Martín Bonfil Olivera
26 de julio de 2006
Es bonito adoptar posturas pacifistas y decir que no hay problema. Pero a veces no es posible. No hablo del conflicto PRD-PAN, sino de otros que inevitablemente surgen cuando un mismo asunto involucra ciencia y religión. Como el actual debate sobre la investigación con células madre embrionarias humanas.
O quizá el conflicto es más bien entre medicina y ética. El nuevo conocimiento que surgiría de dichas investigaciones y los avances que —promete la ciencia médica— éste haría posibles, se enfrenta con la convicción de que utilizar tejido de un embrión (así sea de pocos días, un blastocisto formado por unas decenas de células no diferenciadas y todavía sin nada parecido a un sistema nervioso) es atentar contra la dignidad de un futuro ser humano.
El debate ya se ha dado antes: en algún momento se consideraba éticamente inadmisible usar cadáveres para investigar cómo está hecho el cuerpo humano. La prohibición religiosa fue terminante. Lo mismo ocurrió con los primeros transplantes y transfusiones. Sin embargo, hoy pensamos diferente.
La semana pasada el Senado estadunidense aprobó una ley que aumenta los fondos federales para realizar investigación con células madre (más correctamente llamadas células precursoras). El presidente George W. Bush se apresuró a vetarla, como había anunciado, utilizando el argumento (también sostenido por la Iglesia católica) de que extraer la células madre embrionarias —procedimiento que destruye al blastocisto— equivale a asesinar a un ser humano. (El mismo argumento, dicho sea de paso, que se utiliza para oponerse radicalmente al aborto.)
Lo importante del caso es que este veto, que tarde o temprano será superado (una mayoría de los ciudadanos de EU está a favor de la investigación), sólo aumenta la desventaja de los investigadores estadunidenses frente a sus colegas de otros países. Hasta hace poco, el 50 por ciento de las publicaciones científicas sobre el tema provenía de Estados Unidos; hoy ese porcentaje ha bajado a 30 por ciento.
Uno de los mayores enemigos de la fe, según los últimos dos papas católicos, es el “relativismo” ético. Probablemente tienen razón, pues frente a dogmas necesariamente invariables, la ciencia, con su naturaleza esencialmente cambiante, evolutiva, puede parecer subversiva. Por suerte, en este caso es probable que los cambios en nuestra ética, y los beneficios médicos que los sustenten, serán para bien.
mbonfil@servidor.unam.mx
Columna semanal divulgación científica de Martín Bonfil Olivera, de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia, de la UNAM.
miércoles, 26 de julio de 2006
miércoles, 19 de julio de 2006
Espejos en el cerebro
Martín Bonfil Olivera
19 de julio de 2006
Milenio Diario
Para Laura Lecuona,19 de julio de 2006
Milenio Diario
compañera cinéfila
La escena es común. Un celular suena a media película. Un desconsiderado contesta y se pone a hablar. Un vecino se queja. La agresión que sigue no es tan común: el del celular amenaza con arrojar su refresco al quejoso, que se repliega con cada vaivén del vaso, causando la risa del agresor. El líquido finalmente es arrojado, pero la reacción del agredido (levantarse para poner una queja) provoca una respuesta inesperada: el agresor se lanza sobre el quejoso, derribándolo e iniciando una gresca.
Más allá del estudio de la agresión entre primates, el ejemplo destaca la novedad de la última década de estudio del cerebro: la existencia de neuronas espejo que simulan o reflejan lo que observamos. Las de la región que controla el movimiento de nuestro brazo se activan cuando el sujeto ve a otro individuo estirar el suyo para tomar algo. Las del tacto, que se activan al rozar la pierna con una pluma, pueden también activarse al ver en video cómo la misma pluma roza la pierna de otro.
La utilidad de las neuronas espejo, descubiertas originalmente en simios, parece ser predecir los movimientos (e incluso las intenciones detrás de los movimientos) de quienes nos rodean. El contexto de una misma acción (tomar una taza de café) activa distintas áreas del cerebro dependiendo de si la intención parece ser beber (cuando la mesa está ordenada y hay galletas y leche al lado) o simplemente limpiar una mesa desordenada.
Las neuronas espejo incluso parecen jugar un papel en la capacidad para sentir empatía: ponerse en el lugar de otra persona. Las de niños con problemas de empatía, así como de pacientes autistas (incapaces de generar modelos internos de lo que sienten otras personas) presentan menor actividad que las del común de la gente.
En el cine, el quejoso se encogía ante la amenaza del refresco porque sus neuronas espejo le permitían leer la intención del agresor: mojarlo. Las del agresor interpretaron, erróneamente, el ponerse de pie como un preludio a la agresión.
El estudio de las neuronas espejo promete ser importante para la psicología clínica y del aprendizaje, el autismo e incluso quizá en la actuación y la mercadotecnia. Mientras los cines no instalen bloqueadores de celulares en sus salas, sólo espero que la próxima vez que mi vecino conteste su teléfono no haya también comprado un refresco.
Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx
jueves, 13 de julio de 2006
La década de Dolly
Milenio Diario
La ciencia por gusto
12 de julio de 2006
El 5 de julio se cumplieron diez años del nacimiento de la oveja Dolly, primer mamífero clonado del mundo. La noticia pasó inadvertida, quizá por el tenso momento electoral, o quizá porque la posibilidad de obtener duplicados genéticamente idénticos de gatos, perros, vacas, ratones, simios y cerdos forma ya parte de nuestra normalidad.
El 23 de febrero de 1997, fecha en que Dolly fue presentada en sociedad (luego de una prudente espera para estar seguros de que la oveja sobrevivía y estaba sana), quedó demostrado que algo considerado imposible no lo era.
El éxito de Ian Wilmut y Keith Campbell, del Instituto Roslin, en Escocia, se debió a un trabajo científico profesional, serio y tenaz. Pero también a la relativa buena suerte que tuvieron de estar trabajando con células vivas, un sistema especialmente noble.
Para crear a Dolly se usó una célula de la oveja que se quería clonar (específicamente de su glándula mamaria, hecho que llevó a bautizar al clon en honor de Dolly Parton, la cantante country famosa por sus generosos atributos pectorales). Se le extrajo el núcleo y se insertó en un óvulo de otra oveja de una variedad distinta, al que previamente se le había eliminado el suyo.
Pero el transplante de núcleo es un proceso muy burdo: equivale a abrir el abdomen de un paciente con cirrosis, sacarle el hígado, arrojar al interior un hígado nuevo y luego simplemente cerrar la herida y esperar que funcione.
Sin embargo, ¡funcionó! No es tan sorprendente. Si se toma en cuenta que las primeras células surgieron mediante un proceso azaroso de agregamiento de piezas que fueron acoplándose, y que dependían de poder aprovechar los componentes útiles que les ofrecía el ambiente que las rodeaba, es natural que cuenten, en cierta medida, con la capacidad de autoensamblarse y autorrepararse.
En cambio, la clonación de seres humanos sigue estando, al parecer, fuera de nuestro alcance. En parte por dificultades técnicas (baja eficiencia del proceso y defectos degenerativos en los clones), pero también por problemas éticos. Mientras no pueda asegurarse que la clonación produciría embriones humanos sanos y viables, es mejor no crearlos.
Aunque, ¿quién sabe?: quizá pronto se descubra una forma de superar estos problemas y la clonación se convierta en un proceso eficiente y seguro. ¡Hace diez años nadie hubiera creído que se pudiera clonar una oveja!
La ciencia por gusto
12 de julio de 2006
El 5 de julio se cumplieron diez años del nacimiento de la oveja Dolly, primer mamífero clonado del mundo. La noticia pasó inadvertida, quizá por el tenso momento electoral, o quizá porque la posibilidad de obtener duplicados genéticamente idénticos de gatos, perros, vacas, ratones, simios y cerdos forma ya parte de nuestra normalidad.
El 23 de febrero de 1997, fecha en que Dolly fue presentada en sociedad (luego de una prudente espera para estar seguros de que la oveja sobrevivía y estaba sana), quedó demostrado que algo considerado imposible no lo era.
El éxito de Ian Wilmut y Keith Campbell, del Instituto Roslin, en Escocia, se debió a un trabajo científico profesional, serio y tenaz. Pero también a la relativa buena suerte que tuvieron de estar trabajando con células vivas, un sistema especialmente noble.
Para crear a Dolly se usó una célula de la oveja que se quería clonar (específicamente de su glándula mamaria, hecho que llevó a bautizar al clon en honor de Dolly Parton, la cantante country famosa por sus generosos atributos pectorales). Se le extrajo el núcleo y se insertó en un óvulo de otra oveja de una variedad distinta, al que previamente se le había eliminado el suyo.
Pero el transplante de núcleo es un proceso muy burdo: equivale a abrir el abdomen de un paciente con cirrosis, sacarle el hígado, arrojar al interior un hígado nuevo y luego simplemente cerrar la herida y esperar que funcione.
Sin embargo, ¡funcionó! No es tan sorprendente. Si se toma en cuenta que las primeras células surgieron mediante un proceso azaroso de agregamiento de piezas que fueron acoplándose, y que dependían de poder aprovechar los componentes útiles que les ofrecía el ambiente que las rodeaba, es natural que cuenten, en cierta medida, con la capacidad de autoensamblarse y autorrepararse.
En cambio, la clonación de seres humanos sigue estando, al parecer, fuera de nuestro alcance. En parte por dificultades técnicas (baja eficiencia del proceso y defectos degenerativos en los clones), pero también por problemas éticos. Mientras no pueda asegurarse que la clonación produciría embriones humanos sanos y viables, es mejor no crearlos.
Aunque, ¿quién sabe?: quizá pronto se descubra una forma de superar estos problemas y la clonación se convierta en un proceso eficiente y seguro. ¡Hace diez años nadie hubiera creído que se pudiera clonar una oveja!
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miércoles, 5 de julio de 2006
Elecciones, emociones y neuronas
Milenio Diario
La ciencia por gusto
Martín Bonfil Olivera
La semana pasada afirmé que "si la racionalidad juega un papel central en la ciencia, también debe jugarlo en la democracia". En teoría, las decisiones de los ciudadanos deberían tomarse racionalmente, con base en información confiable sobre los candidatos y sus propuestas.
Pero no es así. Cada vez más, en todo el mundo, las campañas electorales son, en vez de propuestas argumentadas en forma racional, sangrientas competencias publicitarias que manipulan las emociones de los electores. Es al profundo y antiguo cerebro reptiliano, que gobierna instintos y emociones, al que se dirigen las campañas, y no a la evolucionada corteza de primates que nos hace humanos.
El escéptico profesional Michael Shermer comenta, en su columna en Scientific American, una interesante investigación llevada a cabo por el psicólogo Drew Westen, de la Universidad Emory, en Atlanta, en que explora cómo maneja el cerebro las preferencias electorales.
Westen mostró a sujetos demócratas o republicanos citas en que los candidatos a presidente en 2004, John Kerry o George Bush, se contradecían flagrantemente. Los demócratas tendieron a minimizar las contradicciones de Kerry, mientras que las de Bush les parecían imperdonables; lo contrario ocurrió con los republicanos. El cerebro de los sujetos fue monitoreado con resonancia magnética funcional. Resultó que las áreas asociadas con la racionalidad (corteza prefrontal) permanecían inactivas, y las que se activaban eran las asociadas con las emociones (amígdala y giro cingulado). Al parecer, son efectivamente las emociones las que controlan nuestras preferencias electorales. Pero no tiene que ser así.
Algo similar ocurre en ciencia: las emociones tienden a hacer que los investigadores prefieran los resultados que apoyan sus teorías favoritas y desprecien los que las contradicen. Sin embargo, mediante la discusión abierta y comunitaria (verdadera inteligencia colectiva) y la crítica fundamentada, la comunidad científica supera sus sesgos emocionales y toma decisiones racionales.
No estaría mal, opina Shermer, que la política adoptara algunos de los mecanismos de la ciencia para intentar que la racionalidad predomine sobre las emociones. Quizá si esto ocurriera, una campaña basada en el miedo no hubiera tenido el éxito que, tristemente, parece haber tenido en nuestro pobre país.
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miércoles, 28 de junio de 2006
Ciencia, votos y pensamiento crítico
Martín Bonfil Olivera
18 de junio de 2005
Varios colegas columnistas de este diario han expresado por quién van a votar y por qué. Aunque esta columna está dedicada a la ciencia y no a la política, me tomo por una vez la libertad de hacer lo mismo. Y es que tengo la impresión, quizá subjetiva o ilusoria, de que algo tiene que ver mi decisión con mi perspectiva profesional como divulgador científico (es decir, como parte de la comunidad científica del país).
Lamentablemente, ninguno de los tres candidatos punteros incluyó en sus campañas una propuesta de política científica de Estado. Los candidatos siguen sin tener idea de la importancia que una ciencia madura y pujante (parte de un sistema científico-tecnológico-industrial vigoroso) tendría para el bienestar nacional.
Si la racionalidad juega un papel central en la ciencia, también debe jugarlo en la democracia. Como ciudadano promotor de la ciencia, me encuentro imposibilitado para votar por el partido de la derecha: el del paternalismo católico que prohíbe la investigación con células madre, que penaliza indiscriminada e irracionalmente el aborto, que se opone al reconocimiento de los derechos ciudadanos de las minorías sexuales que prefiere defender dogmas (incluyendo los neoliberales) por encima de la voluntad y el bienestar ciudadanos. Que niega la posibilidad de construir algo diferente y mejor.
Tampoco puedo votar por el partido de la dictadura perfecta y la corrupción. Menos con un candidato como Madrazo. Quizá algún día lejano el PRI recupere sus ideales revolucionarios y nacionalistas y se convierta en una verdadera opción de centro. Todavía no.
Queda pues, el partido de la izquierda, acorde con mis afinidades personales y con la tendencia ideológica de la mayoría, creo, de los universitarios y científicos del país. Su candidato, aunque tiene defectos, ofrece buscar el bien común y ha sabido remontar las tretas más sucias para descalificarlo de la contienda (no olvidemos la canallada del desafuero).
La izquierda sigue cargando defectos históricos. Y sigue crónicamente dividida (aquí la capacidad de los científicos para formar acuerdos sería útil). También es la opción más honestamente democrática.
Por eso, con más esperanza que certeza, con más convicción y voluntad crítica que ilusiones, este columnista votará el domingo por el PRD. Luego, claro, habrá que exigir que se cumpla lo prometido.
18 de junio de 2005
Varios colegas columnistas de este diario han expresado por quién van a votar y por qué. Aunque esta columna está dedicada a la ciencia y no a la política, me tomo por una vez la libertad de hacer lo mismo. Y es que tengo la impresión, quizá subjetiva o ilusoria, de que algo tiene que ver mi decisión con mi perspectiva profesional como divulgador científico (es decir, como parte de la comunidad científica del país).
Lamentablemente, ninguno de los tres candidatos punteros incluyó en sus campañas una propuesta de política científica de Estado. Los candidatos siguen sin tener idea de la importancia que una ciencia madura y pujante (parte de un sistema científico-tecnológico-industrial vigoroso) tendría para el bienestar nacional.
Si la racionalidad juega un papel central en la ciencia, también debe jugarlo en la democracia. Como ciudadano promotor de la ciencia, me encuentro imposibilitado para votar por el partido de la derecha: el del paternalismo católico que prohíbe la investigación con células madre, que penaliza indiscriminada e irracionalmente el aborto, que se opone al reconocimiento de los derechos ciudadanos de las minorías sexuales que prefiere defender dogmas (incluyendo los neoliberales) por encima de la voluntad y el bienestar ciudadanos. Que niega la posibilidad de construir algo diferente y mejor.
Tampoco puedo votar por el partido de la dictadura perfecta y la corrupción. Menos con un candidato como Madrazo. Quizá algún día lejano el PRI recupere sus ideales revolucionarios y nacionalistas y se convierta en una verdadera opción de centro. Todavía no.
Queda pues, el partido de la izquierda, acorde con mis afinidades personales y con la tendencia ideológica de la mayoría, creo, de los universitarios y científicos del país. Su candidato, aunque tiene defectos, ofrece buscar el bien común y ha sabido remontar las tretas más sucias para descalificarlo de la contienda (no olvidemos la canallada del desafuero).
La izquierda sigue cargando defectos históricos. Y sigue crónicamente dividida (aquí la capacidad de los científicos para formar acuerdos sería útil). También es la opción más honestamente democrática.
Por eso, con más esperanza que certeza, con más convicción y voluntad crítica que ilusiones, este columnista votará el domingo por el PRD. Luego, claro, habrá que exigir que se cumpla lo prometido.
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miércoles, 21 de junio de 2006
Como te ven te tratan
MILENIO DIARIO
Martín Bonfil Olivera
21 de junio de 2006
Es importante es el aspecto personal de los científicos? Más allá de la lamentable imagen del "científico loco", distraído y despeinado (herencia de Einstein), rara vez, en la imagen popular, salen bien parados. Veamos ejemplos..
El físico Stephen Hawking, famoso por su Breve historia del tiempo, descubrió los hoyos negros, y sus ideas han revolucionado la cosmología. Padece de esclerosis amiotrófica lateral, enfermedad que lo ha paralizado, confinándolo a una silla de ruedas. Hoy no puede ya hablar, y se comunica por medio de un sintetizador de voz. Esta perturbadora imagen -un cerebro genial alojado en un cuerpo inmovilizado, rodando en su silla motorizada y que se comunica mediante una extraña voz electrónica- se ha convertido en un nuevo icono del científico. Incluso ha aparecido en Los Simpson, y una ópera moderna tenía un personaje inspirado en él.
Hawking refuerza la imagen de los científicos como personajes extraños, y seguramente no atrae a los ciudadanos hacia la ciencia. Pero no todo está perdido: también hay científicos famosos de aspecto más normal.
Algunos son graciosos: Richard Feynman, físico ganador del Premio Nobel, gustaba de gastar bromas, tocar los bongós y desfilar bailando samba en Río. Siempre sonriente, era de un sport desenfadado, aunque si era necesario vestía traje. El desaliñado James Watson, también Nobel y codescubridor de la doble hélice del ADN, gozaba en su juventud de hacer bromas y parecía no tener la menor idea de nada. En sus libros relata sus dificultades para ligar chicas.
Hay también científicos empresarios, como Craig Venter, biólogo molecular dueño de la compañía Celera Genomics, que secuenció el genoma humano. Bien trajeado, su agresiva imagen es la del perfecto hombre de negocios.
Otros científicos cultivan la imagen informal, como Carl Sagan, a quien se recuerda conduciendo Cosmos con saco de pana y camisa de cuello de tortuga. El biólogo Richard Dawkins cultiva un aspecto similar, y es percibido como bastante galán. Otro biólogo famoso, Stephen Jay Gould (que también apareció en Los Simpson), era más bien comodón, y siempre daba la impresión de recién haber despertado de la siesta.
En el fondo, los científicos son sólo personas normales. Aunque, pensándolo bien, y para conseguir fondos, quizá convendría que cultivaran su imagen de genios locos. ¡Al menos podrían rentarse para anuncios!
comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx
Martín Bonfil Olivera
21 de junio de 2006
Es importante es el aspecto personal de los científicos? Más allá de la lamentable imagen del "científico loco", distraído y despeinado (herencia de Einstein), rara vez, en la imagen popular, salen bien parados. Veamos ejemplos..
El físico Stephen Hawking, famoso por su Breve historia del tiempo, descubrió los hoyos negros, y sus ideas han revolucionado la cosmología. Padece de esclerosis amiotrófica lateral, enfermedad que lo ha paralizado, confinándolo a una silla de ruedas. Hoy no puede ya hablar, y se comunica por medio de un sintetizador de voz. Esta perturbadora imagen -un cerebro genial alojado en un cuerpo inmovilizado, rodando en su silla motorizada y que se comunica mediante una extraña voz electrónica- se ha convertido en un nuevo icono del científico. Incluso ha aparecido en Los Simpson, y una ópera moderna tenía un personaje inspirado en él.
Hawking refuerza la imagen de los científicos como personajes extraños, y seguramente no atrae a los ciudadanos hacia la ciencia. Pero no todo está perdido: también hay científicos famosos de aspecto más normal.
Algunos son graciosos: Richard Feynman, físico ganador del Premio Nobel, gustaba de gastar bromas, tocar los bongós y desfilar bailando samba en Río. Siempre sonriente, era de un sport desenfadado, aunque si era necesario vestía traje. El desaliñado James Watson, también Nobel y codescubridor de la doble hélice del ADN, gozaba en su juventud de hacer bromas y parecía no tener la menor idea de nada. En sus libros relata sus dificultades para ligar chicas.
Hay también científicos empresarios, como Craig Venter, biólogo molecular dueño de la compañía Celera Genomics, que secuenció el genoma humano. Bien trajeado, su agresiva imagen es la del perfecto hombre de negocios.
Otros científicos cultivan la imagen informal, como Carl Sagan, a quien se recuerda conduciendo Cosmos con saco de pana y camisa de cuello de tortuga. El biólogo Richard Dawkins cultiva un aspecto similar, y es percibido como bastante galán. Otro biólogo famoso, Stephen Jay Gould (que también apareció en Los Simpson), era más bien comodón, y siempre daba la impresión de recién haber despertado de la siesta.
En el fondo, los científicos son sólo personas normales. Aunque, pensándolo bien, y para conseguir fondos, quizá convendría que cultivaran su imagen de genios locos. ¡Al menos podrían rentarse para anuncios!
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miércoles, 14 de junio de 2006
Discriminación y mutantes
Martín Bonfil Olivera
Es irremediable: no soporto el futbol, y la política (el otro tema de moda) ha alcanzado un nivel de lodazal (especialmente entre los panistas, desesperados ante la mera posibilidad de no ganar). Sigamos mejor hablando de los X-Men.
Mi colaboración anterior, debido las críticas que hacía yo a la cinta desde el punto de vista científico (ideas erróneas de mutaciones que confieren poderes paranormales, de individuos que “mutan” de súbito, o de las mutaciones como anormalidades monstruosas), pudo dar la impresión de que no la disfruté.
No es así: como cinta dominguera es muy efectiva. Los X-Men se han caracterizado por algo especial y distinto: presentan una subtrama sobre derechos humanos y discriminación. En X-Men III este tema es central, pues se plantea el descubrimiento de una “cura” para los mutantes: una inyección que instantáneamente corrige la mutación del ficticio “gen X” que les confiere sus poderes.
En cómic y película, la sociedad teme y hasta odia a los X-Men y demás mutantes por ser diferentes (y poderosos). Por ello su archienemigo, el mutante Magneto, harto de ser maltratado, decide lanzarse a una guerra para sustituir de una vez por todas a los anticuados Homo sapiens por la raza superior de los mutantes. Así, en este ámbito de fantasía científica se discuten temas que, en el mundo real, afectan a muchos tipos de minorías que no sólo no tienen “poderes especiales”, sino que se encuentran en franca desventaja: minusválidos, negros, indígenas, homosexuales, bisexuales y demás orientaciones sexuales alternas, e incluso las mujeres (consideradas minoría no por el porcentaje de la población que representan, sino por el trato discriminatorio al que todavía son frecuentemente sometidas).
El punto polémico de la película es qué debe considerarse “normal” y qué “anormal”. ¿Son los mutantes enfermos, o simplemente diferentes? ¿Qué pasaría, ya en la vida real, si alguien descubriera una “cura” para la homosexualidad, o bien, como ya sucede, un método para “blanquear” a los negros? ¿Qué ocurrirá cuando, no dentro de tanto, se vuelva posible elegir el color de piel u ojos, o las capacidades físicas y hasta intelectuales de los bebés? Se trata ya no sólo de cuestiones científicas, sino sociales y éticas, que dejan de ser ficticias y se vuelven urgentes.
A veces, hasta la ficción comercial tiene sus dimensiones profundas.
Es irremediable: no soporto el futbol, y la política (el otro tema de moda) ha alcanzado un nivel de lodazal (especialmente entre los panistas, desesperados ante la mera posibilidad de no ganar). Sigamos mejor hablando de los X-Men.
Mi colaboración anterior, debido las críticas que hacía yo a la cinta desde el punto de vista científico (ideas erróneas de mutaciones que confieren poderes paranormales, de individuos que “mutan” de súbito, o de las mutaciones como anormalidades monstruosas), pudo dar la impresión de que no la disfruté.
No es así: como cinta dominguera es muy efectiva. Los X-Men se han caracterizado por algo especial y distinto: presentan una subtrama sobre derechos humanos y discriminación. En X-Men III este tema es central, pues se plantea el descubrimiento de una “cura” para los mutantes: una inyección que instantáneamente corrige la mutación del ficticio “gen X” que les confiere sus poderes.
En cómic y película, la sociedad teme y hasta odia a los X-Men y demás mutantes por ser diferentes (y poderosos). Por ello su archienemigo, el mutante Magneto, harto de ser maltratado, decide lanzarse a una guerra para sustituir de una vez por todas a los anticuados Homo sapiens por la raza superior de los mutantes. Así, en este ámbito de fantasía científica se discuten temas que, en el mundo real, afectan a muchos tipos de minorías que no sólo no tienen “poderes especiales”, sino que se encuentran en franca desventaja: minusválidos, negros, indígenas, homosexuales, bisexuales y demás orientaciones sexuales alternas, e incluso las mujeres (consideradas minoría no por el porcentaje de la población que representan, sino por el trato discriminatorio al que todavía son frecuentemente sometidas).
El punto polémico de la película es qué debe considerarse “normal” y qué “anormal”. ¿Son los mutantes enfermos, o simplemente diferentes? ¿Qué pasaría, ya en la vida real, si alguien descubriera una “cura” para la homosexualidad, o bien, como ya sucede, un método para “blanquear” a los negros? ¿Qué ocurrirá cuando, no dentro de tanto, se vuelva posible elegir el color de piel u ojos, o las capacidades físicas y hasta intelectuales de los bebés? Se trata ya no sólo de cuestiones científicas, sino sociales y éticas, que dejan de ser ficticias y se vuelven urgentes.
A veces, hasta la ficción comercial tiene sus dimensiones profundas.
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miércoles, 7 de junio de 2006
Las mutaciones de los X-Men
Martín Bonfil Olivera
La cinta X-Men 3, La batalla final, que se anuncia como de ciencia ficción aunque más bien es simple fantasía, da nuevamente pretexto para jugar al comentarista cinematográfico.
Y es que quienes disfrutamos de la ciencia ficción seria no podemos evitar el ligero malestar que nos ocasionan las películas con supuestas explicaciones científicas que son más bien marañas de errores y malentendidos.
En el caso de los X-Men (historieta y película), el punto central es que se trata de “mutantes”: individuos que tienen una “mutación”. Y aquí comienzan los problemas: usé comillas porque lo que en los X-Men se considera mutación no tiene nada que ver con el concepto biológicamente correcto: sencillamente, un cambio en la información contenida en el material genético (ADN).
El ADN contiene instrucciones (genes) para fabricar proteínas (y para controlar a otros genes). Y las proteínas son máquinas moleculares que llevan a cabo la mayoría de las funciones de la célula viva. Hay enfermedades, como la anemia falciforme, causadas por el cambio de una sola de los tres mil 200 millones de letras de nuestro ADN. Pero no es concebible una mutación que conceda poderes paranormales.
Sin embargo, no es ese el malentendido más importante (después de todo, poniéndose así de estricto no se puede hacer ficción), sino la idea de que un individuo puede “mutar” súbitamente (debido, digamos, a alguna radiación rara). Para ello se necesitaría que el ADN de todas sus células sufriera el mismo cambio simultáneamente: algo imposible. De hecho, todos sufrimos mutaciones constantemente en células aisladas de nuestro cuerpo (en ocasiones desafortunadas, esto puede dar origen a un cáncer). Pero el individuo como un todo no muta.
Para tener un mutante de cuerpo entero se necesita que el óvulo o el espermatozoide de sus progenitores hayan sufrido la mutación. Cuando se unen y el óvulo fecundado comienza a dividirse, la mutación pasará a todas las células del nuevo individuo.
La idea de los mutantes como monstruos dañinos que se producen de golpe es uno de los grandes malentendidos de la biología. En parte es causa del rechazo a toda posibilidad de manipulación genética. Y es que, si lo pensamos con cuidado, ningún ser vivo es exactamente igual a otro, porque ninguno tenemos exactamente la misma información genética.
En el fondo, todos somos mutantes.
La cinta X-Men 3, La batalla final, que se anuncia como de ciencia ficción aunque más bien es simple fantasía, da nuevamente pretexto para jugar al comentarista cinematográfico.
Y es que quienes disfrutamos de la ciencia ficción seria no podemos evitar el ligero malestar que nos ocasionan las películas con supuestas explicaciones científicas que son más bien marañas de errores y malentendidos.
En el caso de los X-Men (historieta y película), el punto central es que se trata de “mutantes”: individuos que tienen una “mutación”. Y aquí comienzan los problemas: usé comillas porque lo que en los X-Men se considera mutación no tiene nada que ver con el concepto biológicamente correcto: sencillamente, un cambio en la información contenida en el material genético (ADN).
El ADN contiene instrucciones (genes) para fabricar proteínas (y para controlar a otros genes). Y las proteínas son máquinas moleculares que llevan a cabo la mayoría de las funciones de la célula viva. Hay enfermedades, como la anemia falciforme, causadas por el cambio de una sola de los tres mil 200 millones de letras de nuestro ADN. Pero no es concebible una mutación que conceda poderes paranormales.
Sin embargo, no es ese el malentendido más importante (después de todo, poniéndose así de estricto no se puede hacer ficción), sino la idea de que un individuo puede “mutar” súbitamente (debido, digamos, a alguna radiación rara). Para ello se necesitaría que el ADN de todas sus células sufriera el mismo cambio simultáneamente: algo imposible. De hecho, todos sufrimos mutaciones constantemente en células aisladas de nuestro cuerpo (en ocasiones desafortunadas, esto puede dar origen a un cáncer). Pero el individuo como un todo no muta.
Para tener un mutante de cuerpo entero se necesita que el óvulo o el espermatozoide de sus progenitores hayan sufrido la mutación. Cuando se unen y el óvulo fecundado comienza a dividirse, la mutación pasará a todas las células del nuevo individuo.
La idea de los mutantes como monstruos dañinos que se producen de golpe es uno de los grandes malentendidos de la biología. En parte es causa del rechazo a toda posibilidad de manipulación genética. Y es que, si lo pensamos con cuidado, ningún ser vivo es exactamente igual a otro, porque ninguno tenemos exactamente la misma información genética.
En el fondo, todos somos mutantes.
mbonfil@servidor.unam.mx
miércoles, 31 de mayo de 2006
Verdades de El código Da Vinci
Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario
No soy experto en cine. A veces disfruto más una película comercial que la Muestra Internacional de Cine. Y tampoco soy experto en religión. Lo digo para que cuando lea usted que acabo de ver El código Da Vinci y que la disfruté mucho, sabrá que es una opinión de simple espectador.
Pues sí: la disfruté y no me pareció nada aburrida (quizá porque no he leído el libro…). También da material para reflexionar.Claro, gran parte de los “hechos” presentados en la película (y la novela) son totalmente inventados. Pero Dan Brown, el autor, tuvo que leer bastante historia de la religión (y otras cosas) para elaborar su argumento. Y cuando uno lee historia, es prácticamente inevitable darse cuenta de algo que la película muestra, y que es lo que ha alarmado al Vaticano y las organizaciones católicas.
Se trata del hecho, ese sí no ficticio, de que las “verdades” que conocemos como históricas son realmente construcciones sociales. Versiones que pueden (o no) coincidir con eso que llamamos “realidad”, y que pueden (o no) estar apoyadas en evidencia más o menos confiable (o bien en creencias, revelaciones, fe, equivocaciones o prejuicios). Versiones, eso sí, que han sido acordadas y aceptadas por un grupo de personas. Es precisamente el acuerdo y aceptación del grupo lo que le da realidad histórica a un hecho.
El punto peliagudo es que la película muestra que también las “verdades” de la Iglesia (la divinidad de Jesús, el papel de María Magdalena…) son hechos históricamente construidos. Versiones acordadas en algún momento por un grupo, que antes de tal acuerdo no existían como verdades. Ésta es una concepción filosóficamente muy peligrosa (incluso subversiva) para una institución que funda su poder en la aceptación incuestionada de su fe.
Pero si las verdades religiosas se construyen históricamente, ¿no ocurre lo mismo con las “verdades” científicas? Por supuesto que sí, como mostró hace 40 años Thomas Kuhn. La diferencia entre ciencia y religión estriba –afirma el biólogo Richard Dawkins– en que las ideas religiosas se propagan y arraigan en los cerebros de los creyentes sólo debido a su poder infeccioso (promueven la fe y amenazan con castigo al que carezca de ella), igual que una epidemia, mientras que las ideas científicas convencen con base en algo más: evidencia comprobable (y además funcionan cuando se aplican).
¡Disfrute la película!
mbonfil@servidor.unam.mx
Milenio Diario
No soy experto en cine. A veces disfruto más una película comercial que la Muestra Internacional de Cine. Y tampoco soy experto en religión. Lo digo para que cuando lea usted que acabo de ver El código Da Vinci y que la disfruté mucho, sabrá que es una opinión de simple espectador.
Pues sí: la disfruté y no me pareció nada aburrida (quizá porque no he leído el libro…). También da material para reflexionar.Claro, gran parte de los “hechos” presentados en la película (y la novela) son totalmente inventados. Pero Dan Brown, el autor, tuvo que leer bastante historia de la religión (y otras cosas) para elaborar su argumento. Y cuando uno lee historia, es prácticamente inevitable darse cuenta de algo que la película muestra, y que es lo que ha alarmado al Vaticano y las organizaciones católicas.
Se trata del hecho, ese sí no ficticio, de que las “verdades” que conocemos como históricas son realmente construcciones sociales. Versiones que pueden (o no) coincidir con eso que llamamos “realidad”, y que pueden (o no) estar apoyadas en evidencia más o menos confiable (o bien en creencias, revelaciones, fe, equivocaciones o prejuicios). Versiones, eso sí, que han sido acordadas y aceptadas por un grupo de personas. Es precisamente el acuerdo y aceptación del grupo lo que le da realidad histórica a un hecho.
El punto peliagudo es que la película muestra que también las “verdades” de la Iglesia (la divinidad de Jesús, el papel de María Magdalena…) son hechos históricamente construidos. Versiones acordadas en algún momento por un grupo, que antes de tal acuerdo no existían como verdades. Ésta es una concepción filosóficamente muy peligrosa (incluso subversiva) para una institución que funda su poder en la aceptación incuestionada de su fe.
Pero si las verdades religiosas se construyen históricamente, ¿no ocurre lo mismo con las “verdades” científicas? Por supuesto que sí, como mostró hace 40 años Thomas Kuhn. La diferencia entre ciencia y religión estriba –afirma el biólogo Richard Dawkins– en que las ideas religiosas se propagan y arraigan en los cerebros de los creyentes sólo debido a su poder infeccioso (promueven la fe y amenazan con castigo al que carezca de ella), igual que una epidemia, mientras que las ideas científicas convencen con base en algo más: evidencia comprobable (y además funcionan cuando se aplican).
¡Disfrute la película!
mbonfil@servidor.unam.mx
miércoles, 24 de mayo de 2006
Darwin, al museo
Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario
La educación es un arma poderosa. Por eso las luchas religiosas, que antes solían resolverse mediante conflictos armados, hoy se dan en el ámbito educativo.
En México, la Guerra de Reforma (1857-1861) y la Cristera (1926-1929) son buenos ejemplos de que religión y política no conviven tan armoniosamente como a veces se cree. Las limitaciones constitucionales a las libertades políticas de los religiosos en México –que se han ido eliminando desde 1993, en el sexenio de Carlos Salinas– tenían pues justificación histórica: impedir que volviera a haber conflictos armados debido a la religión.
Pero hoy la lucha por promover el pensamiento y los valores religiosos se da en la escuela. Aquello que queda plasmado en los libros de texto gratuitos, leídos por todos los estudiantes de primaria de la nación, pasa a formar parte de la cultura compartida por todos los mexicanos. Por eso nunca cesan las disputas sobre el contenido de estos textos.
Nuestros vecinos del norte afrontan problemas equivalentes, aunque distintos. Allá el tema es la inclusión de visiones religiosas disfrazadas de ciencia en las clases de biología (el “diseño inteligente”) y la lucha por descalificar la biología darwinista como “sólo una teoría más”.
Ante ello, el Museo Estadunidense de Historia Natural, en Nueva York, armó una magna exposición –que pude visitar recientemente– titulada simplemente “Darwin”.La exposición presenta la vida de este naturalista: su formación, el largo viaje que realizó alrededor del mundo en el barco Beagle (1831-1836), su posterior retiro a una apacible casa en el pueblo de Down, su muerte en 1881 (¡todo acompañado de pertenencias originales de Darwin!). Y a la vez muestra la génesis de su obra –vida y obra que se entrelazan– y cómo la publicación en 1959 de El origen de las especies no es resultado de la simple ocurrencia de un individuo, sino de toda una vida de observación, recolección y estudio de especímenes, planteamiento de preguntas y reflexión profunda en busca de respuestas.
Lejos de ser “sólo teorías”, la ciencia se basa en evidencia comprobable, y por ello es útil para la sociedad. Y por ello ha merecido un sitio en la enseñanza pública. La exposición sobre Darwin es muestra de que el pueblo estadunidense tiene claro que sus estudiantes merecen conocer la mejor ciencia posible. ¿Tendrán nuestras autoridades educativas las cosas igual de claras?
Milenio Diario
La educación es un arma poderosa. Por eso las luchas religiosas, que antes solían resolverse mediante conflictos armados, hoy se dan en el ámbito educativo.
En México, la Guerra de Reforma (1857-1861) y la Cristera (1926-1929) son buenos ejemplos de que religión y política no conviven tan armoniosamente como a veces se cree. Las limitaciones constitucionales a las libertades políticas de los religiosos en México –que se han ido eliminando desde 1993, en el sexenio de Carlos Salinas– tenían pues justificación histórica: impedir que volviera a haber conflictos armados debido a la religión.
Pero hoy la lucha por promover el pensamiento y los valores religiosos se da en la escuela. Aquello que queda plasmado en los libros de texto gratuitos, leídos por todos los estudiantes de primaria de la nación, pasa a formar parte de la cultura compartida por todos los mexicanos. Por eso nunca cesan las disputas sobre el contenido de estos textos.
Nuestros vecinos del norte afrontan problemas equivalentes, aunque distintos. Allá el tema es la inclusión de visiones religiosas disfrazadas de ciencia en las clases de biología (el “diseño inteligente”) y la lucha por descalificar la biología darwinista como “sólo una teoría más”.
Ante ello, el Museo Estadunidense de Historia Natural, en Nueva York, armó una magna exposición –que pude visitar recientemente– titulada simplemente “Darwin”.La exposición presenta la vida de este naturalista: su formación, el largo viaje que realizó alrededor del mundo en el barco Beagle (1831-1836), su posterior retiro a una apacible casa en el pueblo de Down, su muerte en 1881 (¡todo acompañado de pertenencias originales de Darwin!). Y a la vez muestra la génesis de su obra –vida y obra que se entrelazan– y cómo la publicación en 1959 de El origen de las especies no es resultado de la simple ocurrencia de un individuo, sino de toda una vida de observación, recolección y estudio de especímenes, planteamiento de preguntas y reflexión profunda en busca de respuestas.
Lejos de ser “sólo teorías”, la ciencia se basa en evidencia comprobable, y por ello es útil para la sociedad. Y por ello ha merecido un sitio en la enseñanza pública. La exposición sobre Darwin es muestra de que el pueblo estadunidense tiene claro que sus estudiantes merecen conocer la mejor ciencia posible. ¿Tendrán nuestras autoridades educativas las cosas igual de claras?
mbonfil@servidor.unam.mx
miércoles, 17 de mayo de 2006
Ciencia, religión y democracia
Ciencia, religión y democracia
Martín Bonfil Olivera
Hace unos días asistí al simposio anual sobre la democracia que organiza la Kent State University, de Kent, Ohio. El tema fueron las relaciones entre ciencia y religión en una sociedad democrática.
El simposio conmemora los hechos ocurridos el 4 de mayo de 1970, cuando 4 estudiantes murieron asesinados por miembros de la Guardia Nacional estadounidense (la misma que patrullará la frontera con México), en medio de fuertes disturbios en protesta contra la guerra de Vietnam. Para convertir esa amarga experiencia en algo positivo, la universidad creó un Centro para el Manejo de Conflictos y el Simposio sobre Democracia, con el lema “Indagar, aprender, reflexionar”.
Y precisamente la reflexión sobre las relaciones entre ciencia y religión es urgente en la sociedad estadounidense, que enfrenta fuertes discusiones respecto a la educación científica. El intento de grupos fundamentalistas religiosos por imponer ideas creacionistas en las clases de biología, y descalificar la enseñanza de la teoría de la evolución por selección natural (columna vertebral de toda la biología) es el mejor ejemplo.
Durante el simposio se discutieron los problemas que surgen cuando el respeto que toda sociedad democrática debe garantizar a las creencias, valores y formas de comportamiento individuales o colectivas entra en conflicto con la convicción, también profundamente democrática, de que todo individuo debe recibir la mejor educación posible, incluyendo el conocimiento científico actualmente aceptado, sin importar si éste contradice creencias religiosas o de otro tipo.
En nuestro país el creacionismo no es problema, pero la enseñanza básica no está exenta de disputas. El artículo 3º constitucional expresamente excluye la religión de la enseñanza oficial, y exige la inclusión de la ciencia. Esto es resultado de nuestra historia, especialmente de la guerra de reforma y el conflicto cristero, en los dos siglos pasados. No es casual que la ciencia haya quedado incluida en la Constitución y la religión no; la primera ha demostrado ser parte del bagaje cultural con el que todo ciudadano debe contar para ser plenamente libre, mientras que la segunda, sin disminuir su importancia, ha mostrado encajar mejor en la esfera de lo privado.
Son temas que se siguen discutiendo, sin duda. Será interesante ver qué rumbo toma la política educativa en el próximo sexenio.
Martín Bonfil Olivera
Hace unos días asistí al simposio anual sobre la democracia que organiza la Kent State University, de Kent, Ohio. El tema fueron las relaciones entre ciencia y religión en una sociedad democrática.
El simposio conmemora los hechos ocurridos el 4 de mayo de 1970, cuando 4 estudiantes murieron asesinados por miembros de la Guardia Nacional estadounidense (la misma que patrullará la frontera con México), en medio de fuertes disturbios en protesta contra la guerra de Vietnam. Para convertir esa amarga experiencia en algo positivo, la universidad creó un Centro para el Manejo de Conflictos y el Simposio sobre Democracia, con el lema “Indagar, aprender, reflexionar”.
Y precisamente la reflexión sobre las relaciones entre ciencia y religión es urgente en la sociedad estadounidense, que enfrenta fuertes discusiones respecto a la educación científica. El intento de grupos fundamentalistas religiosos por imponer ideas creacionistas en las clases de biología, y descalificar la enseñanza de la teoría de la evolución por selección natural (columna vertebral de toda la biología) es el mejor ejemplo.
Durante el simposio se discutieron los problemas que surgen cuando el respeto que toda sociedad democrática debe garantizar a las creencias, valores y formas de comportamiento individuales o colectivas entra en conflicto con la convicción, también profundamente democrática, de que todo individuo debe recibir la mejor educación posible, incluyendo el conocimiento científico actualmente aceptado, sin importar si éste contradice creencias religiosas o de otro tipo.
En nuestro país el creacionismo no es problema, pero la enseñanza básica no está exenta de disputas. El artículo 3º constitucional expresamente excluye la religión de la enseñanza oficial, y exige la inclusión de la ciencia. Esto es resultado de nuestra historia, especialmente de la guerra de reforma y el conflicto cristero, en los dos siglos pasados. No es casual que la ciencia haya quedado incluida en la Constitución y la religión no; la primera ha demostrado ser parte del bagaje cultural con el que todo ciudadano debe contar para ser plenamente libre, mientras que la segunda, sin disminuir su importancia, ha mostrado encajar mejor en la esfera de lo privado.
Son temas que se siguen discutiendo, sin duda. Será interesante ver qué rumbo toma la política educativa en el próximo sexenio.
comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx
miércoles, 10 de mayo de 2006
Televisión y método científico
Televisión y método científico
Martín Bonfil Olivera
La llamada “caja tonta” tiene tan mala (y tan bien ganada) fama que parecería imposible pensar hallar algo decente (por ejemplo, ciencia) en ella. Sin embargo, de vez en cuando ha ofrecido excelentes ejemplos de ciencia popular: el más famoso es la serie Cosmos, del astrónomo Carl Sagan. Y desde hace años el Discovery Channel ha estado refutando, aunque sea de manera superficial, el mito de que “la ciencia no vende”.
Hace poco encontré un programa que, indirecta y quizá incluso involuntariamente, muestra cómo trabaja cualquier investigador científico. Se trata de la serie Myth Busters, en que los protagonistas -dos tipos bastante divertidos, cruza de exploradores, ingenieros y detectives- se dedican a investigar si ciertas “leyendas” que tienen que ver de alguna manera con la tecnología son o no ciertas.
Por ejemplo, en un capítulo trataban de averiguar si se puede electrocutar a una persona que toma un baño en tina arrojando una tostadora a la bañera (un truco favorito de novelistas y directores de cine). Claro, como no podían experimentar directamente primero tuvieron que desarrollar un modelo de “humano” (un maniquí hecho de gel) que tuviera un detector de amperaje incorporado, para saber cuánta corriente recibiría el candidato a ser electrocutado. Luego, tuvieron que averiguar cuánta corriente basta para matar a un ser humano.
No acabaron ahí los problemas: muchos artilugios eléctricos, al menos en Estados Unidos, tienen un fusible de seguridad que se funde si el aparato cae al agua, así que tuvieron que diseñar la manera de anularlo. Ensayaron con una secadora de pelo, pues razonaron que era mucho más probable hallar una en el baño que una tostadora (aunque ya encarrerados usaron hasta una plancha). En fin, el programa mostró cómo para buscar la respuesta primero había que estudiar el problema, buscar información, formular hipótesis, diseñar instrumentos específicos que permitan someterlas a prueba, de preferencia en forma cuantificable… ¡justo lo que hacen los científicos!
No recuerdo si lo de la tostadora era o no un mito, pero es lo de menos. Lo importante es que la serie muestra que si bien no existe el llamado “método científico”, entendido como receta segura para producir conocimiento, para hacer buena ciencia sí hace falta cierta forma metódica de abordar los problemas. No está nada mal.
Martín Bonfil Olivera
La llamada “caja tonta” tiene tan mala (y tan bien ganada) fama que parecería imposible pensar hallar algo decente (por ejemplo, ciencia) en ella. Sin embargo, de vez en cuando ha ofrecido excelentes ejemplos de ciencia popular: el más famoso es la serie Cosmos, del astrónomo Carl Sagan. Y desde hace años el Discovery Channel ha estado refutando, aunque sea de manera superficial, el mito de que “la ciencia no vende”.
Hace poco encontré un programa que, indirecta y quizá incluso involuntariamente, muestra cómo trabaja cualquier investigador científico. Se trata de la serie Myth Busters, en que los protagonistas -dos tipos bastante divertidos, cruza de exploradores, ingenieros y detectives- se dedican a investigar si ciertas “leyendas” que tienen que ver de alguna manera con la tecnología son o no ciertas.
Por ejemplo, en un capítulo trataban de averiguar si se puede electrocutar a una persona que toma un baño en tina arrojando una tostadora a la bañera (un truco favorito de novelistas y directores de cine). Claro, como no podían experimentar directamente primero tuvieron que desarrollar un modelo de “humano” (un maniquí hecho de gel) que tuviera un detector de amperaje incorporado, para saber cuánta corriente recibiría el candidato a ser electrocutado. Luego, tuvieron que averiguar cuánta corriente basta para matar a un ser humano.
No acabaron ahí los problemas: muchos artilugios eléctricos, al menos en Estados Unidos, tienen un fusible de seguridad que se funde si el aparato cae al agua, así que tuvieron que diseñar la manera de anularlo. Ensayaron con una secadora de pelo, pues razonaron que era mucho más probable hallar una en el baño que una tostadora (aunque ya encarrerados usaron hasta una plancha). En fin, el programa mostró cómo para buscar la respuesta primero había que estudiar el problema, buscar información, formular hipótesis, diseñar instrumentos específicos que permitan someterlas a prueba, de preferencia en forma cuantificable… ¡justo lo que hacen los científicos!
No recuerdo si lo de la tostadora era o no un mito, pero es lo de menos. Lo importante es que la serie muestra que si bien no existe el llamado “método científico”, entendido como receta segura para producir conocimiento, para hacer buena ciencia sí hace falta cierta forma metódica de abordar los problemas. No está nada mal.
mbonfil@servidor.unam.mx
jueves, 4 de mayo de 2006
El condón de Ratzinger
El condón de Ratzinger
Martín Bonfil Olivera
El biólogo Stephen Jay Gould decía que ciencia y religión constituyen “magisterios separados”: no tienen por qué entrar nunca en conflicto porque sus respectivas áreas de autoridad son distintas.
No estoy muy de acuerdo. Hace días el papa Benedicto XVI reiteró la tradicional oposición de la Iglesia católica al uso del condón. No sorprende, pues como cardenal y cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe (antes Santa Inquisición), Joseph Ratzinger representó siempre las posiciones más conservadoras del catolicismo.
La postura católica se basa en la idea de que existe un orden o ley natural, es decir, determinada por Dios, y que oponerse a ella es pecado. El uso del condón despoja al acto sexual de su fin reproductivo (para la Iglesia, su único fin natural), y por ello resulta inaceptable.
¿Qué dice la ciencia al respecto? La ciencia estudia el mundo natural (en el sentido laico: aquello que existe en la naturaleza), y no dicta normas de comportamiento. Pero sí proporciona información confiable y pertinente que permite tomar decisiones a personas y a sociedades.
Desde un punto de vista científico, hay hechos incontrovertibles: 1) existe una pandemia de sida, causada por un virus; 2) el sida se contagia principalmente por relaciones sexuales sin protección; 3) el número de personas infectadas sigue aumentando; 4) el uso adecuado del condón es notoriamente efectivo (más del 99%) para evitar el contagio; y finalmente, 5) por experiencia, no es realista esperar que jóvenes (ni adultos) recurran a la abstinencia (solteros) o fidelidad rigurosa (casados) para evitar el contagio.
No se trata de juicios: son sólo hechos, independientemente de si se los juzga “buenos” o “malos”. La conclusión es ineludible: oponerse al uso del condón equivale, en los hechos, a fomentar más infecciones por Sida.
La oposición católica se justifica diciendo que es criminal recomendar una medida que no es 100% segura. Pero no existen medidas así. El uso del cinturón de seguridad no garantiza la supervivencia en un accidente, pero eso no significa que no convenga usarlo siempre (ni que haya que abandonar el uso del automóvil).
Es duro decirlo, pero cuando de casos prácticos se trata, a veces hay que oponerse claramente a algunas de las posturas de la Iglesia. En estas ocasiones, es Dios (o sus representantes) quienes se están metiendo con lo que es del César.
Martín Bonfil Olivera
El biólogo Stephen Jay Gould decía que ciencia y religión constituyen “magisterios separados”: no tienen por qué entrar nunca en conflicto porque sus respectivas áreas de autoridad son distintas.
No estoy muy de acuerdo. Hace días el papa Benedicto XVI reiteró la tradicional oposición de la Iglesia católica al uso del condón. No sorprende, pues como cardenal y cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe (antes Santa Inquisición), Joseph Ratzinger representó siempre las posiciones más conservadoras del catolicismo.
La postura católica se basa en la idea de que existe un orden o ley natural, es decir, determinada por Dios, y que oponerse a ella es pecado. El uso del condón despoja al acto sexual de su fin reproductivo (para la Iglesia, su único fin natural), y por ello resulta inaceptable.
¿Qué dice la ciencia al respecto? La ciencia estudia el mundo natural (en el sentido laico: aquello que existe en la naturaleza), y no dicta normas de comportamiento. Pero sí proporciona información confiable y pertinente que permite tomar decisiones a personas y a sociedades.
Desde un punto de vista científico, hay hechos incontrovertibles: 1) existe una pandemia de sida, causada por un virus; 2) el sida se contagia principalmente por relaciones sexuales sin protección; 3) el número de personas infectadas sigue aumentando; 4) el uso adecuado del condón es notoriamente efectivo (más del 99%) para evitar el contagio; y finalmente, 5) por experiencia, no es realista esperar que jóvenes (ni adultos) recurran a la abstinencia (solteros) o fidelidad rigurosa (casados) para evitar el contagio.
No se trata de juicios: son sólo hechos, independientemente de si se los juzga “buenos” o “malos”. La conclusión es ineludible: oponerse al uso del condón equivale, en los hechos, a fomentar más infecciones por Sida.
La oposición católica se justifica diciendo que es criminal recomendar una medida que no es 100% segura. Pero no existen medidas así. El uso del cinturón de seguridad no garantiza la supervivencia en un accidente, pero eso no significa que no convenga usarlo siempre (ni que haya que abandonar el uso del automóvil).
Es duro decirlo, pero cuando de casos prácticos se trata, a veces hay que oponerse claramente a algunas de las posturas de la Iglesia. En estas ocasiones, es Dios (o sus representantes) quienes se están metiendo con lo que es del César.
mbonfil@servidor.unam.mx
miércoles, 26 de abril de 2006
El cerebro lector
El cerebro lector
Martín Bonfil Olivera
En su clásico Los demasiados libros, Gabriel Zaid describe las diferentes etapas que implica aprender a leer (integrar las letras de una palabra; las palabras de una oración; todo un párrafo; leer un libro “de golpe”) y las dificultades que tienen los lectores que no han logrado dominarlas. “¿Hay manera más segura de hacer un libro completamente ininteligible que leerlo suficientemente despacio?”, se pregunta Zaid, y añade “Es como ver un mural a dos centímetros de distancia y recorrerlo a razón de diez centímetros cuadrados cada tercer día durante un año, como una lagartija miope”.
Las neurociencias han propuesto que existen áreas especializadas no sólo en la visión, sino específicamente para la lectura. El tema es debatido, pues se sabe que el cerebro no consta de “módulos” anatómica y fisiológicamente separados, cada uno dedicado a una función particular, sino que es un órgano integrado y flexible en que las funciones, aunque a grandes rasgos puedan localizarse, se encuentran también distribuidas.
Por ello sorprende el artículo publicado recientemente en la revista Neuron y firmado por Laurent Cohen y colaboradores. Gracias a un caso fortuito (un paciente epiléptico que requirió cirugía cerebral), los científicos tuvieron la oportunidad de probar las habilidades lectoras de una persona antes y después de que se eliminara cierta área cerebral presuntamente relacionada específicamente con el reconocimiento visual de palabras.
Antes de la operación, el paciente tardaba unos 600 milisegundos en reconocer una palabra de 3 a 9 letras. Ya operado, tardaba mil milisegundos en reconocer una de tres letras, y 300 milisegundos más por letra extra. Este déficit de lectura, llamado “alexia”, comprueba que el área estudiada efectivamente permite reconocer las palabras por su forma, sin tener que deletrear; función indispensable, dice Zaid, para la buena lectura.
Queda por explicar el problema de cómo, en los sólo seis mil años en que ha existido la escritura, pudo evolucionar un área cerebral especializada para leer.
Pero ¡ojo!: no es probable que el bajísimo índice de lectura de los mexicanos se deba a un defecto cerebral congénito (que en principio sería remediable). Seguramente se trata más bien de una carencia de tipo de cultural que no se remedia con simple cirugía cerebral… ni mucho menos con la construcción de megabibliotecas inútiles. ¡Mala suerte!
Martín Bonfil Olivera
En su clásico Los demasiados libros, Gabriel Zaid describe las diferentes etapas que implica aprender a leer (integrar las letras de una palabra; las palabras de una oración; todo un párrafo; leer un libro “de golpe”) y las dificultades que tienen los lectores que no han logrado dominarlas. “¿Hay manera más segura de hacer un libro completamente ininteligible que leerlo suficientemente despacio?”, se pregunta Zaid, y añade “Es como ver un mural a dos centímetros de distancia y recorrerlo a razón de diez centímetros cuadrados cada tercer día durante un año, como una lagartija miope”.
Las neurociencias han propuesto que existen áreas especializadas no sólo en la visión, sino específicamente para la lectura. El tema es debatido, pues se sabe que el cerebro no consta de “módulos” anatómica y fisiológicamente separados, cada uno dedicado a una función particular, sino que es un órgano integrado y flexible en que las funciones, aunque a grandes rasgos puedan localizarse, se encuentran también distribuidas.
Por ello sorprende el artículo publicado recientemente en la revista Neuron y firmado por Laurent Cohen y colaboradores. Gracias a un caso fortuito (un paciente epiléptico que requirió cirugía cerebral), los científicos tuvieron la oportunidad de probar las habilidades lectoras de una persona antes y después de que se eliminara cierta área cerebral presuntamente relacionada específicamente con el reconocimiento visual de palabras.
Antes de la operación, el paciente tardaba unos 600 milisegundos en reconocer una palabra de 3 a 9 letras. Ya operado, tardaba mil milisegundos en reconocer una de tres letras, y 300 milisegundos más por letra extra. Este déficit de lectura, llamado “alexia”, comprueba que el área estudiada efectivamente permite reconocer las palabras por su forma, sin tener que deletrear; función indispensable, dice Zaid, para la buena lectura.
Queda por explicar el problema de cómo, en los sólo seis mil años en que ha existido la escritura, pudo evolucionar un área cerebral especializada para leer.
Pero ¡ojo!: no es probable que el bajísimo índice de lectura de los mexicanos se deba a un defecto cerebral congénito (que en principio sería remediable). Seguramente se trata más bien de una carencia de tipo de cultural que no se remedia con simple cirugía cerebral… ni mucho menos con la construcción de megabibliotecas inútiles. ¡Mala suerte!
miércoles, 19 de abril de 2006
Refacciones a la medida
Refacciones a la medida
Martín Bonfil Olivera
Una de las características menos comprendidas de la ciencia es que es impredecible.
El proceso por el que genera conocimiento confiable sobre la naturaleza es caprichoso, como todo proceso creativo. Por eso es absurda la idea de que basta con poner a un grupo de científicos con suficiente equipo y dinero para tener, en un plazo fijo, la cura contra el cáncer, la cruda o de perdida el catarro común.
Desgraciadamente para los burócratas neoliberales, la ciencia no funciona así. Lo mejor que puede hacerse es formar el grupo de científicos, fijarles directivas generales, darles recursos y cuidar que el trabajo sea de buena calidad. ¿Qué producirán? No puede saberse con claridad, pero sí que será buena ciencia y que, de un modo u otro, beneficiará a la sociedad que la financia.
Dos curiosas noticias son buenos ejemplos. Tienen que ver con el sueño de producir órganos de repuesto para transplantes. Las esperanzas se centraban en genetistas y biólogos moleculares, que prometían que cuando conociéramos suficiente acerca de los complejos mecanismos de la diferenciación celular, podríamos producir órganos completos a voluntad (por ejemplo partiendo de células madre).
Pero los caminos de la ciencia (y la técnica) son misteriosos. El médico Anthony Atala, de Carolina del Norte, logró producir los primeros órganos cultivados y transplantados exitosamente a siete pacientes. Se trata de vejigas (un órgano bastante sencillo: básicamente, una bolsa de tejido muscular y epitelial) cultivadas sobre moldes biodegradables a partir de células de los propios pacientes (para evitar rechazos). Resultó más fácil hacer un molde y dejar que las células crecieran solitas que andar manipulando sus genes.
¿Y para órganos más complejos? La revista New Scientist reporta que Gabor Forgacs, de Missouri, ha aplicado una tecnología inspirada en las impresoras de chorro de tinta para “imprimir” capas de tejido usando “biotinta” (células suspendidas en líquido nutritivo). La impresora va depositando sobre un soporte células que luego se unen espontáneamente (los sistemas biológicos son muy nobles). La técnica, hoy rudimentaria, quizá permita construir estructuras con la forma que se requiera.
¿Quién habría imaginado que enfoques tan ingenieriles lograrían lo que los genetistas no han podido? Como en el arte y el amor, en ciencia lo inesperado es muchas veces lo que tiene más chiste.
Martín Bonfil Olivera
Una de las características menos comprendidas de la ciencia es que es impredecible.
El proceso por el que genera conocimiento confiable sobre la naturaleza es caprichoso, como todo proceso creativo. Por eso es absurda la idea de que basta con poner a un grupo de científicos con suficiente equipo y dinero para tener, en un plazo fijo, la cura contra el cáncer, la cruda o de perdida el catarro común.
Desgraciadamente para los burócratas neoliberales, la ciencia no funciona así. Lo mejor que puede hacerse es formar el grupo de científicos, fijarles directivas generales, darles recursos y cuidar que el trabajo sea de buena calidad. ¿Qué producirán? No puede saberse con claridad, pero sí que será buena ciencia y que, de un modo u otro, beneficiará a la sociedad que la financia.
Dos curiosas noticias son buenos ejemplos. Tienen que ver con el sueño de producir órganos de repuesto para transplantes. Las esperanzas se centraban en genetistas y biólogos moleculares, que prometían que cuando conociéramos suficiente acerca de los complejos mecanismos de la diferenciación celular, podríamos producir órganos completos a voluntad (por ejemplo partiendo de células madre).
Pero los caminos de la ciencia (y la técnica) son misteriosos. El médico Anthony Atala, de Carolina del Norte, logró producir los primeros órganos cultivados y transplantados exitosamente a siete pacientes. Se trata de vejigas (un órgano bastante sencillo: básicamente, una bolsa de tejido muscular y epitelial) cultivadas sobre moldes biodegradables a partir de células de los propios pacientes (para evitar rechazos). Resultó más fácil hacer un molde y dejar que las células crecieran solitas que andar manipulando sus genes.
¿Y para órganos más complejos? La revista New Scientist reporta que Gabor Forgacs, de Missouri, ha aplicado una tecnología inspirada en las impresoras de chorro de tinta para “imprimir” capas de tejido usando “biotinta” (células suspendidas en líquido nutritivo). La impresora va depositando sobre un soporte células que luego se unen espontáneamente (los sistemas biológicos son muy nobles). La técnica, hoy rudimentaria, quizá permita construir estructuras con la forma que se requiera.
¿Quién habría imaginado que enfoques tan ingenieriles lograrían lo que los genetistas no han podido? Como en el arte y el amor, en ciencia lo inesperado es muchas veces lo que tiene más chiste.
miércoles, 12 de abril de 2006
La ciencia no existe para los candidatos
La ciencia por gusto
La ciencia no existe para los candidatos
Martín Bonfil Olivera
La bien ganada mala fama que tiene la política queda más que confirmada por el vergonzoso tono de las campañas presidenciales en los últimos días.
Pero no es ese nuestro tema, sino señalar que ninguno de los candidatos ha tomado realmente en cuenta a la ciencia ni la tecnología en sus campañas. Quizá las mencionan –sobre todo a la segunda; la llamada ciencia “básica” sigue siendo despreciada, a pesar de ser la raíz de la que podría surgir una tecnología propia–, pero no hacen propuestas para impulsar su desarrollo y aprovechar su potencial. Cansa repetirlo, pero lo que distingue al primer mundo del tercero es en gran parte su desarrollo científico, que sustenta su poderío tecnológico e industrial.
El 4 de abril, en La Jornada, el científico mexicano René Drucker hace el ejercicio de vislumbrar lo que podría ser la situación de la ciencia mexicana a finales del próximo sexenio, en diciembre del 2012, si todo saliera razonablemente bien. Entre otras cosas, imagina que el presupuesto en ciencia y tecnología podría haber crecido hasta un 0.85% del PIB, que la planta de investigadores nacionales aumentó, que hubo investigaciones útiles en áreas como salud, petróleo y nanotecnología, que se establecieron colaboraciones con empresas mexicanas, y un plausible etcétera.
La propuesta de Drucker podría ser calificada de cándida, parcial o simplista. Pero es una propuesta. Y aparentemente está fundada en un proyecto. Es más de lo que puede decirse de cualquier candidato. Desgraciadamente, Drucker no menciona un aspecto fundamental en su esbozo de proyecto de ciencia y tecnología: la comunicación pública de la ciencia.
Y es que no puede esperarse que una sociedad como la nuestra apoye la inversión en ciencia y tecnología si nuestros ciudadanos –incluyendo a nuestros gobernantes– no conocen qué son, cómo funcionan y para qué sirven estas disciplinas. Una estrategia nacional de divulgación científica (propuesta de la que se ha hablado mucho en la comunidad de divulgadores mexicanos), que fomentara la apreciación y comprensión públicas de la ciencia y la técnica, así como la responsabilidad social al respecto, sería fundamental en el establecimiento de la tan deseada –y necesaria– política de estado en ciencia y tecnología.
Ojalá los candidatos escucharan, y no estuvieran tan ocupados echándose lodo.
La ciencia no existe para los candidatos
Martín Bonfil Olivera
La bien ganada mala fama que tiene la política queda más que confirmada por el vergonzoso tono de las campañas presidenciales en los últimos días.
Pero no es ese nuestro tema, sino señalar que ninguno de los candidatos ha tomado realmente en cuenta a la ciencia ni la tecnología en sus campañas. Quizá las mencionan –sobre todo a la segunda; la llamada ciencia “básica” sigue siendo despreciada, a pesar de ser la raíz de la que podría surgir una tecnología propia–, pero no hacen propuestas para impulsar su desarrollo y aprovechar su potencial. Cansa repetirlo, pero lo que distingue al primer mundo del tercero es en gran parte su desarrollo científico, que sustenta su poderío tecnológico e industrial.
El 4 de abril, en La Jornada, el científico mexicano René Drucker hace el ejercicio de vislumbrar lo que podría ser la situación de la ciencia mexicana a finales del próximo sexenio, en diciembre del 2012, si todo saliera razonablemente bien. Entre otras cosas, imagina que el presupuesto en ciencia y tecnología podría haber crecido hasta un 0.85% del PIB, que la planta de investigadores nacionales aumentó, que hubo investigaciones útiles en áreas como salud, petróleo y nanotecnología, que se establecieron colaboraciones con empresas mexicanas, y un plausible etcétera.
La propuesta de Drucker podría ser calificada de cándida, parcial o simplista. Pero es una propuesta. Y aparentemente está fundada en un proyecto. Es más de lo que puede decirse de cualquier candidato. Desgraciadamente, Drucker no menciona un aspecto fundamental en su esbozo de proyecto de ciencia y tecnología: la comunicación pública de la ciencia.
Y es que no puede esperarse que una sociedad como la nuestra apoye la inversión en ciencia y tecnología si nuestros ciudadanos –incluyendo a nuestros gobernantes– no conocen qué son, cómo funcionan y para qué sirven estas disciplinas. Una estrategia nacional de divulgación científica (propuesta de la que se ha hablado mucho en la comunidad de divulgadores mexicanos), que fomentara la apreciación y comprensión públicas de la ciencia y la técnica, así como la responsabilidad social al respecto, sería fundamental en el establecimiento de la tan deseada –y necesaria– política de estado en ciencia y tecnología.
Ojalá los candidatos escucharan, y no estuvieran tan ocupados echándose lodo.
mbonfil@servidor.unam.mx
miércoles, 5 de abril de 2006
La amenaza de los cerditos light
La ciencia por gusto
La amenaza de los cerditos light
Martín Bonfil Olivera
No hay nada más parecido al corazón de un hombre que... el corazón de un cerdo.
No soy antimachista ni me refiero a ningún candidato presidencial. Es un hecho comprobado: por su fisiología y tamaño, un corazón porcino es excelente modelo para estudios del funcionamiento cardiaco que sería imposible realizar con humanos. También han sido usados para transplantes, con resultados poco halagüeños debido al rechazo inmunitario (así que no se sabe si el corazón de puerco haría que los pacientes se volvieran más sucios, patanes o indolentes), así que la relación entre cochinos y humanos sigue siendo básicamente que nosotros nos los comemos.
En este esquema carnicero, la genética moderna ofrece promesas, como la presentada en MILENIO Diario el pasado 4 de abril: la obtención de cerdos transgénicos que producen ácidos grasos omega-3, presuntamente buenos para la salud, en vez de los insalubres omega-6.
A decir del reporte publicado en la revista científica Nature Biotechnology, la verdadera meta del experimento, más que producir jamón o tocino light, era estudiar qué sucede con el corazón de los cerdos en un ambiente con alta concentración de grasas omega-3. Para ello se utilizó un gen de la lombriz Caenorhabditis elegans (muy estudiada por los biólogos y ganadora de un premio Nobel reciente) que le permite transformar grasas omega-6 en omega-3 (el nombre, por cierto, se refiere a qué tan lejos -3 o 6 carbonos- del extremo, llamado omega por la última letra del alfabeto griego, se encuentra un doble enlace en la cadena de carbonos que forma la molécula).
El gen lombriciento se introdujo en células embrionarias de cerdo y éstas se fusionaron con óvulos porcinos para producir cerdos clonados (el mismo método con que se obtuvo a la oveja Dolly).
No han habido, hasta ahora, airadas protestas de grupos ecologistas, quizá porque los genes de cerdo no andan por ahí propagándose en el aire. Pero no dudo que pronto se alzarán voces de alarma. En el ínter, quizá algún día los cerditos light sí logren llegar a las carnicerías y sustituyan al pescado, hoy fuente preferida de estas grasas, con frecuencia contaminada con mercurio. Mientras tanto, los beneficios de los omega-3 para prevenir males cardiacos y cáncer están siendo cuestionados por otros estudios recientes. ¡Ah, la ineludible incertidumbre de la ciencia!
La amenaza de los cerditos light
Martín Bonfil Olivera
No hay nada más parecido al corazón de un hombre que... el corazón de un cerdo.
No soy antimachista ni me refiero a ningún candidato presidencial. Es un hecho comprobado: por su fisiología y tamaño, un corazón porcino es excelente modelo para estudios del funcionamiento cardiaco que sería imposible realizar con humanos. También han sido usados para transplantes, con resultados poco halagüeños debido al rechazo inmunitario (así que no se sabe si el corazón de puerco haría que los pacientes se volvieran más sucios, patanes o indolentes), así que la relación entre cochinos y humanos sigue siendo básicamente que nosotros nos los comemos.
En este esquema carnicero, la genética moderna ofrece promesas, como la presentada en MILENIO Diario el pasado 4 de abril: la obtención de cerdos transgénicos que producen ácidos grasos omega-3, presuntamente buenos para la salud, en vez de los insalubres omega-6.
A decir del reporte publicado en la revista científica Nature Biotechnology, la verdadera meta del experimento, más que producir jamón o tocino light, era estudiar qué sucede con el corazón de los cerdos en un ambiente con alta concentración de grasas omega-3. Para ello se utilizó un gen de la lombriz Caenorhabditis elegans (muy estudiada por los biólogos y ganadora de un premio Nobel reciente) que le permite transformar grasas omega-6 en omega-3 (el nombre, por cierto, se refiere a qué tan lejos -3 o 6 carbonos- del extremo, llamado omega por la última letra del alfabeto griego, se encuentra un doble enlace en la cadena de carbonos que forma la molécula).
El gen lombriciento se introdujo en células embrionarias de cerdo y éstas se fusionaron con óvulos porcinos para producir cerdos clonados (el mismo método con que se obtuvo a la oveja Dolly).
No han habido, hasta ahora, airadas protestas de grupos ecologistas, quizá porque los genes de cerdo no andan por ahí propagándose en el aire. Pero no dudo que pronto se alzarán voces de alarma. En el ínter, quizá algún día los cerditos light sí logren llegar a las carnicerías y sustituyan al pescado, hoy fuente preferida de estas grasas, con frecuencia contaminada con mercurio. Mientras tanto, los beneficios de los omega-3 para prevenir males cardiacos y cáncer están siendo cuestionados por otros estudios recientes. ¡Ah, la ineludible incertidumbre de la ciencia!
mbonfil@servidor.unam.mx
miércoles, 29 de marzo de 2006
Lem: novela, filosofía y ciencia
MILENIO/La ciencia por gusto
Lem: novela, filosofía y ciencia
Martín Bonfil Olivera
Pensar en relaciones entre ciencia y literatura remite siempre a la ciencia ficción. Es común verla como un simple uso fantasioso de conceptos vagamente científicos (como La Guerra de las Galaxias, que por supuesto NO es ciencia ficción). Tampoco es muy cierta la idea de que la ciencia ficción predice futuros descubrimientos científicos (aunque se den casos).
Más bien lo que logra la verdadera ciencia ficción –sobre todo la más fina, la de mayor calidad y profundidad– muchas veces es comenzar a explorar caminos que más tarde la ciencia abordará con sus poderosos métodos. Y lo hace sin más instrumentos que la mente y creatividad del escritor, quien logra no sólo llegar más lejos que sus contemporáneos, sino proponer perspectivas novedosas que sólo luego de muchos años son redescubiertas por científicos y tecnólogos.
No pretendo ser un experto en la obra de Stanislaw Lem, el genial novelista y cuentista polaco cuya muerte fue anunciada ayer, a los 84 años. Sin embargo, sí soy uno de sus fans.
Lo conocí gracias a mi hermano Ramón, el oceanólogo, quien me regaló los Diarios de las estrellas, que narran las sorprendentes aventuras filosófico-científico-tecnológicas del astronauta Ijon Tichy por diversos planetas. Más tarde y gracias a algunos amigos aprecié mejor esos relatos y conocí otros, y me fui dando cuenta de que entre sus ironías y paradojas (y sus extraordinarios juegos de lenguaje, cuya traducción es toda una proeza), Lem inmiscuía cuestiones verdaderamente profundas en las que los avances científicos fuerzan a la humanidad a encarar profundas cuestiones filosóficas. ¿Qué derechos tendrá, por ejemplo, una máquina con inteligencia y conciencia? ¿Qué derechos tendremos sus creadores? ¿Qué pasará cuando la realidad virtual llegue a ser más real que el mundo físico que creemos habitar?
El médico mexicano Ruy Pérez Tamayo, al intentar definir la ciencia, la describe como una “actividad humana creativa”. Hay quien se extraña, pues parecería que el terreno de lo creativo fuera exclusivo de los artistas. Pero alguien que conozca bien cómo funciona la ciencia no tendrá más remedio, si ha tenido el placer de leer a Stanislaw Lem, que conceder que se trataba de un novelista científico (y filosófico, que en el fondo son lo mismo). En el mejor sentido de ambas palabras. Habrá que seguirlo leyendo.
Lem: novela, filosofía y ciencia
Martín Bonfil Olivera
Pensar en relaciones entre ciencia y literatura remite siempre a la ciencia ficción. Es común verla como un simple uso fantasioso de conceptos vagamente científicos (como La Guerra de las Galaxias, que por supuesto NO es ciencia ficción). Tampoco es muy cierta la idea de que la ciencia ficción predice futuros descubrimientos científicos (aunque se den casos).
Más bien lo que logra la verdadera ciencia ficción –sobre todo la más fina, la de mayor calidad y profundidad– muchas veces es comenzar a explorar caminos que más tarde la ciencia abordará con sus poderosos métodos. Y lo hace sin más instrumentos que la mente y creatividad del escritor, quien logra no sólo llegar más lejos que sus contemporáneos, sino proponer perspectivas novedosas que sólo luego de muchos años son redescubiertas por científicos y tecnólogos.
No pretendo ser un experto en la obra de Stanislaw Lem, el genial novelista y cuentista polaco cuya muerte fue anunciada ayer, a los 84 años. Sin embargo, sí soy uno de sus fans.
Lo conocí gracias a mi hermano Ramón, el oceanólogo, quien me regaló los Diarios de las estrellas, que narran las sorprendentes aventuras filosófico-científico-tecnológicas del astronauta Ijon Tichy por diversos planetas. Más tarde y gracias a algunos amigos aprecié mejor esos relatos y conocí otros, y me fui dando cuenta de que entre sus ironías y paradojas (y sus extraordinarios juegos de lenguaje, cuya traducción es toda una proeza), Lem inmiscuía cuestiones verdaderamente profundas en las que los avances científicos fuerzan a la humanidad a encarar profundas cuestiones filosóficas. ¿Qué derechos tendrá, por ejemplo, una máquina con inteligencia y conciencia? ¿Qué derechos tendremos sus creadores? ¿Qué pasará cuando la realidad virtual llegue a ser más real que el mundo físico que creemos habitar?
El médico mexicano Ruy Pérez Tamayo, al intentar definir la ciencia, la describe como una “actividad humana creativa”. Hay quien se extraña, pues parecería que el terreno de lo creativo fuera exclusivo de los artistas. Pero alguien que conozca bien cómo funciona la ciencia no tendrá más remedio, si ha tenido el placer de leer a Stanislaw Lem, que conceder que se trataba de un novelista científico (y filosófico, que en el fondo son lo mismo). En el mejor sentido de ambas palabras. Habrá que seguirlo leyendo.
miércoles, 22 de marzo de 2006
Y... ¿qué tiene de especial el agua?
Milenio Diario
La ciencia por gusto
Y... ¿qué tiene de especial el agua?
Martín Bonfil Olivera
La semana ha sido muy húmeda en la capital, debido a la celebración del Foro Mundial del Agua.
Más allá de lo que oímos a cada rato (el agua es indispensable para la vida; el cuerpo humano es 60% agua; podemos vivir semanas sin comer, pero sólo días sin beber; 3% del agua terrestre es dulce, y sólo una pequeña fracción es potable…), cabe preguntarse, ¿por qué es tan indispensable este líquido?
La respuesta está en la química. Comencemos por otro lugar común: el agua es el disolvente universal. Esto no quiere decir que disuelva todo (afortunadamente), sino que puede disolver gran variedad de moléculas (sobre todo las que presenten cargas eléctricas). De ahí parte su gran importancia ecológica, fisiológica y biomolecular.
Y es que la célula, unidad base de todos los seres vivos, no es más que un sistema complejo de moléculas disueltas en agua. Las membranas que definen a toda célula, por ejemplo, están hechas de moléculas jabonosas que espontáneamente, en medio acuoso, tienden a organizarse y formar membranas. Y todas las demás biomoléculas (proteínas, ácidos nucleicos…) pueden funcionar sólo disueltas en agua; de otro modo se deshilachan e inactivan. Por otra parte, el agua de lagos y mares funciona como regulador térmico ambiental, pues absorbe y libera calor con gran dificultad (por eso tarda tanto en hervir el agua, comparada con otros líquidos).
Bien: todas estas propiedades se deben a que la molécula del agua (dos átomos de hidrógeno unidos a uno de oxígeno) tiene una débil carga eléctrica repartida irregularmente: el oxígeno tiene mayor carga negativa y los hidrógenos cargas positivas. Esto causa que las moléculas se atraigan entre sí (lo que dificulta separarlas para transformarla en gas, cuando hierve), y que puedan atraer y formar uniones con otras moléculas con carga positiva o negativa (de ahí su poder disolvente y su capacidad de organizar los componentes celulares).
El hielo es menos denso que el agua (sus moléculas, al atraerse, van formando una red porosa). Si no fuera así, el hielo se hundiría y los mares se congelarían hasta el fondo en el primer invierno, lo cual impediría la vida marina. Si el agua no tuviera estas propiedades, la vida nunca habría surgido, pues lo hizo en este líquido. Si hoy celebramos al agua, es en parte debido a las propiedades de los átomos de hidrógeno y oxígeno.
La ciencia por gusto
Y... ¿qué tiene de especial el agua?
Martín Bonfil Olivera
La semana ha sido muy húmeda en la capital, debido a la celebración del Foro Mundial del Agua.
Más allá de lo que oímos a cada rato (el agua es indispensable para la vida; el cuerpo humano es 60% agua; podemos vivir semanas sin comer, pero sólo días sin beber; 3% del agua terrestre es dulce, y sólo una pequeña fracción es potable…), cabe preguntarse, ¿por qué es tan indispensable este líquido?
La respuesta está en la química. Comencemos por otro lugar común: el agua es el disolvente universal. Esto no quiere decir que disuelva todo (afortunadamente), sino que puede disolver gran variedad de moléculas (sobre todo las que presenten cargas eléctricas). De ahí parte su gran importancia ecológica, fisiológica y biomolecular.
Y es que la célula, unidad base de todos los seres vivos, no es más que un sistema complejo de moléculas disueltas en agua. Las membranas que definen a toda célula, por ejemplo, están hechas de moléculas jabonosas que espontáneamente, en medio acuoso, tienden a organizarse y formar membranas. Y todas las demás biomoléculas (proteínas, ácidos nucleicos…) pueden funcionar sólo disueltas en agua; de otro modo se deshilachan e inactivan. Por otra parte, el agua de lagos y mares funciona como regulador térmico ambiental, pues absorbe y libera calor con gran dificultad (por eso tarda tanto en hervir el agua, comparada con otros líquidos).
Bien: todas estas propiedades se deben a que la molécula del agua (dos átomos de hidrógeno unidos a uno de oxígeno) tiene una débil carga eléctrica repartida irregularmente: el oxígeno tiene mayor carga negativa y los hidrógenos cargas positivas. Esto causa que las moléculas se atraigan entre sí (lo que dificulta separarlas para transformarla en gas, cuando hierve), y que puedan atraer y formar uniones con otras moléculas con carga positiva o negativa (de ahí su poder disolvente y su capacidad de organizar los componentes celulares).
El hielo es menos denso que el agua (sus moléculas, al atraerse, van formando una red porosa). Si no fuera así, el hielo se hundiría y los mares se congelarían hasta el fondo en el primer invierno, lo cual impediría la vida marina. Si el agua no tuviera estas propiedades, la vida nunca habría surgido, pues lo hizo en este líquido. Si hoy celebramos al agua, es en parte debido a las propiedades de los átomos de hidrógeno y oxígeno.
miércoles, 15 de marzo de 2006
Y la genómica mexicana avanza
La ciencia por gusto
Y la genómica mexicana avanza
Martín Bonfil Olivera
Siempre es bueno recibir buenas noticias, y la publicada el pasado viernes (“Descifran mexicanos genoma de bacteria”) es especialmente buena (aunque algún periódico hablara de que era “el primer genoma completo de un organismo”, como si nunca se hubiera descifrado otro).
Conviene comentar por qué es buena noticia. Lo primero que uno se pregunta es por qué secuenciar (o leer la secuencia de bases o letras que forman la información genética de un organismo) el genoma de una bacteria, cuando ya se ha secuenciado el genoma humano.
Respuesta: incluso el genoma de una humilde bacteria es conocimiento importante. Comparando genomas de más y más organismos de todo tipo, se puede ir aprendiendo sobre principios generales de la evolución y la genética. Y la bacteria elegida, Rhizobium etli, no es un microbio cualquiera: se trata de una de las cruciales bacterias fijadoras de nitrógeno, que al tomar este gas del aire, donde abunda, y convertirlo en amonio, permiten que las plantas lo usen y puedan crecer.
El nitrógeno es parte indispensable de las proteínas y los ácidos nucleicos; todo organismo lo necesita, pero sólo unos pocos –las bacterias fijadoras– pueden tomarlo del aire. Rhizobium etli, que se asocia en simbiosis con la planta de frijol, ha sido estudiado por investigadores del antiguo Centro de Fijación del Nitrógeno de la UNAM (hoy Centro de Ciencias Genómicas) durante años. La secuenciación de su genoma indica la madurez de un proyecto que continuará creciendo, para beneficio de la ciencia mexicana y de nuestra sociedad.
Y no sólo por el conocimiento científico producido, sino por la adquisición de importante infraestructura (computadoras, aparatos de secuenciación) y sobre todo por la formación de recursos humanos especializados que se logró.
Es también interesante saber que el genoma de Rhizobium etli está repartido en un cromosoma circular (los humanos son lineales) y 6 pequeños cromosomitas extra llamados plásmidos (el genoma humano consta de 23 cromosomas). La secuenciación de los 6.5 millones de letras del genoma de R. etli (el humano tiene unos 3 mil 200 millones) duró siete años y costó de seis a siete millones de dólares. Dinero bien invertido que dará dividendos científicos, tecnológicos y económicos a largo plazo. En ciencia, como en la cocina, se requiere paciencia (y constancia) para lograr calidad. ¡Enhorabuena!
Y la genómica mexicana avanza
Martín Bonfil Olivera
Siempre es bueno recibir buenas noticias, y la publicada el pasado viernes (“Descifran mexicanos genoma de bacteria”) es especialmente buena (aunque algún periódico hablara de que era “el primer genoma completo de un organismo”, como si nunca se hubiera descifrado otro).
Conviene comentar por qué es buena noticia. Lo primero que uno se pregunta es por qué secuenciar (o leer la secuencia de bases o letras que forman la información genética de un organismo) el genoma de una bacteria, cuando ya se ha secuenciado el genoma humano.
Respuesta: incluso el genoma de una humilde bacteria es conocimiento importante. Comparando genomas de más y más organismos de todo tipo, se puede ir aprendiendo sobre principios generales de la evolución y la genética. Y la bacteria elegida, Rhizobium etli, no es un microbio cualquiera: se trata de una de las cruciales bacterias fijadoras de nitrógeno, que al tomar este gas del aire, donde abunda, y convertirlo en amonio, permiten que las plantas lo usen y puedan crecer.
El nitrógeno es parte indispensable de las proteínas y los ácidos nucleicos; todo organismo lo necesita, pero sólo unos pocos –las bacterias fijadoras– pueden tomarlo del aire. Rhizobium etli, que se asocia en simbiosis con la planta de frijol, ha sido estudiado por investigadores del antiguo Centro de Fijación del Nitrógeno de la UNAM (hoy Centro de Ciencias Genómicas) durante años. La secuenciación de su genoma indica la madurez de un proyecto que continuará creciendo, para beneficio de la ciencia mexicana y de nuestra sociedad.
Y no sólo por el conocimiento científico producido, sino por la adquisición de importante infraestructura (computadoras, aparatos de secuenciación) y sobre todo por la formación de recursos humanos especializados que se logró.
Es también interesante saber que el genoma de Rhizobium etli está repartido en un cromosoma circular (los humanos son lineales) y 6 pequeños cromosomitas extra llamados plásmidos (el genoma humano consta de 23 cromosomas). La secuenciación de los 6.5 millones de letras del genoma de R. etli (el humano tiene unos 3 mil 200 millones) duró siete años y costó de seis a siete millones de dólares. Dinero bien invertido que dará dividendos científicos, tecnológicos y económicos a largo plazo. En ciencia, como en la cocina, se requiere paciencia (y constancia) para lograr calidad. ¡Enhorabuena!
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