos por el MHN, que ayudaron a conseguir los fondos necesarios.

Así, el 20 de marzo de 2018, tras un arduo trabajo y una inversión de 220 millones de pesos, se inauguraron cuatro bóvedas renovadas que albergan las nuevas exposiciones sobre los temas “Evolución de los seres vivos”, “Diversidad biológica” y “México megadiverso”.

Ahí me encontré, además de a Mercedes y a mi viejo conocido el Diplodocus, con un perezoso gigante, un pterodáctilo, una enorme tortuga laúd, un tigre dientes de sable, un ñú, una tortuga galápago e infinidad de otros ejemplares de reptiles, aves, insectos, anfibios y mamíferos. Y la nuevo museografía hace que uno pueda disfrutar de toda esta riqueza sin que parezcan, valga la paradoja, “piezas de museo”, sino joyas dignas de disfrutarse y admirarse.

Pero en las bóvedas renovadas, con su sistema de iluminación y aire acondicionado, puertas automáticas, sistema de videovigilancia y nuevos pisos de granito brasileño –en los que uno halla claraboyas bajo las cuales se pueden observar fósiles–, y acompañado de amables guías que hacen más agradable y productiva la visita, uno puede hallar maravillas modernas como videomappings, videowalls, un árbol que representa la evolución y –mi favorito– una enorme pantalla interactiva con un programa llamado Deep tree, donde se puede explorar el árbol evolutivo completo de los seres vivos sobre la Tierra, desde lo más general hasta el más mínimo detalle. Y mucho más.

Así que, si tiene usted un rato libre, dése la oportunidad de visitar o –si ya lo conocía– regresar al renovado Museo de Historia Natural de esta gran Ciudad de México. Le aseguro que no se arrepentirá. Los horarios son de martes a domingo de 10 a 17 horas, y el costo es de sólo 27 pesos.

Una última reflexión: la transformación del Museo no ha terminado; lo que hay es sólo el inicio de un proyecto mucho más amplio que aspira a renovar las áreas restantes y a construir un moderno edificio anexo para alojar adecuadamente el resto de las colecciones, las áreas administrativas y las de investigación. La actual administración ha trabajado para dejar asegurados los fondos necesarios. Será imperativo que los nuevos gobiernos, a nivel federal y local, reconozcan la importancia de mantener el apoyo a esta importante institución para continuar con su modernización.

Conociendo la trayectoria e interés por la cultura científica de la próxima Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum –quien además ya ha estado a cargo de la Secretaría del Medio Ambiente del DF, de la que dependen el Bosque de Chapultepec y el Museo–, no dudo que así será.

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domingo, 8 de julio de 2018

¿Quién divulga la ciencia?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de julio de 2018

A mucha gente le interesa la ciencia. O al menos eso declaran cuando se hacen encuestas al respecto. Sin embargo, sabemos que, al igual que la cultura o las artes, la ciencia nunca despertará tanto interés en el público como los deportes, la política o el mundo del espectáculo.

Pero, ¿quién se encarga de llevar la ciencia hasta el gran público? ¿Quién lo puede hacer más eficazmente? Desde la más remota antigüedad de los tiempos, la respuesta a estas preguntas se ha dividido en dos grandes bandos. Uno es el de quienes piensan que la elección óptima para comunicar ciencia deberían ser los expertos científicos, los investigadores que hacen la ciencia, y que por tanto la conocen a fondo y están enterados de los más novedosos detalles.

Pero comunicar la ciencia a un público no científico es una labor muy especializada, que enfrenta numerosos retos (el lenguaje especializado de la ciencia, el carácter abstracto de sus modelos, los peligros de sobresimplificar o exagerar sus logros, la facilidad con la que la información científica se puede distorsionar o malinterpretar, el riesgo de no disti`nguir entre ciencia legítima y charlatanería seudocientífica…). Por ello, quienes están en el otro bando opinan que esta labor debería ser llevada a cabo por profesionales, expertos en comunicación pública de la ciencia con una preparación específica.

En la realidad actual de México y del mundo, lo que ocurre es que hay una mezcla de ambos extremos. Como alguna vez dijera –en frase hoy célebre– el doctor Luis Estrada, pionero de la divulgación científica en México, lo ideal es que comunique la ciencia quien pueda hacerlo bien.

Al respecto, es interesante revisar los resultados de una encuesta que fue realizada entre junio y octubre de 2016 a los investigadores de los 26 Centros Conacyt, que se hallan en diversos Estados de la República. El estudio fue realizado por Daniela Tarhuni Navarro, del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM, en Mérida, Yucatán, y Noemí Sanz Merino, de la Universidad de las Islas Baleares, España, y fue publicado en junio pasado en la revista especializada Public Understanding of Science (Comprensión pública de la ciencia). Su objetivo era conocer las actitudes, percepciones, motivaciones, opiniones, interés y participación de los investigadores respecto a la divulgación científica (o comunicación pública de la ciencia, como también se la conoce).

Lo primero que llama la atención es la poca respuesta que obtuvieron: de más de 2 mil 400 investigadores en los campos de ciencias naturales, sociales y tecnología, sólo 167 (7 por ciento) respondieron la encuesta. Esto por sí mismo ya es un indicador de que probablemente los investigadores de los Centros Conacyt (y, por extensión, los científicos mexicanos) tienen poco interés en la comunicación pública de la ciencia.

Pero entre los que sí respondieron, el interés es alto, afortunadamente. Más de 90 por ciento opina que la divulgación es una actividad importante y que debería ser parte de las labores de los centros de investigación. Pero aunque 77 por ciento se dijeron muy interesados en participar en ella, la mayoría sólo lo hacen dos o tres veces por año, principalmente en eventos públicos como conferencias, ferias de ciencia y talleres, o bien en entrevistas a los medios. Curiosamente, 66 por ciento opina que en esta labor debería haber colaboración entre científicos y comunicadores, aunque 55 por ciento piensa que los periodistas no cuentan con las habilidades para hacerlo adecuadamente por sí mismos; al mismo tiempo, pocos investigadores están al tanto de las opciones que sus propios centros de investigación ofrecen para participar en eventos de divulgación.

Hay mucho jugo que se le puede sacar a esta encuesta, pese a su limitado alcance (recomiendo el excelente reportaje de Cecilia Rosen sobre la misma, publicado en el portal SciDev.Net; o, si le interesa conocer el estudio completo, puede hallarlo aquí: bit.ly/2JnwBdU). Las autoras del estudio concluyen, entre otras cosas, que la falta de reconocimiento y apoyo que los investigadores reciben para realizar labores de divulgación científica son obstáculos para su participación en esta importante labor.

Durante el sexenio que termina, el Conacyt apoyó muy decididamente a la comunicación pública de la ciencia en México. Sería muy deseable que próximo gobierno mantenga e incremente este apoyo. No sólo para impulsar la participación de investigadores en la divulgación científica, sino también para continuar formando y dando oportunidades laborales a comunicadores profesionales de la ciencia. El país lo agradecerá.

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domingo, 3 de junio de 2018

Perdiendo la batalla

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de junio de 2018

Cañones antigranizo
de principios de siglo
1) Recientemente una amistad querida y muy respetada se molestó profundamente conmigo en las redes sociales (¿dónde más?) porque critiqué un programa de radio de “autosuperación” que se basa en la peregrina idea de que hay nueve personalidades. Y de que básicamente todos los problemas, dilemas y decisiones que pueda uno enfrentar en la vida se pueden resolver sabiendo qué tipo de personalidad tiene uno y las personas con quienes se relaciona. (El programa salpica este profundo conocimiento con algunas pizcas de astrología y de pensamiento místico general).

2) El pasado viernes 1º de julio circuló una noticia que daría risa si no fuera triste: agricultores de los municipios de Coronango y Cuautlancingo, cercanos a la capital de Puebla, bloquearon la entrada a la fábrica de automóviles Volkswagen en protesta “por el uso de cañones antigranizo” (supuestamente para “cuidar las carrocerías” de los vehículos que produce), que según ellos son causantes de la sequía que ha afectado sus cultivos.

¿Existen los cañones antigranizo? Sorprendentemente, sí, y hay empresas que los venden en un millón de pesos la pieza. Consisten en un depósito de acetileno y un mecanismo detonador que produce ondas de choque (sonoras) las cuales, mediante una torre en forma de trompeta, se proyectan hacia las nubes de granizo. Esto supuestamente evita la formación de los núcleos sólidos, provocando que sólo caiga agua líquida.

Cañón antigranizo
moderno
Pero ¿tienen alguna utilidad? La verdad es que no existe absolutamente ninguna evidencia de que así sea, y los expertos climatólogos los consideran sólo una estafa. Lo cual no obsta para que haya en todo el mundo quienes los usan. De modo que la Volkswagen, si en verdad los emplea, está siendo estafada, y los campesinos, al protestar, yerran doblemente, pues los famosos cañones no sólo son inútiles, sino que, aun si realmente funcionaran, evitarían granizadas, pero no lluvias. La sequía tiene más que ver con la ola de calor que sufre gran parte del país que con tecnología fantástica. (Eso sí, los cañones son ruidosos y muy molestos.)

3) El 2 de junio los medios internacionales informan que en Italia, que vive un brote de sarampión –enfermedad prácticamente erradicada en todo el mundo– se ha nombrado como ministra de salud a Giulia Grillo, que es, si no una defensora del movimiento antivacunas, sí una escéptica que opina que la decisión de vacunar o no debe depender de los padres. Lo cual es prácticamente lo mismo.

4) El 30 de mayo el periodista científico Alan Burdick publica en The New Yorker un extenso reportaje sobre los tierraplanistas, personas que creen que la Tierra en realidad no es un esferoide sino un disco plano (rodeado por una infranqueable pared de hielo), y que hay una inmensa conspiración internacional para ocultarlo. Más de 500 de ellos se reunieron en noviembre pasado en Raleigh, Carolina del Norte, para celebrar su congreso: la Primera Conferencia de la Tierra Plana.

Burdick opina que la proliferación de ideas absurdas como ésta obedece a múltiples factores, entre ellos el deterioro educativo para fomentar el pensamiento crítico, las necesidades insatisfechas de los ciudadanos y su consecuente disgusto con el sistema, y el auge de las redes sociales, con su falta de control de calidad de los contenidos publicados.

Yo lo que creo es que en las sociedades modernas estamos perdiendo la batalla contra la ignorancia.

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domingo, 13 de mayo de 2018

Amenaza inminente

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de mayo de 2018

El título de esta colaboración no se refiere a las próximas y ominosas elecciones en México. Ni siquiera a lo que la Era Trump, con todas sus implicaciones, significa para el mundo. Tiene que ver, más que con política, con el tema de la cultura. Y en particular, de la cultura científica.

Vivimos tiempos oscuros. En todos los países se está presentando un cambio cultural que se manifiesta en fenómenos tan preocupantes como un número creciente de ciudadanos que creen, muchas veces apasionadamente, en ideas tan absurdas y carentes de sustento como que el cambio climático es inexistente, que las vacunas dañan la salud, que la Tierra es plana, que el sida no es causado por un virus, que el cáncer es provocado por los malos pensamientos (y se cura con limón y bicarbonato, secreto que “la industria farmacéutica no quiere que sepas”), que el ser humano jamás llegó a la Luna, que seudoterapias como la homeopatía, la acupuntura o las terapias con cristales o imanes son más eficaces que los tratamientos científica y clínicamente comprobados, o que el mal de Alzheimer es causado ¡por comer pan! (Gaby Vargas dixit, recientemente…).

Éstas y otras creencias no son sólo tonterías de alguna gente poco educada. Son ideas que están siendo aceptadas por grupos cada vez más amplios, y que incluyen no sólo personas individuales que ponen en riesgo su salud (o la de otros, en el caso de quienes se niegan a vacunar a sus hijos), sino también gobernantes, funcionarios, tomadores de decisiones, empresarios y líderes de opinión, que influyen en las vidas de muchas personas.

¿A qué se debe este fenómeno? Indudablemente es multifactorial. Me arriesgo a aventurar algunas de sus posibles causas:

1. El creciente deterioro del sistema educativo de muchos países, que causa que las habilidades de lectoescritura y de pensamiento lógico y crítico, además de la cultura general y científica de los jóvenes, se empobrezca.

2. El auge de la “cultura digital” que ha causado una crisis editorial en que los periódicos y revistas de papel, y en menor medida los libros, que tradicionalmente pasaban por un proceso más o menos riguroso de edición y de control de la calidad de sus contenidos, hayan sido reemplazados, en muchos casos, con lecturas disponibles en internet, cuyos contenidos pueden o no ser confiables.

3. La predominancia de las redes sociales, que monopolizan el tiempo que muchas personas antes dedicábamos a la lectura y nos acostumbran a recibir un continuo flujo de información fragmentaria, de calidad dudosa y que puede consumirse en bocados pequeños y compartirse instantáneamente. Ello ha acarreado, en todo el mundo, un deterioro en las capacidades lectoras: leemos menos libros –de hecho y nos cuesta más concentrarnos el tiempo requerido para leerlos–, y todo texto más extenso que un tuit nos parece “muy largo”.

4. Un “encono social”, nuevamente a nivel global, que ocasiona que los ciudadanos tiendan a desconfiar y rechazar toda forma de autoridad, incluida la intelectual y la académica. Y también, claro, la científica. Es impresionante, por ejemplo, cómo mucha gente puede confiar plenamente en supuestas terapias basadas en principios que parecerían contradecir todo sentido común, y desconfía en cambio de tratamientos avalados por extensos estudios clínicos e investigación detallada que nos permite entender cómo y por qué son eficaces.

Todo eso, sumado, parecería ser la receta para un desastre. Parecería que el siglo XXI nos ha traído, en vez de aquellos sueños de paz, salud, prosperidad, autos voladores y colonias en la Luna, la amenaza de una nueva Edad Media que se cierne sobre la civilización humana. O a veces así pareciera.

Contra esto, quienes nos hemos dedicado a labores culturales como la divulgación científica hemos siempre confiado en que propagar el conocimiento, poner la cultura científica –los argumentos, los datos, las explicaciones– al alcance del público general era una manera de contribuir a mejorar nuestra civilización y ayudar al progreso general de nuestras sociedades. Hoy, diversas investigaciones muestran que no basta con la información confiable y los argumentos lógicos para combatir la creencia en seudociencias y charlatanerías diversas. Quienes las albergan lo hacen, también, debido a un fuerte componente ideológico y emocional, que no puede ser modificado con argumentos racionales.

Seguramente exagero. Y seguramente tampoco hay mucho que hacer más allá de seguir buscando más y mejores formas de difundir la cultura científica.

Pero también convendría investigar qué podemos hacer para combatir mejor las ideas nocivas, y para recuperar ese aprecio por el conocimiento y la cultura que habían sido, hasta ahora, una de las mejores herramientas de supervivencia de nuestra especie.

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domingo, 18 de marzo de 2018

La fama de Hawking

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de marzo de 2018

Quizá la mayor sorpresa que ha dejado la muerte del cosmólogo inglés Stephen Hawking el pasado 14 de marzo (la noche del martes 13, para quienes vivimos en América), es constatar el tamaño descomunal de su fama.

Sabíamos que era, sin la menor duda, el científico más famoso del mundo. Pero, a pesar de ello, era sólo un científico: dudo que mucha gente hubiera podido prever que su muerte haría que se pararan las prensas, que se saturaran las redes sociales, que las redacciones de todos los periódicos y noticiarios se dedicaran desesperadamente a buscar opiniones autorizadas sobre su vida y obra, que las primeras planas de todos los diarios le dedicaran al menos un espacio.

Normalmente, ese tamaño de reacción se reserva para cuando muere una princesa o una estrella del espectáculo, o para cuando el presidente de los Estados Unidos es víctima de un atentado. Que un físico dedicado a un área tan compleja y matemáticamente abstrusa como el origen y evolución del universo, la estructura y comportamiento de los hoyos negros, la relación entre relatividad y mecánica cuántica y demás temas que sólo se pueden comprender a fondo si se tiene una avanzada preparación matemática, resulta cuando menos inesperado.

¿Cómo es que Hawking se convirtió no sólo en un personaje mundialmente famoso y apreciado, sino en un ícono de la cultura pop? La respuesta, creo yo, como muchos otros, reside, además de su prestigio académico, básicamente en dos factores: su lucha constante, durante más de 50 años, contra la enfermedad que lo aquejaba, que le robó el habla y la capacidad de moverse, y el amplio y continuo trabajo de divulgación científica que llevó a cabo durante décadas. Básicamente a través de libros que se volvieron en muchos casos best-sellers, pero también mediante conferencias, entrevistas y participación en programas de radio y TV.

Comenzando con el inmensamente exitoso Breve historia del tiempo (con el subtítulo “del big bang a los agujeros negros”), publicado en 1988, Hawking continuó escribiendo regularmente libros para el gran público. Entre sus títulos más populares están El universo en una cáscara de nuez, Agujeros negros y pequeños universos y Brevísima historia del tiempo. También escribió, junto con su hija Lucy, cinco libros para niños, y realizó compilaciones comentadas de los grandes artículos de la física y las matemáticas, como A hombros de gigantes, los grandes textos de la física y la astronomía y Dios creó los números: los descubrimientos matemáticos que cambiaron la historia.

A pesar de sus grandes ventas –Hawking comenzó a escribir divulgación para subsanar sus apuros económicos, cosa que logró ampliamente–, sus libros tenían fama de ser difíciles de entender para el lector común, y muchos los comenzaban a leer, pero no los terminaban. Aún así, despertaron la curiosidad y el asombro ante la imagen del universo que nos revela la física moderna.

En el obituario que publicó en el diario inglés The Guardian, el matemático y físico Roger Penrose, colega e importante colaborador de Hawking, comenta que, además de la precisión, concisión y buena prosa de Hawking –producto en buena parte de sus limitaciones, que lo obligaban a pensar muy bien cada palabra–, “es difícil negar que su condición física misma debe haber llamado la atención del público”.

Transformado en superestrella, Hawking fue admirado por muchos –a veces exageradamente– y odiado por otros. Hay que lo consideraba el mejor científico del mundo o de la historia. Otros parecían pensar que era el ser humano más inteligente en existencia, y creían que cualquier opinión emitiera sobre cualquier tema era incontrovertible. Ni lo uno ni lo otro; ser el físico más famoso no quiere decir que fuera el mejor. De hecho, el concepto de “el mejor” carece de significado cuando se habla de científicos, intelectuales o artistas, porque ninguna de estas actividades es una competencia (como sí lo pueden ser los deportes o los concursos de belleza).

Hawking no fue un físico revolucionario, como sí lo fueron Galileo (que fundó las bases matemáticas de la física moderna, la astronomía y del método científico), Newton (que llevó a la física clásica a su perfección y reveló las leyes precisas que gobiernan el movimiento de los cuerpos) o Einstein (que cambió por completo la comprensión que teníamos del espacio, el tiempo y la gravedad). Hawking fue un físico destacado, pero hay muchos igual de importantes que él, aunque no tan famosos. Carlos Tello Díaz cita, en Milenio Diario del pasado 15 de marzo, una frase de su autobiografía Breve historia de mi vida, donde él mismo se ubica en su justo sitio: “Para mis colegas soy sólo otro físico, pero para un público más amplio me convertí posiblemente en el científico más conocido del mundo”.

¿Fue inmerecida la fama de Hawking? De ninguna manera. Porque la logró con base no sólo en su inteligencia y logros científicos, sino con un trabajo sostenido que pocas personas son capaces de realizar; mucho menos si padecen una enfermedad como la suya. Pero además porque sirvió para hacer que muchas personas pudieran acercarse a la ciencia, sus complejidades y su fascinación. Ayudó a difundir el conocimiento científico, a fomentar el pensamiento crítico y despertó numerosas vocaciones. Stephen Hawking fue sin duda un gran divulgador científico, además de un destacado investigador. Parafraseando lo que expresó mi buen amigo y colega el físico Sergio de Régules, el que no fuera el mejor físico del mundo no quiere decir que no fuera un gran físico.

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