miércoles, 31 de julio de 2013

Por qué no me gustó Guerra mundial Z

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 31 de julio de 2013

Me pongo mis cachuchas alternas de fan de ciencia ficción y de crítico banquetero de cine (sin la menor pretensión de autoridad en ninguno de los dos campos, por supuesto) para comentar mis impresiones sobre la última película de zombis, Guerra mundial Z (Marc Forster, 2013).

No es que no la haya disfrutado: como se espera de una película “palomera”, es emocionante y divertida. Tampoco es que odie a Brad Pitt (aunque sí creo que se debería operar esas bolsas bajo los ojos). Pero no puedo negar que salí del cine con un sentimiento de frustración: el planteamiento se me hizo tan ridículo como para resultar molesto.

Claro que, ya desde el clásico de George A. Romero, La noche de los muertos vivientes (1968), en toda película de zombis el planteamiento inicial es, necesariamente, ridículo. ¿Quién encontraría plausible que unos cadáveres puedan revivir, ya sin conciencia humana, debido a alguna especie de virus o agente infeccioso, para volverse caníbales y convertir a su vez en zombis a otras personas? (lo cual es, también, un poco confuso).

Como en toda obra de ciencia ficción, lo primero es suspender la incredulidad y aceptar una premisa fantástica. Una máquina que puede viajar en el tiempo; la posibilidad de hacer invisible a un hombre; un mundo en que los simios evolucionaron y se impusieron a los humanos. Pero la buena ciencia ficción trata de hacer un planteamiento lo más coherente posible con el conocimiento científico actual. Hasta aquí, todo va bien: en la película se hace referencia leve a parásitos que sabemos que manipulan y "esclavizan" el sistema nervioso de distintos animales para obligarlos a efectuar ciertos comportamientos: virus como el de la rabia, que produce agresión en mamíferos, o protozoarios como los que hacen que las ratas pierdan el miedo a los gatos, o que las hormigas trepen a lo alto de la hierba para ser comidas por las vacas (me dicen que en la novela de Max Brooks en que se basó la cinta estas referencias son más detalladas).

No. Mi queja se refiere a la solución que se plantea al problema (ojo, spoiler alert: no siga leyendo si no quiere enterarse del final de la película): proponer que los zombis, mediante algún extraño mecanismo de “adaptación” evolutiva, pueden detectar e ignorar a los humanos enfermos –¡de cualquier cosa!: cáncer, infecciones–, y usar eso para crear una “vacuna” contra ellos es, simplemente, absurdo. Casi tan ridículo como que los creadores de The Matrix hayan justificado su maravillosa fantasía distópica con la idea de que los seres humanos eran ¡una buena fuente de energía eléctrica!

Tratar de justificar “darwinianamente” un deus ex machina, un recurso tan evidentemente sacado de la manga, sólo demuestra la poca imaginación de los creadores, y el poco trabajo que se tomaron para conocer un poco más de ciencia: no hubiera sido tan difícil plantear una solución que sí fuera científicamente verosímil. Lástima.

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miércoles, 24 de julio de 2013

GT200: la estafa y la negación

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de julio de 2013

La estafa:

Un vivales se dedica a vender a distintos gobiernos de mundo un supuesto “detector molecular” para buscar armas, explosivos, drogas, y prácticamente cualquier sustancia (marfil, trufas, ¡y hasta pelotas de golf!).

El aparatito, llamado GT200, consiste en un mango al que está unida una antena que rota libremente. No requiere fuente de energía: se alimenta de la “energía del cuerpo humano”, generada por el usuario al caminar. Se afirma que, luego de “programarlo” insertando la tarjeta adecuada, el artefacto capta a una distancia de decenas de metros las “vibraciones moleculares” de las sustancias buscadas.

Varios países –Estados Unidos, Inglaterra, Tailandia… y México, donde se le conoce como “la ouija del diablo”– caen en el engaño. Algunos, como nuestros vecinos del norte –que lo intentaron usar, con nulos resultados, para detectar drogas o armas en las escuelas–, pronto se dan cuenta de que se trata de un fraude. Aunque sí existen técnicas de espectroscopía capaces de detectar distintas sustancias por medio de la radiación que emiten, no hay ninguna capaz de hacerlo a distancia y de manera instantánea.

Más aún: al estudiarlo, el aparato resulta carecer de cualquier componente electrónico que pudiera justificar su supuesto funcionamiento: está completamente hueco. La antena gira a merced de los movimientos involuntarios de los músculos del operario, influidos inconscientemente por sus prejuicios y sesgos (exactamente el mismo fenómeno que se presenta en la famosa ouija: el efecto ideomotor).

Otros países, como Tailandia, necesitan una tragedia –el estallido de un cargamento explosivo no detectado por el GT200; un ejemplo de “falso negativo” en el uso del “detector”– para darse cuenta de la estafa. El gobierno británico emite una alerta a otros gobiernos para que no confíen en la fraudulenta varita mágica, equivalente a la que usan zahoríes o rabdomantes para buscar agua. El gobierno mexicano la desoye: en el sexenio anterior se invirtieron 450 millones de pesos en comprar 1,112 detectores, para uso de fuerzas armadas, policías e instituciones como Pemex.

La negación:

Salvo algunas notas aisladas, o algunos columnistas –un servidor entre ellos–, los medios nacionales ignoran el caso, a pesar de la insistencia de varios ciudadanos bien informados interesados en difundir los datos respecto a esta peligrosa estafa. Pasan varios años; cambia el gobierno.

Y mientras, debido a casos de “falso positivo”, varios ciudadanos, señalados por la antenita mágica, son injustamente acusados de tráfico de armas o drogas, juzgados y encarcelados. Es hasta que intervienen peritos científicos que el caso llega a la atención de los defensores de los derechos humanos, y de ahí a algunos medios noticiosos. Aun así, ningún diario o noticiario presenta esta noticia, servida en bandeja de plata, en la primera plana que merecería.

Hasta que la semana pasada el diario El Universal lo hace, dos días seguidos. Algunos de los acusados ya han sido liberados; la Academia Mexicana de Ciencias ya realizó una evaluación –como si hiciera falta– que confirmó la completa inutilidad del GT200. En Gran Bretaña, sus fabricantes están siendo enjuiciados y condenados.

Y aun así, sólo hay silencio de los gobiernos federal y estatales, y de las fuerzas armadas. Y peor: el gobernador de Colima, Mario Anguiano, hace el papelón de declarar, a pesar de la evidencia del timo, que “han sido utilizados con éxito y han cumplido” (el investigador del Instituto de Ciencias Físicas de la UNAM, Luis Mochán, uno de los principales expositores del fraude y organizador de la prueba de doble ciego realizada en la AMC, lo ha invitado ya a someter a prueba sus detectores GT200 y sus similares, los ADE651, igualmente inútiles).

Sólo una triste conclusión es posible: falta mucha cultura científica en este pobre país.

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miércoles, 17 de julio de 2013

Microbios oscuros

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de julio de 2013

La materia oscura es eso que no sabemos qué es, pero que tiene gravedad y que forma el 27% del universo conocido (la mayor parte, el 68% lo forma algo todavía más extraño, la energía oscura; sólo el 5% del universo está compuesto de materia ordinaria).

Es por eso que a los microbiólogos les pareció buena idea, para referirse a la gran cantidad de microorganismos (bacterias y sus primas, las arquea, antes conocidas como arqueobacterias) que sabemos que existen en nuestro planeta, pero que no conocemos, llamarlas “materia oscura microbiana”.

Y no las conocemos porque no las hemos podido aislar y cultivar, métodos tradicionales con que contaban los microbiólogos para estudiarlas. Si algo no puede cultivarse en una caja de Petri o un matraz, no pueden estudiarse sus propiedades de crecimiento, ni se le pueden hacer pruebas bioquímicas.

Pero las modernas tecnologías moleculares han permitido el surgimiento de métodos novedosos que se basan en estudiar ya no una célula viva, sino sus genes –su genoma–, y extrapolar a partir de éste para conocer su clasificación en relación con otras especies en el árbol evolutivo, su bioquímica y fisiología, y hasta su papel ecológico.

La metagenómica, hoy muy de moda, se basa en extraer el ADN de todas las células presentes en una muestra –de agua de mar, del interior de un intestino humano, del suelo– y leer toda la información contenida en él ("secuenciarlo", en la jerga de los especialistas). Luego, mediante computadoras, y comparando con los genomas de otras especies ya estudiadas, se deduce cuántas especies distintas, muchas veces desconocidas, están presentes, y varias de sus peculiaridades.

Pero desde hace dos o tres años los biólogos moleculares cuentan con una nueva herramienta: la posibilidad de secuenciar el genoma de una sola célula. Y no es que el problema sea aislarla –es difícil, pero posible–, sino extraer su ADN y luego “amplificarlo”, haciendo millones de copias hasta obtener una cantidad suficiente para ser leído y analizado, sin introducir muchos errores. Gracias a los estudios de Nicholas Levin, de la Universidad de Texas, hoy la tecnología de secuenciación monocelular es cada día más práctica y menos cara.

Muestra de su importancia creciente –además de estudios de las distintas células que forman un tumor, por ejemplo, que han permitido distinguir subpoblaciones con diferentes características de crecimiento y distinta resistencia a la quimioterapia, que pueden derivar en mejores tratamientos– es un reciente trabajo publicado en la revista Nature por el equipo encabezado por Tanja Woyke, del Instituto Genómico Conjunto del Departamento de Energía del Gobierno de los Estados Unidos, en California. Usando muestras obtenidas de nueve distintos ambientes –minas, océanos, ventilas hidrotermales submarinas y hasta un biorreactor–, secuenciaron 201 genomas de especies de bacterias y arquea nunca antes cultivadas, y descubrieron que varias de ellas presentan propiedades novedosas, que cambian lo que se sabía sobre su clasificación y sobre las fronteras entre los reinos de los seres vivos.

El avance de la tecnología siempre arrastra a la ciencia a explorar nuevos horizontes. Quizá en un futuro cercano la materia oscura microbiana vaya dejando de serlo. Así podremos tener una visión más realista de la verdadera diversidad biológica de éste, el planeta de los microbios.

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miércoles, 10 de julio de 2013

El milagro Tico

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de julio de 2013

El 1º de mayo de 2011, el fantasma de un hombre muerto seis años antes bajó a la Tierra (o quizá actuó a control remoto) y curó “inexplicablemente” el aneurisma cerebral de la costarricense Floribeth Mora, que según los diagnósticos médicos la condenaba como máximo a un mes de vida. Justo ese día el hombre que fue en vida ese espíritu, Karol Wojtyla, conocido como el Papa Juan Pablo II, había sido beatificado, primer paso para acceder a la santidad.

O al menos eso es lo que afirma la Congregación para las Causas de los Santos, órgano de la iglesia católica que regula los procesos de canonización, al sostener que la “misteriosa” curación de Floribeth constituye el segundo milagro de Wojtyla (el primero fue la igualmente “inexplicable” remisión del mal de Parkinson que sufría la monja francesa Marie Simon-Pierre, en 2005, luego de encomendarse al Papa, muerto seis meses antes... uno se pregunta cómo no se curó el Papa su propio Parkinson).

¿Serán realmente estos dos casos prueba suficiente de los poderes milagrosos del difunto pontífice? Un milagro es por definición, según la Real Academia, un “hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino”. Si de suspender las leyes naturales se trata, al comparar los milagros de la Biblia (crear el universo, causar un diluvio, partir el mar, detener el sol, revivir a los muertos, convertir el agua en vino, levitar) con los muy modestos milagros actuales, que son siempre curaciones “inexplicables”, parecería que el poder de la intervención divina se ha venido debilitando significativamente con el paso del tiempo.

O quizá sea el avance de la ciencia el que poco a poco ha ido arrinconado a la fe. Y es de esperar que la tendencia continúe. Como bien explica el cosmólogo y divulgador científico Lawrence Krauss en un artículo en el diario Los Angeles Times, los sistemas biológicos son muy complejos, y en toda enfermedad hay cierto porcentaje de casos que se curan espontáneamente. Si esto ocurre justo después de encomendarse al papa (o de frotarse con un cuarzo), resultará muy difícil convencer al paciente de que no está frente a una cura milagrosa.

En 1947, el psicólogo B. F. Skinner, padre del conductismo, llevó a cabo un experimento con palomas: si se les proporcionaba un premio de manera aleatoria, las aves tendían a asociarlo arbitrariamente con algún movimiento que hubieran estado realizando, como girar a la izquierda, y tendían a repetir dicho movimiento buscando de nuevo el premio. Dicho “comportamiento supersticioso” es sólo un mal funcionamiento del condicionamiento que normalmente nos permite a los animales adaptarnos a los estímulos de nuestro medio.


Toda religión es respetable, pero tratándose de una que tradicionalmente se ha confrontado con la ciencia y que todavía hoy se opone a los derechos humanos de diversos grupos (basta con ver las recientísimas declaraciones del arzobispo de San José de Costa Rica, Hugo Barrantes: “el pecado no es ser gay, sino practicarlo”), quizá el Vaticano haría bien en recordar, hoy que se plantea canonizar a Wojtyla, que la verdadera fe no requiere de pruebas, y que “inexplicado” no es lo mismo que “inexplicable”.

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miércoles, 3 de julio de 2013

Nuestra infantil ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de julio de 2013

Recientemente me topé con una cita de Albert Einstein que hace mucho no leía: “En mi larga vida he aprendido una cosa: que toda nuestra ciencia, comparada con la realidad, es primitiva e infantil, pero que, a pesar de todo, es lo más valioso que tenemos” (la cita proviene de una carta a Hans Muehsam, fechada en 1951).

Viniendo de Einstein, la frase suena extraña: uno de los titanes de la ciencia contemporánea pareciera estar denigrando a esa ciencia que él precisamente ha ayudado a construir. Y viene como anillo al dedo para quienes desconfían de ella y la consideran tan sólo otro conjunto arbitrario de creencias, construido para justificar una particular visión del mundo, no distinta de otras, con fines de dominación y poder.

Pero Einstein tiene razón: la ciencia no es la verdad absoluta sobre el mundo. Ni siquiera es conocimiento completamente certero, exacto, objetivo sobre el mundo. Como bien saben los epistemólogos y filósofos de la ciencia, y como saben los verdaderos científicos –y no meros investigadores– que se molestan en profundizar en los fundamentos metodológicos y filosóficos de su oficio (Einstein era de esos), la ciencia es sólo un conjunto de representaciones del mundo natural, que aspira no a reproducirlo tal cual es, sino a algo mucho más modesto: a proporcionarnos conocimiento útil y confiable sobre ese mundo.

Hay otra cita de Einstein, más amplia, que explica mejor este asunto, que ha llevado a interminables disputas entre filósofos y científicos: “La ciencia sin epistemología [teoría del conocimiento] es –en la medida en que sea concebible– primitiva y confusa. Sin embargo, tan pronto como el epistemólogo, que busca un sistema claro, se abre camino a través de él, tiende a interpretar el contenido especulativo de la ciencia según los parámetros de ese sistema y a rechazar lo que no encaje en él. El científico, por el contrario, no puede (…) permitirse ser restringido (…) por la adherencia a un sistema epistemológico (…) Por tanto, aparece ante el epistemólogo sistemático como un oportunista sin escrúpulos” (Albert Einstein: Philosopher-Scientist, 1949).

Y es que, en efecto, independientemente de los problemas filosóficos, el hecho es que la ciencia funciona. Aviones que vuelan, antibióticos y quimioterapia eficaces contra cáncer y sida, cohetes espaciales y satélites, telecomunicación y computación son sólo algunas pruebas.

En efecto, la ciencia es pragmática. Pero nos ofrece la imagen más precisa y honesta que tenemos del mundo en que vivimos. Aunque sea “primitiva e infantil”, no es por ello menos valiosa.

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miércoles, 26 de junio de 2013

¡Bacterias en las nubes!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de junio de 2013

Para quien no sea microbiólogo (como lo es un servidor), la frase de Stephen Jay Gould, “Según cualquier criterio razonable, las bacterias fueron desde un principio, son hoy y serán por siempre los más exitosos organismos sobre la Tierra” (Full house, 1996), puede sonar exagerada.

Mucha gente cree, según el bien conocido mito, que los insectos son los seres vivos más abundantes en nuestro planeta. Pero no es así: son los procariontes –organismos unicelulares sin núcleo definido– los que constituyen el mayor porcentaje de biomasa en la Tierra: 500 mil millones de toneladas, según algunas estimaciones. (Y el dato de que hay 10 veces más células bacterianas en ese ecosistema que es el cuerpo humano que células de Homo sapiens viene sólo a confirmar el dato: vivimos en un mundo de bacterias.)

En los años 80 se descubrió, sorpresivamente, que existe una cantidad inusitada de bacterias viviendo en el subsuelo, a profundidades de hasta 5 kilómetros, en condiciones de alta temperatura y falta de luz: se calcula que podrían constituir el 50% de la biomasa total del planeta (aunque hacen falta muchos estudios para tener información clara). La geomicrobiología extendió así hacia abajo el alcance de lo que concebimos como biósfera.

Hoy el fenómeno se repite, pero en dirección contraria. Desde hace años los aerobiólogos han sabido que existe una población importante (aunque ni de lejos tan numerosa como la que hay en mares, tierra o el subsuelo) de bacterias en la atmósfera. Estas bacterias podrían estar involucradas en procesos importantes como reacciones bioquímicas (por ejemplo, utilizando compuestos de carbono presentes en la atmósfera para alimentarse), el control del clima (al servir como núcleos de condensación que pueden permitir la formación de nubes e influir en los patrones de lluvias) y la transmisión de enfermedades infecciosas a largas distancias.

Pero, a pesar de estudios hechos a nivel de suelo (ya desde los tiempos de Pasteur y Darwin), en las altas montañas o usando aviones (Charles Lindbergh y Amelia Eardhardt colaboraron en estudios para obtener muestras de aire), no se tenían datos confiables sobre las posibles poblaciones de bacterias en capas superiores.

Por eso es importante el estudio pionero dado a conocer en febrero pasado en la revista PNAS, realizado por un equipo encabezado por Konstantinos Konstantinidis, del Instituto Tecnológico de Georgia, en Atlanta, Estados Unidos, en colaboración con la NASA. Usando un avión DC-8 que voló sobre mar y tierra antes, durante y después de los huracanes Karl y Earl, en agosto y septiembre de 2010, y filtrando el aire exterior, los investigadores obtuvieron partículas de la tropósfera (de 8 a 10 kilómetros de altura).

Usando métodos de análisis genómico, descubrieron que 20% de las partículas eran células, principalmente bacterias (y algunos hongos), de más de 300 tipos –de los cuales 17 parecían ser habitantes constantes de la tropósfera–, y que 60% de ellas eran viables (es decir, estaban vivas y podían reproducirse).

El estudio es preliminar: habrá que averiguar si las bacterias sólo son arrastradas a la atmósfera temporalmente o si viven e incluso se reproducen ahí (es decir, si la atmósfera es un verdadero hábitat); cómo se distribuyen geográficamente y qué posibles funciones cumplen. Quizá, con suerte, podríamos llegar a utilizarlas para combatir fenómenos como el calentamiento global, haciendo que transformen gases de invernadero en compuestos inocuos.

Por lo pronto, hoy sabemos que las bacterias están también ahí… como en todos lados.

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miércoles, 19 de junio de 2013

Menopausia y machos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de junio de 2013

Los machos de la especie humana –y los mexicanos machos, en el sentido peyorativo del término– podemos ser muy crueles ante la menopausia femenina. Por ejemplo, haciendo comentarios hirientes basados en el prejuicio y la ignorancia.

Pero no es ese mi tema hoy, sino la noticia que circuló extensamente la semana pasada: que los machos humanos podríamos ser los “culpables” de la menopausia.

Y es que, aunque la presentan algunos simios y una especie de ballenas –hay algunos casos reportados en algunas otras especies de mamíferos, pero no están confirmados, pues se han observado sólo en ejemplares en cautiverio–, al parecer la menopausia (el cese de la función de los ovarios: la producción mensual de óvulos y el crecimiento del revestimiento uterino que, cuando se desprende, forma el sangrado menstrual) es un fenómeno casi exclusivamente humano.

Para un biólogo, la pregunta es casi automática: ¿qué favoreció que este fenómeno evolucionara en nuestra especie?

Existen varias explicaciones plausibles; algunas suponen que es un simple fenómeno sin utilidad evolutiva. La menopausia podría ser un simple efecto secundario del envejecimiento; pero si es así, ¿por qué los machos no pierden la fertilidad con la edad? También podría ser consecuencia del aumento en la duración de la vida de nuestra especie, que no estaba “programada” para ser fértil durante tantos años; pero surge la misma objeción que en el caso anterior. Podría ser también que, como el número de óvulos disponibles en los ovarios de la mujer es limitado, la menopausia se presente cuando éstos se agotan; pero la evidencia experimental no apoya esta idea.

También se ha especulado que la menopausia podría cumplir alguna función adaptativa, y ser favorecida por la selección natural. Es popular la “hipótesis de la abuela”, que postula que los genes que producen la pérdida de la función reproductiva, que normalmente serían eliminados por la selección natural, podrían ser conservados si la menopausia favorece que las hembras de mayor edad, no siendo ya fértiles, cooperen al cuidado de las crías de las más jóvenes, favoreciendo así la conservación de dichos genes no en sí mismas, sino en su parentela.

La nueva hipótesis, basada en estudios de simulación en computadora en los que se observa el comportamiento de los genes en una población a través de miles de años, fue propuesta por el equipo encabezado por Rama Singh, del Departamento de Biología de la Universidad McMaster, en Ontario, Canadá, y publicada el 13 de junio en la revista PLOS Computational Biology. Muestra que es posible que la conservación de los genes que causan la pérdida de la fertilidad en hembras, pero no en machos, sin afectar al mismo tiempo su supervivencia, haya sido producto de la tendencia de los varones, a lo largo de las generaciones, a preferir a las mujeres más jóvenes para reproducirse.

Así, la edad reproductiva tendería a reducirse, y las mutaciones que afectan la fertilidad en mujeres mayores no serían “visibles” para la selección natural, que no podría eliminarlas.

Aunque ha habido críticas –otros expertos opinan que quizá el fenómeno es inverso: fue la existencia de la menopausia la que fomentó la preferencia masculina por mujeres jóvenes–, lo interesante es que se tiene una nueva alternativa para resolver el misterio de la evolución de la menopausia, sin que sea necesario postular que tenga una utilidad evolutiva indirecta (como ocurre con la hipótesis de la abuela).

De cualquier modo, tengamos o no la culpa de las muchas molestias que las mujeres sufren durante la menopausia, sin duda estamos obligados a combatir los prejuicios que rodean a esta etapa natural de la vida, y a comprender y ayudar a las mujeres para que les sea lo menos ardua posible. ¡Es lo menos que podemos hacer!

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miércoles, 12 de junio de 2013

Estado laico

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de junio de 2013

La Constitución mexicana, en su artículo 3º, establece que la educación pública deberá ser laica y “ajena a cualquier doctrina religiosa”. Al mismo tiempo, exige que esté basada en “los resultados del progreso científico”, y luche contra “los fanatismos y prejuicios”. En su artículo 40 extiende el laicismo a todo el Estado: “es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, laica, federal”.

Los recientes y vergonzosos incidentes que han protagonizado diversos alcaldes y gobernadores de distintos estados, en que “consagran” las entidades que gobiernan al sagrado corazón de Jesús, o bien las “entregan” al señor Jesucristo, reconociéndolo como “máxima autoridad”, son muestra de la embestida que las iglesias cristianas –la católica y la evangélica, en una competencia nefasta– están llevando a cabo contra el Estado laico.



La exclusión de la religión en todo acto y decisión de gobierno –y la confianza en la ciencia– no son meros caprichos jacobinos. Existen al menos tres argumentos que la justifican.

El primero, expuesto en varias ocasiones por el experto Roberto Blancarte en las páginas de Milenio Diario es que, existiendo múltiples religiones, dar preferencia a cualquiera de ellas es, inevitablemente, discriminar a las demás. La única alternativa es dejar a todas al margen del estado, relegándolas, con toda justicia, al ámbito de lo privado. Lo cual no quiere decir prohibir sus manifestaciones públicas; sólo aquellas en las que se mezclen con los asuntos de gobierno.

El segundo argumento es que, como forma de resolver problemas, las religiones, más allá del confort espiritual que pueden ofrecer, son notoriamente ineficaces (a diferencia de la ciencia, que ofrece conocimiento confiable para tomar decisiones informadas, el cual resulta muy útil para solucionar problemas). Pensar, como expresó la impresentable alcaldesa de Monterrey, Margarita Arellanes (quien ha sido además acusada de otorgarse un salario excesivo, superior al del gobernador de su estado), que “la participación humana… no tiene la capacidad de revertir las tinieblas que sólo la luz de la fe de Dios puede desvanecer” es reconocerse incapaz de cumplir con la función que le encomendaron los ciudadanos: gobernarlos y protegerlos. Si esa es su manera de resolver problemas como la inseguridad, poco puede esperarse.

Finalmente, como expresó el regidor Eugenio Montiel Amoroso, del ayuntamiento de Monterrey, la idea de que los problemas de un municipio, una estado o un país provienen de “fuerzas oscuras” y pueden ser resueltos por seres espirituales –existan éstos o no– posiblemente revela alguna patología psicológica que impide distinguir realidad y fantasía.

Son ya demasiados casos de este “populismo” o “exhibicionismo” religioso que abiertamente viola la Constitución y la Ley de Asociaciones Religiosas. Es hora de que la Secretaría de Gobernación, a través de su Subsecretaría de Asuntos Religiosos, tome cartas en el asunto y sancione –no sólo regañe o “reconvenga”– a los funcionarios que, en abierto desacato ("voy a seguir participando", advierte la alcaldesa regia), desafían el estado laico. ¿O tendremos que ser los ciudadanos quienes lo exijamos?

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miércoles, 5 de junio de 2013

Ver lo invisible

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de junio de 2013

Una gran frustración de los químicos ha sido siempre no poder ver las moléculas con las que trabajan.

En efecto: los microbiólogos pueden ver vagamente células, que miden micrómetros (milésimas de milímetro) usando un microscopio óptico. El microscopio electrónico, que usa chorros de electrones en vez de luz, e imanes para enfocarlos en vez de lentes, permitió estudiar con detalle el interior de las células, y vislumbrar las nanomáquinas moleculares que las animan.

Pero las moléculas individuales, incluso las más grandes, son virtualmente invisibles incluso con este método. Son mil veces más pequeñas: se miden en nanómetros (millonésimas de milímetro), e incluso Angstroms (décimas de nanómetro).

¿Cómo se sabe entonces qué forma tienen las moléculas y cómo cambian durante las reacciones químicas? Mediante métodos indirectos (como por ejemplo la espectroscopía: bombardear con radiación electromagnética), cálculos (cuánta energía se absorbió y cuánta se emitió en la reacción), modelos y, más modernamente, simulaciones en computadora. Los químicos no veían directamente las moléculas, pero con base en los datos podían construir representaciones extremadamente precisas de ellas.

Por eso, cuando en 1989 vi en la revista Nature las primeras fotos de la molécula en doble hélice del ADN (ácido desoxirribonucleico) enloquecí de gozo. ¡Por primera vez podía ver la molécula maestra de la vida! Hasta entonces, sólo se contaba con modelos a escala o representaciones gráficas construidas, luego de complicados cálculos, a partir de los datos producidos por la laboriosa técnica de cristalografía de rayos X.

Por supuesto, no era precisamente verla: la técnica usada, la microscopía de efecto túnel, usa un fenómeno cuántico –el paso de una corriente eléctrica a través del vacío entre dos átomos cuando se encuentran suficientemente cerca– para “tocar” la superficie de una molécula. Completamente aislado de vibraciones, y usando una punta ultrafina, el microscopio fue recorriendo lentamente la superficie del ADN para producir un retrato “táctil”, a la manera de un ciego que recorre un rostro con sus dedos.

Pero ver una molécula es una cosa: ver una reacción química es otra. El pasado 30 de mayo un grupo de científicos de la Universidad de Berkeley, California, con colaboraciones de científicos españoles del País Vasco, usaron una técnica similar –el microscopio de fuerza atómica, modificado con una punta consistente en un único átomo de oxígeno– para visualizar una molécula orgánica antes y después de sufrir una reacción química compleja, que la transformó de tener 3 anillos aromáticos a tener 7.

Para lograrlo, la adosaron a una superficie de oro, la enfriaron a 4 grados Kelvin, para detener toda vibración atómica, y la escanearon con el microscopio. Luego elevaron la temperatura, para permitir que la reacción ocurriera, la volvieron a enfriar y tomaron una segunda “foto” táctil.

Más allá de las implicaciones prácticas (el método permitirá controlar mucho más precisamente las reacciones orgánicas y diseñar nuevos materiales con propiedades a la medida, como componentes para computadoras), es asombroso pensar que lo que alguna vez se pensaba como “sólo un modelo” concebido por los científicos para darle sentido a una realidad inasible pueda hoy ser visto con claridad.

Los abstractos y teóricos entes estudiados por la química hoy están, si no frente a nuestros ojos, sí entre nuestros dedos virtuales.

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miércoles, 29 de mayo de 2013

Divulgación mexicana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de mayo de 2013

El pasado jueves 23 de mayo la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICyT) recibió el Premio Latinoamericano de Popularización de la Ciencia y la Tecnología 2012, en la categoría de Centros y Programas, otorgado por la Red de Popularización de la Ciencia y la Técnica en América Latina y el Caribe (RedPOP).

El premio, entregado en el marco de la XIII Reunión de la RedPOP y el XIX Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica a esta Sociedad “por su contribución al fortalecimiento de la comunidad de divulgadores en México y sus actividades de divulgación y formación dentro y fuera del país”, reconoce así la labor que ha venido desarrollando ininterrumpidamente desde que fue creada en 1986.

A través de premios como el Nacional de Divulgación de la Ciencia en memoria de Alejandra Jáidar, que se entrega anualmente, y otros; de congresos nacionales (19 hasta ahora), cursos y talleres, publicaciones como libros y boletines, programas de radio, exposiciones y de un sinfín más de actividades, la SOMEDICyT ha sido, junto con la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), con la que siempre ha trabajado en estrecha colaboración, una de las principales impulsoras del desarrollo y la profesionalización de los comunicadores de la ciencia en nuestro país. Su trabajo ha ayudado a que universidades e instituciones científicas de prácticamente todos los estados del país desarrollen proyectos de divulgación científica.

Podría parecer extraño que se le dé tanta relevancia a una actividad que se antoja secundaria frente a, por ejemplo, la investigación científica misma, que produce el conocimiento nuevo que luego puede llevar a aplicaciones, tecnologías, patentes y beneficios de todo tipo para la sociedad.

Pero la ciencia que no tiene una buena imagen pública, que no es conocida y apreciada por la sociedad que la alberga, no prospera. Para gozar de los muy reales beneficios de la ciencia y la tecnología, es necesario que formen parte de la cultura de sus ciudadanos. De otro modo, son vistas como lujos innecesarios, como inversiones secundarias que pueden esperar a que se resuelvan “los grandes problemas nacionales”, sin ver que son, necesariamente, parte de su solución.

Y son precisamente los comunicadores profesionales de la ciencia, como los que nos reunimos la semana pasada en la ciudad de Zacatecas para discutir, compartir y cooperar, quienes podemos contribuir a socializar y democratizar la cultura científica entre la población que, con sus impuestos, paga por el desarrollo de la ciencia y la tecnología, y debe ser la principal beneficiaria de sus logros.

Felicidades a la SOMEDICYT y a la comunidad de divulgadores científicos (y tecnológicos) mexicanos. Y sigamos trabajando para crecer y lograr más apoyos gubernamentales y privados para cumplir mejor y más ampliamente con nuestra labor de llevar el derecho a la cultura científica a todos los ciudadanos.
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