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domingo, 21 de enero de 2018

La apasionante historia del índigo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de enero de 2018

La historia de la humanidad, desde los inicios de la civilización –es decir, cuando comenzamos a tener tiempo para algo más que buscar alimentos para sobrevivir, y pudimos comenzar a ocuparnos de cosas superfluas– ha estado ligada a la moda.

Y una de las manifestaciones más tempranas de este afán por portar una vestimenta atractiva, distinta, especial, fue la búsqueda de colorantes que tiñeran las aburridas telas de lana, algodón, lino y seda que se han usado desde siempre con colores variados y llamativos.

Hace unas semanas hablamos aquí de la grana cochinilla, el colorante rojo intenso extraído del insecto Dactylopius coccus, parásito del nopal, y la influencia que ha tenido en la historia de la moda, el arte y la industria.

Pues bien: el azul es otro color con gran historia. Para obtener un buen tinte azul intenso no basta con tomar cualquier flor de ese color y molerla: son raros los buenos colorantes azules. Y uno de los de mayor calidad por su color, propiedades químicas (adherirse bien a las telas, no descomponerse con la luz, no ser tóxico) es el tinte históricamente conocido como añil o índigo, que puede obtenerse de distintas plantas, pero especialmente del arbusto tropical Indigofera tinctoria, que da unas flores violetas.
Molécula del colorante índigo

Curiosamente, el colorante no se extrae de ellas, sino de las hojas, que tampoco son azules, porque no contienen el colorante índigo (una molécula derivada del aminoácido triptófano llamada indigotina, que absorbe la parte anaranjada del espectro de luz blanca y refleja así luz azul), sino su precursor, la sustancia llamada indoxil. Si se tritura una hoja de la planta, el indoxil se oxida con el oxígeno del aire y se transforma en el colorante índigo.

El añil se ha usado para teñir telas desde hace milenios: la evidencia más antigua de su uso se remonta a hace 6 mil años en Huaca Prieta, Perú, pero fue usado en Mesopotamia, el antiguo Egipto, Mesoamérica y África, además de la India, Japón y el sureste de Asia. La planta fue originalmente domesticada en la India, región que fue durante siglos la principal proveedora del tinte (de ahí su nombre, que significa “de la India”). Usar ropas teñidas con el llamado “oro azul” fue visto como signo de elegancia y riqueza en las antiguas Grecia y Roma, así como en Japón, la propia India y Europa. También, por supuesto, fue muy utilizado por los pintores. Marco Polo, en el siglo XIII, fue el primer europeo en describir cómo se preparaba el colorante en la India.

En Europa, curiosamente, se solía usar un añil extraído de otra planta (Isatis tinctoria), que lo produce en mucha menor cantidad (y es, por tanto, muy caro). Cuando el navegante portugués Vasco da Gama, en 1498, descubrió una ruta marítima directa a la India que daba la vuelta por África (la ruta tradicional pasaba por el Mar Mediterráneo y luego tenía que continuar por tierra, cruzando los peligrosos territorios del Imperio Otomano y del Norte de África), el negocio de la producción de añil europeo entró en crisis, pues el índigo importado era mucho más barato, al grado de que en Inglaterra y Alemania se llegó a prohibir su uso, argumentando que “era venenoso”.

Posteriormente, el índigo se comenzó a cultivar y producir en las colonias de América, hasta que en 1897 la empresa alemana BASF desarrolló un método de síntesis química, que abarató enormemente su costo. En tiempos más recientes su mayor auge ha sido para teñir los famosísimos pantalones de mezclilla (blue jeans), que han sido un estándar de la moda casual desde hace más de un siglo. Aunque cada pantalón requiere sólo unos cuantos gramos de pigmento (que se deposita en forma de minúsculos cristales sobre las fibras de la tela, donde queda fijo) la demanda es tal que hoy la inmensa mayoría se tiñe con índigo sintético. (Otras curiosidades: un derivado sulfonado del índigo, llamado “carmín de índigo”, que es soluble en agua, se usa extensamente como colorante en alimentos. Y algunas personas que nacen con un defecto en la absorción del triptófano en el intestino pueden presentar el llamado “síndrome del pañal azul”, pues el aminoácido es transformado en indoxil y absorbido por el cuerpo, para ser expulsado en la orina donde, al contacto con el aire, se oxida y transforma en índigo.)

La fabricación industrial de índigo requiere del uso de muchos compuestos contaminantes, como formaldehído, cianuro e hidrosulfito de sodio. Por ello, un grupo de investigadores encabezado por John Dueber, de la Universidad de California en Berkeley, buscó un método menos dañino para el ambiente. Se inspiraron en otra planta que produce el pigmento, el índigo chino (Polygonum tinctorium): extrajeron de ella los genes que controlan la producción del índigo y los introdujeron en la bacteria Escherichia coli, fácil de cultivar industrialmente.

Su método, publicado en la revista Nature chemical biology el pasado 8 de enero, consiste en teñir la tela con el pigmento y las enzimas producidas por las bacterias. Aunque no es aún eficiente a escala comercial, y presenta algunos problemas como un tono menos intenso, sirve como prueba de concepto para demostrar que, usando la ingeniería genética, se pueden revolucionar procesos industriales contaminantes para dañar menos el ambiente, y poder seguir disfrutando nuestros blue jeans sin sentimiento de culpa. La historia del índigo en el reino de la moda sigue adelante.

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lunes, 25 de diciembre de 2017

Grana cochinilla

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de diciembre  de 2017

Grana, guinda, carmín, púrpura, carmesí… los nombres del color que nuestros ojos y cerebros interpretan como “rojo” son muy variados. Y la historia del color rojo, como la de otros colorantes, además de ser fascinante, ha estado desde siempre ligada a la de la química.

Los colorantes o pigmentos son sustancias que, gracias a las características de su estructura química, absorben ciertas longitudes de onda de la luz blanca del sol y reflejan otras (a su vez, esto es debido a la configuración de los electrones en los enlaces químicos que unen los átomos para formar dichas moléculas, electrones que pueden absorber fotones de luz de ciertas frecuencias, pero no los de otras). Así, una sustancia roja no emite luz roja, sino que absorbe todos los demás colores presentes en la luz blanca y refleja sólo la parte roja del espectro de luz visible.

Los colorantes han sido útiles, a lo largo de la historia, para impartir color a las creaciones humanas. Y pocas creaciones humanas dependen tanto del color como la ropa. Por eso ciertos colorantes, como el famoso púrpura de Tiro, que se extrae sólo de ciertas especies de caracol, y cuyo costo era estratosférico, se convirtieron en símbolos de riqueza, e incluso de la realeza.

Algo similar ocurrió con el colorante rojo llamado “grana cochinilla”, producido por el insecto conocido como cochinilla de la grana (Dactylopius coccus), originario de América y que infesta preferentemente las pencas de los nopales (Opuntia). Los pueblos originarios de México ya cultivaban y cosechaban la cochinilla para extraer el colorante. Cuando los conquistadores españoles descubrieron el valor de este “oro rojo”, que alcanzaba precios estratosféricos, comenzaron a comercializarlo en Europa, donde los tintoreros, que eran quienes teñían las telas usadas por la nobleza, se volvieron locos por él debido a su elegancia y calidad (pues aunque había otros colorantes rojos, como los obtenidos de frutos y bayas, pocos podían competir con la intensidad y permanencia de la grana). Pronto las telas rojas teñidas con grana cochinilla se volvieron sinónimo de riqueza y alcurnia.

Y, como se explica en la magnífica exposición “Rojo mexicano”, que se presenta en el Palacio de Bellas Artes desde el pasado 10 de noviembre, de los tintoreros la fiebre por el tinte de grana pasó a los pintores, que la buscaron primero para reproducir lo más fielmente posible los ropajes de los personajes nobles y poderosos que retrataban, y después como un pigmento único que enriqueció su paleta.

La exposición, que es una delicia, va desde la química del colorante y la biología de la cochinilla (el insecto produce ácido carmínico, molécula útil para repeler a sus depredadores; pero la cochinilla misma no es roja, porque el colorante sólo se produce al mezclar el ácido carmínico con alumbre para producir su sal de aluminio, que es la que tiene un intenso color rojo), pasando por la historia de su cultivo, en tiempos prehispánicos y durante la Colonia (hay unos apuntes maravillosos del gran divulgador científico virreinal José Antonio Alzate sobre el cultivo de la cochinilla), a sus usos en la industria del vestido y la pintura en diversos periodos, y hasta sus aplicaciones actuales en la industria alimentaria.

Y con ese pretexto, se presentan obras valiosísimas de pintura y artesanía mundial, entre ellas la famosa recámara de Van Gogh y otros cuadros únicos de pintores famosos, con una museografía de primera. Y, por si fuera poco, se habla también de ciencia, pues la exposición misma es producto de un proyecto científico-artístico en que se usó la más moderna tecnología para confirmar de forma categórica cuáles de esos pintores usaron realmente la grana cochinilla en sus obras, a lo largo de la historia del arte (spoiler: Van Gogh sí la usó, pero no para lo que uno hubiera pensado).

En 1856, cuando Van Gogh tenía apenas 6 años, el químico inglés William Perkin produjo en su laboratorio el primer colorante sintético, la malveína, de color púrpura, que sustituyó al carísimo púrpura de Tiro. Pertenecía a la clase de las anilinas, que eran muy baratas de producir. Luego llegarían otras de colores variados, incluyendo el rojo, con lo que el uso de la grana entró en decadencia… aunque algunos pintores, como el propio Van Gogh, la seguían prefiriendo a los pigmentos sintéticos para lograr algunos efectos. Y en décadas recientes la industria alimentaria ha dejado de usar ciertos colorantes rojos sintéticos, de propiedades cancerígenas, para sustituirlos por el llamado “rojo natural 4”, que no es otro que la grana cochinilla, que vive así un renacimiento, reforzado por el aprecio de artesanos y artistas modernos.

No sé si la túnica original de San Nicolás de Bari, de quien deriva la figura de Santa Clos, fuera roja, pero si lo fue, seguramente no estaba teñida con grana cochinilla, porque vivió alrededor del año 300, más de mil años antes del descubrimiento de América. Pero sí pudo estar teñida con algún colorante similar, pues, tal como se muestra en la exposición, hay regiones como Armenia o Polonia donde otras especies de insectos cercanas a la cochinilla de la grana se han usado para obtener colorantes similares, aunque en mucha menor escala.

Lo que sí sé es que, si anda usted en la Ciudad de México en estos días, y tiene un rato libre, puede aprovecharlo para visitar esta maravillosa y muy disfrutable exposición, que estará abierta hasta el 4 de febrero, de martes a domingo, de 10 a 18 horas (domingos entrada gratuita).

Este columnista le desea que haya pasado una muy feliz navidad.

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domingo, 29 de octubre de 2017

La Muerte

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de octubre  de 2017

La Muerte, esa señora tan Catrina y elegante que concibió Posada y popularizó Rivera, está siempre presente en la cultura de los mexicanos. Y sobre todo en estas fechas, a través de costumbres y ritos milenarios (altares, panes de muerto) o recientísimos (desfiles surgidos a raíz de una película de James Bond).

Pero su presencia se ha sentido mucho más luego de los sismos que nuestro país padeció en septiembre pasado. Y ha hecho renacer en muchos de nosotros inquietudes, insomnios y temores que normalmente logramos soslayar.

Dice Fernando Savater que un niño se convierte verdaderamente en un ser humano cuando, quizá en una noche de insomnio, y a causa quizá de la muerte de una mascota, o de la abuelita, se da cuenta súbitamente de que también él va a morir: de que es mortal. Es la conciencia de nuestra propia mortalidad la que nos hace humanos. Pero al mismo tiempo, dicen otros pensadores cuyos nombres ahora se me escapan, es nuestra capacidad de olvidarnos de ello, es decir, de evadir en la vida diaria la certeza de nuestra mortalidad, lo que nos permite seguir viviendo sin volvernos locos de angustia existencial. Los sismos vinieron a dar al traste con esta estrategia de cordura y supervivencia, y a recordarnos que somos mortales.

Cuando uno es científico tiende a buscar, si no consuelo –que para eso suelen ser mucho mejores la filosofía o la religión–, al menos una mejor comprensión de las cosas a través de lo que nos dice la ciencia (los científicos tenemos exacerbada esa natural tendencia humana a no sentirnos cómodos con algo que no entendemos).

¿Qué nos dice respecto a la muerte? En primer lugar la obviedad de que es parte del ciclo de la vida. Así como nacemos, todos morimos. Y probablemente eso está bien: basta pensar qué pasará si la ciencia médica logra su largamente acariciado objetivo de alargar la vida humana, quizá hasta volverla ilimitada. ¿Qué pasaría con una sociedad donde nadie muriera, donde los adultos no dejaran su lugar a los más jóvenes? ¿Qué cambios sociales y económicos traería eso? ¿Cómo afectaría al planeta?

Por su parte, la biología nos dice de dónde viene la muerte: es el precio que hemos pagado los seres multicelulares por tener cuerpos complejos, formados por miles de millones de células.

La muerte no existe como parte del ciclo de vida de los seres unicelulares, que para reproducirse sólo se dividen. Son, en este sentido, inmortales. La muerte parece haber surgido con la aparición de la multicelularidad. Durante el desarrollo y como parte indispensable del ciclo vital de un organismo, millones de células nacen y mueren continuamente. Y el organismo completo vive durante un periodo limitado, y luego fallece. Cuando se pierde la capacidad de morir, por ejemplo cuando un grupo de células de nuestro cuerpo se vuelve inmortal y comienza a dividirse sin control, da origen a un cáncer (que, paradójicamente, ocasiona la muerte del organismo entero).

Pero la ciencia también nos ayuda a adquirir un sentido de la perspectiva: los nerds podemos hallar cierto consuelo en que, terrorífica como parece, nuestra propia muerte significa bien poco cuando se piensa que todo muere, tarde o temprano. Las construcciones humanas duran, pero no para siempre. Los continentes cambian y se desdibujan, y lo que ahora son México y Centroamérica dejarán algún día de existir para sumergirse bajo el mar. Y el propio planeta Tierra dejará un día de existir cuando, dentro de unos cinco mil millones de años, el Sol agote su reserva de combustible y se convierta en una estrella gigante roja, calcinando nuestro mundo.

Yo espero que para entonces la humanidad haya colonizado otros planetas y sobreviva. Pero incluso eso se acabará, porque el universo no es eterno: quizá siga expendiéndose eternamente, y enfriándose hasta convertirse finalmente en un desierto muerto y congelado, donde nada cambie y nada se mueva, y sólo la Catrina ría, triunfante. Aunque otros modelos predicen que podría comenzar a contraerse, hasta destruir todo en una implosión cósmica –el Big Crunch– que sería el inverso del Big Bang (y quizá el inicio de uno nuevo). O podría expandirse aceleradamente hasta desgarrar literalmente la materia, los átomos y el tejido mismo del espaciotiempo: lo que los cosmólogos denominan el Big Rip. No sabemos aún cuál de estos escenarios es el más probable, pero todos hacen que nuestra Muerte individual parezca más bien insignificante.

No sé si después de leer esto usted se sienta reconfortado, o más deprimido. Pero le deseo un feliz Día de Muertos. Y mejor si es comiendo pan con chocolate.

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miércoles, 13 de abril de 2016

El pionero de la divulgación


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de abril de 2016

Pensaba escribir de otro tema, pero me llegó una triste noticia: ayer martes 12 de abril falleció el doctor Luis Estrada Martínez, una de las personas que más hicieron para desarrollar en México lo que hoy conocemos como divulgación científica.

No podría yo resumir aquí, y menos tan apresuradamente, la trayectoria de Luis, el Doctor Estrada, quien tuvo la amabilidad de permitirme llamarlo su amigo –aunque me considero más bien su discípulo, una especie de “nieto académico”, pues pertenezco a la generación de divulgadores que fuimos adiestrados por los miembros de la generación que él formó. Pero intentaré dar al menos un esbozo. Nació en la Ciudad de México en 1932, y en los años 50 estudió la carrera de física en la Facultad de Ciencias de la UNAM (que por entonces todavía ocupaba el Palacio de Minería, en el Centro). Luego hizo estudios de posgrado en física teórica en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (el famoso MIT).

Al regresar a México, a principios de los 60, comenzó a dar clases de física en la Facultad de Ciencias –labor que continuó durante cinco décadas– y comenzó a buscar formas de llevar la ciencia a públicos más amplios, actividad que por entonces se llevaba a cabo a través de ocasionales ciclos de conferencias y publicaciones. Estrada, junto con otros físicos universitarios, comenzó a formar un grupo dedicado de manera profesional a la divulgación científica. A partir de ese esfuerzo se creó en 1970, dentro de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, un Departamento de Ciencias, dedicado de lleno a difundir la cultura científica.

En 1968, fundó la revista Física, que más tarde cambiaría su nombre a Naturaleza, y que dirigió hasta conclusión en 1977. Aunque estaba dirigida a más al público universitario que al ciudadano común, fue una revista fundamental que abrió brecha en la divulgación científica mexicana, y un taller donde se formaron muchos de los mejores divulgadores científicos de nuestro país.

En 1977, con apoyo de la Secretaría de Educación Pública (SEP), Estrada fundó el Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia de la UNAM. En 1980 éste se convirtió en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia de la UNAM (CUCC), institución que sería pionera a nivel iberoamericano en el desarrollo –mediante la experimentación y el ensayo razonado, académico– de nuevas y mejores maneras de poner la ciencia al alcance del ciudadano. Estrada fue su director hasta 1989.

El CUCC desarrolló innumerables proyectos: publicaciones, exposiciones, cursos y talleres, ciclos de conferencias, programas de radio y otros. Pero quizá lo más importante es que fue un sitio donde se formó toda una generación de divulgadores que tomaron esta labor como una profesión de tiempo completo. Luis Estrada fue, en este sentido uno de los fundadores de la moderna profesión de comunicador de la ciencia en México. Como me comentara ayer el doctor Antonio Lazcano, de la Facultad de Ciencias de la UNAM, él mismo un entusiasta divulgador: “todos quienes nos dedicamos a la divulgación científica en México le debemos algo a Luis”.

En 1974 Estrada fue el primer mexicano en ganar el Premio Kalinga, otorgado por la UNESCO: el Nobel de la divulgación científica en el mundo (posteriormente lo han recibido otros tres mexicanos, dos de ellos merecidamente: los doctores Jorge Flores Valdés y Julieta Fierro, grandes divulgadores.) Estrada fue también, en 1986, uno de los fundadores de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (Somedicyt), otra de las instituciones que más han hecho para promover la divulgación científica en el país. De 1998 a 2007 fue presidente del Seminario de Cultura Mexicana.

Por desgracia, en 1997 el fallido rector Barnés tomó la pésima decisión de convertir al CUCC en Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC), a partir de una visión de la divulgación científica como una mera herramienta de comunicación y promoción institucional, y no como lo que en realidad es: una labor humanística de difusión de una parte vital de la cultura humana: la cultura científica. Esto ha limitado el desarrollo académico de la institución; muchos discípulos de Estrada seguimos convencidos de que, tarde o temprano, la DGDC tendrá que volver a convertirse en una dependencia académica, no meramente de servicio, como se la considera oficialmente (aunque internamente nunca haya dejado de realizar labores académicas como la enseñanza, la difusión de la cultura y, en cierta medida, la investigación).

Luis Estrada es ampliamente reconocido como uno de los pioneros y decano de la labor de divulgación científica en México y Latinoamérica, y como defensor de la visión profunda, académica y cultural de la también llamada “comunicación pública de la ciencia”. Fue además un ser humano excepcional: cultísimo, noble, creativo y generoso, que trabajó siempre para formar divulgadores profesionales y desarrollar proyectos que promovieran la cultura científica de los mexicanos.

Con su muerte, la comunidad de divulgadores pierde a uno de sus elementos más valiosos, y a un líder que desde la tranquilidad de su despacho –nunca desde el pedestal o la tribuna– fue siempre un mentor que ayudó a orientar el desarrollo de la divulgación científica en México.

Se le extrañará siempre como amigo, y nos hará siempre mucha falta su visión profunda e inteligente.


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miércoles, 20 de enero de 2016

El cuerpo equivocado

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de enero de 2016

Si no ha ido usted a ver esa joya cinematográfica que es La chica danesa (The danish girl), de Tom Hopper, ¿qué espera? Disfrutará no sólo de una cinta llena de belleza visual (cada paisaje y cada locación parecen un cuadro exquisito), sino de una historia conmovedora acerca de un tema que hoy es más actual que nunca. Y que, para colmo, está basada en una historia real (cosa que yo no sabía cuando la fui a ver).

Trata de la vida de Lili Elbe (1882-1931), la primera mujer transexual de que se tiene noticia (interpretada magistralmente por Eddie Redmayne, el actor inglés que año pasado ganar el Oscar por su encarnación del famoso Stephen Hawking). La película está basada en la novela del mismo título de David Ebershoff, que a su vez fue “inspirada” (en palabras del autor) en la vida de Elbe, a través de su libro autobiográfico Man into woman (“De hombre a mujer”) y su correspondencia.

La novela de Ebershoff es ficción, y no se apega demasiado rigurosamente a los hechos de la vida de Elbe. A su vez, la cinta de Hopper cambia muchos detalles de la novela. Aun así, es fascinante conocer la vida de quien fuera el pintor Einar Wegener, casado con la también pintora Gerda, y ser testigo del creciente conflicto que surge en él luego de posar usando ropa de mujer para su esposa. Esta experiencia libera en él impulsos suprimidos durante toda su vida, que lo llevan a pasar al uso de ropa femenina (travestismo) y al surgimiento de su verdadera personalidad femenina (identidad transgénero) y su necesidad de convertirse en mujer transexual mediante cirugía, con los consecuentes problemas y complicaciones.

Lili Elbe expresaba que ser mujer era su verdadera identidad; se sentía, como tantas personas transgénero, “atrapada en un cuerpo del sexo equivocado”. Pudo comenzar a corregir esto con ayuda del doctor Magnus Hirschfeld, el célebre pionero alemán de la sexología (quien llegó a ser llamado “el Einstein del sexo”, acuñó el término “homosexual” y fue uno de los primeros defensores de la diversidad sexual; es famosa su frase “la homosexualidad es parte del plan de la naturaleza, igual que el amor normal”). Inicialmente Hirschfeld operó a Lili para extirpar sus testículos (aunque esto no aparece en la cinta).

Posteriormente otro médico, Kurt Warnekros, le realizó tres operaciones más para remodelar sus genitales y construirle una vagina. En la tercera de estas cirugías, que eran altamente experimentales, se le implantó un útero, con la esperanza de que pudiera llegar a tener hijos. Desgraciadamente, Lili murió a los tres meses, debido al rechazo del tejido trasplantado.

La valiente Lili Elbe, junto con Hischfeld y Warnekros, puede ser considerada una pionera de la moderna cirugía de reasignación de sexo, que ayuda hoy a tantas personas transexuales a vivir una vida acorde con su sexo y género percibidos.

Aun así, sigue siendo necesario informar y educar a la población sobre el tema, pues resulta, además de inquietante y polémico, confuso. En la cinta, por ejemplo, un galán le pregunta a Lili si, después de sus operaciones, es una mujer “verdadera”. El problema con la transexualidad y las cirugías de cambio de sexo es que trascienden nuestras tradicionales –y limitadas– categorías de “hombre” y “mujer”. El galán de Lili es homosexual; le atraen los hombres, las personas de su mismo sexo. Cuando Einar se transforma en Lili, deja de sentirse atraído a ella. Lili, en cambio, no es homosexual, sino transgénero: siente que pertenece al sexo “opuesto” a su sexo biológico, y se considera una mujer heterosexual (o quizá bisexual, pues en la relación con su mujer Gerda, quien era su cómplice en su etapa de travestismo transgénero, antes de sus operaciones, parece haber habido un componente lésbico).

Hoy el respeto a los derechos humanos de los transexuales indica que debemos reconocer el género con el que se identifique una persona, no su sexo biológico. Un hombre que se siente mujer y se viste y actúa como tal es una mujer transgénero; si se ha operado, es una mujer transexual. En ambos casos, lo correcto es hablarle y referirse a ella en femenino. Lo inverso ocurre en el caso de una mujer que se identifica como hombre: se trata de un hombre transgénero o transexual.

Y queda pendiente la discusión y el reconocimiento amplio de los derechos de otras minorías sexuales como los bisexuales (que sienten atracción por ambos sexos), intersexuales (que tienen genitales ambiguos) y las personas queer (que no sienten la necesidad de identificarse con ningún género, y suelen adoptar un aspecto andrógino). Sin dejar de mencionar a los llamados asexuales, que no sienten atracción sexual.

Como se ve, es un tema enredado. Sin embargo, los avances sociales y en derechos humanos, junto con el mayor conocimiento científico sobre la biología y la psicología de la sexualidad, han ido permitiendo una verdadera revolución que está cambiando y haciendo mejores las vidas de todas las personas no heterosexuales en el mundo.

Así como la película Filadelfia fue, en su momento, un gran detonador para cambiar la percepción pública de los homosexuales en todo el mundo, quizá La chica danesa ayude a crear conciencia sobre los derechos de las personas transgénero. Enhorabuena. Ojalá gane varios Óscares.


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miércoles, 2 de julio de 2014

Discriminación y ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de julio  de 2014

Un dicho que detesto dice que “un pesimista es un optimista con experiencia”.

Una de las cosas que la gente pesimista disfruta es regodearse cuando el género humano demuestra sus múltiples fallas (vean lo que dijeron cuando perdió la Selección ante Holanda). Su frase favorita es “se los dije”.

Los pesimistas afirman que no se puede confiar en nadie, que la humanidad no tiene remedio, y que esperar que deje de ser injusta, violenta, inconsciente, ignorante y cruel es sólo una quimera.

Es cierto: la historia humana está llena de guerras, discriminación, injusticia y horrores. Y a muchos de ellos, por cierto, la ciencia ha contribuido al proporcionar a esos humanos crueles, violentos e irresponsables los medios para ejercer su violencia e irresponsabilidad de manera más eficaz: armas blancas, de fuego, tanques, granadas, minas, bombas atómicas y armas químicas; tecnología que desforesta y contamina, que daña la capa superior de ozono, que ayuda a depredar extinguiendo especies…

Y sin embargo, ambas percepciones pesimistas, la de que la humanidad es una ruina que no tiene remedio y la de que la ciencia sólo ha contribuido a empeorar las cosas, son falsas. Al menos, parcialmente.

Porque es indudable que la humanidad, a lo largo de la historia, ha mejorado. ¿Evidencia? El hecho de que ya no sea tolerable, en prácticamente ninguna nación, al menos en principio, que un ser humano sea propiedad de otro. La esclavitud es hoy ilegal y repudiada en todo el mundo.

Otros ejemplos: la lucha por eliminar la discriminación contra negros, indígenas y mujeres. Poblaciones –no necesariamente minorías: en el último caso constituyen el 50% de la población– que tradicionalmente eran marginadas y maltratadas gozan hoy, en gran medida, de derechos prácticamente iguales a los de todos los demás seres humanos… o están en vías de lograrlo. Lo que ya nadie discute, excepto unos cuantos obcecados, es que eso es lo justo; lo deseable.

En cuanto a la ciencia: no sólo nos ha dado, además de las armas de destrucción, herramientas que han mejorado nuestras vidas y las han hecho más sanas, extensas y productivas (antibióticos, vacunas, transportes, comunicaciones, técnicas agrícolas, computadoras…), sino que ha sido una de las principales proveedoras de argumentos para combatir la discriminación.

En efecto: poco a poco, en su avance imparable, la ciencia ha ido desterrando creencias –a veces míticas o religiosas, a veces fundadas en una ciencia todavía inmadura– como la de que hay seres humanos naturalmente más valiosos que otros (reyes, esclavos); que existen “razas” humanas y que algunas son intrínsecamente superiores a otras; que las mujeres tienen menos capacidad racional o son menos aptas para realizar cualquier tarea… Todos estos mitos han sido lentamente desbancados, con evidencia sólida, por la ciencia.

No, no estoy de acuerdo con quien piensa que la humanidad no tiene remedio. Lo tiene, y la ciencia es una de las herramientas gracias a las que, poco a poco, ha ido mejorando.

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miércoles, 27 de marzo de 2013

¿Homeopatía legitimada?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de marzo de 2013

Nunca acaba la lucha contra las seudociencias. Sobre todo las médicas, que pueden causar daño directa y activamente, al prescribir tratamientos perjudiciales, o indirectamente, al recomendar tratamientos inútiles que retrasan o suplantan a los probadamente efectivos.

La homeopatía es –junto con la acupuntura– una de las seudociencias médicas más extendidas en el mundo. Fue inventada en 1796 por el médico alemán Samuel Hahnemann (1755-1843), a partir de sus observaciones de que la quinina, sustancia que sirve para tratar la malaria, tiene por sí misma el efecto de causar fiebre. Derivó de esa y otras observaciones uno de los dos principios centrales de la homeopatía:
similia similibus curantur, “lo semejante cura lo semejante” (tramposamente, los homeópatas afirman que la medicina basada en evidencia, o científica –a la que aplican el mote de “alopática”–, se basa en el principio opuesto, “lo contrario cura lo contrario”, como si la ciencia médica pudiera reducirse a una regla simplona).

El otro principio es todavía más extraño, y contrario a todo conocimiento químico: afirma que la sustancia terapéutica debe ser diluida infinitesimalmente para “dinamizarla”, mediante una vigorosa agitación denominada “sucusión”. En algunos casos a tal grado que, estadísticamente, la probabilidad de que alguna molécula de la sustancia persista en la solución es virtualmente cero.

Más allá de sus fundamentos evidentemente absurdos, la homeopatía ha demostrado, repetidamente y en cuidadosos estudios clínicos realizados en muchos países a lo largo de décadas, en variadas condiciones, ser básicamente inútil. Su efecto es indistinguible del de un placebo: una sustancia inocua. En otras palabras, los pocos efectos curativos que se observan al aplicarla son debidos a factores casuales diversos, pero no al tratamiento homeopático. Lo cual no impide, por supuesto, que abunden los testimonios anecdóticos de personas convencidas de que “sí les funcionó”.

Aun así, esta seudomedicina ha tenido gran aceptación mundial durante casi dos siglos. En México se fundó en 1895, durante el gobierno de Porfirio Díaz, la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía, que hoy depende del Instituto Politécnico Nacional (IPN), y en 1896 el Hospital Nacional Homeopático, hoy adscrito a la Secretaría de Salud. Ambos son reliquias históricas de una época en que la diferencia entre medicina científica y charlatanería no estaba claramente establecida.

Pues bien: el pasado 19 de marzo la Cámara de Diputados aprobó una reforma al artículo 28 bis de la Ley Federal de Salud, propuesta por la diputada Nelly del Carmen Vargas Pérez, del partido Movimiento Ciudadano, en la que se autoriza a los médicos homeópatas a emitir recetas médicas, y se reconoce, expresamente, la existencia de la medicina “alopática” y la homeopática.

Entre los argumentos expresados se mencionan “los intereses económicos que están detrás de la medicina alópata”, y otros viejos lugares comunes. Pero lo realmente grave es el grado de desconocimiento de los legisladores, que votaron abrumadoramente –423 a favor y 4 en contra– por legitimar una seudociencia médica. Directamente opuesta a los esfuerzos de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (COFEPRIS) por combatir los “remedios milagro”, esta reforma, lejos de ayudar a mejorar el sistema de salud, abrirá la puerta a que otras “medicinas alternativas” carentes de sustento científico sigan poniendo en peligro la salud de los mexicanos.

Una vergüenza.
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