miércoles, 27 de junio de 2012

Periodistas, ciencia y fraudes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de junio de 2012

El lunes pasado ocurrió una balacera en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Aparte de lo alarmante del hecho, y de los detalles de lo sucedido, preocupa la evidente incapacidad de las fuerzas de seguridad nacionales para proteger a los ciudadanos.

La preocupación crece cuando vemos notas como la que apareció en varios medios (Milenio incluido) el pasado 20 de junio. Evidentemente basada en un boletín de la Fiscalía de Durango, en ella se daba por buena, sin mayor cuestionamiento, la versión de que el llamado “detector molecular” GT200 es una importante herramienta en el combate al narcotráfico, pues es “considerado como el equipo más confiable y avanzado del mundo como detector de sustancias, aún siendo ocultas en aceite y petróleo”.

Ya en otras ocasiones hemos hablado del fraude del GT200, con que la empresa Global Technical y sus distribuidores como Segtec, en México, han engañado a varios gobiernos del mundo vendiéndoles a precio de oro estos inútiles artefactos, que prometen localizar a distancia drogas, explosivos y cualquier cosa que uno desee. Aunque el gobierno de Gran Bretaña advirtió a nuestro país en marzo de 2010 que se trataba de una estafa –los “detectores” no son mejores que el azar, no se basan en ningún principio científicamente posible, y ¡están huecos por dentro!–, han seguido siendo comprados y utilizados por las fuerzas armadas. El problema se ha denunciado ampliamente en varios medios, pero persiste. Afortunadamente, como comentábamos aquí la semana pasada, el Senado de la República propuso el pasado 30 de mayo un punto de acuerdo para pedir al Poder Ejecutivo que investigue la supuesta efectividad de dichos aparatos.

¿Por qué se sigue dando credibilidad en los medios a este tipo de desinformación? En parte, por falta de entrenamiento. Los científicos y los periodistas comparten muchas cosas; entre ellas, el pensamiento crítico y el rigor metodológico que los hace cuestionar por principio la información que reciben, contrastar sus datos, confirmar sus fuentes, verificar cada hecho.

Pero no es tan raro que los científicos lleguen a caer en los engaños de charlatanes y seudocientíficos, pues como explica el escéptico profesional James Randi –que ha desenmascarado a tantos vivales– no están acostumbrados a lidiar con tramposos (la naturaleza no hace trampas).

Los periodistas, por su parte, son formados con el criterio de, ante una polémica, darle voz a ambos bandos, en aras de la imparcialidad. Y normalmente es una buena estrategia… pero cuando se enfrentan a seudocientíficos, al confrontarlos con verdaderos expertos, poniéndolos al mismo nivel, les dan un lugar que no merecen, y ayudan a legitimarlos ante el público, lo cual termina perjudicando a la sociedad.

Sin duda, en temas relacionados con la ciencia y la tecnología, donde resulta tan fácil que un impostor se haga pasar por experto para vender curas milagrosas, tecnologías infalibles, fuentes inagotables de energía y otras pócimas, es importante que los medios promuevan la formación de periodistas especializados. Se trata ya no de un lujo, sino de una necesidad. De otra manera, seguiremos viendo en los medios no sólo falsas noticias como la captura del “hijo” del Chapo, sino de varitas mágicas que pueden detectar a los malosos… y que sólo fracasan, poniéndonos a todos en riesgo.

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miércoles, 20 de junio de 2012

Los molestos escépticos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de junio de 2012

A nadie le caen bien los escépticos, esos personajes que hacen de la duda su profesión. Que desconfían, por principio, de todo lo que se les dice. Que no creen (o que a veces, como dice el diccionario de la Real Academia, “afectan no creer”).

El escepticismo va directamente en contra de la fe: la creencia en algo sin necesidad de pruebas (no extraña que santo Tomás apóstol haya sido tan criticado: necesitó pruebas tangibles antes de creer). Por eso es una de las herramientas fundamentales de la ciencia, y en general del pensamiento crítico.

Pero para ser útil, el escepticismo tiene que ser racional e informado. No se trata de rechazar neciamente todo dato nuevo, sino de exigir la evidencia suficiente para confiar en él (sin que deje por ello de estar sujeto a una constante revisión). Sobre todo en los casos en que lo aseverado va en contra del conocimiento convencional: afirmaciones excepcionales requieren de pruebas excepcionales.

Quizá la frase distintiva de todo científico, al enfrentar una afirmación novedosa, sea “¿y cómo lo sabes?”. El escepticismo científico, la negativa a dar por buena una información sin conocer su respaldo, es la base de la confiabilidad de la ciencia. A diferencia de quienes practican otras formas de pensar –señaladamente, el voluntarismo tan de moda en las “filosofías” de autosuperación y los esoterismos new age–, el científico hace todo esfuerzo posible para distinguir lo que es, los hechos, de lo que cree o lo que le gustaría que fuera.

Por eso exige evidencia, y diseña tantas metodologías –instrumentos, pruebas clínicas, análisis estadísticos– para reducir al mínimo los sesgos que sus creencias, prejuicios, opiniones y esperanzas puedan introducir en los resultados de sus investigaciones.

Pero hay también personas que, sin ser investigadores científicos, cultivan el pensamiento crítico de manera regular, y dedican una parte importante de su tiempo a revisar las afirmaciones seudocientíficas que frecuentemente circulan en los medios, a recabar datos para contrastarlas, a criticar sus incongruencias y, en caso de hallar que no se sostienen, a denunciarlas y combatirlas. Se etiquetan a sí mismos como “escépticos”, y florecen en la blogósfera y las redes sociales (y, desde antes, a través de listas de correo, revistas y publicaciones diversas).

Estos “divulgadores escépticos” cumplen un papel complementario al de los investigadores, divulgadores y periodistas científicos. Los datos que recopilan son muchas veces más precisos y abundantes que los que pueden conseguir estos especialistas, y como los escépticos los comparten generosamente, resultan de gran utilidad en el combate tanto a seudociencias aparentemente inocuas ­–astrología, curaciones milagrosas, creencia en ovnis, (que sin embargo minan nuestra capacidad de pensamiento crítico, al promover la credulidad)– como a otras realmente peligrosas: ideas como que el sida no es causado por un virus o que las vacunas son dañinas.

De vez en cuando, el pensamiento crítico obtiene pequeñas victorias, como el pasado 30 de mayo, en que se propuso en el Senado de la República un punto de acuerdo para “evaluar la efectividad” (nula) “y funcionamiento de los detectores moleculares GT200 adquiridos por el gobierno mexicano”, que como se sabe, son completamente inútiles y fraudulentos.

Sin duda, aunque a veces su crítica resulte molesta, la terquedad y meticulosidad de los divulgadores escépticos es necesaria. Y ocasionalmente, rinde importantes frutos.

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miércoles, 13 de junio de 2012

Evolución por parásitos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de junio de 2012

En Malasia existe una enorme flor, llamada Rafflesia, que además de ser la más grande del mundo (hasta un metro de diámetro) y tener un olor fétido se distingue por ser parásita. No tiene tallo ni hojas, y para sobrevivir depende de otra planta, de la familia de las vides, llamada Tetrastigma.

La semana pasada, investigadores de Estados Unidos, Malasia y Singapur, encabezados por Charles Davis, publicaron en la revista BMC Genomics una investigación en la que describen algo sorprendente: los genes de Tetrastigma fueron “robados” por Rafflesia, y ahora forman parte de su genoma. Esto podría ayudar a la parásita a evadir las defensas del organismo parasitado (hospedero).

La “transferencia horizontal de genes” no es algo nuevo: desde hace décadas se sabe que ocurre en bacterias, y los virus suelen hacer malabares con los genes de los distintos huéspedes a los que parasitan (en el genoma humano existen miles de fragmentos de virus que quedaron insertados en él: son el 8% de nuestra información genética).

Pero hasta ahora no se había descubierto que también otro tipo de parásitos pudieran mezclar su material genético con el nuestro. Pues bien: investigadores de las universidades de Brasilia y de Minas Gerais, en Brasil, publicaron hace poco en la revista PLoS ONE los resultados de otra investigación sorprendente.

Trypanosoma cruzi,
entre algunos glóbulos rojos
Mariana Hecht y sus colegas, del grupo de Antonio Teixeira, estudian el mal de Chagas, una enfermedad causada por el parásito Trypanosoma cruzi, que se transmite por el piquete de la chinche Triatoma infestans (chinche besucona, vinchuca) y otros insectos del mismo género, y que produce, luego de varias décadas, graves daños a los órganos del paciente, normalmente el corazón. El tripanosoma es un protozoario complejo: además de los genes de su núcleo, tiene cientos de pequeños “minicírculos” de ADN en sus mitocondrias, que contienen hasta 30% de su información genética, y pueden pasar a las células de su hospedero.

Intrigados por el hecho de que los pacientes tratados con medicamentos que eliminan a los tripanosomas frecuentemente siguen presentando daños al corazón, Hecht y sus colegas propusieron que podría tratarse del sistema inmunitario del paciente, que ataca proteínas del tripanosoma que se siguen produciendo. Para averiguarlo, analizó a cinco familias brasileñas en las que los miembros más viejos padecían el mal, y encontró que no sólo se hallaban los genes de tripanosoma insertados entre los genes de las personas infectadas (25 de 87 sujetos) –en ocasiones alterándolos–, sino también en sus descendientes no infectados.

Además de dar evidencia de que los daños de la enfermedad de Chagas podrían ser de naturaleza autoinmune como resultado de los genes de tripanosoma, los resultados de Hecht indican que los genes de tripanosoma han pasado a formar parte de la línea germinal humana de esas familias. Probablemente pronto descubriremos que no es el único caso.

Árbol evolutivo que muestra
transferencia horizontal de genes
Las implicaciones para el estudio de la evolución en general es tremendo. El claro y ordenado árbol evolutivo que Darwin vislumbró, base de la clasificación de los seres vivos, supone que los genes de transmiten verticalmente, de padres a hijos. La transferencia horizontal de genes trastoca por completo esta visión, convirtiendo al árbol de la vida en una red confusa, y haciendo que el concepto de especies distintas se vuelva borroso.

El descubrimiento significa también que la evolución humana –y probablemente la de todos los organismos– ha sido influenciada enormemente por los parásitos con los que hemos convivido. Como dicen los autores del estudio, “la población humana podría ser un mosaico de todos los organismos a los que ha estado expuesta a lo largo de su historia”.

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miércoles, 6 de junio de 2012

Luz contra el Alzheimer

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de junio de 2012

Me atrevo a decir que el mal de Alzheimer es la enfermedad más terrible que conozco, porque no destruye el cuerpo, sino el alma (y nos confirma, por cierto, que ésta no puede existir sin un cerebro que la genere).

Como se sabe esta enfermedad, descrita por primera vez por el alemán Alois Alzheimer en 1906, causa el deterioro paulatino de las capacidades mentales, comenzando por la memoria a corto plazo, y avanza destruyendo la totalidad de los recuerdos, perturbando la respuesta emocional, interfiriendo con la capacidad de hablar, y finalmente, en etapas avanzadas, dañando las funciones motoras y respiratorias, hasta causar la muerte.

Se presenta con mayor frecuencia en mayores de 65 años, y hasta el momento no se cuenta con ningún tratamiento realmente efectivo para prevenirla o demorar su avance. Se cuenta, eso sí, con pruebas diagnósticas (psicológicas y estudios de imagenología que muestran el deterioro del tejido cerebral) que permiten detectarla en sus etapas tempranas, y se sabe de algunos genes ligados a una mayor susceptibilidad a padecerla. Pero todo ello es inútil en ausencia de tratamientos mínimamente efectivos, y sólo sirve para causar angustia.

En cuanto a sus causas, aunque se ignora qué la detona en última instancia, se conocen los dos mecanismos moleculares que destruyen el tejido cerebral: la acumulación de un fragmento de desecho (llamado amiloide beta) de una proteína normal del cerebro, que en vez de ser eliminado correctamente, se aglomera formando placas entre las neuronas, y la formación de ovillos anormales de otra proteína, llamada tau, dentro de ellas, que también contribuye a destruir el tejido nervioso.

Formación de placas de amiloide beta
Es por ello que el descubrimiento, publicado en la revista Science el 23 de marzo pasado (y dado a conocer electrónicamente por anticipado el 9 de febrero), de un fármaco que podría resultar efectivo para combatir este mal ofrece una pequeña luz de esperanza.

Se trata de un compuesto anticancerígeno llamado bexaroteno (nombre comercial: Targretin). El grupo de investigación encabezado por Gary Landreth, de la Universidad de la Case Western Reserve, en Cleveland, Ohio, había descubierto en 2008 que la activación de la apolipoproteína E (apoE) –molécula involucrada en el metabolismo del colesterol– era importante en el proceso que normalmente elimina los fragmentos de amiloide beta del tejido cerebral. En los pacientes con Alzheimer, este mecanismo falla, y la apoE no estimula a las células que devoran los materiales de desecho en el cerebro (macrófagos y células gliales). De hecho, se sabe que una variante del gen de la apoE, apoE4, predispone a un mayor riesgo de padecer Alzheimer.

Landreth y sus colaboradores razonaron que el bexaroteno podría resultar efectivo contra el Alzheimer, ya que se sabe que estimula la activación del gen que fabrica la ApoE. Utilizando cuatro diferentes tipos de ratones que sirven como modelos experimentales del Alzheimer (ninguno de ellos reproduce exactamente la enfermedad humana), probaron su efectividad, con resultados sorprendentes. En sólo 72 horas, la cantidad de amiloide beta en el cerebro de los ratones disminuyó en 50%; la presencia de placas en ratones con deterioro avanzado bajó 25% en seis horas, y su memoria –medida mediante pruebas psicológicas como resolver laberintos o por entrenamiento olfatorio– y su función neural mejoraron también notablemente. Los ratones también recuperaron, en 72 horas, comportamientos como el construir nidos, que habían perdido debido al deterioro.

Aunque los resultados son extremadamente prometedores, son preliminares. Lo que funciona en ratones no siempre funciona en humanos, y el camino de un descubrimiento de laboratorio como éste al desarrollo, aprobación y comercialización de un medicamento es largo y tortuoso. Pero, si hay mucha suerte, en 5 a 10 años quizá tengamos un fármaco eficaz contra las etapas tempranas de este mal, y quizá capaz de retrasar su avance.

Una vez más la mal llamada “ciencia básica”, por abstrusa que parezca, muestra que tarde o temprano acaba por ofrecer un poco de luz en la oscuridad del combate incluso a las situaciones más desesperadas.

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miércoles, 30 de mayo de 2012

El misterio de la conciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de mayo de 2012

Uno de los grandes misterios científicos que quedan por entender (probablemente “resolver” no sea la palabra adecuada en casos como éste) es el de qué es la conciencia: esa “preciosa aunque misteriosa capacidad de estar al tanto de nuestro propio yo y del mundo que nos rodea” (como la describe un boletín de la Academia Finlandesa).

Sabemos que, lejos de ser una manifestación espiritual, se trata de un fenómeno natural: una propiedad emergente del funcionamiento de nuestro cerebro, que a su vez es producto de un proceso evolutivo de millones de años. Lo que aún no entendemos son los detalles de cómo un trozo de sesos de kilo y medio da origen a un yo consciente, a un “alma” (si quiere usted llamarla así).

¿Cómo podría investigarse algo así? Un enfoque interesante es el que plantearon, usando anestésicos, el investigador Harry Scheinin y su equipo en la Universidad de Turku, Finlandia (en colaboración con investigadores de la Universidad de California en Irvine), como parte de un proyecto de “neurofilosofía de la conciencia”, nada menos. Y es que el tema da para discusiones filosóficas, éticas, neurológicas, evolutivas…

La anestesia es buen método para explorar cómo el cerebro origina la conciencia: cada vez que nos dormimos perdemos, en gran medida, la conciencia. También, más profundamente, cuando somos anestesiados antes de una operación. Scheinin administró anestésico a 20 sujetos jóvenes y sanos y los metió a un aparato de tomografía por emisión de positrones (PET), que permite monitorear el flujo de sangre en el cerebro, y por tanto detectar qué áreas se van activando cuando los sujetos recobran la conciencia (definida como cuando eran ya capaces de obedecer la orden de realizar un movimiento). (Para separar los efectos de ir bajando la dosis del anestésico –propofol, de mala fama gracias a Michael Jackson, pero usado comúnmente en cirugía– de los del proceso mismo de recobrar la conciencia, en la mitad de los pacientes se usó otro anestésico, dexmedetomidina, que permite despertar a los pacientes sin bajar la dosis que se les estaba administrando. Como los resultados con ambos anestésicos coincidieron, puede asumirse que se deben al proceso mismo de recobrar la conciencia, no al la disminución en la dosis de propofol.)

Lo que se descubrió fue que, contra lo que se hubiera esperado, no fueron las áreas de la corteza cerebral –el neocórtex, la parte evolutivamente más nueva del cerebro humano, y la que normalmente se asocia con la conciencia– las que se activaron primero, sino áreas mucho más antiguas como el tallo cerebral, el tálamo y el sistema límbico. Éstas serían, según los autores del estudio, publicado en la revista Journal of Neuroscience el pasado 4 de abril, “los correlatos neurales mínimos que se requieren para que emerja un estado consciente”.

Lo inquietante es que muchas de las pruebas que normalmente se realizan para determinar si una persona está inconsciente (por ejemplo para ver si la anestesia durante una operación está siendo efectiva, o para determinar si hay muerte cerebral) se basan en gran parte en el monitoreo de la función de la corteza. Hay casos de “conciencia intraoperativa” en que los pacientes reportan recordar lo sucedido durante una cirugía. Y más preocupante, hay indicios de pacientes con muerte cerebral diagnosticada que, al ser operados para retirarles órganos para donación, podrían haber sufrido dolor.

Los resultados de Scheinin seguramente detonarán nuevos estudios y nuevas discusiones que nos llevarán a entender un poco mejor no sólo cómo el yo emerge de nuestro cerebro, sino qué es eso que llamamos conciencia y qué es, finalmente, una persona humana. Y a mejorar los criterios con los que actuamos en casos donde la calidad de persona humana es decisiva.

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miércoles, 23 de mayo de 2012

La demanda de los científicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de mayo de 2012

La ciencia también es política. Por eso, la comunidad científica mexicana –como la de todos los países– ha tenido que aprender a organizarse para exigir los apoyos que requiere. Apoyos que los gobiernos otorgan, con dinero de nuestros impuestos, y que permiten realizar las actividades de investigación y desarrollo científico-tecnológico en México (que se llevan a cabo, casi en su totalidad, en instituciones públicas).

Es por ello que, en una jugada valiente, una de las principales organizaciones científicas del país, el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, A. C. –organismo asesor autónomo y permanente del Poder Ejecutivo– ha presentado una denuncia administrativa, ante la Secretaría de la Función Pública, contra quien resulte responsable (presumiblemente, las autoridades hacendarias) “por el incumplimiento de la asignación del 1% del producto interno bruto a la investigación científica y el desarrollo tecnológico, tal como se establece en los artículos 9 bis de la Ley de Ciencia y Tecnología y 25 de la Ley General de Educación”.

Los antecedentes de la denuncia son la recomendación de organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) de elevar paulatinamente la inversión en estos rubros, como medida elemental para fomentar el bienestar económico y social de las naciones, y la modificación, en 2004, de la Ley de Ciencia y Tecnología, que establecía el 1% como meta.

Como comparación, naciones como Estados Unidos invierten alrededor de 2.6% de su PIB en ciencia y tecnología, Japón 3.1%, Corea 3% y Suecia 4.3%. En Iberoamérica, el promedio es 0.55; España invierte 1.27, Brasil 1.1%, Chile 0.67% y Argentina 0.51%. En cambio, a lo largo de su historia moderna, México nunca ha llegado siquiera al 0.5%, y frecuentemente mucho menos. Este año el porcentaje bajó de 0.41 a 0.36%.

El Foro señala que los funcionarios que incumplieron las leyes generaron “daños a los científicos jóvenes, perjuicios al país y afectaciones a millones de mexicanos que viven en situación de pobreza”. Tiene razón: la falta de fondos ha impedido la creación de las nuevas instituciones y las plazas laborales que se requerirían para mantener en el país a los jóvenes científicos que estamos formando. Nuevamente, la fuga de cerebros. El Foro calcula que “los montos que se han dejado de invertir en investigación científica y desarrollo tecnológico, por omisiones e incumplimiento de obligaciones de servidores públicos de la SHCP, de 2006 a 2011 es del orden de 464 mil 484 millones de pesos”. Mientras, los potenciales beneficios que la cadena ciencia-tecnología-industria podría dar al país, con el consecuente aumento en el nivel económico, social y de vida, simplemente se desperdician, como agua por una coladera.

Una gran cantidad de instituciones científicas y de la sociedad –la Academia Mexicana de Ciencias (AMC), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el Instituto Politécnico Nacional (IPN), el Centro de Investigación y Estudios Avanzados (CINVESTAV), las Academias Nacionales de Medicina, de la Lengua, de la Historia, de Ingeniería, los representantes académicos del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), el Consejo Mexicano de Ciencias Sociales, la Asociación Mexicana de Directivos de la Investigación Aplicada y el Desarrollo Tecnológico, y hasta la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación (CANACINTRA) y la Confederación Patronal de la República Mexicana (COPARMEX) se han adherido expresamente a la denuncia del Foro Consultivo.

Esperemos que este fuerte llamado de atención sirva para que los candidatos a la presidencia comiencen a discutir la importancia de la ciencia y la tecnología como elementos indispensables para el desarrollo del país. Y que el próximo presidente (o presidenta) entienda que no se trata de un gasto, sino de una vital inversión.

Como expresó el nuevo presidente de la Academia Mexicana de Ciencias, José Franco, al tomar posesión del puesto el pasado 17 de mayo: “Como nación, nos encontramos en un punto decisivo en el que estamos obligados a actuar con responsabilidad ante los retos que enfrentamos, aprovechar las oportunidades que nos brinda el conocimiento y abandonar la era de las décadas perdidas para entrar en la etapa de recuperación de un futuro con esperanza”. No se trata de apoyar a la ciencia, pues, sino de apoyarse en ella.

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miércoles, 16 de mayo de 2012

El gen que “moldeó el cerebro”

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de mayo de 2012

Aunque la iglesia católica parezca creer lo contrario –pues defiende que un óvulo fecundado es ya una persona sólo porque contiene todos los genes humanos–, la idea de que son los genes y sólo ellos los que definen la naturaleza humana es una sobresimplificación inaceptable.

Por eso la noticia, publicada mundialmente el pasado 3 de mayo, de que se había descubierto “el gen que modeló el cerebro humano” fue inmediatamente criticada, por simplificar un asunto por demás complejo y dar la impresión de que un solo gen podría haber determinado el surgimiento de la inteligencia de nuestra especie.

El hallazgo, realizado por dos grupos de investigadores del Instituto Scripps, en California, y de la Universidad de Washington, respectivamente, y publicado en sendos artículos en la revista Cell, consistió en haber descubierto que un gen importante en el desarrollo del cerebro –llamado SRGAP2, siglas en inglés de SLIT-ROBO Rho GTPase-activating protein 2–, que interviene en la migración de las neuronas hacia la corteza cerebral y en el desarrollo de sus conexiones (sinapsis) con otras neuronas, se duplicó durante la evolución humana.

Los genes duplicados son comunes en la naturaleza. Frecuentemente son la materia prima para novedades evolutivas: un gen importante, como SRGAP2, al que cualquier mutación puede dañar, normalmente no cambia; pero si se duplica, su copia puede mutar libremente sin poner el peligro la supervivencia del organismo. Es lo que aparentemente sucedió con SRGAP2: una de tres copias surgidas en el linaje homínido, hace unos 2.5 millones de años (llamada SRGAP2C) puede haber sido clave en el paso de los australopitecos, con un cerebro similar al de los simios, al género Homo, al que pertenece el humano moderno, con su gran corteza cerebral y avanzadas capacidades cognitivas. La época en que ocurrió la duplicación del gen, determinada mediante métodos de fechamiento molecular, coincide a grandes rasgos con el surgimiento de las primeras herramientas de piedra.

Pero el cambio no se debe simplemente a que dos genes proporcionen “mayor inteligencia” que uno. De hecho, SRGAP2C bloquea la actividad de su versión original. Esto ocasiona, según descubrieron los investigadores al hacer experimentos con ratones, que las neuronas migren más lentamente, y en ese tiempo desarrollen mayor número de conexiones con otras neuronas. Al final, las neuronas de ratones a los que se les incorporó artificialmente el gen SRGAP2C humano presentaban muchas más sinapsis que las neuronas normales de ratón, haciendo que tuvieran un aspecto más parecido a las neuronas humanas.

Tomando en cuenta que se han hallado unos 30 genes duplicados que sólo existen en humanos, es probable que la historia de la evolución de nuestro cerebro resulte ser más compleja, y no dependa de un solo gen. De cualquier modo, la duplicación de SRGAP2 parece ser uno de esos casos en que la evolución, debido a un error genético, tiene la oportunidad de dar un salto notable. El hallazgo, además de permitirnos entender mejor nuestros orígenes y el funcionamiento y desarrollo de nuestro cerebro, quizá permita también entender algunas alteraciones cerebrales que tienen que ver con el desarrollo y conectividad de las neuronas, como ciertas formas de autismo, epilepsia y esquizofrenia.

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