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jueves, 9 de mayo de 2019

La marcha por la ciencia 2019

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
9 de mayo de 2019
A Carolina Santillán y Edilberto Peña. ¡Gracias! 

El pasado sábado 4 de mayo tuvo lugar, en la ciudad de México la tercera Marcha por la Ciencia.

No sólo ahí, claro. También en varias otras ciudades del país, como Guadalajara, San Luis Potosí, Cuernavaca, Morelia, Irapuato, Puebla y Xalapa. Y asimismo en numerosas ciudades de los Estados Unidos y del mundo. Unas 100 en todo el planeta.

Si bien la marcha se originó hace dos años en Estados Unidos como una respuesta a las políticas anticientíficas de Donald Trump –que hacen ver a George W. Bush como un culto mecenas de la ciencia–, se convirtió inmediatamente en un movimiento mundial.

Cada país y cada región, además defender las causas comunes –el valor intrínseco y práctico de la investigación científica y tecnológica, su papel indispensable para el desarrollo y bienestar de las naciones y sus ciudadanos, la necesidad de una inversión y apoyo suficiente en esas áreas, el combate a creencias dañinas y carentes de fundamento científico como el negacionismo del cambio climático o el movimiento antivacunas– le añade también su sabor local, promoviendo causas particulares a sus circunstancias.

En la Ciudad de México, este año, marchamos unas mil 500 personas, en un ambiente festivo, relajado y, por fortuna, relativamente poco politizado (las estimaciones varían entre 700 y 5,000, y se complican porque la cantidad de gente también variaba dependiendo de la hora en que contara). Menos que el primer año; más que el año pasado.

Pero por supuesto, los complicados momentos que vivimos en México, en lo político, lo económico y lo ideológico, motivaron a diversos grupos e individuos a llevar pancartas y consignas mucho más específicas a la realidad nacional.

Algunos para oponerse abiertamente a los recortes en el presupuesto público en ciencia y tecnología, producto de una política de “austeridad republicana” (sigo preguntándome que significado puede tener, en este contexto, el innecesario adjetivo), que no tendría que hacer en el campo de la ciencia y la tecnología, siempre tan castigado, y que contradice las promesas del presidente López Obrador en campaña.

Otros para protestar contra puntos específicos de las políticas impuestas por la actual dirección general del Conacyt, que van desde cambiarle el nombre añadiéndole una H –“¿Chonacyt?”, se pregunta en tuiter, socarronamente, la astrónoma Julieta Fierro– “para incluir a las humanidades” –que siempre han estado incluidas–, hasta cancelar programas exitosos o importantísimos, escatimar fondos para apoyar a instituciones vitales en el sistema científico-tecnológico y su relación con la sociedad (Academia Mexicana de Ciencias, sociedades científicas…) o la pretensión de incluir el llamado “conocimiento tradicional de los pueblos” como parte de la esfera de acción del Conacyt, que por definición es la ciencia.

Otros más, para pedir más apoyo a instituciones de formación o investigación científica, como la Universidad Autónoma Metropolitana (en ese momento todavía en huelga), los Institutos Nacionales de Salud y Hospitales de Alta Especialidad (cuyos investigadores están contratados como burócratas, no como académicos, y que en conjunto ocupan el segundo lugar en producción científica – artículos científicos en revistas internacionales arbitradas– en México, sólo detrás de la propia UNAM), los Centros de Investigación Conacyt y otros.

En la marcha estuvieron investigadores destacados de la talla del biólogo evolutivo y especialista en origen de la vida Antonio Lazcano; el físico Gerardo Herrera Corral, líder del equipo mexicano que participa en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN Europeo (quien, por cierto, cargó durante la marcha un grueso y simbólico libro: Física cuántica)toda ; el ecólogo Rodrigo Medellín, famoso, además de su investigación, por su activismo a favor de murciélagos y jaguares, entre otras especies amenazadas; el notable especialista en comportamiento animal Hugh Drummond; la doctora Ana Flisser, experta en cisticercosis; Ana Sofía Varela, joven doctora en química galardonada por la UNESCO, y otros más. Además, por supuesto, de muchos otros investigadores, trabajadores y profesores científicos, además de entusiastas estudiantes de licenciatura y posgrado en ciencias naturales, sociales y médicas.

Y también periodistas científicos y comunicadores de la ciencia, como quien escribe y como Antimio Cruz, quien en su lúcido relato en el periódico Crónica menciona cómo se reunieron grupos provenientes de la propia UAM, la UNAM, el IPN, el Cinvestav, los ya mencionados Institutos Nacionales de Salud, el INAH, el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua, el de Investigaciones Nucleares y el de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias, entre otros, así como estudiantes de universidades privadas como la del Valle de México y la Iberoamericana, e incluso un pequeño pero chispeante contingente de científicos gays. Y entre todos corearon goyas, huélums, y consignas como “¡Más posgrados, menos diputados!”, “¡Más doctores, menos senadores!”, “¡Ciencia sí, recortes no! ¡Becas sí, recortes no!”, y “¡México, escucha, la ciencia está en la lucha””

El contingente de la marcha fue relativamente pequeño. Pero, insisto, mayor que el del año pasado. Y aunque quedó opacado, al llegar al Zócalo, al confluir con la salida de la marcha en defensa de la despenalización de la mariguana, mucho más nutrida, y sobre todo por la marcha del día siguiente contra las políticas del actual gobierno (la fecha de la Marcha por la Ciencia fue decidida internacionalmente, y es la misma para todas las ciudades), no cabe duda de que esta tercera marcha refrenda un hecho claro. En México ya existe una porción de la población que está consciente de la importancia que la ciencia y la tecnología tienen para la vida y bienestar de los individuos, las familias, las naciones y el planeta. Y están dispuestos a defenderlas y exigir un mayor apoyo para ellas, más allá de ideologías, simulaciones y recortes.

Y eso, pese a todo, da esperanza.


Un regreso y una explicación

Desde septiembre de 2018, “La ciencia por gusto” dejó de publicarse en Milenio Diario, luego de 15 años ininterrumpidos.

Dicha salida que obedeció, ciertamente, a la crisis editorial, que finalmente llegó a México, y al sabido hecho de que, en revistas periódicos y noticiarios, lo primero que se recorta es la ciencia. Pero también, aparentemente, a que, en su “reestructuración”, Milenio decidió prescindir preferentemente de columnistas críticos con el nuevo régimen político.

En mi última publicación en ese diario, anuncié mi intención de continuar publicando semanalmente esta columna en el blog del mismo nombre. Promesa que cumplí puntualmente, aunque con retraso, durante exactamente… dos semanas. Luego la vida, mi natural tendencia a postergar patológicamente y una depresión moderada le ganaron a mi poca fuerza de voluntad y mi honesto deseo de continuar.

Por ello, ofrezco una sincera disculpa a mis querid@s lectoras y lectores. Durante las aproximadamente 32 semanas transcurridas desde entonces, no ha habido un día en que no piense, con gran culpa, en retomar esta columna.

Dado que ayer, 8 de mayo, se cumplieron exactamente 16 años de que “La ciencia por gusto” comenzó a publicarse en Milenio (luego de haber comenzado, entre 1998 y 2000, en el diario Crónica). decidí que el regreso a la actividad no podía esperar ni un día más. Se lo debía a ustedes y me lo debía a mí.

Lamento haber tomado estas largas, injustificadas y definitivamente no planeadas vacaciones. Y prometo hacer todo lo posible para volver a estar aquí, sin falla, cada miércoles, semana con semana (en tanto busco otro espacio en un medio impreso). Gracias por su paciencia y por seguirme leyendo. Se los agradezco más de lo que imaginan.

Martín Bonfil Olivera
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domingo, 1 de julio de 2018

Estudiando a los científicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1o. de julio de 2018

A pesar de todas las campañas que se hacen para acercar la ciencia al público, y de programas de TV como La teoría del Big Bang, que muestran que los científicos son seres humanos quizá un poco peculiares, pero no tan distintos de cualquier persona, en el imaginario colectivo persiste su imagen como bichos raros: inventores o científicos locos, distraídos, despeinados, que básicamente se encierran en un laboratorio para estudiar cosas extrañas.

En realidad, la vida del investigador científico dista de ser idílica o sencilla. Su trabajo es arduo no sólo por los moños que la madre naturaleza se pone para dejarse estudiar: los experimentos que fallan, los datos que no se dejan analizar fácilmente, los resultados que distan de lo esperado… Súmele usted la competencia con otros grupos de investigadores que estudian el mismo tema, la falta de dinero –sobre todo en países como el nuestro– y la lucha con la burocracia.

Además de todo esto –como mostrara hace décadas Robert K. Merton, el padre de la sociología de la ciencia que estudió a los científicos como quien estudia una tribu exótica– todo su trabajo tiene como fin publicar artículos especializados en revistas que son arbitradas por sus propios colegas, quienes ejercen un despiadado sistema de control de calidad (revisión por pares o peer review) para asegurar que los resultados de las investigaciones publicadas sean confiables. A cambio de sus publicaciones, los científicos reciben citas de sus trabajos en las publicaciones de otros colegas. Los trabajos más importantes reciben más citas, y los irrelevantes muy pocas o ninguna. Así, los científicos exitosos adquieren reconocimiento, moneda de cambio que se traduce en recursos e influencia.

Este sistema, que ha venido evolucionando a lo largo de varios siglos, y que presenta múltiples complejidades, ha dado pie al mecanismo usado casi universalmente para evaluar a los científicos: la bibliometría: el que publica más trabajos y recibe más citas es considerado mejor que los demás (claro que influyen otros elementos, como la calidad de las revistas en que publica, medida a través del llamado “factor de impacto”, determinado por el número promedio de citas que reciben los artículos que en ella aparecen).

El resultado de todo esto es que, sobre todo de unas décadas para acá, los científicos en todo el mundo viven bajo la presión del “publicar o morir”: su prestigio, sueldos e incluso empleos dependen de publicar continuamente, en las mejores revistas. Esta presión a veces distorsiona la ética de su trabajo, fomentando que publiquen en forma de varios artículos pequeños lo que en realidad era una sola investigación larga, o incluso que lleguen a cometer fraude, presentando resultados inventados (aunque el sistema científico cuenta con mecanismos bastante eficaces para detectar y sancionar tales fraudes).

Pero los sociólogos siguen estudiando a las comunidades de científicos, que globalmente agrupan a casi 8 millones de individuos (0.1 de la población mundial, o una persona de cada mil), según datos de la UNESCO. Recientemente los investigadores rusos Ilya Vasilyev y Pavel Chebotarev, del Instituto de Física y Tecnología de Moscú y el Instituto Trapeznikov de Ciencias del Control, en la misma ciudad, respectivamente, publicaron en la revista Upravlenie Bolshimi Sistemami (Gestión de Sistemas Socioeconómicos) un artículo cuyo título se puede traducir como “Una tipología de los científicos basada en datos bibliométricos”, y que está disponible en el repositorio digital mathnet.ru. (Como desafortunadamente no leo ruso, para este comentario me baso en el resumen en inglés del artículo original y una excelente reseña del mismo publicada en el portal de noticias científicas Phys.org.)

Los investigadores realizaron un análisis matemático de las citas de los 500 científicos más citados en tres disciplinas: física, matemáticas y psicología, según una búsqueda en Google Scholar (Google Académico).

Hallaron que, en general, las curvas de citas de estos científicos a través del tiempo caen de manera natural en tres grandes categorías: los “líderes”, investigadores con amplia experiencia y amplio reconocimiento, y cuyo alto número de citas aumenta año con año; los “sucesores”, investigadores jóvenes con un buen número de citas, y los “esforzados”, que trabajan duramente para obtener sus citas, pero no tienen grandes logros ni tanto prestigio.

Fue interesante hallar que, tanto para físicos como matemáticos, el porcentaje de líderes entre los 500 más citados era de alrededor de un 50% (48.5 y 52%, respectivamente), mientras que el de sucesores era de 31.7 y 25.8%, y el de esforzados de 19.8 y 22.2%. Es decir, los porcentajes en que se distribuyen estas tres categorías son más o menos comparables.

En cambio, para los psicólogos, la distribución era muy distinta: sólo 34% de líderes, 18.3 de sucesores y un enorme 47.7 de esforzados. Los autores suponen que esta diferencia refleja las distintas características de las ciencias naturales, comparadas con las ciencias sociales y humanidades.

Analizando las poblaciones con más detalle, los investigadores detectaron que tanto entre los matemáticos como entre los físicos habían tres grupos que definieron como “luminarias” (autoridades reconocidas, que forman alrededor de la mitad de cada muestra), “inerciales”, cuyas citas no aumentan gran cosa con el tiempo, y que constituyen alrededor de un 15% de las muestras, y la “juventud”, que son alrededor de un 30% del total. En el caso de los matemáticos, detectaron además un grupo extra, el de los “precoces”, que tienen éxito muy jóvenes y conforman un 4% de la muestra.

Es llamativo que, analizando estos datos, se pueda clasificar a estos científicos con alto número de citas en grupos relativamente bien definidos, según el éxito que van teniendo a lo largo de sus carreras. Vasilyev y Chebotarev reconocen que se trata sólo de un estudio preliminar, y en un futuro esperan ampliarlo para incluir más disciplinas científicas.

Quizá este tipo de análisis permita ir entendiendo mejor las semejanzas y diferencias entre las distintas ciencias, y quizá nos ayude a encontrar mejores maneras de juzgar y evaluar el trabajo y las carreras de los investigadores científicos.

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domingo, 15 de abril de 2018

¿Más vale tarde que nunca?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de abril de 2018

Estamos ya de lleno en el “Año de Hidalgo”, y el actual gobierno federal, y quien lo encabeza, parecen tener prisa por terminar de cumplir todas las promesas que puedan.

Algunas de ellas tienen que ver con la ciencia y la tecnología, y aunque una de las más importantes quedará olvidada –la de elevar la inversión en este rubro al uno por ciento del Producto Interno Bruto para el final del sexenio–, el presidente Peña Nieto acaba de presentar al Senado de la República, el pasado 5 de abril, una interesante iniciativa para modificar la Ley de Ciencia y Tecnología, con el fin de fortalecer el llamado “Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología”.

En un eficaz resumen, Leticia Robles informa en Excélsior (9 de abril) que los principales objetivos de la iniciativa son proteger a este sector –y en particular al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt)– de los vaivenes sexenales que hacen que en nuestro país todas las instituciones y proyectos se reinventen con cada cambio de gobierno, y que han impedido así la continuidad y el avance sostenido. Y, por otra parte, avanzar en la creación de una verdadera Política de Estado en materia de ciencia, tecnología e innovación.

¿Por qué es importante esto? Porque, a pesar de que desde la creación del Conacyt, en 1970 –hace ya casi 50 años– el apoyo a las actividades de investigación científica, desarrollo tecnológico, innovación y vinculación con la industria, educación y divulgación científica, y otras más comenzó a recibir más reconocimiento y apoyo desde el gobierno, y a ser coordinado de manera más eficaz, aún no hemos logrado, como país, definir un rumbo y mantener una serie de proyectos con visión de largo plazo para ayudar a que nuestra nación desarrolle su potencial científico, tecnológico e industrial.

Tampoco hemos logrado que los gobiernos se apoyen en la ciencia y la tecnología para plantear políticas para abordar problemas sociales, ambientales o de salud, nuevamente con visión de largo plazo: hasta el momento, todos los programas y proyectos suelen tener una duración de cinco años o menos, y no tienen garantía de continuar con los cambios de gobierno. No hemos logrado, pues, plantear una verdadera Política de Estado en ciencia y tecnología digna de ese nombre.

La iniciativa de Peña Nieto, que retoma propuestas del Conacyt y de la comunidad científica en general, plantea siete líneas de desarrollo, que incluyen la planeación transexenal; el fortalecimiento de los Centros Públicos de Investigación del Conacyt (incluyendo que sus miembros sean considerados como académicos, y no como burócratas, y incluso que puedan beneficiarse de parte de las ganancias generadas por sus desarrollos tecnológicos, sin que se consideren parte de su salario: un excelente estímulo que es prácticamente inédito en el sector público en México); el fortalecimiento del Conacyt, para que su director no pueda ser un burócrata, sino un académico reconocido, y del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, para que ahora atienda no sólo a la presidencia, sino a los tres poderes; la creación de un consejo de 20 asesores científicos para el presidente, nombrados por el Conacyt (aunque habrá que ver si realmente los consulta, cosa que no han hecho los últimos presidentes con los asesores de diversos organismos científicos); y finalmente una mayor transparencia en el manejo de fondos y una mayor apertura en la información generada por el Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología (entidad que, por cierto, no existe formalmente, pero cuyo reconocimiento, así sea como concepto en desarrollo, es importante).

En una mesa redonda donde se presentó la iniciativa, el doctor Enrique Cabrero, director del Conacyt y uno de los artífices de la propuesta, respondió duros cuestionamientos acerca de lo tardío de su presentación: “no estaban dados todos los elementos para hacer una propuesta”, y “en México se suele pensar en el futuro cuando se acerca un cambio de gobierno”. También aclaró que no se trata de “crear un superConacyt”, y que no se propuso crear una Secretaría de Ciencia y Tecnología porque eso significaría seguir supeditados al control vertical de los gobiernos y a los vaivenes sexenales (La Jornada, 11 de abril).

Aunque ya han surgido voces críticas del proyecto, creo que en principio promete ser útil y valioso, y conviene analizarlo con detalle. Ya lo están haciendo, “de manera urgente” –aunque espero que no al vapor– las comisiones de Ciencia y Tecnología y de Educación del Senado, con el fin de aprobar la iniciativa antes de que termine el actual periodo de sesiones el próximo 30 de abril.

Termino estas líneas para entregarlas a la redacción mientras me preparo para asistir a la Marcha por la Ciencia, cuya asistencia espero sea muy nutrida. Uno de sus lemas, “Sin ciencia no hay futuro”, me parece hoy más certero que nunca.

Quizá la iniciativa presentada al Senado sea tardía, y probablemente sea imperfecta. Siempre se podrá mejorar. Quizá sean también cuestionables los motivos para presentarla. Lo que no se puede negar es que es un paso en el rumbo correcto. Y eso nunca está mal.

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domingo, 8 de abril de 2018

¡Vamos a la segunda Marcha por la Ciencia!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de abril de 2018

Si es usted científico o estudiante de ciencia; si es usted aficionado a la ciencia, o incluso si la ciencia no le interesa demasiado y nunca le gustó, pero es un ciudadano consciente de que el futuro, la prosperidad y el bienestar de un país dependen, inevitablemente, de su desarrollo científico y tecnológico, entonces tiene usted una cita este próximo sábado 14 de abril para participar en la segunda Marcha por la Ciencia.

¿Por qué? Por muchas razones. Porque el apoyo a la investigación científica y el desarrollo tecnológico son los motores que promueven, además del conocimiento básico sobre el mundo que nos rodea, los descubrimientos que llevan a patentes, y que hacen posible la creación de industrias innovadoras. Y éstas, a su vez, generan riqueza y empleos que elevan el nivel de vida de las sociedades, y permiten que los países que, más que “apoyar” la ciencia y la tecnología, se apoyan en éstas, sean naciones prósperas, poderosas, seguras e influyentes.

Porque en nuestro país el apoyo a la ciencia y la tecnología siempre ha sido de muchas palabras, pero muy pocas acciones. Los estándares internacionales recomiendan que se invierta como mínimo el 1% del producto interno bruto (PIB) en este rubro. Durante el gobierno de Vicente Fox, se modificó la Ley de Ciencia y Tecnología para incluir este requisito. Jamás se ha cumplido. Al comienzo del actual sexenio, Enrique Peña Nieto se comprometió a llegar a esa cifra: aunque durante los primeros años la inversión aumentó, apenas logró pasar del 0.5%. De 2016 a 2017 dicho presupuesto sufrió un recorte de 23%. Y de 2017 a 2018, una disminución adicional de 4.1%.

Los organizadores de la Marcha en México informan que, además, el número y los montos de las becas para estudiar posgrados se ha reducido, así como la cantidad de proyectos de investigación apoyados por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Sintomáticamente, el pasado miércoles un contingente de investigadores provenientes de diversas instituciones científicas del país se manifestaron frente a la sede del Conacyt, en la Avenida de los Insurgentes, en la Ciudad de México, bloqueando temporalmente el tránsito para exigir la creación de plazas y el aumento de salarios y seguridad social. Mientras tanto, gobernantes y legisladores continúan estableciendo políticas y tomando decisiones que no están basadas ni informadas por el conocimiento científico relevante que podría orientarlas en temas como salud, ambiente, derechos humanos, comunicaciones y muchos otros.

Además, como comentamos la semana pasada en este espacio, la comunidad científica nacional está enfrentando muy severos problemas por el cambio del sistema de captura del currículum único para el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), que debido a su pésimo diseño les está dificultando enormemente solicitar los apoyos que necesitan para seguir trabajando.

Marcha por la Ciencia:
un evento mundial
Pero la Marcha, que en México se llevará a cabo en varias ciudades como México, Guadalajara, Puebla, Toluca, Cuernavaca, Xalapa, Poza Rica y Tapachula, es un evento mundial. En 2017, cuando se organizó por primera vez como respuesta a las alarmantes políticas del gobierno de Donald Trump, convocó a más de un millón de personas en unas 500 ciudades de todo el mundo. En México más de 20 mil científicos marcharon en distintas ciudades. Se espera que este año la participación aumente (lo cual en parte depende de usted, estimado lector o lectora).

Objetivos de la Marcha
Además de las exigencias nacionales, los objetivos globales de la marcha son, entre otros, enfatizar que la ciencia promueve el bien común, exigir que las decisiones políticas se basen en evidencia, que los gobiernos apoyen la investigación científica y tecnológica, y que acepten el consenso científico en temas vitales como el cambio climático.

En la Ciudad de México la Marcha partirá del Ángel de la Independencia a las 4 de la tarde, para llegar al Zócalo. Si vive en otro Estado, consulte en internet los lugares y horarios de la Marchas más cercana (más información aquí: http://bit.ly/2H4txGo).

Lo importante es participar; no falte. ¡Vamos todos a marchar por la ciencia!

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domingo, 1 de abril de 2018

¡Los científicos protestan!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1o de abril de 2018

Los investigadores científicos y tecnológicos suelen ser percibidos como uno de los sectores menos contestatarios de la sociedad. Quizá porque siempre tienen mucho trabajo: sinceramente, hacer ciencia es una labor tan demandante y que requiere tanta dedicación como ser pianista o bailarín de ballet.

Pero el científico encerrado en su torre de marfil y ajeno a los problemas del mundo es también un mito: se trata de un gremio especialmente crítico y comprometido con el bienestar social como cualquier otro, aunque normalmente hagan poco ruido. Hoy en México los científicos están levantando la voz para protestar frente a dos graves problemas.

Problema uno: la ciencia no existe para los políticos

La primera, más que protesta, es propuesta. Es sabido que los políticos sólo mencionan a la ciencia en discursos, pero rara vez toman acciones para fomentarla y fortalecerla (y cuando lo hacen, les basta el menor pretexto para dejar incumplidas sus promesas, como ocurrió con Enrique Peña Nieto, que se comprometió a aumentar la inversión en ciencia y tecnología hasta alcanzar el 1% del Producto Interno Bruto para este año y cumplir así lo que manda la Ley de Ciencia y Tecnología –artículo 9bis– desde 2002).

Pues bien: ninguno de los candidatos presidenciales de este año ha presentado alguna propuesta de una verdadera política nacional de ciencia y tecnología, que aplicarían en caso de ser electos. Ante ello, 67 instituciones como la UNAM, El Colegio de México y diversas universidades anunciaron que van a presentar a los candidatos la “agenda de ciencia y tecnología 2018-2024”, que contiene 150 propuestas para mejorar la situación de la ciencia y la tecnología en el país. Se espera que los políticos tomen en cuenta dichas propuestas y se comprometan a hacerlas cumplir.

Ya en 2012 se había hecho un ejercicio similar, y con buen éxito, ya que ayudó a construir el Programa Especial de Ciencia Tecnología e Innovación (PECiTI), que formó parte del Plan Nacional de Desarrollo de este sexenio y dio lugar a algunos avances. Habrá que ver la respuesta de los candidatos, y sobre todo dar seguimiento a las acciones que tome quien resulte electo.

Problema dos: investigadores convertidos en capturistas

La otra protesta, que ha ido creciendo, aborda un tema que podría parecer menor, pero que revela el enfoque burocrático que permea en la política científica del país. Se trata de la nueva plataforma digital de captura del currículum para los miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Algo que los investigadores describen como un verdadero infierno, y que los ha convertido en “los capturistas mejor pagados” del país, según se describe en una petición en Change.org que hasta el momento lleva acumuladas más de 22 mil firmas.

El SNI fue creado en 1984 como una forma de paliar la precaria situación económica que padecía la comunidad científica en México, y que estaba causando una fuga masiva de cerebros. No fue una solución ideal, pues en vez de aumentar sus sueldos para que fueran dignos y competitivos, se optó por otorgar “estímulos” basados en la productividad y calidad del trabajo de los investigadores, pero que no forman parte de su sueldo formal ni sus prestaciones laborales. Aún así, en estos años el SNI ha servido para mejorar las condiciones de trabajo de los científicos y para establecer estándares de calidad, basados esencialmente en la publicación de artículos en revistas internacionales arbitradas, así como la participación en una gran variedad de labores académicas reconocidas (que abarcan investigación, docencia, formación de recursos humanos, vinculación, innovación y divulgación científica). Un sistema con muchos defectos, pero que en general ha sido útil.

Inicialmente, los informes que los investigadores presentan para su evaluación consistían en un currículum y papeles probatorios entregados en forma física, que son evaluados por comisiones dictaminadoras especializadas. Con el advenimiento de la era digital, se optó por instalar un sistema digital de captura del currículum, alojado en el sitio web del Conacyt, y que pese a tener múltiples deficiencias, se fue puliendo y ajustando para funcionar más o menos adecuadamente.

Pero recientemente el SNI decidió cambiar de plataforma, instalando una que está pésimamente diseñada: se basa en catálogos detallados para que los investigadores vayan eligiendo, de un número interminable de menús precargados, cada una de las opciones para cada publicación o actividad que desean reportar en su currículum.

(Imagen satírica)
¿El resultado? Horas y horas perdidas para los investigadores científicos de todo el país, así como ineficiencia, frustración y enojo. Para empezar, el sistema no importa correctamente la información previamente capturada durante años, y mucha se ha perdido (se habla de un 70%). Además, los campos son inflexibles y confusos, y muchas veces no abarcan opciones necesarias para que los investigadores reporten sus actividades (este problema es especialmente severo para quienes trabajan en ciencias sociales).

Los investigadores de todo el país están protestando por un sistema que, lejos de reducir problemas o aumentar la eficiencia, parece diseñado para reducir los costos y carga de trabajo del Conacyt. Al mismo tiempo, el nuevo sistema reduce las opciones de actividades consideradas “válidas” por el SNI, lo cual muchos investigadores califican de injusto y excluyente.

Además de la petición por internet, un grupo de 214 investigadores científicos del SNI (incluyendo a tres eméritos y 70 de nivel III), encabezados por los doctores Luis Mochán y Karen Volke, de la UNAM, envió una carta al director del Conacyt donde exponían los problemas y ofrecían posibles soluciones. En ella dejan claro que el sistema no sólo está mal concebido, al estar basado en catálogos cerrados que siempre serán insuficientes, sino que se implementó sin estar debidamente probado y sin garantizar la portabilidad de los datos previamente capturados, lo que ocasionó su injustificable pérdida. Los investigadores no sólo se quejan: en su carta también proponen. “Si necesitan capturar información para hacer estadísticas [el motivo probable detrás del cambio de sistema], podrían contratar capturistas o reclutar estudiantes para hacer un útil servicio social, lo cual sería más económico. Podrían también emplear programas computacionales de modesta inteligencia artificial para analizar los textos [informes razonables entregados por los investigadores] y extraer la información relevante de manera automatizada”. Incluso ofrecen su ayuda: “para ello podrían apoyarse en los expertos relevantes de nuestra comunidad académica”.

Se abrió también una lista de discusión en internet para exponer los numerosos problemas específicos y posibles soluciones. Pero la respuesta ha sido decepcionante: el director adjunto encargado del SNI respondió con una carta que no sólo defiende un sistema computacional mal concebido y peor implementado, sino que resulta levemente amenazadora. En un encuentro con miembros de la comunidad académica, el resultado fue similar.

Podría parecer irrelevante, pero es sintomático: forzar, por ineficiencia e ineptitud, a los científicos mexicanos a gastar tiempo valioso realizando labores burocráticas excesivas es sintomático de un país que no aprecia el valor de la ciencia y la tecnología, factores que distinguen a los países prósperos y avanzados de los subdesarrollados.

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domingo, 18 de marzo de 2018

La fama de Hawking

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de marzo de 2018

Quizá la mayor sorpresa que ha dejado la muerte del cosmólogo inglés Stephen Hawking el pasado 14 de marzo (la noche del martes 13, para quienes vivimos en América), es constatar el tamaño descomunal de su fama.

Sabíamos que era, sin la menor duda, el científico más famoso del mundo. Pero, a pesar de ello, era sólo un científico: dudo que mucha gente hubiera podido prever que su muerte haría que se pararan las prensas, que se saturaran las redes sociales, que las redacciones de todos los periódicos y noticiarios se dedicaran desesperadamente a buscar opiniones autorizadas sobre su vida y obra, que las primeras planas de todos los diarios le dedicaran al menos un espacio.

Normalmente, ese tamaño de reacción se reserva para cuando muere una princesa o una estrella del espectáculo, o para cuando el presidente de los Estados Unidos es víctima de un atentado. Que un físico dedicado a un área tan compleja y matemáticamente abstrusa como el origen y evolución del universo, la estructura y comportamiento de los hoyos negros, la relación entre relatividad y mecánica cuántica y demás temas que sólo se pueden comprender a fondo si se tiene una avanzada preparación matemática, resulta cuando menos inesperado.

¿Cómo es que Hawking se convirtió no sólo en un personaje mundialmente famoso y apreciado, sino en un ícono de la cultura pop? La respuesta, creo yo, como muchos otros, reside, además de su prestigio académico, básicamente en dos factores: su lucha constante, durante más de 50 años, contra la enfermedad que lo aquejaba, que le robó el habla y la capacidad de moverse, y el amplio y continuo trabajo de divulgación científica que llevó a cabo durante décadas. Básicamente a través de libros que se volvieron en muchos casos best-sellers, pero también mediante conferencias, entrevistas y participación en programas de radio y TV.

Comenzando con el inmensamente exitoso Breve historia del tiempo (con el subtítulo “del big bang a los agujeros negros”), publicado en 1988, Hawking continuó escribiendo regularmente libros para el gran público. Entre sus títulos más populares están El universo en una cáscara de nuez, Agujeros negros y pequeños universos y Brevísima historia del tiempo. También escribió, junto con su hija Lucy, cinco libros para niños, y realizó compilaciones comentadas de los grandes artículos de la física y las matemáticas, como A hombros de gigantes, los grandes textos de la física y la astronomía y Dios creó los números: los descubrimientos matemáticos que cambiaron la historia.

A pesar de sus grandes ventas –Hawking comenzó a escribir divulgación para subsanar sus apuros económicos, cosa que logró ampliamente–, sus libros tenían fama de ser difíciles de entender para el lector común, y muchos los comenzaban a leer, pero no los terminaban. Aún así, despertaron la curiosidad y el asombro ante la imagen del universo que nos revela la física moderna.

En el obituario que publicó en el diario inglés The Guardian, el matemático y físico Roger Penrose, colega e importante colaborador de Hawking, comenta que, además de la precisión, concisión y buena prosa de Hawking –producto en buena parte de sus limitaciones, que lo obligaban a pensar muy bien cada palabra–, “es difícil negar que su condición física misma debe haber llamado la atención del público”.

Transformado en superestrella, Hawking fue admirado por muchos –a veces exageradamente– y odiado por otros. Hay que lo consideraba el mejor científico del mundo o de la historia. Otros parecían pensar que era el ser humano más inteligente en existencia, y creían que cualquier opinión emitiera sobre cualquier tema era incontrovertible. Ni lo uno ni lo otro; ser el físico más famoso no quiere decir que fuera el mejor. De hecho, el concepto de “el mejor” carece de significado cuando se habla de científicos, intelectuales o artistas, porque ninguna de estas actividades es una competencia (como sí lo pueden ser los deportes o los concursos de belleza).

Hawking no fue un físico revolucionario, como sí lo fueron Galileo (que fundó las bases matemáticas de la física moderna, la astronomía y del método científico), Newton (que llevó a la física clásica a su perfección y reveló las leyes precisas que gobiernan el movimiento de los cuerpos) o Einstein (que cambió por completo la comprensión que teníamos del espacio, el tiempo y la gravedad). Hawking fue un físico destacado, pero hay muchos igual de importantes que él, aunque no tan famosos. Carlos Tello Díaz cita, en Milenio Diario del pasado 15 de marzo, una frase de su autobiografía Breve historia de mi vida, donde él mismo se ubica en su justo sitio: “Para mis colegas soy sólo otro físico, pero para un público más amplio me convertí posiblemente en el científico más conocido del mundo”.

¿Fue inmerecida la fama de Hawking? De ninguna manera. Porque la logró con base no sólo en su inteligencia y logros científicos, sino con un trabajo sostenido que pocas personas son capaces de realizar; mucho menos si padecen una enfermedad como la suya. Pero además porque sirvió para hacer que muchas personas pudieran acercarse a la ciencia, sus complejidades y su fascinación. Ayudó a difundir el conocimiento científico, a fomentar el pensamiento crítico y despertó numerosas vocaciones. Stephen Hawking fue sin duda un gran divulgador científico, además de un destacado investigador. Parafraseando lo que expresó mi buen amigo y colega el físico Sergio de Régules, el que no fuera el mejor físico del mundo no quiere decir que no fuera un gran físico.

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