miércoles, 27 de marzo de 2013

¿Homeopatía legitimada?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de marzo de 2013

Nunca acaba la lucha contra las seudociencias. Sobre todo las médicas, que pueden causar daño directa y activamente, al prescribir tratamientos perjudiciales, o indirectamente, al recomendar tratamientos inútiles que retrasan o suplantan a los probadamente efectivos.

La homeopatía es –junto con la acupuntura– una de las seudociencias médicas más extendidas en el mundo. Fue inventada en 1796 por el médico alemán Samuel Hahnemann (1755-1843), a partir de sus observaciones de que la quinina, sustancia que sirve para tratar la malaria, tiene por sí misma el efecto de causar fiebre. Derivó de esa y otras observaciones uno de los dos principios centrales de la homeopatía:
similia similibus curantur, “lo semejante cura lo semejante” (tramposamente, los homeópatas afirman que la medicina basada en evidencia, o científica –a la que aplican el mote de “alopática”–, se basa en el principio opuesto, “lo contrario cura lo contrario”, como si la ciencia médica pudiera reducirse a una regla simplona).

El otro principio es todavía más extraño, y contrario a todo conocimiento químico: afirma que la sustancia terapéutica debe ser diluida infinitesimalmente para “dinamizarla”, mediante una vigorosa agitación denominada “sucusión”. En algunos casos a tal grado que, estadísticamente, la probabilidad de que alguna molécula de la sustancia persista en la solución es virtualmente cero.

Más allá de sus fundamentos evidentemente absurdos, la homeopatía ha demostrado, repetidamente y en cuidadosos estudios clínicos realizados en muchos países a lo largo de décadas, en variadas condiciones, ser básicamente inútil. Su efecto es indistinguible del de un placebo: una sustancia inocua. En otras palabras, los pocos efectos curativos que se observan al aplicarla son debidos a factores casuales diversos, pero no al tratamiento homeopático. Lo cual no impide, por supuesto, que abunden los testimonios anecdóticos de personas convencidas de que “sí les funcionó”.

Aun así, esta seudomedicina ha tenido gran aceptación mundial durante casi dos siglos. En México se fundó en 1895, durante el gobierno de Porfirio Díaz, la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía, que hoy depende del Instituto Politécnico Nacional (IPN), y en 1896 el Hospital Nacional Homeopático, hoy adscrito a la Secretaría de Salud. Ambos son reliquias históricas de una época en que la diferencia entre medicina científica y charlatanería no estaba claramente establecida.

Pues bien: el pasado 19 de marzo la Cámara de Diputados aprobó una reforma al artículo 28 bis de la Ley Federal de Salud, propuesta por la diputada Nelly del Carmen Vargas Pérez, del partido Movimiento Ciudadano, en la que se autoriza a los médicos homeópatas a emitir recetas médicas, y se reconoce, expresamente, la existencia de la medicina “alopática” y la homeopática.

Entre los argumentos expresados se mencionan “los intereses económicos que están detrás de la medicina alópata”, y otros viejos lugares comunes. Pero lo realmente grave es el grado de desconocimiento de los legisladores, que votaron abrumadoramente –423 a favor y 4 en contra– por legitimar una seudociencia médica. Directamente opuesta a los esfuerzos de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (COFEPRIS) por combatir los “remedios milagro”, esta reforma, lejos de ayudar a mejorar el sistema de salud, abrirá la puerta a que otras “medicinas alternativas” carentes de sustento científico sigan poniendo en peligro la salud de los mexicanos.

Una vergüenza.
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miércoles, 20 de marzo de 2013

Religión, ciencia y democracia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de marzo de 2013

Felicidades a la Iglesia Católica por demostrar
que incluso un Papa no europeo puede odiar a los gays.
En 1952 el recién creado estado de Israel le ofreció a Albert Einstein ser presidente de ese país (lo que el científico declinó amablemente argumentando que “toda su vida había trabajado con temas objetivos”, por lo cual carecía “de la aptitud natural y la experiencia para tratar correctamente con la gente y para ejercer funciones oficiales”.

Y en efecto: el método de la ciencia no es pertinente para manejar asuntos sociales y políticos. Tampoco para abordar asuntos religiosos: la fe no es algo que se pueda someter a análisis, se tiene o no. Y los dogmas y creencias religiosas se aceptan o se rechazan. (Por eso el cuestionamiento sobre por qué, si el espíritu santo inspira a los cardenales en el cónclave para elegir al nuevo papa, la votación no es unánime, a pesar de ser divertido, no es tampoco adecuado: se trata de un asunto de fe, no de razón.)

Pero aun así, leyendo las noticias no puede uno evitar toparse con algunos hechos que invitan a preguntarse si un poco más de pensamiento científico no podría ayudar a tener mejores religiones y mejores políticos.

Por ejemplo el nuevo Papa, Francisco (no “Francisco I”, no entiendo por qué, aunque yo prefiero pensar en él como “Papapancho”), tiene una larga (y nada sorprendente –como bien señaló ayer en Milenio Diario Luis González de Alba– trayectoria conservadora. En particular, los grupos de defensa de los derechos de los homosexuales en Chile lo acusan de haber sido, cuando era cardenal, “un promotor del odio hacia la diversidad social y un referente de la homofobia”. En gran parte por su violenta oposición a la propuesta de aprobación de los matrimonios gays en Argentina.

Es cierto: la posición oficial de la iglesia católica ha sido, desde hace siglos, esencialmente antidemocrática, misógina, homofóbica y discriminadora (jerarquía vertical, las mujeres no pueden ser ordenadas pero sí servir a los varones, el sexo homosexual es “antinatural”, los no creyentes viven en pecado…). Y más grave, su oposición a la anticoncepción y al derecho al aborto fomenta los embarazos no deseados, coloca a la mujer en papel de mera reproductora de la especie y agrava la epidemia de VIH-sida. Estas posturas causan, objetivamente, daño social y hasta a la salud, pues provienen de un líder religioso cuyas ideas rigen las de muchos de sus seguidores.

Por su parte, Nicolás Maduro, presidente interino de Venezuela, se ha dedicado a hacer las más peregrinas declaraciones sobre el fallecido Hugo Chávez, llegando al extremo de afirmar que influyó ante dios en la elección del Papa: “Sabemos que nuestro comandante ascendió hasta esas alturas (el cielo), está frente a frente a Cristo. Alguna mano nueva llegó y Cristo le dijo: llegó la ahora de América del Sur”. (Y mejor ni hablemos de otras famosas declaraciones absurdas de gobernantes sudamericanos, como las del propio Chávez acerca de “armas que producen cáncer” o las de Evo Morales sobre que el consumo de pollo puede causar homosexualidad.)

No se trata de hacer “científicas” a la política ni la religión, pero ¿no sería bueno que tomaran un poquito en cuenta el conocimiento científico, para dejar de decir tonterías y de defender posturas opuestas a los derechos humanos?

Es pregunta.

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miércoles, 13 de marzo de 2013

¿Qué es ciencia?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de marzo de 2013

Como comunicador de la ciencia –divulgador científico, o quizá, más bien, “comentarista” de la ciencia (el término “analista”, de moda en los medios informativos, me parece muy pretencioso para lo que yo hago en estas columnas)–, me dedico precisamente a comunicar, explicar, contextualizar, comentar y, en último término, compartir los hechos del ámbito de la ciencia con el público no científico.

Platicando con varios colegas, me he dado cuenta de que muchas veces hablamos de divulgar “la ciencia”, sin que en realidad aclaremos ni estemos de acuerdo en qué es eso que divulgamos.

Obviemos las definiciones de diccionario: después de todo, en términos amplios, “ciencia” sigue equivaliendo, la RAE dixit, simplemente, a “saber o erudición”. (A mí me gusta y resulta útil la definición que ofrece Ruy Pérez Tamayo: “actividad humana creativa cuyo objetivo es la comprensión de la naturaleza y cuyo producto es el conocimiento, obtenido por un método científico organizado en forma deductiva y que aspira a alcanzar consenso entre los expertos relevantes”. Aunque tampoco está tan claro si “ciencia” se refiere sólo al conocimiento, a la actividad que lo produce –como afirma Ruy–, o a la comunidad que lleva a cabo tal actividad, junto con la infraestructura que hace esto posible.)

Pero es imposible soslayar la espinosa cuestión de la diferencia entre ciencias “naturales” y “sociales”. Que si unas presumen de mayor rigor y “objetividad”; que si las otras padecen de una diversidad de paradigmas (o “marcos conceptuales”) que coexisten sin que quede claro cuál es más correcto… lo único que puede decirse con claridad es que tanto unas como otras son materia de estudio válida, y que, en todo caso, se trata de dos tipos de “ciencia” muy distintos entre sí.

Y que, en su gran mayoría, los divulgadores científicos nos referimos a las naturales cuando usamos, descuidadamente, el término “ciencia”. (Incluso, la cuestión de qué es y cuáles son los problemas específicos que enfrenta la divulgación de las ciencias sociales, comparada con la amplia reflexión que ha habido sobre la divulgación de las naturales, es algo que no se ha discutido suficiente.)

Dejando de lado esa cuestión, es vital distinguir cuándo estamos hablando de ciencia legítima y cuándo se trata de falsas “ciencias” que son en realidad supercherías o supersticiones que tratan de hacerse pasar por tales: seudociencias. Creacionismo “científico”, astrología, homeopatía, acupuntura, “ufología” (u ovniología) y demás engaños son ejemplos de temas que, con demasiada frecuencia, llegan a las páginas de ciencia de diarios, revistas y programas de radio y TV.

Finalmente, y quizá lo más complejo: aun si se habla de ciencia legítima, ¿cuándo se puede decir que un medio realmente está divulgando ciencia, y no sólo mencionándola de forma superficial o hueca? Al igual que sucede con otros temas, es frecuente que las notas se limiten a mencionar los hechos (ocurrió un crimen, se descubrió un nuevo tratamiento para una enfermedad, o una nueva partícula fundamental) sin ahondar en una explicación más profunda de qué ocurrió (qué es el bosón de Higgs, por ejemplo), cómo ocurrió (qué técnicas se usaron para descubrirlo: cómo lo “vimos”), por qué es importante, qué motiva su búsqueda, cuáles son sus implicaciones científicas, técnicas, sociales, éticas, filosóficas…

En este punto hay mucho desacuerdo entre los divulgadores: hay quien opina que sólo las explicaciones amplias, detalladas, y profundas cuentan como “ciencia”, y otros que pensamos que según el sapo es la pedrada, y que a veces basta con dar un atisbo de algo maravilloso para, como dice Carl Sagan, “encender la llama del asombro” que invite a indagar con más profundidad sobre el tema.

De cualquier modo, nuestra labor obedece siempre a un derecho fundamental de los ciudadanos: el de tener acceso a la cultura científica.

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miércoles, 6 de marzo de 2013

No: no es la cura del sida

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de marzo de 2013

De las cosas que se entera uno por estar en Twitter.

Una apacible noche (el 14 de febrero), por ejemplo, comenzó a pulular información acerca de que un meteoro había causado destrozos en Rusia (allá ya era 15). Y resultó cierto, aunque fue más bien la onda sónica de choque la culpable, no fragmentos del meteorito (como se pudiera haber creído en un primer momento).

Mientras escribo esto la red social hierve de comentarios sobre la muerte de Hugo Chávez (inicialmente como rumor, pero rápidamente confirmada). Y la noche del domingo, fue la noticia de una bebé que había sido, aparentemente, “curada de VIH”. El tema comenzó a ser tuiteado y retuiteado a diestra y siniestra; comenzaron a aparecer notas en diversos medios noticiosos, con encabezados que, además de reportar el hecho, hacían énfasis en que “genera esperanzas”. Al día siguiente, lunes, fue comentado en radio y TV.

Y aunque nadie lo decía, era claro que el subtexto de la nota aludía a la anhelada “cura del sida”. ¿Realmente da pie el reporte a estas esperanzas? ¿Qué ocasionó que se difundiera a tal grado y con tal rapidez, a diferencia, por ejemplo, de la más sólida noticia acerca de la cura equivalente, confirmada en diciembre de 2010, del llamado “paciente de Berlín”, Timothy Ray Brown?

En ambos casos se trata de una “cura funcional”: el tratamiento eliminó los rastros de virus en la sangre de los pacientes (aunque ello no garantiza que no persista en sus cuerpos, pues los genes del virus se pueden insertar en el ADN de las células que infectan y permanecer ahí largo tiempo, para luego reaparecer).

Pero ahí termina el parecido. En el caso de Brown, quien además de la infección por VIH padecía leucemia, se le suministró en 2007 un trasplante de médula ósea proveniente de un donador que posee una mutación en el gen del receptor celular CCR5, lo que impide que el virus pueda infectar sus células. El trasplante fue exitoso y, tres años después (y hasta el momento), Brown seguía sin presentar señales del virus, a pesar de no tomar ya el tratamiento triple con medicamentos antirretrovirales que constituye la terapia estándar. No es un tratamiento que pueda aplicarse a otros pacientes, pero señala vías de investigación para aproximarse a una cura.

La Dra. Deborah Persaud, del Centro
Médico Infantil Johns Hopkins,
autora del reporte sobre la niña 
El caso de la bebé es muy distinto: su madre estaba infectada sin saberlo, y no pudo tomar las medidas preventivas que actualmente evitan la transmisión hasta en 98% de los casos. Al descubrir, a las 30 horas de nacida, que la bebé estaba infectada, los médicos tomaron la decisión de aplicarle no dos medicamentos, como usualmente se hace, sino el coctel completo de tres (terapia antirretroviral altamente activa, o HAART), como se recomienda para pacientes adultos. En un mes el virus en la bebé había descendido a un nivel indetectable, como se esperaba.

Pero cuando cumplió 18 meses, la madre dejó de acudir al hospital (el Centro Médico de la Universidad de Mississippi) y de darle los medicamentos. Ahí ocurrió la sorpresa: cinco meses después de abandonar el tratamiento, la niña seguía sin presentar señales del virus (hoy tiene dos años y medio).

¿Por qué no es tan buena noticia, entonces? Porque, a pesar de la alegría de saber que esta niña en particular parece haberse curado, y de las esperanzas y perspectivas que el caso despierta, se trata en realidad de un fenómeno aislado. No se sabe realmente cómo se logró su “cura funcional”. Y no será posible, por razones éticas, repetir el experimento (darle un tratamiento agresivo a un recién nacido es siempre peligroso, y retirarle el tratamiento a un bebé infectado –o a un adulto– va contra todas las recomendaciones médicas actuales). Por tanto, la información que nos proporciona es muy poco útil.

Y sin embargo, ¿quién se resiste a leer, o a retuitear, una nota sobre un bebé que se cura de VIH? La difusión de noticias en internet carece de controles: habrá que reforzar estrategias para impedir que esta abundancia de información acabe desinformando, o creando falsas expectativas.

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miércoles, 27 de febrero de 2013

Invasión de charlatanes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de febrero de 2013

La ciencia es una fuerza determinante en toda sociedad moderna. Los beneficios que la investigación científica y las aplicaciones del conocimiento que produce nos han otorgado son innumerables (piense, para botoncito de muestra, en antibióticos, quimioterapia contra cáncer y sida, las teorías del big bang y de la evolución, la industria, transportes, telecomunicaciones, computadoras…).

Y todo ello es producto del rigor crítico que forma parte intrínseca del método científico (no de la recetita trillada y falsa que nos hacen recitar en la secundaria, sino del modo correcto de hacer ciencia, que varía según las disciplinas pero que es claramente reconocido por los expertos). Cuando este método no se aplica adecuadamente, se habla de “mala ciencia”: ciencia mal hecha. La distinción es vital para conservar la calidad, y por tanto la confiabilidad, del conocimiento científico.

Por eso preocupa ver que la mala ciencia, o incluso la ciencia falsa –seudociencia– halle lugar en publicaciones que deberían poder distinguir el producto genuino de sus imitaciones tramposas.

Entiendo perfectamente que Milenio Diario, como muchas otras publicaciones en el mundo, haya dado cabida el pasado 22 de febrero (no en su sección de ciencia, que no la tiene, sino en “Tendencias”, la sección donde la ciencia se publica junto con noticias varias sobre religión, tecnología y otras cosas) a una nota sobre una “investigadora” que dice haber obtenido pruebas científicas, por medio de análisis de ADN… ¡de la existencia del Yeti! A pesar de tratarse evidentemente de una sandez (la revista “científica” donde se publicó el absurdo trabajo, De novo, fue, al parecer, comprada por la investigadora), era noticia… aunque por supuesto, no noticia de ciencia.

Pero sí preocupa, a nivel mundial, el asalto que están sufriendo las publicaciones científicas arbitradas, principal baluarte de la calidad en ciencia. No sólo por la proliferación de falsas revistas, que imitan la formas pero no el rigor científico de las auténticas, asunto ya comentado aquí. Sino por los frecuentes casos en que los charlatanes logran pasar el filtro y publicar en revistas serias artículos completamente disparatados. Es el caso del “profesor doctor-ingeniero” Konstantin Meyl, alemán que pretende, a partir de las ideas de Nikola Tesla, haber desarrollado una “teoría de campo autoconsistente” para explicar cómo el ADN de una célula emite radiación para transmitir información a sus vecinas. Un completo disparate, por supuesto, pero que fue publicado en dos revistas serias: el Journal of Cell Communication e Interdisciplinary Sciences: Computational Life Sciences. El caso fue denunciado por el sitio Retraction Watch, que monitorea artículos que fueron publicados y luego retirados, por defectos de método, y que sirve como guardián de la calidad cuando el sistema de revisión de las revistas falla.

No cabe duda: hacer ciencia confiable no es labor fácil. Incluso entre expertos, mantener la calidad y separar la paja del trigo es mucho más complejo de lo que parece. Y sin embargo, no queda más que confiar en la capacidad autocrítica y de autocorrección que forma, también, parte inseparable del método científico. ¡Ánimo!

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miércoles, 20 de febrero de 2013

Robot infeccioso


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de febrero de 2013

El bacteriófago T7
Tendemos a pensar en los virus como una especie de “animalitos”.

Sabemos que son entidades que se hallan justo en la frontera entre lo vivo y lo inanimado –por eso no podemos llamarlos “seres”–, y que constan básicamente de ácidos nucleicos envueltos en una cápsula de proteínas.

Pero su propiedad fundamental es que pueden infectar células para reproducirse dentro de ellas, parasitando su maquinaria molecular. Y es aquí donde la imaginación se desboca. Porque aunque algunos, como el del sida, se ven aburridos (están rodeados de una membrana grasosa muy similar a la membrana de las células, por lo que simplemente se fusionan con ella, como dos burbujas de jabón), hay otros que parecen verdaderos depredadores.

Movimiento de las fibras al
adherirse a la membrana bacteriana
Algunos virus que infectan a bacterias (bacteriófagos) parecen una cruza de módulo lunar y mosquito: tienen una “cabeza” icosaédrica (dentro de la que está el ADN), un cuello (o “cola”) y largas patas articuladas. Y así nos los describen en las clases de biología, desde hace décadas: como mosquitos moleculares que van volando hasta encontrar a su víctima –la bacteria intestinal Escherichia coli–, sobre la que se posan y le inyectan su material genético.

Pero en realidad los bacteriófagos –y todos los virus– distan mucho de ser animalitos. No tienen cerebro, ni movimiento propio… ni están vivos. Son sólo máquinas moleculares. Una reciente investigación, realizada por el grupo de Ian Molineux, de la Universidad de Texas en Austin y Houston (Science, 1º de febrero), estudiando el bacteriófago T7, revela con detalle cómo funciona este robot biológico.

Extensión de la cola e inyección del ADN viral
Usando una técnica de frontera, la crio-tomografía electrónica –algo similar a la tomografía que permite ver los órganos internos del cuerpo, pero a nivel de nanómetros –millonésimas de milímetro–, y a bajas temperaturas, para hacer más lento el vertiginoso movimiento de las moléculas ­–que se mide en millonésimas de segundo– los investigadores lograron producir imágenes tridimensionales del T7 durante el proceso de infección. Hallaron que, lejos de ser un depredador que busca y ataca, el virus es una partícula que flota libremente. Descubrieron que lleva sus seis patas plegadas contra su cabeza (cápside, en lenguaje técnico).

Constantemente alguna patita se extiende, para luego retraerse (técnicamente, las proteínas que forman la pata –o fibra– están cambiando entre dos conformaciones químicas en equilibro dinámico). Hasta que por casualidad topa con E. coli. Las proteínas de la pata pueden adherirse, en un choque casual, a ciertas moléculas de la superficie de la bacteria. Pero no lo hacen de golpe: más bien, una se adhiere levemente, y la partícula viral va “rodando” lentamente sobre la membrana de E. coli, apoyándose sobre una o dos patas a la vez. Cuando tropieza con un sitio donde se pueda unir también la cola, el virus se fija por medio de las seis patas. Y es entonces cuando la cola se alarga, gracias a otras proteínas en el interior de la cápside, para penetrar en la membrana e inyectar el ADN.


Una fría y mecánica máquina de infectar. Más material que la evolución nos presenta para alimentar nuestro asombro, revelado gracias al avance técnico y a la minuciosidad científica.

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miércoles, 13 de febrero de 2013

Darwinismos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de febrero de 2013

Ayer, 12 de febrero, se celebró el Día de Darwin, coincidiendo con el 204 aniversario del natalicio del autor de El origen de las especies por medio de la selección natural.

Cuando pensaba sobre qué escribir para hoy, éste fue uno de los temas que consideré. Pensé también comentar algo (¿pero qué?) sobre la renuncia del papa Benedicto (o Benito) XVI. Jugué con la idea de combinar ambos temas, pero la verdad el tema papal no tenía relación con la ciencia. En fin: por medio de un proceso de generación, variación y selección llegué al texto que está usted leyendo.

En sentido estricto, la idea de proceso darwiniano (evolución por selección natural) va ligada a la de reproducción. No es un proceso que ocurra en individuos (como la “evolución” de los Pokemones, que un biólogo describiría más bien como un proceso de desarrollo). Se requiere una población en la que haya variación heredable entre generaciones (en este caso, a través de los genes) y un ambiente en el que algunas variantes tengan ventaja sobre las otras. Con el tiempo, éstas dejarán más descendientes, y la especie como un todo estará mejor adaptada a su entorno (los expertos dirían que las frecuencias de genes en la población, o más precisamente, de ciertos alelos de los genes, habrán cambiado).

Pero también se puede hablar de darwinismo en un sentido más amplio: en procesos en los que hay selección de variantes sin que necesariamente haya herencia. Una lluvia de ideas, por ejemplo, parte de variantes (en este caso, proporcionadas por los presentes) de las cuales se pueden seleccionar las mejores. (E incluso, luego, mejorarlas: generar más variación para seleccionar nuevamente las versiones modificadas que parezcan más prometedoras. Podríamos hablar aquí de una segunda “generación” de ideas.)

Al comunicarse, las mismas ideas –que consideradas desde este punto de vista se denominan memes–, pueden “reproducirse” (al copiarse de un cerebro a otro), conquistar nuevos nichos, evolucionar (gracias a las variaciones aleatorias producto del proceso comunicativo, como el fenómeno de “teléfono descompuesto”, o a variaciones introducidas conscientemente –en este sentido la evolución “memética” se distingue de la biológica, pues tiene un componente Lamarckiano) y adaptarse al medio, conquistando nuevos nichos. Ejemplos comunes son los chismes, los chistes, las modas, las ideologías y, ahora, los llamados “memes” de internet.

El cerebro mismo parece funcionar darwinianamente, en este sentido amplio. Oliver Sacks narra en su libro Los ojos de la mente (recientemente comentado aquí) cómo, tras sufrir una lesión que lo priva de visión en parte de un ojo, su corteza visual, carente de estímulos, continúa generando imágenes más o menos aleatorias en esa zona de su campo visual: líneas, patrones, caras, objetos, que percibe como una especie de alucinaciones. Quizá, aventura Sacks, la corteza visual está siempre generando imágenes; los estímulos provenientes de los nervios ópticos sólo seleccionan entre éstas las que mejor coinciden con el mundo externo.

La poderosa idea de Darwin (Daniel Dennett dixit) continúa sorprendiendo, en su versión estricta o en la amplia, con su capacidad para explicar más y más procesos del mundo natural y humano. ¡Larga vida a Darwin!

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miércoles, 6 de febrero de 2013

Credibilidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de febrero de 2013

El llamado principio o navaja de Hanlon (un derivado de la ley de Murphy), advierte: «Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez».

En México, donde el pensamiento conspiranoico se ha vuelto ya epidémico, no nos vendría mal seguir el consejo. Vivimos en un país donde ya no pueden ocurrir accidentes: tiene, por fuerza, que haber un plan malévolo detrás. No importa que la lógica brille por su ausencia (¿cómo una explosión en un edificio de oficinas serviría de argumento para justificar la inversión privada en una empresa petrolera? ¿Cómo evitaría la misma explosión la supuesta “privatización de dicha empresa?).

Cierto: la explosión en las oficinas de Pemex fue una gran desgracia (comparto la pena de una queridísima amiga que perdió ahí a su hermana). Y cierto, en los primeros momentos –y por varios días, gracias al vacío informativo que propiciaron, en mi opinión torpemente, las autoridades–, cualquier hipótesis era plausible. Pero ¿por qué casarse, de inmediato, y ante la ausencia de evidencia sólida, con la hipótesis más escandalosa, más terrible, la del ataque terrorista?

Se dirá que en nuestro país la experiencia más que justifica el “sospechosismo” (nunca pensé que este desagradable neologismo me fuera a resultar útil…). Nos lo hemos ganado a pulso, con nuestra historia de engaños, trampas, traiciones, corrupción y negociaciones por debajo de la mesa.

Se trata, en resumen, de un problema de credibilidad. Del gobierno y las autoridades, en primer lugar. Pero también de los medios de comunicación, que renuncian a la búsqueda de la mayor objetividad posible y cada vez más adoptan la ideología como guía para interpretar la realidad (y ni se diga de lo que ocurre en las redes sociales). Ante esto, ¿quién va a renunciar a inventar complots, para aceptar la versión oficial?

Mi querida amiga y colega columnista Fernanda de la Torre Verea me preguntaba el lunes pasado, luego de la conferencia de prensa del Secretario de Gobernación, si “científicamente” se trató de un accidente. Le respondí lo que cualquier científico respondería: “No: científicamente todavía no se sabe”.

Es decir, hay ya bastantes datos para prácticamente descartar la posibilidad de un atentado; hay evidencia creíble y sólida de que se trató de una acumulación de gas combustible (casi seguramente metano, componente principal del gas natural) que fue detonada por una chispa eléctrica. Y se tienen localizadas tres posibles fuentes del gas (una tubería de gas natural, un ducto de 40 años, y otro “tubo con regulador”). Pero todavía faltan detalles; un científico siempre será cauto antes de afirmar algo como un hecho.

Lo curioso es que esta forma de pensar va completamente a contrapelo de lo que naturalmente tienden a hacer políticos y funcionarios, medios de comunicación y cualquier ciudadano común. La ciencia muchas veces contradice la intuición humana, que exige siempre una historia completa y se revela ante la ambigüedad del “no se sabe”. Pero de ahí mismo, porque hace un esfuerzo por no afirmar nada antes de tener evidencia sólida, deriva su confiabilidad, base de su gran credibilidad. La ciencia es la forma más poderosa que tenemos de obtener conocimiento confiable sobre la naturaleza.

La moraleja que puedo sacar del asunto –además de unir mi voz para combatir la negligencia criminal, tan común en México, y pedir que los responsables sean llamados a cuentas– es que nuestra sociedad necesita un poco más de pensamiento crítico, de cultura científica. No sólo para entender de gases combustibles, implosiones y explosiones, olores y mercaptanos. Sino para refrenar el natural impulso a exigir explicaciones inmediatas y satisfactorias. Si algo nos enseña la ciencia, es que muchas veces hay que tener paciencia y esperar hasta reunir los datos necesarios antes de sacar conclusiones. Y que a veces éstas no coincidirán con nuestras expectativas.

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miércoles, 30 de enero de 2013

El mono lector

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de enero de 2013

En su reciente libro Los ojos de la mente (Anagrama, 2011), el magnífico escritor y neurólogo Oliver Sacks plantea lo que denomina “el dilema de Wallace” (en referencia a Alfred Russell Wallace, que descubrió, independientemente de Charles Darwin, la teoría de la evolución por selección natural… “pobrecito Wallace”, decía mi maestra de biología en la Preparatoria no. 6, Palmira de los Ángeles Gómez Gómez).

Sacks, como acostumbra, presenta, convertidos en literatura, los casos clínicos de sus pacientes. La historia del escritor Howard Engel (“Un hombre de letras”), que padecía alexia (la incapacidad de leer, como consecuencia de un infarto cerebral, curiosamente independiente de su capacidad de escribir, que permaneció inalterada: alexia sin agrafia –aunque lo incapacitaba para revisar incluso lo que había escrito un momento antes) lleva a Sacks a reflexionar sobre la evolución de la capacidad de leer.

Y es que la lectura depende crucialmente de un área en el lóbulo occipital del hemisferio dominante del cerebro (normalmente el izquierdo, que maneja el lenguaje). Pero mientras que el ser humano apareció hace más de 250 mil años, y el habla poco después, el lenguaje escrito tiene sólo unos cinco mil años. ¿Cómo pudo haber evolucionado un área especializada en el cerebro para reconocer letras y palabras –e interpretarlas con el alto nivel de complejidad que caracteriza a la cultura escrita actual (y que queda de manifiesto cuando hay alteraciones cerebrales que la inutilizan)– antes de que éstas existieran?

El problema obsesionó a Wallace. Como solución, propuso que dicha capacidad cerebral era muestra de la existencia de Dios, que la habría implantado en los humanos primitivos en espera de que la cultura avanzara lo suficiente para poder aprovecharla.

Por supuesto, Sacks aclara, como buen darwiniano (y buen científico) que hay otra explicación que no recurre a lo sobrenatural. El cerebro humano evolucionó para reconocer e interpretar el ambiente; simplemente, los finos mecanismos visuales que permiten detectar formas y patrones naturales fueron aprovechados para un uso nuevo: reconocer e interpretar signos artificiales. Prueba de ello es que todos los sistemas de escritura que existen (menos los creados artificialmente) poseen rasgos no geométrica, pero sí topológicamente similares a los que se hallan en ambientes silvestres.

La virtuosa pluma de Sacks narra cómo su paciente, aún sin poder leer, aprendió a “trazar” con su lengua las letras individuales que veía, para poder “sentirlas”, y logró así volver a escribir novelas. El cerebro humano no deja de asombrar con su complejidad y plasticidad, que le permite adaptarse incluso a las situaciones más extremas.

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