miércoles, 26 de junio de 2013

¡Bacterias en las nubes!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de junio de 2013

Para quien no sea microbiólogo (como lo es un servidor), la frase de Stephen Jay Gould, “Según cualquier criterio razonable, las bacterias fueron desde un principio, son hoy y serán por siempre los más exitosos organismos sobre la Tierra” (Full house, 1996), puede sonar exagerada.

Mucha gente cree, según el bien conocido mito, que los insectos son los seres vivos más abundantes en nuestro planeta. Pero no es así: son los procariontes –organismos unicelulares sin núcleo definido– los que constituyen el mayor porcentaje de biomasa en la Tierra: 500 mil millones de toneladas, según algunas estimaciones. (Y el dato de que hay 10 veces más células bacterianas en ese ecosistema que es el cuerpo humano que células de Homo sapiens viene sólo a confirmar el dato: vivimos en un mundo de bacterias.)

En los años 80 se descubrió, sorpresivamente, que existe una cantidad inusitada de bacterias viviendo en el subsuelo, a profundidades de hasta 5 kilómetros, en condiciones de alta temperatura y falta de luz: se calcula que podrían constituir el 50% de la biomasa total del planeta (aunque hacen falta muchos estudios para tener información clara). La geomicrobiología extendió así hacia abajo el alcance de lo que concebimos como biósfera.

Hoy el fenómeno se repite, pero en dirección contraria. Desde hace años los aerobiólogos han sabido que existe una población importante (aunque ni de lejos tan numerosa como la que hay en mares, tierra o el subsuelo) de bacterias en la atmósfera. Estas bacterias podrían estar involucradas en procesos importantes como reacciones bioquímicas (por ejemplo, utilizando compuestos de carbono presentes en la atmósfera para alimentarse), el control del clima (al servir como núcleos de condensación que pueden permitir la formación de nubes e influir en los patrones de lluvias) y la transmisión de enfermedades infecciosas a largas distancias.

Pero, a pesar de estudios hechos a nivel de suelo (ya desde los tiempos de Pasteur y Darwin), en las altas montañas o usando aviones (Charles Lindbergh y Amelia Eardhardt colaboraron en estudios para obtener muestras de aire), no se tenían datos confiables sobre las posibles poblaciones de bacterias en capas superiores.

Por eso es importante el estudio pionero dado a conocer en febrero pasado en la revista PNAS, realizado por un equipo encabezado por Konstantinos Konstantinidis, del Instituto Tecnológico de Georgia, en Atlanta, Estados Unidos, en colaboración con la NASA. Usando un avión DC-8 que voló sobre mar y tierra antes, durante y después de los huracanes Karl y Earl, en agosto y septiembre de 2010, y filtrando el aire exterior, los investigadores obtuvieron partículas de la tropósfera (de 8 a 10 kilómetros de altura).

Usando métodos de análisis genómico, descubrieron que 20% de las partículas eran células, principalmente bacterias (y algunos hongos), de más de 300 tipos –de los cuales 17 parecían ser habitantes constantes de la tropósfera–, y que 60% de ellas eran viables (es decir, estaban vivas y podían reproducirse).

El estudio es preliminar: habrá que averiguar si las bacterias sólo son arrastradas a la atmósfera temporalmente o si viven e incluso se reproducen ahí (es decir, si la atmósfera es un verdadero hábitat); cómo se distribuyen geográficamente y qué posibles funciones cumplen. Quizá, con suerte, podríamos llegar a utilizarlas para combatir fenómenos como el calentamiento global, haciendo que transformen gases de invernadero en compuestos inocuos.

Por lo pronto, hoy sabemos que las bacterias están también ahí… como en todos lados.

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miércoles, 19 de junio de 2013

Menopausia y machos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de junio de 2013

Los machos de la especie humana –y los mexicanos machos, en el sentido peyorativo del término– podemos ser muy crueles ante la menopausia femenina. Por ejemplo, haciendo comentarios hirientes basados en el prejuicio y la ignorancia.

Pero no es ese mi tema hoy, sino la noticia que circuló extensamente la semana pasada: que los machos humanos podríamos ser los “culpables” de la menopausia.

Y es que, aunque la presentan algunos simios y una especie de ballenas –hay algunos casos reportados en algunas otras especies de mamíferos, pero no están confirmados, pues se han observado sólo en ejemplares en cautiverio–, al parecer la menopausia (el cese de la función de los ovarios: la producción mensual de óvulos y el crecimiento del revestimiento uterino que, cuando se desprende, forma el sangrado menstrual) es un fenómeno casi exclusivamente humano.

Para un biólogo, la pregunta es casi automática: ¿qué favoreció que este fenómeno evolucionara en nuestra especie?

Existen varias explicaciones plausibles; algunas suponen que es un simple fenómeno sin utilidad evolutiva. La menopausia podría ser un simple efecto secundario del envejecimiento; pero si es así, ¿por qué los machos no pierden la fertilidad con la edad? También podría ser consecuencia del aumento en la duración de la vida de nuestra especie, que no estaba “programada” para ser fértil durante tantos años; pero surge la misma objeción que en el caso anterior. Podría ser también que, como el número de óvulos disponibles en los ovarios de la mujer es limitado, la menopausia se presente cuando éstos se agotan; pero la evidencia experimental no apoya esta idea.

También se ha especulado que la menopausia podría cumplir alguna función adaptativa, y ser favorecida por la selección natural. Es popular la “hipótesis de la abuela”, que postula que los genes que producen la pérdida de la función reproductiva, que normalmente serían eliminados por la selección natural, podrían ser conservados si la menopausia favorece que las hembras de mayor edad, no siendo ya fértiles, cooperen al cuidado de las crías de las más jóvenes, favoreciendo así la conservación de dichos genes no en sí mismas, sino en su parentela.

La nueva hipótesis, basada en estudios de simulación en computadora en los que se observa el comportamiento de los genes en una población a través de miles de años, fue propuesta por el equipo encabezado por Rama Singh, del Departamento de Biología de la Universidad McMaster, en Ontario, Canadá, y publicada el 13 de junio en la revista PLOS Computational Biology. Muestra que es posible que la conservación de los genes que causan la pérdida de la fertilidad en hembras, pero no en machos, sin afectar al mismo tiempo su supervivencia, haya sido producto de la tendencia de los varones, a lo largo de las generaciones, a preferir a las mujeres más jóvenes para reproducirse.

Así, la edad reproductiva tendería a reducirse, y las mutaciones que afectan la fertilidad en mujeres mayores no serían “visibles” para la selección natural, que no podría eliminarlas.

Aunque ha habido críticas –otros expertos opinan que quizá el fenómeno es inverso: fue la existencia de la menopausia la que fomentó la preferencia masculina por mujeres jóvenes–, lo interesante es que se tiene una nueva alternativa para resolver el misterio de la evolución de la menopausia, sin que sea necesario postular que tenga una utilidad evolutiva indirecta (como ocurre con la hipótesis de la abuela).

De cualquier modo, tengamos o no la culpa de las muchas molestias que las mujeres sufren durante la menopausia, sin duda estamos obligados a combatir los prejuicios que rodean a esta etapa natural de la vida, y a comprender y ayudar a las mujeres para que les sea lo menos ardua posible. ¡Es lo menos que podemos hacer!

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miércoles, 12 de junio de 2013

Estado laico

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de junio de 2013

La Constitución mexicana, en su artículo 3º, establece que la educación pública deberá ser laica y “ajena a cualquier doctrina religiosa”. Al mismo tiempo, exige que esté basada en “los resultados del progreso científico”, y luche contra “los fanatismos y prejuicios”. En su artículo 40 extiende el laicismo a todo el Estado: “es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, laica, federal”.

Los recientes y vergonzosos incidentes que han protagonizado diversos alcaldes y gobernadores de distintos estados, en que “consagran” las entidades que gobiernan al sagrado corazón de Jesús, o bien las “entregan” al señor Jesucristo, reconociéndolo como “máxima autoridad”, son muestra de la embestida que las iglesias cristianas –la católica y la evangélica, en una competencia nefasta– están llevando a cabo contra el Estado laico.



La exclusión de la religión en todo acto y decisión de gobierno –y la confianza en la ciencia– no son meros caprichos jacobinos. Existen al menos tres argumentos que la justifican.

El primero, expuesto en varias ocasiones por el experto Roberto Blancarte en las páginas de Milenio Diario es que, existiendo múltiples religiones, dar preferencia a cualquiera de ellas es, inevitablemente, discriminar a las demás. La única alternativa es dejar a todas al margen del estado, relegándolas, con toda justicia, al ámbito de lo privado. Lo cual no quiere decir prohibir sus manifestaciones públicas; sólo aquellas en las que se mezclen con los asuntos de gobierno.

El segundo argumento es que, como forma de resolver problemas, las religiones, más allá del confort espiritual que pueden ofrecer, son notoriamente ineficaces (a diferencia de la ciencia, que ofrece conocimiento confiable para tomar decisiones informadas, el cual resulta muy útil para solucionar problemas). Pensar, como expresó la impresentable alcaldesa de Monterrey, Margarita Arellanes (quien ha sido además acusada de otorgarse un salario excesivo, superior al del gobernador de su estado), que “la participación humana… no tiene la capacidad de revertir las tinieblas que sólo la luz de la fe de Dios puede desvanecer” es reconocerse incapaz de cumplir con la función que le encomendaron los ciudadanos: gobernarlos y protegerlos. Si esa es su manera de resolver problemas como la inseguridad, poco puede esperarse.

Finalmente, como expresó el regidor Eugenio Montiel Amoroso, del ayuntamiento de Monterrey, la idea de que los problemas de un municipio, una estado o un país provienen de “fuerzas oscuras” y pueden ser resueltos por seres espirituales –existan éstos o no– posiblemente revela alguna patología psicológica que impide distinguir realidad y fantasía.

Son ya demasiados casos de este “populismo” o “exhibicionismo” religioso que abiertamente viola la Constitución y la Ley de Asociaciones Religiosas. Es hora de que la Secretaría de Gobernación, a través de su Subsecretaría de Asuntos Religiosos, tome cartas en el asunto y sancione –no sólo regañe o “reconvenga”– a los funcionarios que, en abierto desacato ("voy a seguir participando", advierte la alcaldesa regia), desafían el estado laico. ¿O tendremos que ser los ciudadanos quienes lo exijamos?

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miércoles, 5 de junio de 2013

Ver lo invisible

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de junio de 2013

Una gran frustración de los químicos ha sido siempre no poder ver las moléculas con las que trabajan.

En efecto: los microbiólogos pueden ver vagamente células, que miden micrómetros (milésimas de milímetro) usando un microscopio óptico. El microscopio electrónico, que usa chorros de electrones en vez de luz, e imanes para enfocarlos en vez de lentes, permitió estudiar con detalle el interior de las células, y vislumbrar las nanomáquinas moleculares que las animan.

Pero las moléculas individuales, incluso las más grandes, son virtualmente invisibles incluso con este método. Son mil veces más pequeñas: se miden en nanómetros (millonésimas de milímetro), e incluso Angstroms (décimas de nanómetro).

¿Cómo se sabe entonces qué forma tienen las moléculas y cómo cambian durante las reacciones químicas? Mediante métodos indirectos (como por ejemplo la espectroscopía: bombardear con radiación electromagnética), cálculos (cuánta energía se absorbió y cuánta se emitió en la reacción), modelos y, más modernamente, simulaciones en computadora. Los químicos no veían directamente las moléculas, pero con base en los datos podían construir representaciones extremadamente precisas de ellas.

Por eso, cuando en 1989 vi en la revista Nature las primeras fotos de la molécula en doble hélice del ADN (ácido desoxirribonucleico) enloquecí de gozo. ¡Por primera vez podía ver la molécula maestra de la vida! Hasta entonces, sólo se contaba con modelos a escala o representaciones gráficas construidas, luego de complicados cálculos, a partir de los datos producidos por la laboriosa técnica de cristalografía de rayos X.

Por supuesto, no era precisamente verla: la técnica usada, la microscopía de efecto túnel, usa un fenómeno cuántico –el paso de una corriente eléctrica a través del vacío entre dos átomos cuando se encuentran suficientemente cerca– para “tocar” la superficie de una molécula. Completamente aislado de vibraciones, y usando una punta ultrafina, el microscopio fue recorriendo lentamente la superficie del ADN para producir un retrato “táctil”, a la manera de un ciego que recorre un rostro con sus dedos.

Pero ver una molécula es una cosa: ver una reacción química es otra. El pasado 30 de mayo un grupo de científicos de la Universidad de Berkeley, California, con colaboraciones de científicos españoles del País Vasco, usaron una técnica similar –el microscopio de fuerza atómica, modificado con una punta consistente en un único átomo de oxígeno– para visualizar una molécula orgánica antes y después de sufrir una reacción química compleja, que la transformó de tener 3 anillos aromáticos a tener 7.

Para lograrlo, la adosaron a una superficie de oro, la enfriaron a 4 grados Kelvin, para detener toda vibración atómica, y la escanearon con el microscopio. Luego elevaron la temperatura, para permitir que la reacción ocurriera, la volvieron a enfriar y tomaron una segunda “foto” táctil.

Más allá de las implicaciones prácticas (el método permitirá controlar mucho más precisamente las reacciones orgánicas y diseñar nuevos materiales con propiedades a la medida, como componentes para computadoras), es asombroso pensar que lo que alguna vez se pensaba como “sólo un modelo” concebido por los científicos para darle sentido a una realidad inasible pueda hoy ser visto con claridad.

Los abstractos y teóricos entes estudiados por la química hoy están, si no frente a nuestros ojos, sí entre nuestros dedos virtuales.

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miércoles, 29 de mayo de 2013

Divulgación mexicana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de mayo de 2013

El pasado jueves 23 de mayo la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICyT) recibió el Premio Latinoamericano de Popularización de la Ciencia y la Tecnología 2012, en la categoría de Centros y Programas, otorgado por la Red de Popularización de la Ciencia y la Técnica en América Latina y el Caribe (RedPOP).

El premio, entregado en el marco de la XIII Reunión de la RedPOP y el XIX Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica a esta Sociedad “por su contribución al fortalecimiento de la comunidad de divulgadores en México y sus actividades de divulgación y formación dentro y fuera del país”, reconoce así la labor que ha venido desarrollando ininterrumpidamente desde que fue creada en 1986.

A través de premios como el Nacional de Divulgación de la Ciencia en memoria de Alejandra Jáidar, que se entrega anualmente, y otros; de congresos nacionales (19 hasta ahora), cursos y talleres, publicaciones como libros y boletines, programas de radio, exposiciones y de un sinfín más de actividades, la SOMEDICyT ha sido, junto con la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), con la que siempre ha trabajado en estrecha colaboración, una de las principales impulsoras del desarrollo y la profesionalización de los comunicadores de la ciencia en nuestro país. Su trabajo ha ayudado a que universidades e instituciones científicas de prácticamente todos los estados del país desarrollen proyectos de divulgación científica.

Podría parecer extraño que se le dé tanta relevancia a una actividad que se antoja secundaria frente a, por ejemplo, la investigación científica misma, que produce el conocimiento nuevo que luego puede llevar a aplicaciones, tecnologías, patentes y beneficios de todo tipo para la sociedad.

Pero la ciencia que no tiene una buena imagen pública, que no es conocida y apreciada por la sociedad que la alberga, no prospera. Para gozar de los muy reales beneficios de la ciencia y la tecnología, es necesario que formen parte de la cultura de sus ciudadanos. De otro modo, son vistas como lujos innecesarios, como inversiones secundarias que pueden esperar a que se resuelvan “los grandes problemas nacionales”, sin ver que son, necesariamente, parte de su solución.

Y son precisamente los comunicadores profesionales de la ciencia, como los que nos reunimos la semana pasada en la ciudad de Zacatecas para discutir, compartir y cooperar, quienes podemos contribuir a socializar y democratizar la cultura científica entre la población que, con sus impuestos, paga por el desarrollo de la ciencia y la tecnología, y debe ser la principal beneficiaria de sus logros.

Felicidades a la SOMEDICYT y a la comunidad de divulgadores científicos (y tecnológicos) mexicanos. Y sigamos trabajando para crecer y lograr más apoyos gubernamentales y privados para cumplir mejor y más ampliamente con nuestra labor de llevar el derecho a la cultura científica a todos los ciudadanos.
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miércoles, 22 de mayo de 2013

Inteligencia colectiva

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de mayo de 2013

En una democracia, la opinión del pueblo es soberana. Aunque no siempre las decisiones que se toman colectivamente son las mejores, se asume que muchas cabezas piensan mejor que una, y que llegan a las conclusiones, si no más sabias, sí más justas.

Los jurados en las cortes estadounidenses se basan en el mismo principio: la mayoría decide mejor que un individuo. Pero una democracia no es una encuesta. No basta con conocer la opinión del pueblo: en teoría, ésta debe ser producto de una decisión bien informada y meditada. Y una vez elegidos los gobernantes, en adelante toman sus decisiones sin someterlas a voto.

Últimamente, con el crecimiento desmedido de las redes sociales en internet, la posibilidad de que los ciudadanos se expresen y participen en la difusión y discusión de asuntos de interés público se ha reforzado notoriamente. Se habla de “la inteligencia de las multitudes”, y se da por hecho que la opinión obtenida a través de estas redes ayuda a pensar mejor como sociedad.

Aunque no es un hecho muy conocido, la ciencia también es una actividad democrática. Más allá del científico genial –o, más frecuentemente, del equipo de científicos– que descubre algo nuevo, luego de un largo trabajo de investigación, sus conclusiones no pasan automáticamente a ser parte del conocimiento científico aceptado. Antes tienen que ser presentadas públicamente para ser analizadas, cuestionadas y sometidas a la rigurosa prueba de la discusión crítica y racional.

Pero, a diferencia de una sociedad, donde el voto de cualquier ciudadano vale lo mismo, la ciencia es una democracia selectiva: para poder tener derecho a participar en la discusión, se tiene que formar parte de la selecta elite de los expertos, lo cual requiere años de estudio y experiencia.

El poder que actualmente tienen las redes sociales –basta recordar la primavera árabe, o a los gentlemen y ladies de Polanco, la Roma y, más recientemente, la Profeco, que ocasionó la caída de un alto funcionario– se ha basado en la participación indistinta de cualquier internauta.

¿Será posible que esta inteligencia colectiva pueda aumentar si, en vez de discusiones indiscriminadas, se fomenta la creación de comunidades selectas de expertos? Tomando en cuenta que cada vez más los políticos y tomadores de decisiones escuchan la voz de las redes sociales, quizá valdría la pena hacer el experimento.

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miércoles, 15 de mayo de 2013

Los pechos de Angelina Jolie

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de mayo de 2013

La actriz Angelina Jolie es, sin duda, una de las mujeres más bellas que existen. Recientemente anunció públicamente una decisión radical: someterse a un procedimiento quirúrgico preventivo de doble mastectomía (la extirpación de ambos pechos).

¿La razón? La guapa Angelina es portadora de una mutación en el gen BRCA1 (del inglés breast cancer), uno de los “genes supresores de tumores”, cuya falla se ha relacionado directamente con un aumento en el riesgo de padecer cáncer de seno (y de ovario).

Jolie publicó ayer 14 de mayo, en las páginas de opinión del influyente diario The New York Times, un artículo donde explica sus motivos, con el fin de que “otras mujeres puedan beneficiarse con mi experiencia”. “Quiero invitar –escribe– a toda mujer, especialmente a las que tienen una historia familiar de cáncer de seno… a que busquen la información y expertos médicos que pueden ayudarles… a tomar sus propias decisiones informadas”.

La decisión de Jolie de hacer pública su operación –la cual logró mantener en secreto durante los tres meses que duraron los sucesivos procesos quirúrgicos que llevaron a sustituir sus pechos con prótesis y a eliminar todo tejido riesgoso– puede impulsar a muchas mujeres a imitarla (incluso se habla ya de un "efecto Jolie"). Sus motivos son loables; el problema es que no es todavía claro que se trate de una decisión médicamente justificada.

El gen BRCA1 –que se halla en el brazo largo del cromosoma 17– contiene la información que la célula utiliza para fabricar la llamada “proteína de susceptibilidad al cáncer de seno tipo 1”. Forma parte de un complejo de varias proteínas, un verdadero robot molecular –llamado, precisamente, "complejo de vigilancia del genoma asociado a BRCA1", o BASC– que tiene la función de corregir rupturas en el ADN del núcleo de las células; en particular, rupturas de doble cadena, que son especialmente difíciles de reparar. La mutación del gen BRCA1 dificulta la reparación, y aumenta así el riesgo de cáncer.

Sin embargo, aunque Jolie afirma sentirse “empoderada” por su “decisión fuerte” que le permitirá decir a su hijos que no morirá de cáncer de seno (como murió su madre, a los 57 años), nada garantiza que la extirpación radical sea la solución. La decisión de Jolie –y de muchas otras mujeres en Estados Unidos; la cantidad de mastectomías bilaterales preventivas ha aumentado de 1.8% a 4.9% de todas las mastectomías– se basa en el resultado de una prueba genética desarrollada y patentada por la compañía Myriad Genetics, que clonó el gen en 1994, y tiene actualmente ganancias anuales por $500 millones de dólares gracias a ella.

Se afirma que los portadores del gen defectuoso tienen hasta un 80% de probabilidades de sufrir cáncer de seno (87%, según Jolie), frente a un 13% de mujeres sin la mutación. Pero se trata de un riesgo a los 90 años, no inmediato. Por otro lado, los médicos aún no están seguros de que el tratamiento garantice que el cáncer no aparezca. (Ya desde finales del siglo XIX el doctor William Halsted, promotor de la mastectomía radical como método de lucha contra el cáncer de seno, halló –como narra Siddhartha Mukherjee en su libro ganador del premio Pulitzer El emperador de todos los males–, en una época en que no había quimio ni radioterapia, que incluso las cirugías más radicales no proporcionaban garantía contra el mal.)

Al final, probablemente lo más sensato sea no tomar decisiones apresuradas, basadas en el miedo. De lo que sí podemos estar seguros, gracias a los modernos avances en prótesis y cirugías reconstructivas, es que Angelina, luego de sus operaciones, seguirá luciendo tan bella como siempre.

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miércoles, 8 de mayo de 2013

De Duve: el viajero de la célula

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de mayo de 2013

Había una vez un científico que quería conocer cómo era una célula: cómo estaba formada, cómo funcionaba, cómo se vería si pudiera uno estar dentro. Hasta esa época (los años 50 del siglo pasado) el enfoque más lógico era usar un microscopio; la aparición de los microscopios electrónicos abrió nuevas posibilidades a esta manera de entrar en la célula.

Pero una nueva herramienta, la ultracentrífuga (o ultracentrifugadora) abrió una vía totalmente nueva, que es la que el vizconde Christian de Duve, pionero de la citología (hoy biología molecular de la célula) prefirió. Consistía en romper las células y luego centrifugar la mezcla de pedazos resultante: el campo gravitatorio generado por la centrifugación permitió a de Duve separar, por su peso y tamaño, los diversos componentes de la célula y analizarlos por separado.

Descubrió así los lisosomas y peroxisomas, organelos involucrados en la “digestión” y el metabolismo celular: en 1974 recibiría, junto con Albert Claude y George Palade, el premio Nobel de fisiología o medicina. Posteriormente se dedicó al estudio del origen químico de la vida.

Además de un investigador de primera línea, de Duve, nacido en 1917, era un humanista (como todo gran científico). Describió su trabajo en una disfrutable ponencia Nobel que tituló “Explorar la célula con una centrífuga”, y posteriormente escribió varios libros en los que extendió la metáfora. El que más disfruté fue La célula viva (A guided tour of the living cell, Scientific American Books, 1984), donde nos hace sentir como exploradores microscópicos del amazónico interior celular, al tiempo que explica los detalles moleculares y bioquímicos que nos permiten existir.

El 4 de mayo pasado de Duve, que había visto su salud deteriorarse a partir de un cáncer y una caída reciente, decidió ejercer su derecho a la eutanasia, legal en su patria, Bélgica, y a sus 95 años terminó con su vida de manera libre y serena.

Un gran científico que supo vivir, compartir su sabiduría y partir con dignidad. Leerlo, creo, es el mejor homenaje que se le puede hacer.


¡Mira!
Exactamente hace 10 años, el 8 de mayo de 2003, esta columna, “La ciencia por gusto” apareció por primera vez en las páginas de Milenio Diario. Desde entonces, cada semana esta casa editorial me ha otorgado el privilegio de compartir, desde la trinchera de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, un poco de ciencia con sus lectores. Mi más sincero agradecimiento; ojalá sean muchos más.
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miércoles, 1 de mayo de 2013

Ciencia, Universidad y medios

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1 de mayo de 2013

Sin la menor duda, la ciencia es una actividad básica para el desarrollo y el bienestar de cualquier país.

La producción de conocimiento científico, que nos permite conocer con mayor detalle y precisión el mundo natural, y al mismo tiempo nos permite manipularlo para nuestra conveniencia (y a veces, desgraciadamente, para causar daño), es probablemente su principal dividendo. De ella deriva la generación de tecnología novedosa y original (rubro en el que México está muy retrasado) que da origen a patentes, industrias, capital y, a largo plazo y cuando no se trata de casos aislados sino de una tendencia nacional –de preferencia, de una política de Estado–, a un mayor bienestar en todos los niveles de la sociedad.

Pero el apoyo a la ciencia también contribuye a formar ciudadanos que tienen una visión del mundo compatible con ella. Esto es, basada en conocimiento confiable, comprobable y comprobado que, a diferencia del obtenido de otras fuentes, funciona cuando se lo aplica y permite tomar decisiones más probablemente adecuadas al enfrentar problemas. Y también, ciudadanos que pueden apreciar y ejercer el pensamiento crítico: el que se basa en evidencia confirmable y en razonamientos lógicos. Ese mismo que, como dijo Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios, es exactamente el que todo ciudadano de una democracia debería ser capaz de aplicar al elegir por quién votar, al llamar a cuentas a funcionarios y gobernantes y en general para guiar sus decisiones en sociedad.

Querámoslo o no, en países como el nuestro los principales (casi los únicos) baluartes de la labor científica son las universidades públicas, junto con las instituciones de investigación del Estado. Por eso, y por muchas otras razones relacionadas con la generación, enseñanza y difusión de la cultura –no sólo científica, sino en general–, las universidades son un pilar fundamental de la nación, y una de sus principales fuentes de esperanza.

Por eso resulta tan preocupante la situación actual de la Máxima Casa de Estudios del país. Más allá de ideologías o de definir quién tiene la razón en un pleito específico que evidentemente es más complejo de lo que parece, el hecho de que un grupo reducido de inconformes se arrogue el derecho de obstaculizar el funcionamiento de la UNAM al tomar su rectoría, desconociendo a las autoridades establecidas y a los mecanismos institucionales legítimos para atender precisamente este tipo de demandas, habla de intolerancia, falta de cultura democrática y un desprecio a la discusión con argumentos, que es sustituida por la ley del más fuerte (o, en este caso, del más violento). El que se realice con los rostros cubiertos sólo confirma que detrás del acto hay intereses turbios.

Puede ser que las autoridades hayan pecado de tibias al permitir, en primer lugar, la toma, en vez de impedirla. Puede ser que la solución, que no parece tan difícil, se haya ya retrasado demasiado. Pero la prudencia siempre será preferible al riesgo de proveer de mártires a quienes probablemente buscan detonar un conflicto mayor. Sobre todo tomando en cuenta el descontento político en varios sitios del país.

Culpar del conflicto a las autoridades de la UNAM, como se está haciendo en varios medios de comunicación, no ayuda a defender a la universidad de todos los mexicanos. Es momento, creo, de apoyar, no de criticar; de unir, no de separar. Nuestra Universidad Nacional es demasiado importante como para reducirla a un grupo de inconformes, o sólo a sus autoridades.

Actualización de última hora: hoy miércoles 1 de mayo por la mañana, los inconformes liberaron la Torre de Rectoría de la UNAM, y aceptaron los términos del diálogo propuesto por las autoridades. Enhorabuena. Ojalá no se vuelva a permitir que algo así se repita.

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miércoles, 24 de abril de 2013

Fomentar la cultura científica

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de abril de 2013

A veces da miedo ser optimista. Pero hay ocasiones en que no se puede evitar. A pesar de las pasadas experiencias que demuestran que muchas veces dicho optimismo resultó infundado.

En esta ocasión, la Academia Mexicana de Ciencias ha difundido un boletín (22 de abril) en el que da una buena noticia: las comisiones de Ciencia y T
ecnología y de Estudios Legislativos de la Cámara de Senadores han elaborado un proyecto de decreto que propone modificar el artículo 2º de la Ley Orgánica del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT), que define las funciones que le corresponde realizar a este organismo.

En particular, proponen añadir a la fracción XI, que actualmente lo compromete a “Apoyar la generación, difusión y aplicación de conocimientos científicos y tecnológicos”, el siguiente párrafo: “Para ello el CONACyT deberá emprender acciones que fomenten y fortalezcan las actividades de divulgación científica entre los investigadores del país y las organizaciones de la sociedad civil. De igual forma, deberá incentivar la vinculación entre estos actores y las instituciones del sistema educativo nacional a fin de fortalecer la capacitación de los educadores en materia de cultura científica y tecnológica”.

Senador Alejandro Tello
¿Qué quiere decir esto? En pocas palabras, que los legisladores –encabezados por el presidente de la Comisión de Ciencia y Tecnología, Alejandro Tello Cristerna, y entre los que se encuentra Juan Carlos Romero Hicks, director general del CONACyT en el sexenio anterior– proponen incluir la cultura científica como parte de la formación fundamental de todos los mexicanos.

Y es que la meta fundamental de la divulgación científica, que con esta adición a la ley del CONACyT se convertiría en “una de las tareas sustantivas de ese organismo”, según dijo Tello, es precisamente fomentar la cultura científica de la población.

¿Y en qué consistiría esa cultura científica? No se trata, como se pudiera pensar, de que los ciudadanos sepan de memoria datos científicos como la edad del universo, el tamaño de un átomo o el número atómico del hierro, sino que tengan nociones generales sobre qué es la ciencia, cómo funciona y por qué confiamos en ella, y sean capaces de orientarse, así sea de manera muy general, en el amplio mapa del conocimiento científico actual.

A mí, en particular, me gusta definir la cultura científica como “la apreciación y comprensión de la actividad científica y del conocimiento que ésta produce, así como la responsabilidad por sus efectos en la naturaleza y la sociedad”.

Enhorabuena por el proyecto de los senadores, al que se dio primera lectura en la Cámara el pasado 16 de abril. Esperemos que el cambio a la ley del CONACyT se concrete. Pero, sobre todo, que se aplique.

Sí: en este caso, quiero pecar de optimista.

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