miércoles, 24 de octubre de 2012

500 semanas

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de octubre de 2012

El 8 de mayo de 2003 apareció publicada la primera colaboración de este espacio, con el título de “El príncipe Carlos y la anticiencia en México”.

Desde entonces, la hospitalidad de Milenio Diario me ha permitido compartir con los lectores mi gusto por la ciencia y sus alrededores (aunque frecuentemente me digan que, por mis constantes quejas, críticas y refunfuños varios, la columna debería titularse “La ciencia por disgusto”).

En realidad, la aventura de “La ciencia por gusto” comenzó en 1997, en otro medio, donde perduró hasta el 2000, para luego entrar en una pausa. En el ínter, recopilé varios de los textos en el libro del mismo nombre (Paidós, 2004, recién reimpreso). Puedo decir que compartir el gusto por la ciencia con los lectores, ya sea a través de la columna o de este blog, que la reproduce y amplía es uno de los placeres más constantes que disfruto. Que le paguen a uno por hacer lo que le gusta es la mayor fortuna.

Estoy convencido de que la ciencia y la tecnología son dos de las fuerzas que mueven al mundo actual y determinan quién es rico y quién pobre, quién domina y quién es sojuzgado, quién progresa y quién se estanca, quién disfruta y quién sufre. Sé también que son terriblemente importantes para nuestra supervivencia; bien usadas pueden evitar mucho daño, pero su mal uso puede poner en peligro la estabilidad misma del planeta (o al menos de los seres que lo habitamos).

Pero estoy convencido, también, de que ninguno de esos son los verdaderos valores de la ciencia. Como cualquier científico de corazón que sea honesto consigo mismo, sé que en realidad la ciencia es algo a lo que uno se dedica por placer: ese placer científico, tan parecido a la experiencia estética que nos produce el arte, pero que pasa antes, necesariamente, por la razón. El placer de entender. Un placer, afortunadamente, que puede compartirse.

Es por eso que muchas veces en este espacio –una columna de opinión; para compartir un punto de vista, no para dar datos o explicaciones detalladas (a veces digo que debería presentarme como “comentarista de la ciencia”, no como divulgador)– mis lectores encuentran gustos personales o, al contrario, diatribas contra quienes suplantan, descalifican o deforman a la ciencia.

Espero poder seguir teniendo el privilegio de compartir un poco de cultura científica por otras 500 semanas. Gracias a Milenio, y más que nada gracias a todos ustedes, amables lectores.

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miércoles, 17 de octubre de 2012

Naturalismo y evolución

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de octubre de 2012

Hace unas semanas comentábamos en este espacio las ocasionales escaramuzas entre ciencia y filosofía.

Uno de los campos en donde estas discusiones han estado más activas en el de la evolución. Y quizá la pregunta más frecuente al respecto es si puede descartarse como “no científica” la idea de que podría haber un proyecto detrás del proceso evolutivo. En otras palabras, si la evolución pudiera tener una dirección (por ejemplo hacia una mayor complejidad, o mayor inteligencia, como popularmente se cree), o si el proceso mismo de la evolución pudiera estar dirigido por alguna inteligencia superior, quizá divina (según proponen tanto la iglesia católica como los proponentes del “diseño inteligente”, una forma disfrazada de ese creacionismo cristiano tan popular en los Estados Unidos).

¿Por qué no podría haber un proyecto, un plan inteligente detrás de la evolución, o al menos una tendencia general que le diera dirección? En realidad no es que no pueda haberla: es que, desde un punto de vista científico –y el estudio de la evolución biológica es una rama de la ciencia– no es una hipótesis que se pueda someter a prueba.

La ciencia, desde sus mismos orígenes, ha estado comprometida con una postura filosófica que se conoce como “naturalismo metodológico”. Ha recibido otros nombres, como “materialismo” (pero no sólo la materia forma parte de las explicaciones científicas; también la energía, el espacio, el tiempo, y los fenómenos emergentes no materiales que surgen a partir de ellos, como la vida o la conciencia), o “reduccionismo” (pero no todas las explicaciones son reduccionistas en un sentido eliminativo, es decir, que niegue la existencia de cosas como la vida o el amor para reducirlas, por ejemplo, a simples fenómenos químicos).

Más bien, el naturalismo metodológico de la ciencia quiere decir que ésta se limita estudiar y a proponer explicaciones de fenómenos naturales, dejando fuera de su ámbito de acción todo aquello que pueda calificarse de sobrenatural. ¿Por qué esta limitación? Porque, por definición, lo sobrenatural no sigue reglas: la magia, los milagros o las intervenciones divinas rompen con las regularidades de la naturaleza, que son lo único que la ciencia puede estudiar (además, las explicaciones sobrenaturales involucran entidades no materiales como dioses o espíritus, y la ciencia no cuenta con herramientas para investigarlos).

¿Puede la ciencia probar que no existe lo sobrenatural? No. Pero tiene que actuar bajo la suposición de no existe; de otro modo, se vería paralizada (por eso su naturalismo es “metodológico”, no ontológico: no habla de lo que existe, sino de con qué se puede trabajar).

Hay quienes se inconforman –como el bioquímico y bloguero Larry Moran, ya mencionado aquí– con esta aparente limitación de la ciencia porque consideran, por ejemplo, que la deja imposibilitada para criticar a las religiones (lo cual, creo yo, no es el papel de la ciencia, de todos modos) o vulnerable a las críticas de los filósofos (lo cual, nuevamente en mi opinión, le hace bien de vez en cuando).

Por todo ello, buscar un objetivo o proyecto en fenómenos como la evolución es, en el fondo, desconfiar de la postura naturalista de la ciencia, que forma parte de su esencia.


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miércoles, 10 de octubre de 2012

Ciudadanos y ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de octubre de 2012

Es semana de Nobeles, y uno siempre piensa, ¿cuándo tendremos premiados mexicanos en ciencia, aparte de Mario Molina (que no realizó su trabajo en nuestro país)?

Inmediatamente surge el tema de la falta de una cultura científica que forme parte de la cultura general –o mejor, como ha propuesto Ruy Pérez Tamayo, de la cultura popular– del mexicano. No tarda uno mucho en hablar de educación, y las múltiples carencias de la enseñanza de la ciencia… y de la escuela en general.

Pero tarde o temprano, se llega al problema de fondo: la falta de apoyo, decidido y firme, de gobernantes y tomadores de decisiones –industriales y dueños de medios de comunicación incluidos– para fomentar la investigación científica, el desarrollo tecnológico y su vinculación con la industria –el número de patentes mexicanas por año es infamante– y, en general, para generar un sistema científico-tecnológico-industrial maduro, sólido y pujante.

En otras palabras, hace falta una verdadera política de Estado en ciencia y tecnología.

Desde hace décadas, la comunidad científica ha intentado, con mayor o menor éxito, llamar la atención de las autoridades, señalando la importancia del desarrollo científico y técnico para mejorar el nivel económico y de bienestar del país. Han obtenido algunas respuestas, pero nunca un compromiso suficientemente sólido: la ciencia sigue siendo un artículo de relumbrón para los políticos, digno de aparecer en discursos y hasta en leyes, pero que a la hora de las acciones se queda siempre a medio camino. El ejemplo más elocuente es ese 1% del Producto Interno Bruto que promete –exige– la Ley de Ciencia y Tecnología aprobada en el sexenio Foxista (artículo 9 bis)… y el menos del 0.4% que se invierte realmente.

Hoy nuevamente la comunidad científica ha buscado el contacto con el nuevo presidente electo para hacerle llegar sus exigencias. La respuesta ha sido prometedora: se les escuchó, se nombró a un “coordinador de ciencia, tecnología e innovación” del equipo de transición, e incluso se habló de incrementar en un 0.1% anual la inversión en el ramo, para acercarnos al deseado 1% del PIB.



Pero, a diferencia de lo expresado por mi amigo y colega Horacio Salazar en Milenio hace unos días (29 de septiembre), creo que eso no basta. Si no logramos que sean los ciudadanos quienes estén conscientes de la importancia de la ciencia y la tecnología, y quienes exijan a los gobernantes que las apoyen, difícilmente éstos lo harán, por más que los científicos cabildeen.

En otras palabras, se requiere de un mandato ciudadano, basado en la apreciación y la comprensión públicas de la ciencia, y la participación y responsabilidad ciudadana en las decisiones que se tomen al respecto.

Comenzar a construirlo deber ser una de las tareas urgentes de quienes estamos a favor de la ciencia y la tecnología como bases del desarrollo y el bienestar nacionales.

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miércoles, 3 de octubre de 2012

¡Ciencia vs. filosofía!

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de octubre de 2012

Cada cierto tiempo se desatan pequeñas guerras entre la ciencia y la filosofía. Los representantes de estos dos importantes campo de conocimiento sobre el mundo, se enzarzan en curiosas batallas verbales.

A veces son los científicos los que comienzan, al hacer escandalosas afirmaciones públicas. Por ejemplo, cuando el famoso físico Stephen Hawking, junto con Leonard Mlodinow, afirmó al principio de en su libro El gran diseño (Crítica, 2010) que “la filosofía ha muerto”, porque “no se ha mantenido al paso de los desarrollos de la ciencia moderna, especialmente la física”, por lo que “los científicos se han convertido en los modernos portadores de la antorcha del conocimiento”.

Por supuesto, los filósofos también atacan, declarando que la ciencia es sólo un “constructo sociocultural”, sin mayor validez que cualquier método adivinatorio. Y cuestionan sus pretensiones de validez, objetividad y de revelar verdades sobre la naturaleza.

Recientemente el diario inglés The Guardian publicó un debate entre el filósofo Julian Baggini y el físico teórico Lawrence Krauss, donde éste último afirmaba que las preguntas sobre el “por qué” de las cosas, que la filosofía hace, no tienen realmente sentido. Y sostenía que en realidad son preguntas sobre el “cómo”, que deben ser respondidas utilizando el método científico, que se basa en el razonamiento lógico y la evidencia observable. Y predecía que todas las preguntas filosóficas de “por qué” pasarán a ser, con el tiempo, preguntas de “cómo”, que podrán ser respondidas por la ciencia. A su vez, Baggini se preguntaba si Krauss no estaba cayendo en el vicio del cientificismo: la convicción de que la ciencia es la única fuente legítima de conocimiento, descalificando cualquier otra forma de conocer el mundo que nos rodea. O, en palabras del historiador y filósofo John Wilkins, que “toda legitimidad conceptual debe derivar de la ciencia”.

El debate se ha extendido a la blogósfera, donde el bioquímico Larry Moran discute, en su blog Sandwalk, con el filósofo Massimo Pigliucci –autor del blog Rationally speaking– la legitimidad de la ciencia y cuestiona la acusación y el concepto mismo de cientificismo, argumentando que se trata de una simple etiqueta denigrante. Moran ataca también la noción de naturalismo metodológico, defendida por Pigliucci: la idea de que la ciencia se limita, necesariamente, a estudiar sólo el mundo natural, dejando fuera de su ámbito lo sobrenatural (si es que esto último existiera). Se trata, dice, de un truco sucio para limitar a la ciencia y evitar que cuestione a la religión… y la filosofía. (Y a continuación procede a atacar, afirmando que cualquier conocimiento que no sea científico –incluyendo la filosofía– no es conocimiento real, sino sólo palabrería hueca, “un castillo de naipes” que “no nos dice nada”.)

Wilkins, por su parte, le responde a Moran, en su blog Evolving Thoughts, que el cientificismo es en realidad la encarnación moderna del positivismo, aquel viejo y desacreditado intento por fundar la ciencia sobre bases absolutas e indiscutibles, y explica que el naturalismo metodológico no es una limitación de la ciencia, sino su esencia misma: no se puede estudiar científicamente algo que no sea observable y no presente regularidades. (Lo cual no impide, añade, que aborde aquellos aspectos relacionados con fenómenos supuestamente sobrenaturales que se puedan prestar a ser analizados científicamente, como por ejemplo hacer estudios para ver si la oración de terceros puede tener algún efecto curativo en los enfermos.)

La discusión, por supuesto, es absurda. Ambos bandos están a favor del estudio racional del mundo. Pero caen en malentendidos, como cuando Moran confunde la crítica al cientificismo con una defensa de la seudociencia o incluso de la anti-ciencia (la idea de que el desarrollo científico-técnico es intrínsecamente nocivo). Y al sentirse atacados, caen en el peligroso juego de competir a ver quién es mejor.

No hay duda: hasta las mentes más cultivadas pueden caer en debates absurdos. Pero incluso entonces, escucharlas suele ser muy interesante.

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miércoles, 26 de septiembre de 2012

¿Cáncer transgénico?

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de septiembre de 2012

Nuevamente, los medios de comunicación masiva dan la alarma: “Hallan tumores en ratas alimentadas con maíz transgénico”. Un grupo de investigadores franceses e italianos, comandados por Gilles-Eric Séralini, de la Universidad de Caen, Francia, hallaron que una de las variedades más populares de maíz transgénico parece causar cáncer en ratas alimentadas con él. Las impresionantes fotos de los roedores y sus enormes tumores dieron la vuelta al mundo.

En el contexto del amplio debate sobre los posibles riesgos que el cultivo y el consumo de vegetales transgénicos, la noticia podría ser un verdadero parteaguas: por primera vez, los temores de quienes se oponen al uso de estos cultivos, por los posibles daños a la salud que pudieran causar, se habrían visto confirmados.

Y es que hasta el momento no había evidencia firme de que el consumo de transgénicos pudiera ser dañino: se había hablado de posibles alergias, pero en todo caso ese es un riesgo que existe con cualquier alimento. También se discute si el consumo de material genético ajeno al vegetal –los transgénicos son precisamente organismos a los que se les ha introducido algún gen para que adquieran alguna característica novedosa– pudiera ser riesgoso. Pero, además de que el paso de ADN a través del medio ácido del estómago y de la pared intestinal, para entrar a nuestro cuerpo, sea prácticamente imposible, el hecho es que siempre que consumimos algún vegetal o animal, sea o no transgénico, estamos comiendo ADN extraño. Y hasta ahora no hay evidencia de efectos nocivos.

Es por eso que los hallazgos de Séralini, publicados en la revista Food and chemical toxicology, deben ser tomados con precaución. Por una parte, los estudios se realizaron en ratas; extrapolar los efectos a humanos es arriesgado. Por otra parte, se trata de sólo un estudio, frente a muchos otros que hasta ahora no habían detectado tal efecto. Habrá que esperar a que se confirmen ­–o no– los resultados.

Glifosato
Pero al estudiar los detalles del experimento surgen otras dudas: el maíz usado por Séralini es la variedad “Roundup-ready” NK603, producido por la transnacional biotecnológica Monsanto –uno de los blancos favoritos de los grupos ambientalistas anti-transgénicos, muchas veces con fundamento, pues tiende a privilegiar sus intereses comerciales por encima de consideraciones ambientales o sociales de quienes consumen sus productos. Contiene un gen que lo hace resistente al herbicida Roundup, también de Monsanto, cuyo ingrediente activo es el glifosato (N-fosfonometilglicina), compuesto que aunque no es considerado peligroso en dosis bajas, según la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos, podría causar cáncer y alteraciones metabólicas en dosis altas.

Séralini alimentó a tres grupos de ratas con maíz transgénico cultivado en ausencia o en presencia de glifosato (la hipótesis es que el glifosato podría quedar como residuo en el maíz que consumen los humanos), o bien con glifosato disuelto en agua, en diferentes dosis. En los dos grupos que ingirieron glifosato, halló tumores mamarios y alteraciones del hígado y el riñón. Este resultado es importante porque es la primera vez que se estudian los efectos del herbicida durante la vida entera de las ratas (2 años); normalmente los estudios de toxicidad duran unos 90 días.

Pero Séralini –quien tiene una larga historia de activismo en contra de los transgénicos– halló también los mismos efectos en las ratas que no consumieron glifosato, sino sólo maíz transgénico. Éste y otros detalles de su estudio provocan dudas: parece muy poco probable que el efecto de un herbicida y un gen extraño fueran idénticos; por otro lado, el manejo estadístico de los datos ha sido cuestionado por otros expertos.

El biotecnólogo mexicano Luis Herrera Estrella, pionero de la biotecnología vegetal, en un comunicado difundido por la Academia Mexicana de Ciencias, hace notar que no hubo controles con ratas alimentadas con maíz no transgénico, que las dosis usadas fueron excesivas, comparadas con lo que consumiría un ser humano, y que la dosis consumida no ser refleja en los efectos; por ello, señaló, “los resultados obtenidos por Séralini deben ser revisados por pares y el experimento debe ser repetido, pues del artículo surgen dudas que obligan a un examen a fondo”. Lo mismo opina la Comisión Europea, que pidió a su Organismo de Salud Alimenticia (EFSA) que verificara en estudio; se espera tener un dictamen para final de año.

La ciencia no siempre llega a conclusiones claras y rápidas. Por más que a los medios no les agrade, hay debates científicos en los que la noticia es que no hay noticia: en este caso, como en tantos otros donde los datos científicos se mezclan con cuestiones ambientales y sociales, e intereses económicos, comerciales y hasta políticos –además de ideología–, habrá que esperar a tener datos más precisos. Hasta entonces, el debate sobre la seguridad de los transgénicos sigue abierto. Lo cual no quiere decir que no haya que tomar precauciones, como dicta el principio de precaución, cosa que pocos países están haciendo.

En conclusión: ¡qué bueno que esta investigación cause debate!: eso obligará a investigar mas profundamente un asunto sin duda importante.

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miércoles, 19 de septiembre de 2012

Embestida conservadora

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de septiembre de 2012

Al principio parecía una noticia de buena fe: “Cuestionan especialistas efectividad del condón”, “Derrumban el mito de efectividad del condón”, y otros titulares semejantes.

Según se informó, un grupo de expertos (María del Rosario Laris Echeverría, Javier Haghenbeck Altamirano y José Manuel Madrazo, “médicos especialistas en salud pública, ginecología y bioética”; Laris, se presentaba como “directora de la asociación Sexo Seguro”) afirmaba, basándose en información de la Organización Mundial de la Salud y algunos artículos de investigación, que “El precepto de la efectividad de 99% del condón para evitar enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados no es veraz”.

En vez de ello, sostuvieron, su eficacia real sería de entre 80% por ciento, en el mejor de los casos (de 0 a 80%, según algunas notas extremas; de entre 80 y 85%, según otras). Y llegaron al amarillismo de decir que “Afirmar que el condón es 99 por ciento seguro es un riesgo para la salud pública”

Información alarmante, si fuera cierta. No lo es. Lo realmente alarmante es que muchos medios –periódicos, noticieros, sitios de internet, reenvíos por correo electrónico– hayan dado por buena una información tan polémica sin recurrir al primer principio del buen periodista: verificar sus fuentes.

Al parecer, la información fue difundida por una organización llamada “Comité Independiente Anti-Sida” (sinsida.biz) que en su página web define al condón como “inseguro, inútil, contraproducente, indigno e inmoral”, y en correos enviados a cuentas particulares califica de “engaño criminal” de las Secretarías de Salud y Gobernación las campañas de promoción del uso del condón. Al mismo tiempo, promueve comportamientos como la abstinencia y la fidelidad como las mejores estrategias para impedir embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual.

Y no es que dichas conductas no sean eficaces; es que no resultan suficientes ni realistas: poca gente adulta está dispuesta a ser célibe, y la infidelidad es una conducta frecuente que, juicios morales aparte, hay que enfrentar como algo real. La pandemia de VIH (se tiende a ya no hablar de sida, pues en un país como el nuestro, donde hay un sistema razonablemente eficaz de salud y acceso a terapias antirretrovirales modernas, ningún seropositivo tendría por qué llegar a esa etapa avanzada de la enfermedad causada por el virus) no se detendrá con buenos deseos y principios idealistas, sino con pensamiento práctico.

Pero es grave que los grupos conservadores de base religiosa quieran aprovechar la coyuntura del cambio de sexenio para promover su ideología, que privilegia los principios de una moral particular por encima de la salud de los ciudadanos.

¿Cuál es la efectividad exacta del condón? No lo sabemos, pues no pueden hacerse pruebas controladas que pondrían en riesgo a seres humanos. Los métodos para medirla son inexactos (está sujetos a sesgos como que los sujetos entrevistados mientan, sean descuidados, inconstantes o torpes en el uso del condón, que haya ocasionales rupturas del mismo por defectos de fabricación, etcétera) y hacen muy difícil tener números precisos. Pero la cifra de 98-99% de efectividad parece ser sólida. En todo caso, el uso del condón es la alternativa más eficaz, útil y realista con que contamos para prevenir las enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados. Y el aumento en los embarazos e infecciones en jóvenes no se está debiendo a fallas en los condones, sino a la práctica del sexo sin protección.

Lo urgente es reforzar la educación sexual, las campañas y la distribución de condones (reconforta saber que el pasado 3 de agosto un grupo de jóvenes protestó ante la Secretaría de Salud por el desabasto de condones en zonas marginadas de Puebla, Estado de México, DF, Oaxaca, Guerrero y Chiapas). Son las campañas anti-condón, parte de la embestida conservadora, las verdaderas promotoras de las infecciones por VIH.

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miércoles, 12 de septiembre de 2012

Más allá del genoma

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de septiembre de 2012

Ésta es una historia que puede contarse en dos niveles.

En uno de ellos, se trata de un descubrimiento de gran importancia: la publicación –en 30 artículos simultáneos, en Nature y otras dos importantes revistas de genética– de los resultados de ENCODE (siglas en inglés de “Enciclopedia de Elementos del ADN”): un proyecto multinacional y multimillonario (442 científicos de seis países: Reino Unido, Estados Unidos, España, Singapur, Japón y Suiza; y un presupuesto estimado en 185 millones de dólares) en el que se realizaron mil 640 experimentos con 147 tipos distintos de células humanas.

El objetivo era analizar cómo la información contenida en los tres mil millones de “letras” que constituyen la información genética del ser humano –su genoma– es regulada para controlar su función. Podría decirse que se trata de la segunda parte del Proyecto del Genoma Humano, que consistió en leer el “libro de instrucciones” –para usar una metáfora trillada y simplista– de nuestra especie. Un libro escrito en un lenguaje desconocido. Ahora, con ENCODE y otros proyectos similares, estamos descifrando el significado de la información del genoma.

Sólo alrededor del 1.3 por ciento del genoma son genes: instrucciones para fabricar proteínas (las moléculas que forman la estructura de nuestras células y llevan a cabo sus funciones). Todo el resto es ADN “no codificante”, que solía llamarse “ADN basura”, pues se pensaba que carecía de función y era sólo chatarra evolutiva. ENCODE examinó las diversas maneras en que los genes pueden ser controlados (mediante la adhesión de proteínas, o al enrollarse en madejas de cromatina que forman los cromosomas, o al destruir selectivamente la información copiada de ellos en forma de ARN, ácido ribonucleico, para fabricar las proteínas, o al añadirles químicamente grupos metilo para inactivarlos, entre varios otros mecanismos).

Y aquí entra la segunda dimensión de la noticia. Porque ya desde que en 2007 ENCODE publicó sus primeros resultados, correspondientes al 1% del genoma, muchos expertos cuestionaron sus métodos –como el uso de líneas celulares cancerosas o anormales, que son fáciles de cultivar en el laboratorio, en vez de células humanas normales– y su definición de qué constituye el ADN “funcional” (hay quien dice que lo definieron como “cualquier cosa que aparezca en nuestras pruebas”).

Hoy nuevamente, los investigadores del proyecto son acusados de forzar la interpretación de sus resultados, y sus responsables de prensa de “inflarlos” para dar una impresión exagerada al público. Y al parecer tienen éxito, pues muchos periodistas y medios en el mundo reportaron que el gran descubrimiento de ENCODE era demostrar que hasta un 80% del genoma, según los autores, en realidad sí cumple alguna función. “No existe el ADN basura”, fue la exagerada conclusión.

Los críticos del proyecto dudan de la cifra, pues varias de las pruebas realizadas por ENCODE en realidad no comprueban una función; sólo la suponen. Esto desinforma al público (el bioquímico canadiense Larry Moran, uno de los críticos del trabajo, dice: “el público ahora cree que el concepto de ADN basura ha sido rechazado, y que nuestro enorme genoma en realidad está lleno de maravillosos y sofisticados elementos de control que regulan la expresión de cada gen”; no es que sea falso: es que muy probablemente sea exagerado). Pero además, distrae la atención de los resultados realmente interesantes: que se está comenzando a entender a fondo cómo se activan o inactivan nuestros genes, cómo esto puede estar relacionado con muchas enfermedades, y cómo este conocimiento nos podría ayudar a desarrollar nuevas terapias.

No: la noticia no es el ADN basura, sino el gran esfuerzo desarrollado –y que continuará creciendo– para entender mejor la función, la evolución y el control de nuestros genes.

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miércoles, 5 de septiembre de 2012

Placebos y malentendidos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de septiembre de 2012

No es nuevo que las ideas, teorías y hasta el lenguaje de la ciencia sean secuestrados por místicos, charlatanes y otros los promotores del pensamiento mágico para tratar de dar un poco de lustre a sus deshilvanadas narrativas de merolico. Basta pensar en “curaciones cuánticas” o “energías positivas” para constatarlo.

Un término usado en ciencia médica que se presta especialmente a confusión –y provecho de tramposos– es “efecto placebo”.

Un placebo (del griego latín “yo complazco”) es, por definición, una sustancia que carece de actividad específica para un mal concreto. Hay quien lo define como un “tratamiento simulado o médicamente ineficaz para un padecimiento que tiene la intención de engañar al paciente”. En efecto: a pesar de no tener efecto terapéutico, los placebos son tremendamente útiles en investigación médica y farmacéutica, pues permiten realizar los llamados estudios de “doble ciego” para averiguar si un fármaco o tratamiento médico realmente funcionan.

Para ello, se toman dos grupos de pacientes con las mismas características. A uno de ellos se le administra el tratamiento a probar; al otro –el grupo de control– se le da sólo un placebo (pastillas de azúcar o almidón, por ejemplo, idénticas a las que contienen el fármaco, o en el caso de tratamientos, una manipulación idéntica pero inocua; se llegan a hacer “cirugías placebo”, con incisiones pero sin operación real, o bien, para contrastar, por ejemplo, la supuesta efectividad de la acupuntura, se usan agujas especiales con resorte, que no penetran la piel). Si el medicamento no tiene un efecto estadísticamente superior al placebo, es inservible.

Mejora en síntomas subjetivos
(reportados por el paciente) debida al efecto placebo.
Para evitar que el paciente perciba, así sea inconscientemente, si está recibiendo el tratamiento real o el placebo, ni él ni el médico que lo trata deben saberlo (de ahí lo de doble ciego). Esto se debe a que aun los pacientes que reciben placebo parecen presentar alguna respuesta, llamada precisamente “efecto placebo”. El doctor Steven Novella, médico norteamericano destacado por promover el pensamiento crítico y la medicina basada en evidencia, lo define como el “efecto de un tratamiento medido en el grupo de control de un estudio clínico”.

Mejora en síntomas medidos
objetivamente debida al efecto placebo.
Y ahí empiezan los problemas, porque muchos creen que se trata de una especie de efecto mágico, una curación inexplicable debida al “poder de la mente sobre la materia”. Incluso hay quien llega al extremo de proponer el uso de placebos en la medicina institucional, por su bajo costo (sin embargo, además de inútil, la comunidad médica está de acuerdo en que esto sería antiético, pues se estaría administrando un remedio inservible.)

En realidad, como explica Novella, lo que llamamos “efecto placebo” es normalmente ilusorio: errores de observación, sesgos en la toma de datos debidos a las expectativas de médicos y pacientes, efectos no específicos (como que el paciente sea más cuidadoso sólo por estar en tratamiento) y sólo en un porcentaje muy pequeño de casos, efectos fisiológicos reales. Éstos últimos se deben a cambios en las hormonas o neurotransmisores que pueden producir relajación e influir así en síntomas como dolor, presión arterial, etcétera.

En conclusión, los placebos no tienen nada de misterioso, y sus efectos son casi siempre ficticios. Al mismo tiempo, son una herramienta fundamental de la investigación médica, pues sirven, precisamente, para distinguir la medicina efectiva de la simple venta de ilusiones.

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miércoles, 29 de agosto de 2012

Memes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de agosto de 2012

Hay ideas contagiosas.

A menos que no use usted Facebook ni Twitter, ni lea periódicos, ni vea televisión ni oiga radio, se habrá enterado del divertidísimo caso de la restauradora de Borja, Zaragoza (España), la señora Cecilia Giménez, de 80 años, que decidió por sus pistolas “restaurar” una pintura del siglo XIX titulada Ecce homo (el rostro de Cristo al ser presentado por Pilatos) en el muro de la iglesia del Santuario de la Misericordia, en Borja, España. El resultado, de tan grotesco, provoca la carcajada instantánea e incontrolable.

La historia –y su imagen asociada– fueron un éxito inmediato. Luego de aparecer en diarios españoles, brincó a las redes sociales y se difundió por todo el mundo. Las bromas derivadas no se hicieron esperar. La imagen del Cristo “restaurado” fue un clásico instantáneo, que ha pasado ya a formar parte del imaginario colectivo.

Otro caso: el pasado 25 de agosto murió Neil Armstrong, primer humano en pisar la Luna. La noticia, naturalmente, fue mundial. Y no faltaron comentarios burlones alusivos a esas personas que siguen creyendo que el viaje a la Luna fue sólo un montaje filmado en un estudio de cine. A un servidor se le ocurrió poner en Twitter la siguiente frase: “En efecto, es curioso que haya quien no cree que Neil Armstrong haya pisado la Luna pero sí crea que ahora está en el Cielo”. Sorpresivamente para mí, la frase fue copiosamente retuiteada por cientos de personas, en varios países.

¿Por qué se volvieron tan súbitamente populares el Cristo restaurado y mi frase? Una manera de entenderlo es recurrir al concepto de “meme”, propuesto en el libro El gen egoísta, publicado en 1976, por el biólogo británico (aunque nacido casualmente en Kenia) Richard Dawkins, especialista en comportamiento animal y biología evolutiva (y magistral divulgador científico).

¿Qué es un meme (yo siempre he propuesto que en español se diga “mem”, que suena menos bobo, pero nadie me hace caso)? Dawkins explica: “Ejemplos de memes son: tonadas o sones, ideas, consignas, modas en cuanto a vestimenta, formas de fabricar vasijas o de construir arcos. Al igual que los genes se propagan en un acervo génico al saltar de un cuerpo a otro mediante los espermatozoides o los óvulos, así los memes se propagan en el acervo de memes al saltar de un cerebro a otro mediante un proceso que, considerado en su sentido más amplio, puede llamarse de imitación. Si un científico escucha o lee una buena idea, la transmite a sus colegas y estudiantes. La menciona en sus artículos y ponencias. Si la idea se hace popular, puede decirse que se ha propagado, esparciéndose de cerebro en cerebro.”

Hoy la mayoría de los jóvenes conocen como “memes” a los curiosos dibujitos de tira cómica como “Forever alone”, “Me gusta” o “True story”, que pululan como epidemia en internet. El término es correcto, pero la idea de Dawkins va mucho más allá. Para él, los memes son las unidades fundamentales de la comunicación y del pensamiento (y para el filósofo Daniel Dennett, nuestra mente consiste, esencialmente, en una comunidad de memes).

Como los genes –y cualquier entidad capaz de crear réplicas de sí misma (Dawkins los llamó “replicadores”)–, los memes está sometidos al proceso darwiniano de selección natural. Un meme que tenga características que favorezcan su supervivencia y reproducción –ser divertido, curioso o atractivo; ser fácil de comprender y comunicar; estar relacionado con otros memes de moda– se volverá popular, e incluso “viral”.

Hoy, con internet, vivimos inmersos en un mar de memes. Pero en realidad siempre ha sido así: las religiones, los chismes, los chistes, la literatura, los lemas publicitarios, las tradiciones, las teorías científicas y la cultura toda son, en realidad, memes que evolucionan y compiten por sobrevivir y reproducirse en el medio de cultivo de nuestros cerebros.

El Ecce homo restaurado, hoy gran atracción turística, y en mucho menos grado mi frase –que en realidad había yo copiado y adaptado de otro tuitero; los memes también mutan– tuvieron lo necesario para ser memes exitosos. Dawkins –y Darwin– tenían razón.

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