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domingo, 29 de abril de 2018

Reciclar botellas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de abril de 2018

El mundo produce al año unos 311 millones de toneladas de plástico, según cifras de 2014. En México, se generan unas 722 mil toneladas anuales, de las cuales se reciclan o reutilizan alrededor del 50%.

Uno de los plásticos más comunes y más difíciles de reciclar es el tereftalato de polietileno, conocido como PET, y que usted encuentra diariamente en las botellas desechables de agua y refresco.

A nivel global, se venden un millón de botellas de plástico ¡cada minuto!, y sólo el 14% de ellas se recicla. Su uso es una catástrofe ambiental, porque el PET es ridículamente resistente a la biodegradación: en condiciones naturales, tarda unos 500 años en desaparecer. Por ello, se está acumulando en depósitos de basura, terrenos y en el océano donde, entre otros perjuicios ambientales, es consumido por organismos marinos a los que daña.

El uso de botellas de PET es una necesidad creada por las compañías refresqueras, que anteriormente usaban botellas de vidrio “retornables”, que la propia compañía recogía, lavaba y reutilizaba. Pero usar botellas de PET, producido a partir de petróleo, y por ello muy barato, permite a las compañías ahorrarse todo el costo de la reutilización, y transferir el costo de disponer de las botellas para reutilizarlas o reciclarlas al consumidor o a los gobiernos. Un ejemplo de cómo la economía triunfa sobre la ecología (curiosamente, ambas palabras derivan de la misma raíz griega, oikos, “casa”). Y aunque hoy hay indicios de que la opinión pública podría obligar a las refresqueras a invertir en alternativas menos dañinas para el ambiente, mientras no sea económicamente viable es muy difícil que cambien su sistema.

Por eso, desde hace años científicos de todo el mundo buscan maneras de biodegradar al PET, para reciclar sus componentes químicos y evitar que se siga acumulando (a diferencia de la simple reutilización que hoy se hace, en que el PET se muele y se transforma en fibras o bloques plásticos para diversos usos, pero sin dejar se ser PET). En julio de 2017, dos investigadoras del Departamento de Alimentos y Biotecnología de la Facultad de Química de la UNAM, Amelia Farrés y Carolina Peña, anunciaron que habían desarrollado, a partir de una enzima llamada cutinasa obtenida del hongo Aspergillus nidulans, una variante modificada por ingeniería genética que logra romper los enlaces químicos que mantienen unidas las moléculas del PET. A partir de ello, han desarrollado un método que está en trámite de patente y que logra biodegradar el PET en unos 15 días, en condiciones de laboratorio. Actualmente están trabajando para escalar el proceso a nivel industrial.

Pero los hongos son más difíciles de cultivar que las bacterias, organismos más simples que se pueden cultivar mucho más rápida y eficientemente para obtener y procesar sus enzimas.

Por eso llamó mucho la atención a nivel mundial la noticia difundida hace 15 días, el 16 de abril, del hallazgo de una bacteria capaz de degradar al PET. Como el hongo de las investigadoras de la UNAM, fue descubierta en un tiradero de basura, pero en Japón. En un artículo científico publicado en la revist

Estructura molecular
de la enzima PETasa
(Fuente: PNAS)
a PNAS, de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, el equipo encabezado por John McGeehan, de la Universidad de Portsmouth, en el Reino Unido, describe cómo aisló la enzima que le permite a la bacteria romper los enlaces del PET –a la que llamaron “PETasa”– y descifró su estructura molecular.

Y resulta que ésta es muy parecida a la de la cutinasa del hongo Aspergillus, lo cual tiene mucho sentido desde el punto de vista evolutivo. Dos enzimas que tienen propiedades químicas parecidas, romper los enlaces tipo éster del polietileno, poseen estructuras moleculares semejantes. Una evolucionó para degradar la cutina, polímero ceroso que forma parte de la cutícula de las plantas; la otra surgió mucho más recientemente en una bacteria, y le permite vivir en los basureros llenos de plástico que abundan en el mundo moderno.

Pero lo más curioso es que, modificando mediante ingeniería genética la molécula de la enzima para estudiarla mejor, descubrieron que accidentalmente la habían hecho más eficiente para degradar el PET. Como ocurre muchas veces en ciencia, la casualidad ayuda a la mente preparada.

La explicación es que, siendo un producto evolutivo muy reciente, la enzima todavía no había tenido tiempo de ser perfeccionada por la selección natural. Pero, con los actuales conocimientos de ingeniería de enzimas, los investigadores predicen que hay espacio para hacerla mucho más eficiente, y quizá desarrollar a partir de ella métodos baratos, eficientes y económicamente viables para degradar el PET y recuperar así sus componentes químicos para fabricar nuevos plásticos, en vez de desecharlos.

Ciertamente, la química puede crear problemas. Pero también puede ayudar a resolverlos.

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domingo, 25 de febrero de 2018

Transgénicos: basta de mitos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de febrero de 2018

El pasado jueves 22 de febrero se llevó a cabo en El Colegio Nacional la presentación de un libro con título polémico: Transgénicos: grandes beneficios, ausencia de daños y mitos (Academia Mexicana de Ciencias, 2017).

Su publicación fue coordinada por el doctor Francisco Bolívar Zapata, pionero de la ingeniería genética a nivel mundial. En él colaboraron otras importantes personalidades del mundo de la biotecnología nacional e internacional, como Luis Herrera Estrella, que desarrolló los primeros métodos para introducir genes foráneos en plantas; Xavier Soberón Mainero, director del Instituto Nacional de Medicina Genómica (Inmegen); los biotecnólogos Agustín López-Munguía Canales y Enrique Galindo Fentanes, del Instituto de Biotecnología de la UNAM, y el doctor Jorge Manuel Vázquez Ramos, director de la Facultad de Química de la UNAM, entre sus 18 autores, varios de los cuales estuvieron presentes en el evento.

La obra presenta, en un formato accesible, información rigurosa que permite aclarar y enfocar la discusión pública sobre el uso, beneficios y posibles recelos sobre el cultivo, comercialización y consumo de organismos genéticamente modificados (OGMs). O, como se les conoce popularmente, organismos transgénicos.

Se trata de un tema que polariza la opinión pública, sobre todo en un país como el nuestro, donde la discusión se ha centrado únicamente en una especie, el maíz (Zea mays), que en sus numerosas variedades es la base de nuestra alimentación y la de todos los pueblos de la llamada Mesoamérica. Quizá por eso, el debate público se ha ideologizado exageradamente, al grado de que se habla de que el cultivo de OGMs podría “acabar” con las variedades de maíz nativo para sustituirlo por una especie de engendro frankensteiniano capaz de causar mutaciones en quien lo consuma, “contaminar” genéticamente al propio maíz y otros vegetales, convertir a los campesinos que lo cultivan en esclavos indefensos de las malignas empresas trasnacionales biotecnológicas y prácticamente destruir al país (“sin maíz no hay país”).

La realidad, según lo revelan extensas y muy estrictas investigaciones llevadas a cabo en todo el mundo durante décadas, es muy, muy distinta: comparto algunos de los conceptos que los expertos expusieron en la presentación del libro.

En primer lugar, como se aclaró insistentemente, los genes que se insertan en organismos para volverlos transgénicos (es decir, para dotarlos de funciones nuevas presentes en otras especies) no son “artificiales”; por el contrario, son totalmente naturales, y la ingeniería genética que se usa para crear OGMs es posible gracias a que los seres vivos cuentan con mecanismos naturales que permiten la incorporación de genes foráneos en su genoma, los cuales fueron simplemente adaptados por los biotecnólogos.

En segundo lugar, y aunque los especialistas presentes en el evento no se atrevieron a expresarlo en esos términos, está más allá de toda duda razonable el hecho de que el consumo de vegetales transgénicos es totalmente seguro para la salud. Además de que han sido consumidos regularmente durante décadas por millones de personas en muchos países, sin que haya habido casos registrados de daños sanitarios, existen cientos de estudios rigurosos que así lo atestiguan. Los poquísimos casos en que se han publicado trabajos que parecen mostrar posibles daños debidos a su consumo han resultado tener problemas metodológicos y de rigor, y no han podido ser replicados. Con tanta evidencia, quedan más que satisfechos los requerimientos del principio de precaución, que busca garantizar en una medida razonable que los avances científicos y tecnológicos no causen daño, pero que no significa oponerse sistemáticamente a cualquier avance sólo por la posibilidad de que exista algún riesgo para el que no haya evidencia tangible.

En tercer lugar, y ante los argumentos de que en especies como el maíz la introducción de cultivos transgénicos pudiera llevar a la dispersión de genes ajenos entre las variedades autóctonas, que tienen un alto valor simbólico, cultural, alimentario y práctico para los campesinos que los cultivan localmente, sobre todo en estados como Oaxaca (y hay que recordar que México es centro de origen evolutivo del maíz), nuevamente la evidencia es clara: desde por lo menos los años 60 los maíces originarios mexicanos han estado conviviendo en el campo con variedades híbridas mejoradas (por métodos no transgénicos), sin que haya habido “contaminación genética” significativa. En gran medida, debido a que son los propios campesinos quienes cultivan y conservan esas variedades nativas. (Por otro lado, en México ya se cultiva desde hace años algodón transgénico, con gran éxito y sin que haya habido problemas, así como soya transgénica.)

Fueron muchos los datos expuestos durante la presentación, y muchos más los que se presentan, de manera sistemática, rigurosa y firmemente sustentada, en el libro. Aparte de su edición en papel, está disponible en forma gratuita en formato PDF en la página de la Academia Mexicana de Ciencias, una de las instituciones que auspició su publicación. Si usted, lector o lectora, está interesado, puede consultar esta importante obra de referencia, que por su lenguaje es accesible a un público amplio, en la dirección http://bit.ly/2BMEMAc

Podrá así, con base en información confiable, formarse su propia opinión sobre este tema, y ver si coincide con el punto de vista de sus autores, que consideran que, en vista del daño ambiental que causa la agricultura convencional, con su intenso uso de pesticidas tóxicos, y de las crecientes necesidades alimentarias de la humanidad, resulta antiético seguir satanizando y obstaculizando el uso de una tecnología útil y necesaria, que ofrece oportunidades para reducir drásticamente el uso de pesticidas y aumentar la productividad de distintos cultivos.

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domingo, 8 de octubre de 2017

Los Nobel 2017

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de octubre  de 2017

Ondas gravitacionales
Como ocurre cada año, esta primera semana de octubre trajo consigo los anuncios de los premios Nobel. Y como cada año, este comentarista de la ciencia se las ve negras para tratar de decir algo sobre los tres premios en áreas científicas en el exiguo espacio de su columna.

Comencemos por el de física: lo recibieron el alemán Rainer Weis y los estadounidenses Barry C. Barish y Kip S. Thorne “por sus contribuciones decisivas a [el diseño de] el detector LIGO y la [primera] observación de ondas gravitacionales” (corchetes míos). Como ya comenté sobre él en este espacio, en su momento (18 de febrero de 2016), sólo mencionaré que la gran importancia del descubrimiento, que confirma nuevamente la teoría de la relatividad de Einstein, queda de manifiesto por lo rápido que se le reconoció con el Nobel: sólo un año después de haber sido realizado.

Estructura de un ribosoma,
determinada mediante
microscopía crioelectrónica
El premio de química, por su parte, lo recibieron el suizo Jacques Dubochet, el alemán Joachim Frank y el escocés Richard Henderson, “por desarrollar la microscopía crio-electrónica para determinar las estructuras de alta resolución de biomoléculas en solución”. Se trata de un avance importante porque, en biología molecular, la forma de las moléculas que constituyen a los seres vivos es la clave para entender su función.

La microscopía electrónica tradicional no muestra más que imágenes borrosas de moléculas como el ADN o las proteínas. Para determinar su estructura detallada, átomo por átomo, se usa desde la década de los 50 la técnica de cristalografía de rayos X, que es extremadamente laboriosa y requiere que las moléculas se encuentren ordenadas en el espacio (como ocurre en un cristal o una fibra). Muchas biomoléculas no cumplen este requisito. En la década de los 80, Henderson logró mejorar la resolución del microscopio electrónico al refinar sus aspectos técnicos y utilizando nitrógeno líquido para enfriar las muestras. Al mismo tiempo, en los 70 y 80, Frank había desarrollado técnicas computacionales para procesar las distintas imágenes borrosas y bidimensionales de una misma molécula que el microscopio electrónico podía ofrecer, “promediándolas” y generando así un modelo tridimensional de la misma.

Finalmente, Dubochet desarrolló un método que permite esquivar otro de los grandes problemas de la microscopía electrónica: que se hace en el vacío, lo que causa que el agua que normalmente rodea a la gran mayoría de las moléculas biológicas se evapore, lo que altera su estructura. Dubochet logró enfriar el agua hasta que formara no un sólido (pues los cristales de hielo también dan al traste con la estructura de las biomoléculas), sino un fluido ultraviscoso: agua vitrificada. Gracias a esto, combinado con los avances realizados por sus dos colegas, la microscopía crio-electrónica de alta resolución se volvió una realidad, y el análisis de la estructura detallada de los sistemas vivos dio un salto cuántico que seguramente proporcionará enormes avances en las ciencias biológicas y de la salud.

El reloj circadiano de una célula
Por último, el Nobel de medicina o fisiología lo recibieron los estadounidenses Jeffrey C. Hall, Michael Rosbash y Michael W. Young, “por sus descubrimientos de los mecanismos moleculares que controlan el ritmo circadiano”. Ellos identificaron, en los años 80 y 90, el gen period, que fabrica la proteína PER –molécula maestra del reloj biológico de muchos organismos– y descifraron su función. El ritmo de fabricación de PER durante la noche, y el de su degradación durante el día, similar a los relojes de agua que mantienen el ritmo gracias a un recipiente que se va llenando hasta que se desequilibra y se vacía, y luego vuelve a comenzar a llenarse (aunque en realidad el mecanismo es mucho más complejo, y en él participan múltiples genes y moléculas que forman ciclos de retroalimentación), explica desde los ritmos de las flores que se abren al amanecer y se cierran por la noche hasta el ciclo sueño-vigilia de los humanos, central para la salud.

Tres Nobeles, tres avances grandiosos en ciencia.

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domingo, 26 de marzo de 2017

Nuevos asombros


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de marzo de 2017

Un eritrocito, una plaqueta
y un leucocito vistos
con microscopio electrónico de barrido
y en colores falsos
Alguna vez Julieta Fierro, esa magnífica astrónoma y divulgadora de científica, afirmó que lo mejor de la ciencia es que siempre hay nuevas preguntas.

Y tenía toda la razón: la ciencia, a diferencia de otros sistemas de creencias, se basa en la continua búsqueda de nuevo conocimiento, acompañada del constante examen crítico del que ya se tiene. Es un poco como los sistemas de control de calidad en una empresa, con la diferencia de que éstos buscan mantener una calidad constante en el servicio o en la producción de bienes, mientras que en ciencia lo que se busca es el avance constante: la ciencia evoluciona.

En los años 90 del siglo pasado se puso de moda hablar de “el fin de la ciencia”: se consideraba que pronto ya no había misterios que descubrir en el mundo natural. No habría ya nuevos principios por hallar en la física o la química, ni fenómenos inesperados en biología. Sí nuevos planetas por descubrir, pero no nuevos continentes; quizá algunas nuevas especies animales y vegetales, de vez en cuando, pero no ya nada que cambiara de manera esencial las reglas del juego.

Este tipo de visión ya se ha presentado varias veces a lo largo de la historia. Por ejemplo a finales del siglo XIX, cuando se pensaba que la física newtoniana, junto con las leyes del electromagnetismo y algunos pocos principios más, nos daban ya una visión esencialmente completa del funcionamiento del universo. Poco después, la relatividad einsteniana y la mecánica cuántica darían al traste con tales delirios de grandeza.

Una de las áreas de la ciencia que parecen más sólidas y completas es la de la anatomía y fisiología humanas. Desde la escuela se nos enseñan las distintas partes (tejidos, órganos, sistemas) del cuerpo humano, junto con sus respectivas funciones. Y parecería que las entendemos cabalmente: que no hay ya misterios por descubrir.

Por eso es regocijante cuando se anuncian hallazgos como los publicados la semana pasada en la revista Nature: que tanto los pulmones como el cerebelo muy probablemente tienen funciones que hasta ahora no se habían sospechado, los primeros para fabricar las plaquetas, esas minúsculas células sanguíneas indispensables en el proceso de coagulación, y el segundo en la respuesta a recompensas.

Todos sabemos, desde la secundaria, que la función de los pulmones es oxigenar la sangre para permitir que los glóbulos rojos lleven ese oxígeno a todos los tejidos del cuerpo, y desechar el dióxido de carbono resultante del metabolismo. Lo que quizá no todo mundo sabe es que la formación de las células del tejido sanguíneo, tanto glóbulos rojos (eritrocitos) como leucocitos (glóbulos blancos­) y plaquetas, tradicionalmente se asocia con otro tejido muy específico: la médula ósea. En ella, en el interior de los huesos –el tuétano, pues—, se hallan las células madre del tejido sanguíneo, que se multiplican y maduran para dar origen a las distintas células de la sangre.

Pues bien: un grupo de investigadores de la Universidad de California en San Francisco publicó su hallazgo de que una gran parte de las plaquetas son producidas –al menos en ratones– a partir de células progenitoras llamadas megacariocitos que se hallan en los pulmones. Estimaron que un 50% de todas la plaquetas del cuerpo –unos 10 millones por hora– son producidas en los pulmones. Pudieron descubrirlo mediante técnicas que permiten introducir en las células de los ratones un gen que produce fluorescencia y que se activa sólo en las plaquetas y sus células precursoras; así visualizaron la formación de las nuevas plaquetas directamente en el pulmón del animal vivo.


Por su parte, otro grupo de investigadores de la Universidad de Stanford, también en California, descubrieron algo que cambia el paradigma de que el cerebelo se ocupa sólo del control de funciones sensoriales y motoras de las que no somos conscientes, como el movimiento muscular y el equilibrio. Usando también métodos de visualización con células modificadas con proteínas fluorescentes hallaron que, en ratones entrenados para oprimir una palanca para recibir agua azucarada como recompensa, se activan células del cerebelo no sólo al oprimir la palanca, sino en respuesta a la gratificación posterior: algo que se pensaba sólo ocurría en el cerebro.

Ambos hallazgos se realizaron en ratones: habrá, por supuesto, que confirmar si se presentan también en otros mamíferos, incluidos los humanos. Pero ambos abren nuevas perspectivas respecto a la complejidad del cuerpo. Y ambos utilizaron técnicas novedosas que no existían hace sólo unos pocos años. ¿Qué nuevos descubrimientos haremos conforme la tecnología nos ofrezca nuevas maneras de explorar todo eso que hoy damos por ya conocido?

No cabe duda: parte importante del gozo de la ciencia es que siempre, siempre quedan nuevas cosas por descubrir.

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domingo, 12 de febrero de 2017

Pasión por el conocimiento

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de febrero de 2017

Si usted no ha ido a ver la película Talentos ocultos (Hidden figures), por favor deje de leer esta columna y corra al cine a disfrutarla.

Como usted sabrá si ha leído La ciencia por gusto durante algún tiempo, de vez en cuando suelo comentar cintas que tienen alguna relación con temas científicos. Talentos ocultos es un ejemplo notable.

El filme, dirigido por Theodore Melfi en 2016 –aunque su estreno masivo fue en 2017–, y con guión del propio Melfi y Allison Schroeder, está basada en el libro del mismo nombre de la escritora Margot Lee Shetterly. Narra la historia real de la participación de tres matemáticas negras en el programa espacial de la NASA en 1961. Formaban parte del proyecto Mercury, que existió entre 1958 y 1963 y que tenía la misión, frente a los avances soviéticos –el lanzamiento del primer satélite artificial, el Sputnik 1, en 1957, y el primer hombre en viajar al espacio exterior, Yuri Gagarin, en 1961– de poner a un astronauta estadounidense en órbita y regresarlo a salvo a la Tierra.

La cinta, magistral en todos los sentidos –guión, dirección, actuación, vestuario y escenografía, música, iluminación–, es una delicia y un muestrario de las características de la sociedad estadounidense de entonces. Exhibe, por ejemplo, y como parte fundamental de la trama, el tremendo racismo que era todavía parte de la vida cotidiana de ese país, al menos en algunos Estados (como Virginia, donde está el Centro de Investigación Langley de la NASA, donde ocurre la acción). Y muestra al mismo tiempo el movimiento de lucha por la igualdad de derechos para los negros, que estaba en pleno apogeo con líderes como Martin Luther King.

Deja clara también la terrible presión política, en plena Guerra Fría, a que estaba sometida la NASA (recién creada en 1958, a partir de su antecesor, el Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica, o NACA, nacido en 1915), y cómo esto ayudó a impulsar, en un ambiente de fervor nacionalista, el desarrollo científico y tecnológico estadounidense.

Pero más que nada –y en mi opinión esto es lo que realmente hace memorable a la película– muestra la enorme pasión que las tres protagonistas, las matemáticas “de color” Katherine Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson (encarnadas por las actrices Taraji P. Henson, Octavia Spencer y Janelle Monáe), sentían por su trabajo, y la forma en que lucharon contra los prejuicios, tan comunes y “normales” entonces, hacia las mujeres y los negros.

Cada una a su manera –Katherine Johnson calculando trayectorias para los lanzamientos de cohetes, Dorothy Vaughan como supervisora del grupo de “computadoras de color” (matemáticas negras contratadas para realizar cálculos en la época en que las computadoras electrónicas eran todavía incipientes) y posteriormente como programadora para la máquina IBM adquirida por la NASA, y Mary Jackson como aspirante a ingeniera que lucha en la corte por su derecho a estudiar–, las tres protagonistas encarnan lo que pueden lograr las personas cuando la pasión por el conocimiento se conjuga con la convicción por combatir las injusticias, aun en contra de las convenciones sociales.

El libro de Margot Lee Shetterly está basado en hechos históricos, y es resultado de una investigación quizá motivada por los relatos de su padre, que trabajó como investigador en el Centro Langley. Notablemente, es su primer libro; antes de eso, Shetterly había trabajado en finanzas y luego, junto con su marido, había vivido en México, donde editaban una revista turística en idioma inglés. Los derechos cinematográficos del libro fueron vendidos desde 2014, antes de que estuviera terminado. Y la película –que cuenta también con la actuación de estrellas como Kevin Costner, Kirsten Dunst y, como curiosidad, Jim Parsons en un papel quizá no tan distinto de su famoso Sheldon Cooper en La teoría del Big Bang– ha tenido ya, en el poco tiempo que lleva exhibiéndose, ganancias superiores a las de la superproducción La La Land (otra cinta deliciosa que no se debe usted perder, aunque no tenga nada que ver con la ciencia), y cuenta con tres nominaciones al Óscar: mejor película, mejor guión adaptado y mejor actriz de reparto.

La historia se centra especialmente en la vida de Katherine Johnson –la única de las tres que sigue viva– y pone de manifiesto su talento y amor por las matemáticas, su tesón por aplicar este conocimiento para colaborar en un gran proyecto, y la manera en que llegó a ser reconocida por ello (en 2015 recibió una medalla por sus méritos de parte de Barack Obama). Nos enteramos así cómo las matemáticas avanzadas eran indispensables para poder aplicar la física newtoniana, a través del desarrollo de ecuaciones novedosas, para planear las trayectorias de lanzamiento y reingreso seguro de los astronautas.

Si usted quiere disfrutar de una gran historia humana que conjuga ciencia, política, exploración espacial, la lucha contra la discriminación y la evolución de la sociedad, y todo esto a través de una magnífica película, no se pierda Talentos ocultos. Le prometo que no se arrepentirá.


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domingo, 27 de noviembre de 2016

Los vuelos gratis no existen

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de noviembre de 2016

El pasado viernes el sitio de noticias en forma de cómics y animaciones Pictoline puso a circular en las redes sociales la información de que la NASA había logrado construir un “sistema de propulsión electromagnética”, o “EmDrive” que podría ser la base para futuros motores de cohetes espaciales mucho más económicos, que no tendrían que usar combustible, debido a que el sistema “viola la tercera ley de Newton”.

La noticia fue tomada por Pictoline de la revista National geographic, pero apareció también en numerosos medios de comunicación de todo el mundo. La fuente original es un artículo técnico hecho público (como publicación adelantada) en la revista Journal of propulsion and power, del Instituto Norteamericano de Aeronáutica y Astronáutica (American Institute of Aeronautics and Astronautics, o AIAA), una asociación civil.

El invento llamó la atención porque podría ser la solución a uno de los principales problemas de los viajes espaciales. Todos los sistemas de propulsión utilizan la tercera ley de Newton, que como usted recordará afirma que “para toda acción existe una reacción igual y opuesta”. Más precisamente, cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste ejerce sobre el primero una fuerza de igual magnitud y de sentido opuesto. Esto es lo que nos permite, al nadar, impulsarnos empujando con nuestros pies la orilla de la alberca. Y es lo que permite a los cohetes impulsarse en el espacio: expulsan hacia atrás, a alta velocidad, los gases producto de la quema del combustible, y generan así una fuerza de reacción que impulsa al cohete hacia delante.

Pero para un viaje interplanetario, se debe cargar una gran cantidad de combustible: una gran limitación. El EmDrive resolvería este problema. Consiste en una cavidad resonante electromagnética y un magnetrón. Éste funciona como una especie de “cañón” que lanza microondas contra la pared de la cavidad y produce así un impulso (los magnetrones se usan también en los hornos de microondas). Como todo ocurre dentro del sistema, no hay una fuerza de reacción y no se necesita un combustible que expulsar (aunque sí una fuente de energía que alimente al magnetrón).

Es como si, estando dentro de la caja de un camión de carga, uno pudiera hacer que éste avanzara lanzando pelotas contra la pared delantera interna de la propia caja. (Si a usted esto le suena posible, no se preocupe: lo vemos constantemente en las caricaturas. Por desgracia, las leyes de la física hacen que sea imposible.)

Pero, si es imposible, ¿cómo puede funcionar el EmDrive? Después de todo, los investigadores que lo construyeron –encabezados por Harold White– forman parte del Advanced Propulsion Physics Laboratory de la NASA (Laboratorio de Física Avanzada de la Propulsión, también conocido como “Laboratorios Eagleworks”). Y el experimento (en que el prototipo de EmDrive generó sólo una fuerza minúscula, medible sólo con instrumentos de precisión) fue publicado en una revista científica seria.

La respuesta, tristemente, es que… no funciona.

¿Qué ocurrió entonces? Varias cosas. Una, los medios de comunicación no suelen verificar este tipo de noticias de ciencia y tecnología con el rigor suficiente (para empezar, a cualquiera que tenga una mediana formación científica la idea de violar las leyes de Newton le sonará altamente sospechosa). Sume esto a la ansiedad por publicar noticias espectaculares y la probabilidad de que ocurran casos así es alta.)

Dos, algunas revistas científicas tienen estándares de calidad deficientes; y para colmo, el artículo de White y sus colaboradores no ha sido aún publicado de manera formal, sino como “avance”.

Y tres: incluso en instituciones serias como la NASA suele haber pequeños grupos marginales que hacen investigación arriesgada, que puede dar buenos resultados o puede caer en lo absurdo. Los Laboratorios Eagleworks, a pesar de su impresionante nombre, son en realidad un grupo pequeño de personas con un presupuesto bajo que exploran posibles sistemas de propulsión basados en teorías marginales (es decir, teorías que son rechazadas, con buenas razones, por el grueso de la comunidad científica). En otras palabras, Eagleworks son una especie de grupo de locos tolerados por la NASA sólo por si acaso pudieran toparse con algo interesante.

El EmDrive ya había causado controversia desde que en 2006 la popular revista New Scientist había cometido el error de publicar un artículo donde lo presentaba como una propuesta seria, lo cual causó una amplia protesta de la comunidad científica.

El artículo de White pretendía ser una prueba de concepto de que el EmDrive es posible. Pero la realidad es que su experimento está plagado de problemas: en particular, no se puede asegurar que la fuerza impulsora detectada sea real, pues cae dentro del margen de error de los instrumentos, y podría haber sido causada simplemente por las fluctuaciones térmicas del aire (además, claro, de que quienes creen que el EmDrive funciona reconocen no tener ni la menor idea de cómo podría funcionar).

¿Moraleja? Las instituciones como la NASA –pero también muchas universidades en el mundo– deberían tener estándares más altos en lo que consideran investigación científica seria. Las revistas científicas deberían reforzar sus mecanismos de control de calidad a través de la revisión por pares. Los medios de comunicación deberían contar con periodistas especializados en temas científicos, para no publicar notas que luego serán desmentidas. Y los ciudadanos deberíamos tratar de incorporar el pensamiento crítico y la cultura científica a nuestra manera de pensar, al menos para saber que si algo suena demasiado bueno, lo más probable es que sea mentira.

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