miércoles, 28 de marzo de 2012

Nanotecnología y misterios cuánticos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de marzo de 2012

La mecánica cuántica, teoría que explica los fundamentos del comportamiento de la materia, está llena de sorpresas y conceptos que van en contra de la intuición.

Uno de los más extraños es la idea de que toda partícula (fotones, electrones, átomos… y hasta un camión) se comporta, a la vez, como una onda. El científico inglés Thomas Young demostró, alrededor de 1807, que un haz de luz se comporta como onda al pasar a través de dos ranuras. Al hacerlo, se divide en dos ondas que interfieren una con otra, provocando que haya zonas de mayor luminosidad (donde las ondas se refuerzan, pues sus crestas y valles coinciden) y otras de casi oscuridad (donde se cancelan mutuamente, pues las crestas de una coinciden con los valles de la otra). La luz forma así un patrón de líneas luminosas y oscuras sobre una pantalla.

El problema es que años después, en 1905, Albert Einstein demostró, mediante su explicación del efecto fotoeléctrico, que la luz está compuesta por partículas: los fotones. Entonces, ¿onda o partícula? Resulta que, de algún modo, ambas respuestas son correctas: la partícula tiene asociada una onda. Hoy se habla de la “dualidad onda-partícula” de la luz, como propuso el físico francés Luis de Broglie en 1924.

Más tarde se ha demostrado que no sólo los fotones se comportan así: en 1961 se repitió el experimento de la doble ranura usando electrones, y posteriormente se ha logrado con neutrones, átomos y hasta moléculas pesadas, como el futboleno (o buckminsterfullereno, formado por 60 átomos de carbono). En todos los casos, al pasar por las rendijas, las partículas forman un patrón de interferencia, mostrando su comportamiento ondulatorio.

Pero lo más sorprendente es que incluso una sola de estas partículas puede interferir ¡consigo misma! al pasar por las rendijas (lo cual se logra haciendo pasar las partículas no en un chorro, sino una por una: el patrón de interferencia se va formando paulatinamente, conforme las partículas se van acumulando sobre la pantalla). Se confirma así, indudablemente, que la materia se comporta también como onda en la escala cuántica.

La gran pregunta es, ¿hasta qué tamaño siguen siendo apreciables esos efectos cuánticos, imperceptibles en el mundo macroscópico en el que vivimos? (no parecen tener efectos, por ejemplo, en el nivel celular, ni en nuestras computadoras o teléfonos celulares…).

Molécula de ftalocianina
y uno de sus derivados fluorados
En el más reciente capítulo de esta carrera por demostrar la interferencia cuántica en tamaños cada vez mayores, Markus Arndt, de la Universidad de Viena, y sus colegas publican en la revista Nature Nanotechnology (25 de abril marzo de 2012) un artículo donde explican cómo lograron obtener un patrón de difracción usando moléculas derivadas de un pigmento llamado ftalocianina, de hasta 114 átomos: las más pesadas hasta ahora. Para ello usaron una combinación de técnicas nanotecnológicas, como la producción de un chorro de moléculas usando un rayo láser, la creación de una rejilla de difracción ultradelgada (menos de 100 nanómetros, o millonésimas de milímetro, que actúa como las ranuras en el experimento) y una técnica de fluorescencia para detectar las moléculas, que quedan adheridas a una superficie de cuarzo que actúa como pantalla (y dejan así un registro fijo del experimento, a diferencia de lo que se había logrado anteriormente).

Dejando de lado la sarta de tonterías que pretenden mezclar la mecánica cuántica con asuntos esotéricos, el trabajo de Arndt y su grupo muestra cómo las más recientes tecnologías de nanofabricación y nanovisualización pueden ayudarnos a explorar mejor dónde se hallan los límites de la mecánica cuántica… si es que los hay.

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miércoles, 21 de marzo de 2012

Depresión y electrochoques


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de marzo de 2012

Pocos tratamientos médicos tienen tan mala prensa como los electrochoques. La imagen de un paciente amarrado a una mesa, convulsionándose bajo el influjo de una corriente eléctrica aplicada con electrodos en su frente, es propia de una película de horror.

Quizá le sorprenda enterarse de que la terapia electroconvulsiva (su nombre formal), que hoy se realiza bajo condiciones muy controladas y seguras (anestesia general, relajante muscular, oxígeno al 100% y voltaje bajo –unos 90 volts) es el tratamiento más efectivo que existe contra la depresión grave (la que se acompaña de intensos impulsos suicidas o ideas delirantes que ponen en peligro la vida del paciente o quienes lo rodean). Tiene entre un 75 y 85% de efectividad (los tratamientos farmacológicos logran alrededor de un 40% de éxito).

Contrariamente a lo que se pudiera pensar, los efectos de esta terapia no provienen directamente de la corriente eléctrica, sino de las convulsiones que provoca. En un artículo publicado en septiembre del 2011 en la revista ¿Cómo ves?, el psiquiatra Eduardo Thomas explica que Hipócrates ya refiere que las anguilas eléctricas podían usarse para tratar trastornos mentales; que Benjamín Franklin usó en 1782 descargas eléctricas para combatir la melancolía, y que a finales del siglo XVIII se descubrió que el alcanfor podía provocar crisis convulsivas que mejoraban notablemente a pacientes psicóticos. La moderna terapia electroconvulsiva se inició en 1937, con el trabajo de los italianos Ugo Cerletti y Lucio Bini, aunque hubo un periodo de abusos que hoy se ha superado. Actualmente se usa sólo con pacientes que no han respondido a otros tratamientos, pues tiene algunos efectos secundarios como desorientación transitoria y alteraciones leves de la memoria.

Sin embargo, hasta ahora no se sabía cómo es que los electrochoques producen sus efectos. Pero un estudio publicado por la investigadora escocesa Jennifer Perrin, de la Universidad de Aberdeen, en las Actas de la Academia Nacional de Ciencias (PNAS) de los Estados Unidos, revela parte del misterio.

Corteza dorsolateral prefrontal,
hiperconectada en pacientes
con depresión
Utilizando la resonancia magnética funcional, que muestra qué partes del cerebro utilizan más sangre, y por tanto están más activas, Perrin halló que los cerebros de nueve pacientes con depresión grave, estudiados antes y después de someterlos a terapia electroconvulsiva (unas 8 sesiones) presentaban un exceso de conectividad funcional entre una zona llamada corteza dorsolateral prefrontal de uno de los hemisferios cerebrales (más o menos la zona donde quedan los anteojos para el sol cuando uno se los pone en la frente) y otras áreas cerebrales como el sistema límbico, relacionado con las emociones (se consideró que un área estaba conectada a otra si ambas se activaban simultáneamente). El exceso de conectividad disminuía sensiblemente luego del tratamiento, conjuntamente con los síntomas de la depresión (que en promedio bajaron de 36 a 11 puntos en la escala usada).

Severidad de los síntomas
de depresión antes y después
 de la terapia electroconvulsiva
(ECT)
Estos resultados refuerzan la reciente hipótesis de que la causa de la depresión grave es una “hiperconectividad” entre éstas áreas, y que por tanto una forma de combatirla el mal es reducir este exceso de conectividad (en cierta forma eso hacen los antidepresivos). Al mismo tiempo, hallar una alta conectividad en esta zona (que al parecer está muy claramente localizada) podría ser una forma de detectar a pacientes propensos a la depresión.

Como afirman Perrin y sus colaboradores, ahora el reto será, si se confirman sus resultados, aprovecharlos para buscar nuevas maneras de obtener el mismo efecto, pero sin usar electrochoques. Con suerte, a mediano plazo podríamos tener nuevos tratamientos que disminuyan la hiperconectividad y así prescindir por completo de esta terapia que, pese a su eficacia, sigue siendo bastante inquietante.

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miércoles, 14 de marzo de 2012

Magia, dios y polémicas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de marzo de 2012

Presidentes latinoamericanos
con cáncer
Me encantó la ironía de la analista Irene Selser, cuando en su columna “Daños colaterales” (Milenio Diario, lunes 12 de marzo) escribe: “Que el célebre médium brasileño Joao Texeira de Faria, Joao de Deus, haya acompañado el tratamiento oncológico del ex presidente de Brasil, Lula da Silva, con cáncer de laringe, […]no tiene nada de extraordinario. Al contrario, pareciera ser lo más pertinente ante este ‘brote canceroso’ que ha ido afectando a los líderes de la izquierda sudamericana…”.

Y es que, ante una enfermedad terrible, es fácil caer, aunque se sea un líder de opinión de quien se esperaría una actitud más sensata e informada, en el pensamiento irracional.

A veces son teorías conspiratorias, como las de Hugo Chávez –quien no se caracteriza por meditar cuidadosamente sus palabras antes de hablar. El venezolano lanzó, ante el “brote” entre varios mandatarios latinoamericanos (Fernando Lugo, de Paraguay; Dilma Rouseff, de Brasil; Cristina Fernández, de Argentina –cuyo diagnóstico fue desmentido en enero– y el propio Lula, además de su propio caso), acusaciones sin fundamento como la de que “no sería extraño” que los Estados Unidos “hubieran desarrollado una tecnología para inducir el cáncer”.

Otras veces, se cae en el pensamiento mágico. Es un hecho que mucha gente sigue recurriendo a medicinas “alternativas” y espirituales –la mezcla de seudociencia y religión, además de explosiva, suele ser muy atractiva–, aun cuando existen abundantes estudios que demuestran su total inutilidad, y en muchos casos sus efectos nocivos (directamente o de forma indirecta, al causar el abandono de las terapias médicas basadas en evidencia clínica comprobable).

Afortunadamente Lula, aunque se haga acompañar de Joao de Deus, no abandona las quimio y radioterapias contra el cáncer. A pesar de sus supuestos poderes para hacer ver a los ciegos, caminar a los inválidos y reducir tumores, el médium, nos informa Selser, “no se opone en absoluto a la ciencia médica”.

Menos mal. Pero el curandero declara al mismo tiempo, con el doble discurso propio de los charlatanes, “Yo no curo a nadie, quien cura es Dios”. Es decir, es la deidad, a través de él, la que cura... no las quimioterapias. Claro. ¡No vaya usted a pensar otra cosa!

Es curioso cómo la simple publicación en Facebook de una ilustración que denuncia cómo, ante médicos preparados que salvan vidas, muchos creyentes siguen atribuyendo la curación de un paciente a una entidad espiritual de cuya existencia no hay pruebas (“Ellos ni siquiera te conocen y te salvan la vida; Él no existe y le agradeces por salvarte”) basta para desatar una polémica acalorada.

No se trata de combatir las creencias religiosas o espirituales de nadie, sino de fomentar una cultura científica que nos permita distinguir, ante problemas concretos, las soluciones eficaces de las ilusorias.

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miércoles, 7 de marzo de 2012

El enjambre neuronal


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de marzo de 2012

Uno de los mayores enigmas científicos actuales –y quizá el más importante de todos– es cómo el conjunto de cien mil millones de neuronas carentes de inteligencia que forman el cerebro humano –y las entre uno y cinco billones de células gliales, que complementan su función– pueden dar origen a un yo, una mente consciente.

En uno de los diálogos dispersos en su magnífico libro de 1979 Gödel, Escher, Bach, una eterna trenza dorada, con el que ganó el premio Pulitzer, Douglas Hofstadter utiliza la imagen de una colonia de hormigas, la “tía Hillary”, para mostrar cómo un conjunto de elementos carentes de inteligencia, al interactuar en forma compleja, pueden dar origen a fenómenos emergentes como la mente.

Con base en esa y otras ideas de Hofstadter, en su libro La conciencia explicada el filósofo Daniel Dennett propuso en 1992 su “modelo de los borradores múltiples”, en el que intenta dar un explicación de tipo darwiniano de cómo la conciencia podría surgir mediante la generación de una variedad de “versiones” del relato interno mental, que compiten hasta que una de ellas emerge y se experimenta conscientemente. El proceso, por supuesto, es continuo y cambiante.

Con los años, la investigación en neurobiología ha demostrado que en efecto, en los procesos de toma de decisiones que ocurren en el cerebro humano se generan un mecanismo de selección entre múltiples opciones, en el que unas neuronas emiten estímulos que activan o inhiben a otras, hasta que la población que representa una de las alternativas excede cierto límite. En ese momento, la decisión queda tomada.

Pues bien: recientemente, en el número del 6 de enero de la revista Science, el neurobiólogo Thomas Seeley, de la Universidad Cornell, en Nueva York, reporta el resultado de una investigación concienzuda y realmente admirable. La primera frase de su artículo reza: “Los enjambres de abejas y los cerebros complejos presentan muchos paralelos en su forma de tomar decisiones”.

Lo que Seeley y su equipo hicieron fue estudiar cómo, cuando un enjambre de abejas se prepara para emigrar a una nueva colmena, el proceso de decisión se toma por mecanismos muy similares a los que ocurren en un sistema nervioso.

Las abejas exploradoras buscan lugares adecuados para establecerse, y reportan sus resultados mediante las famosas danzas y vibraciones con que estos insectos se comunican entre sí. Usando dos panales idénticos en una isla sin más sitios propicios para establecerse, marcando a las abejas que exploraron cada uno (mediante puntos de color rosa o amarillo), y filmando detalladamente sus danzas a su regreso al enjambre, Seeley descubrió que las abejas que exploraron un panal y lo promueven como una buena opción para establecer su hogar envían señales inhibitorias a las abejas que promueven el otro. Si una abeja recibe suficientes señales de parar, deja de danzar.

Mediante modelos en computadora, Seeley muestra cómo este complejo proceso logra hacer que una de las opciones –aunque se trate de dos alternativas idénticas– vaya predominando. Así, un enjambre formado por abejas que individualmente carecen de inteligencia logra tomar decisiones acertadas, eligiendo un sitio seguro y adecuado para establecerse, y evitando caer en parálisis por indecisión.

Aunque a primera vista suena asombroso, finalmente era esperable que la inteligencia, sea en un enjambre o en un cerebro, tuviera que surgir mediante mecanismos naturales a partir de elementos no inteligentes. De otro modo, tendríamos que recurrir a explicaciones milagrosas que no son válidas en ciencia, porque finalmente explican nada.
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miércoles, 29 de febrero de 2012

La inteligencia estúpida (o el valor de la fuerza bruta)

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de febrero de 2012

En ciencia –y en la vida diaria– muchas veces se asume que un enfoque razonado, detallado, cuidadoso y ordenado es la mejor manera de resolver un problema. A veces partiéndolo reduccionistamente en fragmentos, para ir resolviendo cada uno y armar luego el rompecabezas. A veces con un enfoque sistémico, global. Pero siempre de manera racional y organizada.

Ayer se cumplieron 59 años de uno de los logros más famosos de este enfoque: el desciframiento, en 1953, del “secreto de la vida”, la estructura en doble hélice del ácido desoxirribonucleico (ADN), quizá la molécula más bella del mundo, cuya mera forma revela el mecanismo básico de la reproducción. James Watson y Francis Crick lo consiguieron luego de acumular y analizar una gran cantidad de datos diversos, obtenidos por muchos investigadores, y explorando y ensayando posibles soluciones hasta hallar la manera de resolver el enigma. Un logro de la racionalidad científica, aunque no exento de un necesario toque de creatividad.

Pero 37 años después, en 1990, cuando el Proyecto del Genoma Humano se lanzó a descifrar la (casi) totalidad de la información genética de nuestra especie, quedó claro que no siempre la racionalidad minuciosa es la mejor manera de resolver problemas. El proyecto “oficial”, encabezado inicialmente por un mucho más maduro James Watson (tenía 23 años cuando descubrió la doble hélice), se proponía estudiar cada uno de los cromosomas humanos por separado, partiéndolos en fragmentos grandes, éstos en pequeños y leyendo la información que contenía cada pedacito, para luego armar el genoma total ordenadamente. Pero surgió un proyecto “comercial” paralelo, encabezado por el rebelde Craig Venter y su compañía Celera Genomics, que utilizó un abordaje insólito: partir todo el genoma en pedacitos, leerlos todos desordenadamente y luego, utilizando la fuerza bruta de las mejores computadoras disponibles, ordenarlos para reconstruir el genoma completo en orden (no en balde su enfoque se conoció como “método del escopetazo”).
El método de secuenciación por
"escopetazo" del genoma humano
 usado por Celera

Mucha gente, entre ellos Watson, predijeron que Venter fracasaría: era absurdo abordar un problema tan complejo de manera tan caótica. Pero funcionó (y a mucho menor costo: 300 millones de dólares frente a los 3 mil del proyecto público). A pesar de haber empezado mucho después, en 1998, Celera alcanzó y adelantó al proyecto oficial, que tuvo que adaptar sus métodos para hacerlos más rápidos. Al final, se decretó un “empate” en el año 2000, con bombo y platillo.

Otro ejemplo del poder de la fuerza bruta fue el triunfo en 1997 de la computadora Deep Blue, de IBM, al vencer al gran maestro de ajedrez Garry Kasparov. Se habló de que la computadora ganó no por ser más “inteligente”, sino gracias a su mayor memoria y velocidad al explorar una amplísima biblioteca de juegos históricos. Pero ganó. Y habría que preguntarse si los procesos que ocurren en el cerebro biológico de Kasparov realmente son tan diferentes de lo que hizo Deep Blue (Kasparov mismo declaró haber atisbado algo de “inteligencia profunda y creatividad” en las jugadas de la computadora).

Actualmente, el inmenso poder de cómputo de los procesadores permite que, por ejemplo, Google traduzca en línea textos de un idioma a otro con resultados que, si bien distan de lo perfecto, resultan sorprendentes, por su velocidad y corrección, para quienes vivimos los ridículos intentos de los primeros traductores “automáticos”. Y lo hace no mediante una “inteligencia” racional, aplicando reglas gramaticales, sino mediante un método estadístico: basándose en los millones de textos disponibles en internet, las computadoras de Google calculan la probabilidad de que un texto (palabras, frases) sea la traducción de otro en un idioma distinto. Es mediante este enfoque “mecánico”, que logra sus asombrosos, aunque imperfectos, resultados.

Al final, parece que será esta “inteligencia estúpida”, basada en la fuerza bruta, la que permita que las computadoras realicen funciones que antes nos parecían limitadas al cerebro humano. ¿Realmente será tan diferente la inteligencia “artificial” de la nuestra?

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miércoles, 22 de febrero de 2012

Tres culturas necesarias

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de febrero de 2012

Para quienes defendemos el valor de la medicina científica, basada en evidencia comprobable y comprobada mediante estudios clínicos rigurosos, es muy preocupante la proliferación de “productos milagro”. Pastillas, pomadas, fajas, tenis, pulseras, geles y demás chatarra que se nos ofrece insistentemente en un bombardeo de anuncios televisivos desmesurados y diseñados para confundir (por no decir que mentirosos).

Y es muy preocupante por dos razones. Una, porque se está engañando deliberadamente al público, ofreciéndole, como si tuvieran base científica (de ahí el abuso de palabras e imágenes “técnicas” en los anuncios), lo que en realidad son soluciones mágicas para remediar desde la calvicie o la gordura hasta enfermedades delicadas. Aparte de una estafa –los productos siempre tienen un costo elevado, aunque no tanto como para hacerlos inaccesibles–, se trata de una falta de respeto a los ciudadanos, que viola su derecho a recibir información fidedigna sobre la mercancía que consumen de buena fe.

Pero además, la promoción y venta de estos productos pone en riesgo la salud de quienes los usan, pues al no ser tratamientos médicos ni alimentos, caen fuera de la supervisión de las autoridades de salud. No sólo son inútiles: pueden causar daño directamente, debido a que pueden contener sustancias tóxicas y se fabrican sin ningún control sanitario, o indirectamente, pues promueven que los pacientes abandonen los tratamientos médicos formales, muchas veces largos y difíciles, pero eficaces, para confiar en ellos.

Por eso es de celebrarse la noticia de que la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) contará ya con la capacidad de obligar a los anunciantes de este tipo de productos a retirar del aire sus comerciales, so pena de recibir multas de hasta casi un millón de pesos (el reglamento de la Ley General de Salud que permitirá sacarlos del mercado está prometido para principios de marzo próximo).

Sin embargo, tomando en cuenta que los 270 productos detectados representan ganancias de 500 millones de pesos al año en publicidad, es previsible que habrá oposición tanto de anunciantes como de canales de televisión. ¿Qué podemos hacer gobierno y ciudadanos para contribuir a esta lucha contra los fraudes?

Creo que fortalecer tres aspectos de nuestra cultura ayudaría a mejorar la situación. En primer lugar la cultura científica, que nos da herramientas de pensamiento crítico para exigir evidencia confiable que sustente las afirmaciones extraordinarias. En segundo, la cultura del consumidor, que desde el surgimiento de esta corriente en los años 60 ha ido logrando frenar los abusos del comercio y defender nuestros derechos como consumidores. Y finalmente la cultura ciudadana, que requiere que, además de denunciar estos fraudes y exigir que nuestras autoridades continúen defendiendo nuestros derechos, nos responsabilicemos por educarnos para tomar decisiones cada vez mejores y más informadas.

Ojalá llegue el día en que los anuncios salgan del aire no porque se prohíban, sino porque ya nadie compra estos timos.

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miércoles, 15 de febrero de 2012

La danza de los cromosomas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de febrero de 2012

Mitosis
Seguramente usted recordará de sus clases de secundaria cómo los cromosomas, esas madejas de ADN y proteína que se hallan dentro del núcleo de las células, luego de duplicarse en preparación para la división celular (mitosis), bailan un bonito ballet que culmina cuando se alinean en una fila ordenada para luego partirse por la mitad, con lo que cada nueva célula se lleva una dotación completa de cromosomas sencillos.

Las películas de microcine donde se aprecia el proceso son muy bellas, pero hasta hace poco no se sabía en detalle cómo los cromosomas podían moverse con tal complejidad y precisión (recordemos que un mal reparto de cromosomas puede llevar a alteraciones de salud tan serias como el síndrome de Down, causar un cáncer o hacer que un feto sea inviable).

Molécula de kinesina
"caminando" sobre un microtúbulo
Hoy se sabe que, en los minutos previos a la división, una serie de fibras que se aprecian dentro de la célula, formando un “huso mitótico” –en realidad microscópicos rieles llamados microtúbulos, que surgen a su vez de dos estructuras, cada una en un “polo” de la célula, llamadas centrosomas– se unen a los cromosomas. Luego pequeños motores moleculares, las proteínas kinesina y dineína, con su curioso aspecto de “pies” que caminan sobre los microtúbulos, hacen que los cromosomas dobles, con forma de X, se muevan a lo largo de estos rieles para alinearse en el ecuador de la célula, y posteriormente jalan para separar las dos mitades (o cromosomas sencillos), que se desplazan luego a los polos de la célula. Una vez repartidos adecuadamente los cromosomas, la célula se divide.

Una pregunta que no había podido responderse es cómo sabe la célula que los cromosomas están correctamente alineados tanto respecto al eje norte-sur de la célula como respecto al ecuador. Después de todo, las células no tienen un cerebro para saber si están haciendo bien las cosas: en la mitosis sólo hay cromosomas, microtúbulos y motores moleculares sin inteligencia.

El huso mitótico, con los cromosomas
 en azul y los microtúbulos en verde.
a la izquierda y la derecha
se hallan los centrosomas, de donde
surgen los microtúbulos
En un artículo publicado en la revista Nature Cell Biology el pasado 12 de febrero, los investigadores Tomomi Kiyomitsu y Iain Cheeseman, del Instituto Whitehead, en Cambridge, Massachusetts, resuelven el misterio. Se trata de un mecanismo de retroalimentación en esencia similar al regulador centrífugo que mantenía a la máquina de vapor de James Watt girando a velocidad constante.

Resulta que, si los cromosomas se acercan demasiado a la zona ecuatorial de la membrana celular, una sustancia que emiten, llamada Ran, “apaga” el mecanismo que los jala; si el cromosoma se aleja, el mecanismo se reactiva. Lo mismo sucede en los polos de la célula: otra proteína, Plk1, apaga el motor de dineína, unido a la membrana, cuando los centrosomas se acercan demasiado; cuando se alejan, el motor se reactiva. A través de sucesivos ciclos de acercamiento y alejamiento, los cromosomas van ajustando su posición hasta quedar perfectamente alineados.

Así, los nanomecanismos moleculares del interior de la célula, producto de la evolución por selección natural, permiten el exquisito funcionamiento de uno de los procesos más delicados y asombrosos del mundo biológico: la división celular, un verdadero baile de la vida.

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