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domingo, 4 de marzo de 2018

¿Hasta dónde es ciencia la ciencia?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de marzo de 2018

Vivimos en la era de internet y la redes sociales, y por tanto, también la era de las fake news, de la posverdad, de la manipulación informativa. Se trata de uno de los problemas más urgentes que amenazan a todas las sociedades modernas.

¿Por qué? Porque mediante la desinformación, que es aceptada sin cuestionar por una gran cantidad de gente y que, como consecuencia, se difunde viralmente, áreas tan vitales para una sociedad como la democracia, la salud o la confianza en las instituciones o en la ciencia pueden ser manipuladas, puestas en duda y quebrantadas (véase por ejemplo la probable intervención rusa en las elecciones estadounidenses en 2016).

En ciencia, las noticias falsas virales dan pie a creencias absurdas, como que el ser humano nunca ha pisado la Luna, que los aviones liberan estelas de compuestos tóxicos (chemtrails) con el fin de causar cáncer o esterilidad en la población, o que la Tierra es plana, cada una acompañada de elaboradas teorías de conspiración en las que intervienen la NASA y los gobiernos mundiales, como si fueran entidades casi omnipotentes. O, mucho más grave, fomentan ideas absurdas como que el sida no es causado por un virus (o que no existe), que el calentamiento global es sólo un invento de los enemigos de los Estados Unidos, o que las vacunas, lejos de proteger la salud, la dañan. Todas ellas pueden perjudicar muy seriamente a la humanidad y al planeta.

¿Cómo combatir esta epidemia de credulidad, desconfianza en el conocimiento científico y falta de pensamiento crítico? Nadie ha dado aún con una buena solución: señalar que no hay que difundir información sin antes verificarla no ha servido, hasta ahora, de gran cosa.

Pero yo creo que, al menos en lo que respecta a temas científicos, quizá parte del problema es que no hemos logrado que el gran público entienda cómo funciona, en realidad, la ciencia: la presentamos casi siempre con un proceso de “invención” realizada por “genios”, o cuando mucho como una receta de cocina: observación, hipótesis, experimentación, comprobación, teoría, ley…

En realidad, el conocimiento científico es múltiple, complejo y varía con el tiempo y el contexto. ¿Cómo se puede saber si una idea (las vacunas, el calentamiento global, la homeopatía, la astrología) son ciencia o sólo engaños seudocientíficos?

La verdad es que hasta los científicos tienen problemas para definir con claridad la frontera entre la ciencia legítima y la que no lo es. La respuesta más sencilla sería decir que la ciencia se basa en evidencia y argumentos lógicos, y la seudociencia no. Pero no es tan sencillo. Hay áreas de la ciencia que no tienen mucha evidencia –aunque sí argumentos, y detalladas ecuaciones– que las apoyen, como la teoría de cuerdas o la de los multiversos. Y sin embargo son en general consideradas científicas. (Aunque hay quienes, por el contrario, las denuncian como especulaciones inútiles y carentes de base, o de plano como seudociencias, como explica detalladamente en su excelente blog “El escéptico de Jalisco” el divulgador científico Daniel Galarza Santiago, quien además es estudiante de filosofía de la ciencia: “La guerra del multiverso y el problema de demarcación”, 1º de febrero de 2018).

Otro intento de definir un “criterio de demarcación” para distinguir qué es ciencia y qué no fue el requisito, propuesto por el filósofo austriaco Karl Popper, de que toda teoría científica debería ser “falsable”, es decir, tendría que estar claro qué resultados, de obtenerse, refutarían dicha teoría. Las seudociencias son notorias porque jamás pueden ser refutadas; siempre recurren a excusas y explicaciones alternas sacadas de la manga (ad hoc) para salvarse de ser refutadas y exhibidas como engaños. La teoría de los multiversos –que en realidad es un gran conjunto de propuestas teóricas distintas, algunas relativamente simples y algunas muy complejas y abstractas– en general no son falsables, pues no hacen –todavía– predicciones que puedan ser puestas a prueba.

Pero en realidad, y a diferencia de ideas claramente seudocientíficas como la Tierra plana, el creacionismo o la astrología, las teorías cosmológicas como la de multiversos o la de cuerdas (que postula que las partículas y fuerzas de la naturaleza son en realidad vibraciones de “cuerdas” invisibles que existen en 8 o 9 dimensiones, enrolladas sobre sí mismas para dar la apariencia de 4 dimensiones –tres del espacio y una de tiempo– que percibimos) no son simples ocurrencias superficiales. Son, por el contario, derivaciones teóricas de alta complejidad que parten de la física más avanzada que conocemos.

Aun así, hay quien las considera “degeneraciones” que sólo especulan inútilmente; “es como considerar la posible existencia de dios como una hipótesis científica”, argumentan sus detractores. Pero, aunque no tenemos pruebas para confirmarlas, refutarlas o elegir la mejor entre sus muchas variantes, podemos defender el argumento de que son “ciencia” en tanto que derivan de la ciencia, son hechas por científicos y utilizan las mismas matemáticas, el mismo rigor y las mismas herramientas teóricas que usa el resto de la física.

Y, sobre todo, porque son aceptadas como ciencia, luego de una discusión amplia y rigurosa, por el consenso mayoritario de la comunidad científica. Porque al final, como han argumentado muchos filósofos e historiadores de la ciencia, notoriamente el físico e historiador estadounidense Thomas Kuhn, ciencia es aquello que la comunidad científica reconoce como ciencia (y, como tal, varía con el tiempo: la ciencia es un proceso histórico, no un cuerpo de conocimientos absolutos).

Así, la ciencia podría quizá caracterizarse por la evidencia que la apoya, el rigor de los argumentos, ecuaciones y teorías que la soportan, por el proceso de discusión crítica al que está sometida –representado por el mecanismo de revisión por pares– y, como resultado de todo esto, por la aceptación mayoritaria de una comunidad de expertos calificados. Aceptación que, sin embargo puede cambiar con el tiempo y el surgimiento de nueva evidencia y nuevos argumentos.

A lo mejor, si los ciudadanos conocieran mejor estas discusiones, apreciarían más claramente que para distinguir las fake news científicas de la ciencia legítima lo mejor es recurrir justo a ese consenso de los expertos, y no sólo confiar en la “autoridad” de una página de Facebook.

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domingo, 29 de octubre de 2017

La Muerte

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de octubre  de 2017

La Muerte, esa señora tan Catrina y elegante que concibió Posada y popularizó Rivera, está siempre presente en la cultura de los mexicanos. Y sobre todo en estas fechas, a través de costumbres y ritos milenarios (altares, panes de muerto) o recientísimos (desfiles surgidos a raíz de una película de James Bond).

Pero su presencia se ha sentido mucho más luego de los sismos que nuestro país padeció en septiembre pasado. Y ha hecho renacer en muchos de nosotros inquietudes, insomnios y temores que normalmente logramos soslayar.

Dice Fernando Savater que un niño se convierte verdaderamente en un ser humano cuando, quizá en una noche de insomnio, y a causa quizá de la muerte de una mascota, o de la abuelita, se da cuenta súbitamente de que también él va a morir: de que es mortal. Es la conciencia de nuestra propia mortalidad la que nos hace humanos. Pero al mismo tiempo, dicen otros pensadores cuyos nombres ahora se me escapan, es nuestra capacidad de olvidarnos de ello, es decir, de evadir en la vida diaria la certeza de nuestra mortalidad, lo que nos permite seguir viviendo sin volvernos locos de angustia existencial. Los sismos vinieron a dar al traste con esta estrategia de cordura y supervivencia, y a recordarnos que somos mortales.

Cuando uno es científico tiende a buscar, si no consuelo –que para eso suelen ser mucho mejores la filosofía o la religión–, al menos una mejor comprensión de las cosas a través de lo que nos dice la ciencia (los científicos tenemos exacerbada esa natural tendencia humana a no sentirnos cómodos con algo que no entendemos).

¿Qué nos dice respecto a la muerte? En primer lugar la obviedad de que es parte del ciclo de la vida. Así como nacemos, todos morimos. Y probablemente eso está bien: basta pensar qué pasará si la ciencia médica logra su largamente acariciado objetivo de alargar la vida humana, quizá hasta volverla ilimitada. ¿Qué pasaría con una sociedad donde nadie muriera, donde los adultos no dejaran su lugar a los más jóvenes? ¿Qué cambios sociales y económicos traería eso? ¿Cómo afectaría al planeta?

Por su parte, la biología nos dice de dónde viene la muerte: es el precio que hemos pagado los seres multicelulares por tener cuerpos complejos, formados por miles de millones de células.

La muerte no existe como parte del ciclo de vida de los seres unicelulares, que para reproducirse sólo se dividen. Son, en este sentido, inmortales. La muerte parece haber surgido con la aparición de la multicelularidad. Durante el desarrollo y como parte indispensable del ciclo vital de un organismo, millones de células nacen y mueren continuamente. Y el organismo completo vive durante un periodo limitado, y luego fallece. Cuando se pierde la capacidad de morir, por ejemplo cuando un grupo de células de nuestro cuerpo se vuelve inmortal y comienza a dividirse sin control, da origen a un cáncer (que, paradójicamente, ocasiona la muerte del organismo entero).

Pero la ciencia también nos ayuda a adquirir un sentido de la perspectiva: los nerds podemos hallar cierto consuelo en que, terrorífica como parece, nuestra propia muerte significa bien poco cuando se piensa que todo muere, tarde o temprano. Las construcciones humanas duran, pero no para siempre. Los continentes cambian y se desdibujan, y lo que ahora son México y Centroamérica dejarán algún día de existir para sumergirse bajo el mar. Y el propio planeta Tierra dejará un día de existir cuando, dentro de unos cinco mil millones de años, el Sol agote su reserva de combustible y se convierta en una estrella gigante roja, calcinando nuestro mundo.

Yo espero que para entonces la humanidad haya colonizado otros planetas y sobreviva. Pero incluso eso se acabará, porque el universo no es eterno: quizá siga expendiéndose eternamente, y enfriándose hasta convertirse finalmente en un desierto muerto y congelado, donde nada cambie y nada se mueva, y sólo la Catrina ría, triunfante. Aunque otros modelos predicen que podría comenzar a contraerse, hasta destruir todo en una implosión cósmica –el Big Crunch– que sería el inverso del Big Bang (y quizá el inicio de uno nuevo). O podría expandirse aceleradamente hasta desgarrar literalmente la materia, los átomos y el tejido mismo del espaciotiempo: lo que los cosmólogos denominan el Big Rip. No sabemos aún cuál de estos escenarios es el más probable, pero todos hacen que nuestra Muerte individual parezca más bien insignificante.

No sé si después de leer esto usted se sienta reconfortado, o más deprimido. Pero le deseo un feliz Día de Muertos. Y mejor si es comiendo pan con chocolate.

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domingo, 22 de octubre de 2017

El oro de las estrellas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de octubre  de 2017

Desde hace algunas semanas, entre la comunidad de astrofísicos y expertos en relatividad y cosas similares había corrido un rumor: “se aproxima un gran anuncio en relación con las ondas gravitacionales”.

Usted recordará que este año el premio Nobel de física se entregó a los creadores del detector LIGO, que el 11 de febrero de 2016 permitió detectar, por primera vez, dichas oscilaciones del espacio tiempo, predichas por la teoría de la relatividad de Einstein. Fueron producidas por el choque de dos hoyos negros que, atraídos por su propia gravedad, fueron girando cada vez más rápido en un remolino que los acercó más y más hasta que, al chocar y fundirse, hicieron temblar el tejido del cosmos como una gelatina.

Desde entonces se habían detectado, gracias a los dos detectores LIGO ubicados en distintas partes de los Estados Unidos, y a su primo menor Virgo, en Italia, otras tres fuentes de ondas gravitacionales, también debidas a la fusión de hoyos negros.

Pero el pasado 16 de octubre, la comunidad astronómica finalmente anunció al mundo, en una conferencia de prensa en Washington, DC, que dos meses antes, el 17 de agosto, habían detectado un quinto evento cósmico que emitió ondas gravitacionales intensas durante nada menos que 100 segundos. Gracias a que se tienen detectores tres puntos, los dos LIGO y Virgo, se logró triangular con cierta precisión la región del espacio de donde provenían las ondulaciones.

Dos segundos después el telescopio espacial Fermi de la NASA detectó, en esa misma región, un fenómeno llamado “emisión de rayos gamma”: un tipo de evento que libera cantidades inmensas de radiación electromagnética, y cuyo origen era incierto hasta ahora. Inmediatamente, astrónomos en todo el mundo dirigieron sus telescopios de distintos tipos al cielo. Doce horas más tarde, detectaron luz visible e infrarroja proveniente del mismo punto, ubicado a 130 millones de años luz, en la constelación de la Hidra, y una semana después rayos X, y luego ondas de radio.

Toda esta información permitió deducir que la causa del evento fue el choque de dos estrellas de neutrones que giraban una alrededor de la otra (algo que ya se había predicho teóricamente con mucha precisión). Al fundirse, emitieron ondas gravitacionales y radiación electromagnética –luz visible, rayos gamma, X e infrarrojos, y ondas de radio–, además de cantidades enormes de elementos químicos pesados recién formados, como oro, plata, platino, uranio y varios más.

Origen cósmico de
los elementos químicos
Desde los años ochenta, el astrónomo y divulgador Carl Sagan nos había enseñado que “estamos hechos de materia estelar”: los átomos que constituyen todo el universo fueron “cocinados” en estrellas, a partir de hidrógeno y helio. A su vez éstos, los elementos más ligeros de la tabla periódica, fueron creados en el big bang. A partir de ellos, las estrellas, gracias a las reacciones termonucleares que las hacen brillar, producen otros elementos más pesados como carbono, oxígeno y muchos otros. Pero los elementos más pesados que éstos sólo se producen cuando las estrellas especialmente grandes, luego de acabar de quemar el combustible que las mantiene en equilibrio, se contraen debido a su propia gravedad, y luego explotan para convertirse en supernovas. En este proceso se forman dichos elementos más pesados, que son expulsados hacia el espacio.

El remanente de estas explosiones es a veces, dependiendo de la masa de la estrella que explota, una estrella de neutrones: una esfera de sólo unos 20 kilómetros de diámetro, formada casi exclusivamente por neutrones, y que tiene una densidad inimaginable: puede pesar el doble que el Sol. Una cucharadita de este material pesaría unas mil millones de toneladas, o unas 900 veces el peso de la Gran Pirámide de Egipto. Fueron dos de estas esferas de materia superdensa las que chocaron en el evento detectado el 17 de agosto.

Además de producir ondas gravitacionales y electromagnéticas, este cataclismo cósmico mostró que la principal fuente de elementos químicos pesados en el universo no son, como se pensaba hasta ahora, las supernovas, sino los choques de estrellas de neutrones, que producen lo que se conoce como kilonovas. En particular, se calcula, por ejemplo, que la kilonova de agosto produjo una cantidad de oro equivalente a unas 10 veces la masa de la Tierra. Además, ayudó a precisar el valor de la llamada constante de Hubble, que indica a qué velocidad se está expandiendo el universo, y prácticamente resolvió el misterio del origen de las emisiones de rayos gamma, entre otros importantísimos avances.

Cuando el año pasado se descubrieron las ondas gravitacionales, se dijo que ahora los astrónomos tenían una nueva “ventana” disponible, además de la radiación electromagnética ­para estudiar el universo. Tan sólo un año después, esta nueva herramienta comienza a dar resultados de gran riqueza, y confirma que el Nobel de física de este año no pudo haber sido más acertado.

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miércoles, 28 de septiembre de 2016

Más rápido que la luz

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de septiembre de 2016

El Enterprise(Foto: http://bit.ly/2cBCIuO)
La semana pasada comenté lo mucho que disfruté la nueva película de Star Trek. Tenía yo intención de comentar uno de los conceptos clásicos de esta serie: la “propulsión warp” (warp drive), que le permite a la nave interestelar Enterprise viajar a velocidades superlumínicas.

Tal cosa es posible en una película de ciencia ficción, pero no en la realidad. ¿Por qué no se puede viajar más rápido que la luz? La explicación es compleja, pero resumámosla en dos partes. Uno: desde finales del siglo XIX se sabe, gracias a experimentos precisos, que la velocidad de la luz en el vacío es una constante: jamás cambia, independientemente de si la fuente que la produce se mueve o no.

Y dos: en su teoría de la relatividad especial, planteada en su “año maravilloso” de 1905, Albert Einstein probó que conforme un objeto se acelera su masa va aumentando. Al llegar a la velocidad de la luz, la masa se volvería infinita, y para moverla se necesitaría una cantidad infinita de energía.

Sin embargo, desde que la serie Viaje a las estrellas (Star Trek) comenzó en 1966, se afirmó que el Enterprise contaba con propulsión warp (la palabra warp significa “doblar” o “plegar”), que funcionaba deformando de alguna manera el espacio para viajar más rápido que la luz sin violar la teoría de la relatividad. Según la Wikipedia, el concepto de propulsión warp había sido propuesto ya desde 1931 por John W. Campbell –el famoso escritor y editor estadounidense que impulsó en gran parte el surgimiento de la edad dorada de la ciencia ficción– en su novela Islands of space.

Los escritores de la edad dorada se preciaban de basar su ficción en ciencia real: el concepto de propulsión warp era científicamente plausible, pues no violaba los supuestos de la relatividad, y así fue adoptado en Star Trek y muchos otros relatos, series y películas de ciencia ficción. Pero no fue hasta 1994 que se volvió científicamente posible.

La propulsión warp de Alcubierre
(Foto: http://bit.ly/2cBCe7L)
Ese año el físico mexicano Miguel Alcubierre (hoy director del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM) estudiaba un posgrado en la Universidad de Gales, en Cardiff. Era fan de la ciencia ficción y de Star Trek, y un día, pensando cómo podría funcionar la propulsión warp en la realidad, tuvo una idea que sintió prometedora. La escribió, la desarrolló matemáticamente, la comentó con sus colegas y la envió a la revista científica Classical and Quantum Gravity (Gravedad clásica y cuántica), donde fue aceptada y publicada con el nombre de “The warp drive: hyper-fast travel within general relativity” (La propulsión warp: viaje hiper-rápido dentro [del marco conceptual] de la relatividad general”).

La idea de Alcubierre se basa en el concepto cosmológico del origen del universo durante el big bang. En ese momento el espacio comenzó a expandirse y el tiempo comenzó a correr. Pero ocurre que en ese proceso, el espacio se expandió a una velocidad superior a la de la luz, sin que ello violara la relatividad porque, como dice el propio Alcubierre en su artículo, “la enorme velocidad (…) viene de la expansión del espacio mismo”. ¿Qué pasaría si una nave lograra deformar el espacio de manera similar, comprimiéndolo delante de sí y expandiéndolo detrás suyo? ¿Cómo podría lograrse tal cosa?

El concepto de nave con propulsion
warp que está explorando la NASA
(Foto: http://bit.ly/2cBDnfv)
La propuesta de Alcubierre es meramente teórica, y matemáticamente compleja para alguien que no sepa física relativista, pero lo ha hecho inmensamente famoso entre los fans de Star Trek. Su puesta en práctica requeriría una gran densidad de “energía negativa”, que sólo puede obtenerse en presencia de “materia exótica” (por ejemplo, la misteriosa materia oscura), algo que todavía está muy lejos del alcance de la tecnología humana, y quizá siempre lo esté. Aún así, la NASA anunció hace dos años que está explorando la posibilidad (teórica, claro) de que un motor warp derivado del modelo de Alcubierre pudiera llegar a ser diseñado y construido, y que funcionara.

Al final, se confirma que la buena ciencia ficción no sólo parte de la ciencia real, sino que puede ser una inspiración para ella.

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jueves, 18 de febrero de 2016

Olas de gravedad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de febrero de 2016


El jueves pasado, 11 de febrero, la comunidad científica mundial –y, con un poco de retraso, los medios de comunicación– se estremeció por lo que muchos califican de “el descubrimiento científico del siglo” (no sé si lo sea, pero seguro es por lo menos el del año, y probablemente el de la década). El Observatorio de Interferometría Láser de Ondas Gravitacionales (LIGO) cumplió con el cometido para el que fue construido: detectar de manera categórica, por primera vez desde que fueron predichas por la teoría general de la relatividad de Einstein, ondas de gravedad.

¿Qué son las ondas gravitacionales, y por qué es importante este descubrimiento? Vamos por partes.

Si el lector estuviera sumergido en una piscina con la cabeza fuera, y alguien arrojara una piedra al agua, podría ver las olas –ondas– que el impacto causaría en la superficie del agua. Si estuviera sumergido y, digamos, un pequeño petardo estallara dentro de la piscina, no vería olas, pero sentiría el golpe tridimensional de las ondas de impacto, que se transmitiría a través de todo el cuerpo de agua.

En ambos casos, las ondas están formadas por agua en movimiento oscilante. Hay otras cosas que se transmiten mediante ondas: el sonido, que también requiere de algún material –gaseoso, líquido o sólido– y la radiación electromagnética, que se transmite en el vacío. Pero las ondas gravitacionales son algo completamente distinto. No son la forma como se transmite la gravedad, sino algo más complejo.

Durante toda su historia, la humanidad pudo observar el universo que nos rodea –estrellas y planetas y galaxias– solamente a través de la luz visible que llega desde ellos hasta nosotros. Primero a simple vista, y luego usando telescopios cada vez más precisos y potentes. En los años 30 del siglo pasado se construyeron los primeros radiotelescopios: telescopios que podían captar otro tipo de radiación electromagnética: las ondas de radio. Más adelante, se construyeron telescopios que captan luz infrarroja, ultravioleta, rayos X y microondas. Cada una de estas “ventanas” que abrimos para estudiar el universo nos ofreció nuevas revelaciones. Pero se trataba siempre de ondas electromagnéticas, aunque de distintas longitudes.

Cuando a principios del siglo XX Albert Einstein propuso su teoría de la relatividad, cambió por completo la manera en que entendemos el espacio, el tiempo y la gravedad. Antes, el espacio y el tiempo se consideraban inmutables, y la gravedad era una fuerza de atracción entre cuerpos. Pero Einstein mostró que la masa de los cuerpos es capaz de deformar lo que él llamó “el espaciotiempo” (pues en su visión el tiempo es una cuarta dimensión equivalente a las tres del espacio; de ahí los extraños fenómenos relativistas en que el espacio y el tiempo se distorsionan). La gravedad es precisamente esa deformación del espaciotiempo causada por la masa.

Entonces, si dos masas muy grandes llegaran, por ejemplo, a chocar, producirían una onda de deformación que se iría expandiendo por todo el espaciotiempo a su alrededor: ondas de gravedad.

El interferómetro de LIGO en
Hanford, estado de Washington
El proyecto estadounidense LIGO se construyó, con un costo de más mil cien millones de dólares durante más de 40 años, justo para detectar estas ondas. Consiste en dos enormes interferómetros: aparatos en que un rayo de luz láser se hace rebotar en espejos a lo largo de dos tubos dispuestos en ángulo recto, como una L. Uno está situado en Washington y otro en Luisiana; cada uno tiene dos brazos de 4 kilómetros de longitud. Si una onda de gravedad pasara por estos lugares, el espacio mismo se deformaría (y no podríamos darnos cuenta). Pero, por ser perpendiculares, dicha deformación sería más notoria en uno de los brazos de los detectores que en el otro. Como las dos ramas del rayo láser se hacen coincidir en el centro, la deformación producida por la onda de gravedad se detectaría porque en lugar de coincidir perfectamente, habría un patrón de interferencia entre los dos rayos de luz. (La interferometría es la misma técnica que se utilizó originalmente, en 1887, para medir con precisión la velocidad de la luz.)

El 14 de septiembre del año pasado, LIGO, cuya sensibilidad le permite detectar cambios en la longitud de sus brazos de una diezmilésima del tamaño de un protón, fue puesto en marcha. Se esperaba que pudiera detectar el choque de pares de estrellas de neutrones que giran una alrededor de otra. Pero halló algo mejor. Casi de inmediato detectó una señal intensa que, al ser analizada, resultó ser producida por el choque de dos enormes agujeros negros, con masas de 36 y 29 veces la del Sol, que giraban alrededor de su centro de gravedad cada vez más rápidamente –250 veces por segundo, al final–, hasta que se fundieron para producir un agujero negro aún más enorme: de 62 masas solares. El proceso duró un quinto de segundo.

¿Y las 3 masas solares faltantes? Se convirtieron en la energía que se propagó en forma de ondas gravitacionales.

El descubrimiento confirma la teoría de Einstein, y revela que existen agujeros negros binarios que giran en pareja. Además, justifica el gasto en el LIGO y asegura que se construirán nuevos y más potentes interferómetros (incluso en el espacio). Pero no sólo eso: constituye una manera totalmente nueva de explorar el universo, ya no a través de ondas electromagnéticas sino gravitacionales. Es, según los expertos, como si hasta ahora la humanidad sólo hubiera tenido ojos, y hoy también gozáramos de oídos.

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miércoles, 13 de enero de 2016

La correctora de Hawking

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de enero de 2016

La ciencia no es como la pintan. No es un método infalible para averiguar “verdades” sobre la naturaleza, sino sólo una manera, la mejor que conocemos, de construir conocimiento confiable, pero siempre perfectible, sobre ella.

Tampoco es una disciplina con reglas fijas donde esté siempre claro si una investigación está bien o mal hecha. Como en toda actividad humana, hay en ella virtuosismo y dedicación, calidad, esfuerzo infructuoso, mediocridad, confusión, locura y hasta fraude. Y a veces resulta muy difícil distinguir entre ellos.

El pasado 3 de noviembre el portal periodístico Deconstrucción.org publicó una nota, firmada por Misael Zúñiga Gallegos, con un impactante titular: “Corrige astrofísica chihuahuense Leticia Corral hipótesis de Stephen Hawking”. En ella se afirmaba que la académica del Instituto Tecnológico de Cuauhtémoc había recibido “un reconocimiento de la Organización Mundial de Ingenieros” por un trabajo donde desarrollaba “un modelo matemático para medir la entropía del big bang”, el cual “contradice una hipótesis de Hawking llamada caja de espacio de Hawking”, pero apoya otro modelo de la curvatura del universo propuesto por Roger Penrose con base en un concepto desarrollado por el matemático alemán Hermann Weil.

(A grandes rasgos, el trabajo aborda el problema de medir la entropía, propiedad fisicoquímica relacionada con el desorden, del universo. En el big bang, cuando todo estaba en un punto, la entropía debería ser infinitamente baja, según Hawking: no había desorden. Pero hay propuestas alternas, como la explorada por Corral, que cuestionan esta idea. Y el tema tiene que ver con el desarrollo posterior del universo: su dinámica, crecimiento, forma y destino final.)

El cinco de enero de este año la noticia saltó repentinamente a un gran número de medios mexicanos, incluyendo Sala de prensa y Excélsior, donde la nota se reprodujo casi literalmente. En todos los casos, se hacía énfasis en el orgullo de que una mexicana hubiera “corregido” a un físico de la fama y estatura de Hawking (¡viva la ciencia mexicana, cabrones!, parecía ser el grito unánime). Curiosamente, en ningún caso se entrevistaba a la doctora Corral ni a otro astrofísico.

Para cualquiera que conozca de ciencia, la noticia de que una investigadora mexicana de un pequeño tecnológico estatal haya “corregido” a Stephen Hawking resulta, por lo menos, muy sospechosa. Investigando, varios científicos y comunicadores de la ciencia comenzaron a discutir en las redes sociales la noticia y hallaron varios hechos interesantes. En primer lugar, la doctora Corral no es astrofísica: sus grados son en ingeniería química, matemáticas y ciencia de materiales. En segundo, sus publicaciones académicas son en campos como robótica e ingeniería; no tienen nada que ver con la astrofísica ni la cosmología. Además, el supuesto reconocimiento a su investigación no fue otorgado por astrofísicos, sino por ingenieros, y en realidad era sólo un primer lugar como “el trabajo más original” presentado en un congreso. Su investigación, titulada “Model to predict the lowness of entropy at the big bang with relativistic equations” (Modelo para predecir la baja entropía en el big bang con ecuaciones relativistas, titulado y escrito en un inglés esperpéntico) fue, según describe la propia Corral, rechazado por una revista especializada (Entropy), y sólo se publicó, sin un arbitraje riguroso, y probablemente sin ser siquiera revisado por un editor, en las memorias del Congreso Mundial de Ingeniería 2015, donde lo presentó ante un público de ingenieros que probablemente no tenían mayores conocimientos de astrofísica.

Mas aún: el trabajo formal, aunque utiliza el lenguaje y las matemáticas de la astrofísica, resulta confuso y poco inteligible. Todo parece indicar que la doctora Corral, quien es merecidamente reconocida como una académica destacada del Tecnológico de Cuauhtémoc, es una amateur de la astrofísica, sin una preparación formal en el campo, que ha hecho una propuesta un tanto arriesgada, y quizá no muy rigurosa, que difícilmente será tomada en serio por los especialistas.

¿Qué es lo que ocurrió entonces? ¿Estamos ante una genio incomprendida, una farsante, una chiflada, alguien que simplemente exagera, o bien que no entiende de qué habla? No queda muy claro. Pero lo que si queda clarísimo es que los medios, comenzando por Deconstrucción (que introdujo la idea de que Corral había “corregido” a Hawking) y continuando con todos los demás que dieron la nota, mostraron una lamentable falta de rigor y de preparación para manejar noticias científicas.

La propia doctora Corral ha salido (en NetNoticias.com, de Ciudad Juárez) a aclarar que es matemática y doctora en ciencia de materiales, pero no astrofísica. “Estudio astrofísica, pero no soy astrofísica” (aunque eso sí, insistió en que “he leído casi todos los libros de Roger Penrose y Stephen Hawking”). También dejó clara la situación del supuesto premio: “Saqué la más alta calificación en originalidad en el modelo, por el comité científico internacional [del congreso], pero no un premio, como lo están manejando los medios”.

Lo que se fue creando en los medios, y se difundió en las redes sociales, fue la imagen de Corral como una científica destacada a nivel internacional. Excélsior destaca, por ejemplo, que en 2012 había declarado en una conferencia que “Viajar en el tiempo es factible, a la fecha se ha probado en modelos matemáticos y se hacen los intentos para construir máquinas que funcionen con antimateria” (declaración, por lo menos, cuestionable). La página de Sistema de Tecnológicos de la SEP (al cual pertenece el de Cuauhtémoc) destaca que “ha dedicado su vida al conocimiento científico y tecnológico” –cuando lo mismo hace cualquier científico– y que “recibió el nombramieto [sic] como Seesion Chair [resic] por Asociación Internacional de Ingenieros”… pero eso consiste simplemente en que se le pidió coordinar una sesión, “honor” que puede recibir hasta un estudiante.

Por su parte, Deconstrucción usó expresiones que hacen sonar a Corral como alguien interesante y genial, como decir que su investigación “significaba el trabajo de toda una vida” –su currículum parece indicar que es más bien un pasatiempo–; que “fue invitada a la Universidad de Oxford, donde se entrevistó con Sir Roger Penrose” –de lo cual no existe ninguna evidencia– y que “actualmente la Dra. Corral investiga la gravedad cuántica, para poderlo unir este factor [sic] con el modelo que propone”, cuando el tema ha ocupado a las mejores mentes de la física desde Einstein sin haberse podido resolver.

Y la propia Corral parece disfrutar actuando el personaje que le han construido, dando declaraciones como que “He ido a muchos países a dar conferencias a nivel internacional, he ido a muchísimos países a dar conferencias, la última la di en el Imperial College [Londres], a Dubai, en Portugal…”, cuando viajar a congresos, cursos y conferencias es parte de la labor cotidiana de cualquier investigador mediano.

En mi opinión, más allá de la personalidad, logros o calidad del trabajo de la protagonista, el caso es una muestra más de lo urgente que resulta formar más y mejores periodistas científicos, preparados para manejar las complejidades y ocasionales enredos de la fuente de ciencia, de modo que no colaboren a desinformar difundiendo información exagerada o inexacta. Y su amplísima difusión triunfalista en las redes es una expresión más de la muy mexicana tendencia a creer que nuestras ilusiones de ser los mejores, los “más chingones”, pueden volverse realidad simplemente con desearlo. Ya lo dijo el genial Chava Flores: “¿a qué le tiras cuando sueñas, mexicano?”.

Por supuesto, no bastará con tener mejores periodistas científicos: también habrá que formar editores y dueños de medios que los valoren, y un público que aprecie su trabajo.

Ojalá el caso sirva de ejemplo para tratar de caminar en esa dirección.


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