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domingo, 11 de marzo de 2018

Estafas y control de calidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de marzo de 2018

Diana Quiroz
Acompáñeme a ver esta triste historia que, por desgracia, se repite regularmente en nuestro país.

Primer acto: lo bueno. Varios medios noticiosos comienzan a circular una nota que a primera vista parece positiva y esperanzadora: una especie de “niña genio” mexicana, Diana Quiroz Casillas, estudiante de 22 años de la carrera de ingeniería mecatrónica en el Instituto Tecnológico de La Laguna (ITL), en Torreón, Coahuila, ha sido seleccionada, entre un grupo de competidores, para “asistir al premio Nobel”.

Varios medios, ya desde ahí distorsionaron, voluntariamente o no, la noticia, con titulares ambiguos como que Diana “se ilusiona con el premio Nobel” o que es la “única mexicana invitada a los premios Nobel”. Hubo quien pensó que habría ganado un premio Nobel. En realidad se trata sólo de asistir al Stockholm International Youth Science Seminar, un evento donde jóvenes de todo el mundo tienen la oportunidad de conocer y dialogar con ganadores del famoso premio.

¿Cómo lo logró? Porque ganó, junto con su hermana Raquel, el primer lugar en la Expo Ciencias Nacional, evento organizado por la Red Nacional de Actividades Juveniles en Ciencia y Tecnología, que efectúa regularmente ferias científicas en las que estudiantes de ciencias de distintos niveles pueden presentar proyectos escolares de investigación. Los premios consisten principalmente en la oportunidad de viajar y competir con sus proyectos en otros eventos nacionales e internacionales, a través de redes como MILSET (Movimiento Internacional para el Recreo en Ciencia y Tecnología). El proyecto ganador de Diana se titula “Aplicaciones regenerativas del grafeno”, y fue realizado en el Instituto Tecnológico de la Laguna y el Centro de Innovación de Futuras Tecnologías.

Segundo acto: lo feo. Si bien el ITL es una institución seria que forma parte del sistema de tecnológicos de la SEP, el Centro de Innovación de Futuras Tecnologías es una entidad privada que se ostenta como “centro de investigación”, pero que en realidad, junto con la empresa Alquimex, vende productos basados en grafeno, con diversos usos tecnológicos e industriales. Ambas son propiedad de la madre de Diana, la ingeniera química Sandra Salomé Casillas Bolaños, investigadora del propio ITL. Quien, nada casualmente, es también la organizadora de la Expo Ciencias Coahuila. El conflicto de interés es evidente.


Tercer acto: lo malo. Aun así, pocos medios se tomaron la molestia de investigar; la mayoría se limitó a, con buena fe y poco profesionalismo, dar por buena la nota y difundirla. Lo grave es que no hicieron su tarea verificando el sustento científico de las afirmaciones de la joven sobre las propiedades de los productos que vende su empresa familiar, gracias a los que ganó el concurso. En diversos reportajes y entrevistas difundidas por medios como Sinembargo, Vanguardia, Radio Fórmula y muchos otros (incluso el propio Milenio, donde además de una nota, el columnista Luis Apperti, especializado en temas de industria, cantó sus alabanzas), además de las redes sociales (fue muy difundida una entrevista hecha por el periodista Ángel Carrillo en el programa Telediario, de la empresa Multimedios Laguna, luego subida a YouTube), simplemente se anuncia con bombo y platillo que los productos de Alquimex son una especie de panacea.

El problema es que en todas las entrevistas –y en charlas que ella y su madre dan para promover su línea de productos de grafeno “Moonlight”, elaboradas por su empresa Alquimex– Diana hace afirmaciones simplemente falsas, como que el grafeno “puede regenerar órganos del cuerpo humano”, y que por tanto, administrado en forma de gel, puede llegar al órgano afectado y curar enfermedades como cáncer, diabetes, daño renal o hepático, heridas, quemaduras y ¡hasta ojeras!

El grafeno es una forma del carbono, químicamente idéntica al grafito de los lápices, pero que se presenta en forma de láminas ultradelgadas de un átomo de grosor formadas por celdas hexagonales de átomos de carbono. Sus aplicaciones nanotecnológicas están siendo exploradas, y son múltiples y muy prometedoras. Incluso, es cierto, se está explorando su papel en la posible regeneración experimental de tejidos a nivel laboratorio. Pero se trata de ciencia básica. Todavía nada que pueda tener ni remotamente una aplicación clínica, y quizá nunca la tenga. Pensar que simplemente administrar grafeno en forma de nanopartículas curará un hígado enfermo, como si se tratara de nanorrobots que restauran las células dañadas, es ciencia ficción… de la mala. (Y de hecho, si en realidad los productos de Alquimex contienen nanopartículas, éstas podrían tener propiedades tóxicas.)

El que la empresa de la madre de Diana esté comercializando estos productos, amparada en la denominación de “suplementos” (lo que los exenta de pasar por la supervisión de las autoridades de salud), pero al mismo tiempo proclamando a los cuatro vientos que pueden curar enfermedades graves o incurables (en un video que circula llegan a afirmar que después de cierto tiempo los pacientes pueden abandonar su tratamiento para la diabetes) las convierte en unas peligrosas estafadoras que venden productos milagro. La Cofepris (Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios), sin duda, debería intervenir. Me dicen que no puede hacerlo si no hay una denuncia previa, a pesar de que ya circulan en internet, además de memes sobre “Lady Grafeno” que ridiculizan las insostenibles afirmaciones de Diana, peticiones para que la Cofepris intervenga, promovidas por investigadores mexicanos en el área de la nanotecnología.

La otra lección es que muchas de nuestras instituciones –el Tecnológico de la Laguna, la Red que organiza las Expo Ciencias, el Conacyt, la Cofepris– deberían esforzarse por ejercer una mucho mayor vigilancia y control de calidad para impedir que proyectos evidentemente fraudulentos y carentes de todo sustento científico sean aprobados y premiados, e incluso comercializados. Es una lástima que una iniciativa valiosa como Expo Ciencias se vea manchada por un escándalo así.

En cuanto a nuestros medios de comunicación, es vergonzoso que, a estas alturas, todavía no reconozcan que la fuente de ciencia y tecnología no puede ser manejada por periodistas y reporteros que carezcan de la mínima formación profesional en periodismo de ciencia. Todo contenido de ciencia y tecnología debería ser revisado, idealmente, por alguien con la capacidad de verificar su rigor. Y cualquier noticia que suene demasiado buena o rara para ser cierta debería ser verificada cuidadosamente antes de ser publicada. (Hay que mencionar que en Facebook han comenzado a circular notas aclarando las cosas, y la periodista Orquídea Fong publicó en Etcétera un excelente reportaje denunciando el caso, y aclarando mucha de la desinformación difundida por otros medios.)

Sólo profesionalizando el periodismo científico –labor que ya están llevando a cabo instituciones como la UNAM y otras universidades, la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, la Red Mexicana de Periodismo de Ciencia y otras– podremos evitar que vuelvan a ocurrir casos como éste, que desinforman, lastiman la reputación de las instituciones, fomentan la charlatanería seudocientífica y, para colmo, ponen en peligro la salud de pacientes que, confiando en la información que reciben, son estafados por vendedores de productos milagro.

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domingo, 28 de enero de 2018

Otra vez, clonación…

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de enero de 2018

Zhong Zhong y Hua Hua,
gemelos idénticos obtenidos por clonación
En el mundo de las noticias científicas, hay ciertos temas que retornan una y otra vez, cíclicamente, como si el tiempo se repitiera o la memoria los olvidara.

Uno de ellos es la típica nota que anuncia, con bombo y platillo, que el café/el vino/el azúcar/las grasas o cualquier otro producto de consumo cotidiano causa (o cura) el cáncer (o cualquier otra enfermedad). Otro ejemplo común es el anuncio de una vacuna “que acabará” con el VIH, el propio cáncer o la malaria.

¿Cuál es el problema? Que a la semana siguiente quedan olvidadas y seguimos esperando la cura del cáncer o que se prohíba el consumo de ese peligroso café o vino. No es que se trate de fake news (aunque a veces sí…), sino más bien de que son noticias parciales, sacadas de contexto, y que, para tratar de hacerlas atractivas al gran público, se presentan de manera exagerada. Pero además, se trata de notas seleccionadas un tanto tramposamente de un océano de investigaciones similares, contradictorias y confusas. Hay miles de científicos investigando esos temas, y constantemente publican resultados puntuales y parciales que registran los pequeños avances que se van logrando para entender temas tan complejos como esos. Al seleccionar uno de esos resultados y presentarlo en los medios como un gran avance, se termina por difundir información esencialmente engañosa… o al menos irrelevante. Ya nos enteraremos, sin ninguna duda, cuando realmente se descubra la cura del cáncer, o si tomar café lo provoca.

La semana pasada ocurrió algo similar con otro de esos temas recurrentes. En esta ocasión fue la noticia de la clonación de dos macacos en China, utilizando la misma técnica –el transplante o transferencia de núcleo celular– que se utilizó en el ya lejano julio de 1996 para producir a la famosa oveja Dolly, el primer mamífero clonado (a partir del núcleo de una célula de glándula mamaria, hecho que dio origen a la broma de su nombre, que alude a las generosas proporciones de la conocida cantante de country Dollly Parton).

Se trata de Zhong Zhong y Hua Hua, dos encantadoras crías de macaco de cola larga (Macaca fascicularis, también conocido como macaco cangrejero), obtenidas a partir de células embrionarias por un equipo encabezado por Qiang Sun, de la Academia China de Ciencias, en Shanghái, según se informa en un artículo científico publicado el 24 de enero en la revista Cell.

Los investigadores tomaron células de un feto abortado de mono, extrajeron el núcleo y lo introdujeron en óvulos de la misma especie, a los que previamente les habían extraído su propio núcleo. Obtuvieron así 21 óvulos, que lograron producir embarazos en seis monitas, de los que finalmente dos terminaron en partos exitosos (también se intentó con células de mono adulto, pero de los 42 intentos y 22 embarazos logrados, sólo se obtuvieron dos crías, que murieron poco después de nacer; al parecer, en primates como estos macacos, la clonación es más difícil de lograr usando células adultas que embrionarias).

La clonación era un fenómeno bien conocido en animales como anfibios y reptiles (y normal, como método de reproducción, en muchísimas especies de plantas, bacterias y protozoarios). Luego de Dolly, se había logrado clonar a 23 distintas especies de mamíferos como cerdos, vacas, gatos, ratas, caballos, perros, lobos, búfalos, camellos y cabras.

¿Qué tiene de especial, entonces, el nacimiento por clonación de Zhong Zhong y Hua Hua? Que es la primera vez que se logra con un animal que pertenece al mismo orden que la especie humana, los primates (en 1999 se había logrado producir a Tetra, un clon de otra especie de primate, el mono rhesus, Maccaca mulatta, pero no se hizo mediante la técnica de transferencia de núcleo, sino por un método mucho más simple: separar las células de un embrión en sus primeras etapas de desarrollo, como ocurre naturalmente cuando nacen gemelos idénticos).

La importancia de este avance es, en primer lugar, que se están estudiando y comprendiendo mejor los factores que intervienen para lograr una clonación exitosa (los investigadores tuvieron que utilizar ciertas enzimas que modifican epigenéticamente el ADN de los núcleos trasplantados para lograr que éstos comenzaran a dividirse como lo hacen en un óvulo fecundado). En segundo, que la clonación de macacos y otros primates servirá para producir camadas de especímenes de laboratorio genéticamente idénticos que son indispensables –a pesar de lo que creen muchos defensores a ultranza de los animales– en la investigación biomédica, que permite salvar miles de vidas humanas cada año (por ejemplo, al usarlos como modelos para estudiar y desarrollar tratamientos para distintas enfermedades humanas; al ser animales genéticamente idénticos, se podrían obtener resultados más claros usando menos ejemplares).

Zhong Zhong y Hua Hua
(¿o viceversa?)
Pero, por supuesto, en los medios la discusión principal ha tenido que ver con la posibilidad de clonar seres humanos, algo que en realidad sigue estando muy lejos de la realidad. Aun si se pudiera, ¿querríamos clonar seres humanos? ¿Serviría de algo? Sin caer en escenarios de ciencia ficción, la respuesta es que más bien no. Producir humanos por clonación sería extremadamente caro comparado por el método tradicional (y mucho menos divertido), ocasionaría problemas éticos y legales complicadísimos, y no tendría utilidad aparente (además, no se podría clonar a un humano adulto, pues el método sólo ha funcionado a partir de células embrionarias). Pero quizá, entendiendo bien el proceso, en un futuro no tan lejano podría lograrse, por ejemplo, clonar partes del cuerpo humano para producir órganos de repuesto para trasplantes.

Al final, no se trata de un avance revolucionario, sino sólo de otro pequeño paso en la comprensión y control del fenómeno de la clonación. Pero, al menos, sirve para volver a hablar del tema y para recordar que tenemos varios problemas éticos, sociales, culturales y legales que discutir antes de que la tecnología se nos adelante.

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domingo, 12 de noviembre de 2017

…Y los transgénicos no fueron un peligro

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de noviembre  de 2017

El pasado 18 de septiembre la Gaceta UNAM, órgano oficial de la Universidad Nacional Autónoma de México, presentó una portada impactante: una foto a plana completa de mazorcas de maíz, con un titular que anunciaba: “Invasión de maíz transgénico” (sólo le faltaron los signos de admiración para parecer un titular del extinto Alarma!). “Secuencias de ese grano, en 82% de alimentos derivados” ampliaba un “balazo” más abajo.

Adentro, en la página 8, el artículo correspondiente, en la sección “Voces académicas”, llevaba como encabezado otro dato alarmante: “90.4% de tortillas en México contiene maíz transgénico”. El texto informaba que una investigación de un equipo encabezado por la doctora Elena Álvarez-Buylla Roces, del Instituto de Ecología de la UNAM, y de su Centro de Ciencias de la Complejidad, había revelado que en distintos productos de maíz que se consumen en México hay presencia de grano transgénico.

El estudio consistió en tomar muestras de productos de maíz –tortillas, cereales, tostadas y harinas– en supermercados y tortillerías, los cuales se sometieron a análisis genéticos para detectar secuencias de ADN transgénico. Para comparar, se analizaron también tortillas elaboradas artesanalmente por campesinos con maíz nativo. Aunque en ambos casos se hallaron secuencias transgénicas, éstas fueron mucho más abundantes en los productos comerciales: 82%. En tortillas el porcentaje de presencia de transgénicos era todavía mayor: 94%.

Para mayor inquietud, el estudio también detectó presencia del herbicida glifosato en varios de los productos analizados (30% de aquellos que presentaban las secuencias transgénicas que proporcionan resistencia a este compuesto). En 2015, el glifosato fue clasificado como “probablemente carcinogénico [es decir, cancerígeno] para humanos” por el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés), dependiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Estos datos causaron, naturalmente, alarma. Un boletín con la misma información, emitido el mismo día por la Dirección General de Comunicación Social de la UNAM, fue reproducido inmediatamente por numerosos medios de comunicación (entre otros, Excélsior, SinEmbargo, La Jornada, Milenio Diario y hasta La Jornada en Maya).

¿Qué tan justificado está el temor? Analizado con más detenimiento, muy poco.

En primer lugar, el estudio original fue publicado en Agroecology and Sustainable Food Systems, publicación que muchos calificarían de poco relevante, debido a su bajo factor de impacto (una medida de su calidad y confiabilidad científica). Pero además, el estudio, el boletín y los artículos periodísticos dan por hecho un dato falso: que el consumo de maíz transgénico puede ser dañino para la salud.

De hecho, la investigación de Álvarez-Buylla y colaboradores indica exactamente lo contrario: el maíz transgénico está presente en prácticamente todos los productos de este grano que consumimos los mexicanos, probablemente desde hace años, y no ha habido evidencia de impactos negativos en la salud de la población. ¿Qué mejor prueba de su inocuidad?

Por otro lado el glifosato –fabricado por la satanizada Monsanto– es el herbicida más usado en el mundo, y se utiliza desde los años 70. Su clasificación en el grupo 2A del IARC simplemente indica que hay evidencia suficiente en animales, pero limitada en humanos, de su carcinogenicidad, y no se ha logrado establecer una relación causal sólida. El peligro que presenta es el mismo que el de consumir papas fritas, carne roja, cualquier bebida muy caliente (a más de 65 grados centígrados) o el de trabajar en una peluquería: todos riesgos clasificados en el mismo grupo 2A. Además, un reporte publicado en 2016 por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) concluye que, en las dosis a las que puede estar expuesto un consumidor normal, “no es probable que el glifosato plantee riesgo de carcinogénesis en humanos por exposición en la dieta” (de hecho, se halló que incluso con dosis tan altas como 2 gramos por kilogramo de peso, no tenía efectos cancerígenos en mamíferos, un modelo animal adecuado para valorar riesgos en humanos: una persona de 70 kilos tendría que comer 140 gramos de glifosato para alcanzar esa dosis).

El 6 de noviembre, la propia Gaceta UNAM publicó, en “Voces académicas”, un texto titulado “Presencia de maíz transgénico de importación en México, 20 años de inocuidad en productos derivados para consumo humano y animal” firmado por Francisco Bolívar Zapata, Luis Herrera Estrella –dos pioneros mexicanos de la biotecnología mundial– y Agustín López-Munguía Canales (quien además de su labor como investigador, ha desarrollado un magnífico trabajo como divulgador de temas de biotecnología). Esta respuesta pone en claro muchas de las inexactitudes expuestas por Álvarez-Buylla y colaboradores, entre otras que nada tiene de novedad que haya presencia de transgénicos en productos de maíz en México, dado que su consumo está autorizado desde 1996 –sujeto a lineamientos de bioseguridad de la OMS, la FAO y la COFEPRIS– y tomando en cuenta que nuestro país importa anualmente más de 10 millones de toneladas de maíz estadounidense, 90% del cual es transgénico.

Estos expertos aclaran también que “Los alimentos modificados genéticamente son los más estrictamente evaluados para autorizar su comercialización, y a la fecha no se ha reportado daño derivado de [su] consumo para la salud humana o animal”. Finalmente, explican que en la información que circuló se omite especificar qué cantidad de genes transgénicos se halló en los productos de maíz analizados: los datos del propio artículo de Álvarez-Buylla y colaboradores muestran que casi 60% de los productos analizados contienen menos de 5% de transgénicos, por lo que según las normas internacionales calificarían como “libres de OGMs”.

En resumen, se trata una vez más de información parcial, sesgada, que se presenta de manera estridente para generar un impacto mediático y generar alarma. Afortunadamente, la Gaceta UNAM ha corregido: esperemos que los medios de comunicación hagan lo propio.

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domingo, 29 de octubre de 2017

La Muerte

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de octubre  de 2017

La Muerte, esa señora tan Catrina y elegante que concibió Posada y popularizó Rivera, está siempre presente en la cultura de los mexicanos. Y sobre todo en estas fechas, a través de costumbres y ritos milenarios (altares, panes de muerto) o recientísimos (desfiles surgidos a raíz de una película de James Bond).

Pero su presencia se ha sentido mucho más luego de los sismos que nuestro país padeció en septiembre pasado. Y ha hecho renacer en muchos de nosotros inquietudes, insomnios y temores que normalmente logramos soslayar.

Dice Fernando Savater que un niño se convierte verdaderamente en un ser humano cuando, quizá en una noche de insomnio, y a causa quizá de la muerte de una mascota, o de la abuelita, se da cuenta súbitamente de que también él va a morir: de que es mortal. Es la conciencia de nuestra propia mortalidad la que nos hace humanos. Pero al mismo tiempo, dicen otros pensadores cuyos nombres ahora se me escapan, es nuestra capacidad de olvidarnos de ello, es decir, de evadir en la vida diaria la certeza de nuestra mortalidad, lo que nos permite seguir viviendo sin volvernos locos de angustia existencial. Los sismos vinieron a dar al traste con esta estrategia de cordura y supervivencia, y a recordarnos que somos mortales.

Cuando uno es científico tiende a buscar, si no consuelo –que para eso suelen ser mucho mejores la filosofía o la religión–, al menos una mejor comprensión de las cosas a través de lo que nos dice la ciencia (los científicos tenemos exacerbada esa natural tendencia humana a no sentirnos cómodos con algo que no entendemos).

¿Qué nos dice respecto a la muerte? En primer lugar la obviedad de que es parte del ciclo de la vida. Así como nacemos, todos morimos. Y probablemente eso está bien: basta pensar qué pasará si la ciencia médica logra su largamente acariciado objetivo de alargar la vida humana, quizá hasta volverla ilimitada. ¿Qué pasaría con una sociedad donde nadie muriera, donde los adultos no dejaran su lugar a los más jóvenes? ¿Qué cambios sociales y económicos traería eso? ¿Cómo afectaría al planeta?

Por su parte, la biología nos dice de dónde viene la muerte: es el precio que hemos pagado los seres multicelulares por tener cuerpos complejos, formados por miles de millones de células.

La muerte no existe como parte del ciclo de vida de los seres unicelulares, que para reproducirse sólo se dividen. Son, en este sentido, inmortales. La muerte parece haber surgido con la aparición de la multicelularidad. Durante el desarrollo y como parte indispensable del ciclo vital de un organismo, millones de células nacen y mueren continuamente. Y el organismo completo vive durante un periodo limitado, y luego fallece. Cuando se pierde la capacidad de morir, por ejemplo cuando un grupo de células de nuestro cuerpo se vuelve inmortal y comienza a dividirse sin control, da origen a un cáncer (que, paradójicamente, ocasiona la muerte del organismo entero).

Pero la ciencia también nos ayuda a adquirir un sentido de la perspectiva: los nerds podemos hallar cierto consuelo en que, terrorífica como parece, nuestra propia muerte significa bien poco cuando se piensa que todo muere, tarde o temprano. Las construcciones humanas duran, pero no para siempre. Los continentes cambian y se desdibujan, y lo que ahora son México y Centroamérica dejarán algún día de existir para sumergirse bajo el mar. Y el propio planeta Tierra dejará un día de existir cuando, dentro de unos cinco mil millones de años, el Sol agote su reserva de combustible y se convierta en una estrella gigante roja, calcinando nuestro mundo.

Yo espero que para entonces la humanidad haya colonizado otros planetas y sobreviva. Pero incluso eso se acabará, porque el universo no es eterno: quizá siga expendiéndose eternamente, y enfriándose hasta convertirse finalmente en un desierto muerto y congelado, donde nada cambie y nada se mueva, y sólo la Catrina ría, triunfante. Aunque otros modelos predicen que podría comenzar a contraerse, hasta destruir todo en una implosión cósmica –el Big Crunch– que sería el inverso del Big Bang (y quizá el inicio de uno nuevo). O podría expandirse aceleradamente hasta desgarrar literalmente la materia, los átomos y el tejido mismo del espaciotiempo: lo que los cosmólogos denominan el Big Rip. No sabemos aún cuál de estos escenarios es el más probable, pero todos hacen que nuestra Muerte individual parezca más bien insignificante.

No sé si después de leer esto usted se sienta reconfortado, o más deprimido. Pero le deseo un feliz Día de Muertos. Y mejor si es comiendo pan con chocolate.

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domingo, 14 de mayo de 2017

Cáncer, toronjas y química

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de mayo de 2017


Leyendo el título de este texto, usted podría pensar que voy a decir que comer toronjas puede causar cáncer. Nada más falso.

Más bien, voy a tratar de contarle una historia interesante. Seguramente usted ha oído frases que afirman que todo lo “químico” es malo, dañino, tóxico, venenoso o causa cáncer. Contrariamente, todo aquello que es “natural” se considera automáticamente sano, beneficioso, curativo o al menos inocuo. De ahí modas como el consumir alimentos “orgánicos” porque “no contienen químicos”, y satanizar todos los productos de la industria química y farmacéutica.

Desde luego, de nada sirve explicar que “químicos” somos las personas que estudiamos una licenciatura en esa materia, y que la palabra correcta a usar es compuestos o sustancias químicas. Tampoco sirve de gran cosa aclarar que toda la materia común, incluyendo los animales, plantas y nuestro propio cuerpo, están hechos de compuestos químicos, por lo que la idea de alimentos que no los contengan es absurda. Como me gusta decir, hasta el agua pura es pura química.

La idea de que todo lo químico es malo se llama quimiofobia, y es un prejuicio. Pero cuando se explica lo anterior a quienes lo padecen, simplemente lo sustituyen por otro prejuicio equivalente: el de que todo lo artificial es dañino, mientras que lo natural es sano. Para ver lo falso de esta otra idea basta con recordar que numerosos venenos y toxinas provienen de plantas, animales, hongos o bacterias (incluyendo la toxina botulínica, el veneno más tóxico conocido: bastan unos 350 nanogramos, o milésimas de miligramo, para matar a un adulto de 70 kilos; sin embargo, en dosis aún más bajas sirve para paralizar los músculos faciales y borrar temporalmente las arrugas… quizá la conozca usted bajo el nombre de Botox).

Quienes satanizan lo químico o lo artificial tienden a pensar, también, que “la naturaleza es sabia” y jamás hace nada que pueda dañar a los seres vivos.

Por eso les puede resultar sorprendente enterarse de que una de las sustancias más conocidas por causar cáncer, o carcinógeno, llamada benzopireno –producida al quemar compuestos orgánicos, y que por tanto está presente en el hollín y el humo de tabaco, pero también en las carnes al carbón– en realidad es un pre-carcinógeno. Sólo se vuelve carcinogénica cuando es transformada, por un grupo de enzimas dentro de nuestras células conocidas como citocromos P450, en un derivado que es el que puede causar cáncer. (El derivado carcinogénico del benzopireno, por si tenía la duda, se llama benzopireno-dihidrodiol-epóxido, y ejerce su efecto intercalándose entre los “escalones” que forman las bases el ADN e interfiriendo con el proceso de duplicación de la información genética.)

¿Por qué el cuerpo humano contendría una enzima que transforma una sustancia más o menos inocua en un carcinógeno? La razón es que esa transformación es un primer paso, llamado bioactivación, para poder eliminarla eficientemente.

Puede sonar complicado, pero hay que recordar que cada célula de nuestro cuerpo es un sistema químico increíblemente complejo, formado por miles de distintas moléculas que constantemente participan en intrincadas cadenas de reacciones químicas. Nosotros mismos, nuestros cuerpos, no somos más que sistemas químicos. Es natural que algunas de estas numerosas reacciones tengan consecuencias indeseadas, pero inevitables.

Citocromo P450,
mostrando el grupo hemo
Las enzimas de la gran familia de los citocromos P450 –que, por cierto, están presentes en prácticamente todas las especies vivas conocidas– participan en muchísimas reacciones vitales para el organismo. Reacciones de óxido-reducción (sí, de esas que odiaba usted en las clases de química de secundaria), en las que toman electrones de algún compuesto, que se oxida, y lo pasan normalmente al oxígeno, que se reduce para formar agua. (Como curiosidad química, en su estructura tienen un grupo hemo, con un átomo de hierro en el centro, como el que contiene la molécula de la hemoglobina, la proteína responsable de transportar el oxígeno dentro de los glóbulos rojos de nuestra sangre, además darle su color rojo.)

Así, los citocromos P450 oxidan compuestos químicos para, por ejemplo, eliminarlos del organismo, pero a veces en el proceso los vuelven carcinogénicos. Así es la bioquímica: ni buena ni mala; solamente complicada.

¿Y las toronjas? Bueno, resulta que algo tan natural e inofensivo como el jugo y la pulpa de toronja contienen varios compuestos, entre los que se hallan la naringenina y la bergamotina, además de furanocumarinas, que pueden alterar la actividad de los citocromos P450. Y como estas enzimas son importantísimas para activar o para eliminar muchos de los medicamentos que se usan para tratar diversas enfermedades (incluyendo cáncer e infección por VIH), el consumo de toronja puede interferir peligrosamente con el tratamiento, causando que sea ineficaz o, por el contrario, favoreciendo una posible sobredosis. Si uno está bajo cualquier tratamiento farmacológico, es mejor evitarla.

¿Cuál es la moraleja? Que ni la naturaleza es sabia, ni lo químico es malo, ni las cosas se pueden reducir a simplonas frases de autosuperación. Que la vida misma es un proceso químico. Y que es importante saber química, y tener médicos y farmacólogos que la dominen, para poder vivir saludablemente.

No hay recetas fáciles: se necesita ciencia.

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domingo, 19 de marzo de 2017

Virus, promesas y cáncer

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de marzo de 2017

Hace unos días se publicó en muchos medios de comunicación –principalmente de habla hispana– una interesante noticia: un grupo de científicos de dos instituciones españolas, el Instituto de Investigaciones Biomédicas August Pi i Sunyer y el Instituto de Investigación Biomédica, ambos en Barcelona, construyeron y demostraron en principio la eficacia de una nueva estrategia que usa virus para combatir tumores cancerosos.

El trabajo, publicado el 16 de marzo en la revista científica Nature communications, explica cómo los investigadores construyeron un adenovirus que es capaz, al menos en células en cultivo y ratones, de atacar específicamente a células cancerosas sin dañar a las células sanas del cuerpo, que podría ser un gran avance.

El problema de la especificidad es uno de los principales retos en la lucha contra el cáncer. Cuando se combate una infección bacteriana, normalmente basta con tomar un antibiótico que mata a las bacterias, pero que a las células humanas básicamente no les causa daño (aunque sí puede causar algunos problemas digestivos, al alterar el equilibrio de la población de bacterias –la microbiota– de nuestro intestino). En cambio, cuando tomamos medicamentos que combaten a células más parecidas a las humanas, como por ejemplo las amibas (que, como las humanas, son células eucariontes, con núcleo definido por una membrana, a diferencia de las bacterias, que son procariontes), solemos resentir más directamente los efectos del fármaco en nuestro cuerpo.

El caso extremo es, por supuesto, el cáncer, cuando el enemigo a vencer son nuestras propias células que se han salido de control. A lo largo de la historia de la medicina, los tratamientos contra el cáncer –contra los distintos tipos de cáncer, pues recordemos que se trata de un conjunto de enfermedades que agrupamos en una misma familia, no de un padecimiento único; cada cáncer es distinto– han ido mejorando paulatinamente, aunque aún distan mucho de ser tan exitosos como, por ejemplo, las terapias contra enfermedades infecciosas.

Inicialmente, y durante siglos, la única opción era la cirugía, normalmente infructuosa. En el siglo XX surgieron las primeras quimioterapias específicas, así como la radioterapia. La primera se basa en administrar un fármaco que envenenar a las células cancerosas, que tienen un metabolismo mucho más activo que las células normales, antes de que se cause un daño grave al paciente (de ahí sus efectos colaterales, como diarreas y caída de pelo, pues la mucosa intestinal y los folículos pilosos son tejidos de metabolismo muy activo). La radioterapia, en cambio, tiene la ventaja de que la radiación puede enfocarse sólo en la zona del tumor, provocando un daño mínimo al resto del cuerpo.

Sin embargo, con los modernos avances en manipulación genética, desde hace algún tiempo se busca desarrollar terapias más específicas. Uno de los enfoques más prometedores es crear virus que infecten y maten a las células cancerosas, pero no a las sanas. El problema es, nuevamente, ¿cómo obtener dicha especificidad? Después de todo, si se inyecta un virus en el cuerpo, es difícil lograr que no se propague e infecte todos los tejidos.

El grupo catalán utilizó un reciente descubrimiento sobre la genética del cáncer. El mecanismo que hace que una célula se vuelva maligna es que muchos de sus genes se salen de control y comienzan a activarse cuando no debieran. En este proceso juegan parte los llamados ácidos ribonucleicos mensajeros (ARNm), que copian la información del ADN del núcleo y la transmiten para dirigir el funcionamiento celular. Este tráfico de información está en parte regulado por ciertas proteínas llamadas CPEB, de las que hay cuatro tipos. Hace poco se descubrió que las células cancerosas suelen tener una cantidad menor de la proteína CPEB1 que las células normales, mientras que la proteína CPEB4 se halla en exceso.

Los investigadores catalanes aprovecharon este hecho para diseñar un virus que infecta y se reproducen en células con nivel alto de CPEB4 y bajo de CPEB1, destruyéndolas. Pero en células normales, con bajo CPEB4 y alto CPEB1, ese mismo virus ve inhibida su reproducción y no causa daño. Las pruebas se hicieron en células en cultivo y en ratones de laboratorio con cáncer de páncreas. Los resultados son alentadores y ofrecen un enfoque novedoso para diseñar lo que, quizá, podría convertirse en una “bala mágica” contra ciertos tipos de cáncer. Aunque, por el momento, se trata sólo de un primer paso… como hay tantos.

Y aquí vale la pena recordar que la ciencia es una empresa global y colectiva, que avanza en múltiples direcciones a la vez de manera más o menos azarosa, explorando todas las vías prometedoras al mismo tiempo, con la esperanza de hallar algunas rutas que lleven a resultados exitosos. Es por eso que, aunque a los políticos de mentalidad empresarial le cueste entenderlo, el apoyar la investigación científica de calidad de manera amplia y con libertad es vital para obtener los beneficios que la ciencia promete. La ciencia no se puede programar o dirigir: hay que apoyar mucha investigación científica, gran parte de la cual puede resultar infructuosa, para poder cosechar, de vez en cuando, uno o dos descubrimientos realmente revolucionarios que pueden cambiar la vida de las sociedades. No hay otra manera de hacerlo.

El enorme ingenio que los biólogos moleculares demuestran en la lucha contra el cáncer, y en tantas otras áreas –igual que lo hacen los físicos de partículas, los químicos orgánicos, los matemáticos especializados en teoría de nudos o los ingenieros aeronáuticos, cada uno en su especialidad– sólo puede florecer en un ambiente de libertad y con los recursos suficientes. Algo que convendría recordar en tiempos de demagogia, crisis económicas y recortes presupuestales.

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