miércoles, 24 de noviembre de 2010

Confiar en la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de noviembre de 2010

Considere usted los siguientes tres casos:

1) Astrónomos del Instituto Max Planck, en Alemania, descubrieron, usando el telescopio del observatorio de La Silla, en Chile, el primer planeta de origen extragaláctico (hasta ahora se habían descubierto casi 500 planetas girando alrededor de otras estrellas, pero todas en nuestra galaxia, la Vía Láctea), a unos 2 mil años luz de la Tierra. La noticia se difunde globalmente, causando asombro e interés.

2) Escucho en un programa de radio a una experta “grafóloga”, que trabaja con autoridades judiciales mexicanas, explicar cómo, viendo que el locutor pone puntos encima de sus letras, puede asegurar que él padece de migrañas. La misma “experta” asesora a empresas para contratar personal, y ha testificado en numerosos juicios acerca de la salud mental de los acusados, todo ello con base en el análisis “científico” de su escritura. El locutor no comenta nada; a mí la piel se me eriza.

3) La revista médica The Lancet, probablemente la más prestigiada del mundo, publica los resultados de una investigación que llega a la conclusión de que el consumo de alcohol es un tercio más dañino que el de heroína, y 2.6 veces más que el de cocaína. El resultado aparece en los medios, pero surgen comentarios incrédulos. Un colega columnista de Milenio Diario, por ejemplo, argumenta (“El alcohol no tiene la culpa”, Analecta de las horas, por Ariel González Jiménez, 6 de noviembre de 2010), luego de decir “Disculpen, queridos sabios…”, que, aunque “está respaldado por un conjunto de aspectos metodológicos que impresionan ampliamente, como suele suceder con todo lo que goza de la etiqueta de científico, a los medios de comunicación (…) sus puntajes me parecen francamente sospechosos. ¿Cómo es posible que en una escala de 100 el alcohol tenga una puntuación de 72 y la heroína apenas 55 y el crack incluso menos: 54?, ¿cómo sustancias altamente adictivas pueden ser menos peligrosas que el alcohol?”. “Me parece una suerte de invitación a su consumo despreocupado”, concluye.

La pregunta interesante es: ¿por qué en algunos casos confiamos plenamente en lo que se nos presenta como ciencia (el planeta extragaláctico); otras afirmaciones las descartamos sin más trámite como charlatanería, aunque se digan “científicas” (grafología), y ante otras mantenemos una actitud de desconfianza (estudio sobre drogas)?

La respuesta es sencilla: por cómo se averiguó lo que se afirma. Los astrónomos utilizaron el bamboleo que el planeta causa en su estrella, medido minuciosamente, para localizarla y estimar su tamaño. En el estudio sobre drogas, se tomó en cuenta una serie de parámetros (análisis multidimensional, dicen los autores) que incluyen los daños físicos, psicológicos y sociales que el consumo de drogas causa tanto en los usuarios como en su comunidad. Además, el estudio se diseñó con la colaboración de expertos de diversas instituciones especializadas en el tema. En cambio, la grafología es una seudociencia bien conocida, basada en suposiciones sin fundamento, y que ha fracasado repetidamente en pruebas controladas (¡por eso es espeluznante que se la siga usando para contratar personal o como prueba en juicios!).

La esencia de nuestra confianza en la ciencia radica en su método, que parte de datos verificables. Aunque a veces las conclusiones a las que llega no nos agraden, como ocurre con los riesgos del alcohol.

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miércoles, 17 de noviembre de 2010

Contrastes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de noviembre de 2010

Mientras el pasado sábado 13 se llevaba a cabo en un hotel del Centro Histórico el 1er Coloquio Mexicano de Ateísmo (“La fe no mueve montañas; la ciencia sí”), que por cierto resultó un éxito, en Guadalajara, Jalisco, tenía lugar (del 12 al 14 de noviembre) el “Congreso camino a la castidad” (“Encontrando el propósito de Dios para nuestras vidas”).

Auspiciado por el grupo ultracatólico Courage Latino y financiado, a través de la organización civil Valora, por la Secretaría de Gobierno del Estado de Jalisco (por órdenes, no podía ser de otro modo, del “góber piadoso”, el señor del asquito, Emilio González Márquez), el congreso busca invitar “a personas en condición de atracción al mismo sexo” (sic.) a escuchar pláticas sobre supuestos métodos para “curar” la homosexualidad.

O, por lo menos, para “ayudar a los homosexuales a vivir en castidad”, pues como es sabido el Catecismo Católico (2357-2359), en su infinita caridad, no condena la homosexualidad en sí, sino solamente los “actos homosexuales”, que considera “intrínsecamente desordenados” (la Biblia los presenta como “depravaciones graves”, mientras que para la Congregación para la Doctrina de la Fe son “contrarios a la ley natural”).

El Coloquio ateo (que contó con la presencia de figuras internacionales como PZ Myers, Dan Barker y Stuart Bechman) sirvió para mostrar a la sociedad que existen personas que, a pesar de no tener fe en una deidad, son ciudadanos con los mismos derechos que cualquier otro, que pueden vivir una vida ética y productiva y que exigen el respeto al estado laico que constituye una de las bases importantes de una democracia moderna. Es curiosa la semejanza de este discurso con el de la defensa de los derechos de las minorías sexuales (incluso se habló de que los ateos deben “salir del clóset”). No es casualidad: en muchas sociedades, no ser creyente puede ser causa de discriminación y hasta agresión.

El Congreso homofóbico, por su parte, intenta reafirmar, en contra de toda la evidencia científica seria, que la diversidad sexual es un pecado que debe ser combatido.

Al mismo tiempo, el Congreso de la Unión avala otorgar seguridad social a los matrimonios del mismo sexo, el Infonavit autoriza el primer crédito a un matrimonio gay, las declaraciones del físico Stephen Hawking acerca de que “no hizo falta un Dios para crear el universo” vuelven a escandalizar a las buenas conciencias, y el célebre “Chicharito” Hernández es advertido de que podría ser agredido si se persigna y reza antes de un partido contra el equipo Rangers, de Escocia, famoso por sus fanáticos anticatólicos (pero protestantes).

No cabe duda: religión y pensamiento racional son caminos muy distintos, a veces opuestos. No queda más que discutir, en cada una de nuestras sociedades, con base en cuál de ellos queremos tomar decisiones que afectan la vida de nuestros ciudadanos.


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miércoles, 10 de noviembre de 2010

Biotecnología a debate

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de noviembre de 2010

A Agustín López Munguía: gracias por la oportunidad

Una de las características más distintivas de la ciencia es que, a través de entender la naturaleza, nos permite modificarla (por ejemplo, a través de la tecnología). En esto radica su poder, y su peligro.

Entre las tecnologías actualmente más polémicas, en México y en el mundo, es la biotecnología: la aplicación de técnicas bioquímicas, genéticas y moleculares para manipular los organismos vivos. La semana pasada tuve la oportunidad de participar en el simposio “Comunicación y Percepción Social de la Biotecnología”, dentro del VII Encuentro Latinoamericano y del Caribe sobre Biotecnología Agropecuaria, llevado a cabo en Guadalajara, Jalisco. La experiencia resultó muy instructiva.

En el imaginario público, la biotecnología suele reducirse a la creación y cultivo de vegetales transgénicos (es decir, aquellos que tienen genes provenientes de una especie distinta). Pero va mucho más allá: involucra desde el uso de diversas enzimas (proteínas que facilitan ciertas reacciones químicas) en procesos industriales, alimentos o incluso en detergentes, pasando por la ingeniería genética (que permite, por ejemplo, producir insulina humana en bacterias que pueden cultivarse masivamente, y que no produce efectos de rechazo, como la insulina de vaca o de cerdo, que se empleaba anteriormente para tratar la diabetes tipo 1), hasta la clonación (reproducción asexual que produce individuos genéticamente idénticos) de plantas o ganado.

Otra idea común es que la biotecnología es algo muy reciente, y por tanto “artificial”. Y en consecuencia, según el prejuicio común, forzosamente dañino. Lo cierto es que fenómenos como la clonación y el intercambio de genes entre especies han existido en microorganismos –y a veces hasta en plantas y animales, a través de virus- desde siempre en el mundo vivo. El aprovechamiento de microorganismos y sus productos para beneficio humano se remonta a la invención de la cerveza, el queso, el vino… Y muchas de las plantas que cultivamos se reproducen por clonación, mediante “pies” o “esquejes” (partes del tallo de una planta que se siembran y echan raíces).

En nuestro país, el cultivo de plantas transgénicas, en particular el maíz (especie que surgió en lo que hoy es México, que es entonces su centro de origen), ha sido satanizado, en parte por organizaciones de corte radical como Greenpeace (cuyos fines sin duda son loables, pero que con frecuencia difunde información falsa o tendenciosa) o francamente fantasioso, como el Grupo ETC, pero también con argumentos razonados por organizaciones de la sociedad civil, como la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS).

Una de las dos principales razones ofrecidas para oponerse al maíz transgénico es la idea de que el consumo de cualquier vegetal transgénico es dañino para la salud (pues podría causar desde alergias hasta alteraciones genéticas que pudieran, por ejemplo, producir cáncer). Este argumento ha sido rebatido: no sólo comer alimentos con genes extraños no daña al ser humano (los consumimos cada vez que comemos vegetales crudos), sino que nunca se ha encontrado, en largos años de consumo de este tipo de alimentos en varios países, ningún caso de enfermedad causada por ellos.

El otro argumento para oponerse al cultivo de maíz transgénico es que, por ser una planta de polinización libre, podría mezclar su material genético con el de los maíces criollos originarios de México, contaminando así el patrimonio biológico tradicional del que han subsistido pueblos enteros durante siglos, y reduciendo la biodiversidad natural. Este segundo peligro es mucho más real.

¿Por qué hay, entonces, quien se empeñe en cultivar maíz transgénico en México? La respuesta, como pude apreciar en el Encuentro de Biotecnología, es compleja. Por un lado, es un gran negocio para las transnacionales que lo producen. Por otro, ofrece la posibilidad de disminuir la importación de maíz, al aumentar la producción y reducir las pérdidas por plagas, y combatir así el hambre (aunque todavía se discute si esta promesa realmente se cumple). ¿Queremos de veras renunciar a la posibilidad de competir con potencias agropecuarias como Estados Unidos y Brasil, y seguir importándoles maíz, con tal de proteger nuestros maíces nativos de una posible contaminación genética?

Aún no hay respuesta definitiva. Finalmente, cualquier tecnología puede beneficiarnos, o causar daño. Sólo el debate amplio, democrático e informado permitirá que, como ciudadanos, compartamos con científicos y gobernantes la responsabilidad de decidir el uso que se haga de la biotecnología en nuestros países.

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miércoles, 3 de noviembre de 2010

Ciencia, religión y ateísmo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de noviembre de 2010


El próximo sábado 13 de noviembre se llevará a cabo el Primer Coloquio Mexicano de Ateísmo, con el lema “La fe no mueve montañas; la ciencia sí”, al que este columnista está invitado a participar como orador (junto con varias notorias personalidades nacionales e internacionales). Es buen pretexto para responder a la inquietud que varios lectores me han expresado por algunas colaboraciones recientes y aclarar por qué considero pertinente adoptar una postura crítica frente a la religión –en particular, frente a la iglesia católica– en una columna como ésta, dedicada a la ciencia.

En primer lugar, la relación entre ciencia y religión es innegable. Y es una relación conflictiva. A diferencia de las visiones simplistas tipo “al César lo que es del César y a dios lo que es de dios”, que suponen que no hay problema –como la que el eminente biólogo evolutivo y divulgador científico Stephen Jay Gould expresara en su libro Ciencia versus religión, un falso conflicto (Crítica, 2000; originalmente Rocks of ages: science and religion in the fullness of life, Ballantine,1999), donde proponía que ciencia y religión eran “magisterios separados” que se rozaban sin magullarse–, lo cierto es que las posturas científicas y religiosas frecuentemente entran en oposición directa… y muchas veces violenta.

Deje usted casos históricos como la oposición eclesiástica a las teorías de Giordano Bruno (quemado por hereje), Copérnico (temeroso de publicar sus escritos), Galileo (recluido por hereje), Darwin (igualmente atemorizado de publicar sus ideas, y en efecto, atacado por ellas hasta nuestros días), o la condena a prácticas hoy consideradas completamente seguras y benéficas como las autopsias, la anticoncepción o la fertilización in vitro (las dos últimas todavía neciamente condenadas por el Vaticano). Basta con ver asuntos de actualidad como los derechos de las minorías sexuales, la discusión sobre el derecho a la eutanasia, a la suspensión de embarazos no deseados, a la investigación con células madre embrionarias… Temas que, manifiesta o potencialmente, mejoran el nivel de vida de sectores importantes de la población, y les dan mayor libertad y autodeterminación. Y temas, todos ellos, donde la ciencia tiene datos claros que aportar, y que van en contra de la postura eclesiástica.

La ciencia, ya se ha comentado aquí, requiere adoptar una postura naturalista, que excluya la creencia en entidades sobrenaturales. Laica. Ello no implica negar la existencia de un dios (o dioses), pero sí dejar tal creencia fuera del ámbito del trabajo y la discusión científica. Muchos científicos son creyentes, y muchos son ateos (no creen que exista un dios) o agnósticos (no saben si existe). Pero todos dejan de lado tal posibilidad mientras trabajan.

¿Busca la ciencia, entonces, acabar con la religión o demostrar que dios no existe? No. (Tampoco los grupos ateos, que frecuentemente incluyen personas muy interesadas en la ciencia, y curiosamente, en combatir las supercherías). Pero en ocasiones nos muestra que hay que oponerse a ciertas posturas religiosas, y nos obliga a abrir discusiones que algunas personas encuentran desagradables, pero que finalmente benefician a la sociedad.

Si a usted le interesa discutir estos y otros interesantes temas, asista este sábado 13 al Coloquio de Ateísmo, que se llevará a cabo en el hotel Fiesta Inn Centro Histórico. ¡Apresúrese, los lugares se agotan! No se arrepentirá. Informes e inscripciones: www.ateosmexicanos.org/coloquio


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miércoles, 27 de octubre de 2010

¿Fotosíntesis humana?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de octubre de 2010

Para Antígona, aunque no sea autótrofa


En esa vacuna contra la credulidad y azote de seudociencias y charlatanerías que es su libro El mundo y sus demonios: la ciencia como una luz en la oscuridad (Planeta, 1997), el genial astrónomo y divulgador científico Carl Sagan (Nueva York, 1934-1996) lamenta cómo la inteligencia y el “interés natural en las maravillas del universo” de un taxista que conoció se desperdiciaban en creer en cristales, visitantes extraterrestres, profecías y en leyendas de la Atlántida como si fueran “ciencia”. “Hay tantas cosas en la ciencia real –escribe Sagan– igualmente excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual mayor… además de estar mucho más cerca de la verdad”.

Y en efecto: ¡cuántas maravillas reales que ofrece la ciencia quedan opacadas por las baratijas falsas de los charlatanes! Pero eso sí, hay que reconocerles una cosa: los embaucadores tienen una enorme creatividad. Recientemente me asombré con una nueva muestra de ello: la afirmación “científica” de que ¡los seres humanos podemos realizar la fotosíntesis, como las plantas!

Antes de entender lo increíblemente absurdo de tal afirmación, recordemos –nos lo enseñan desde la primaria– que, a diferencia de las plantas y otros seres autótrofos, los humanos, por ser heterótrofos, no podemos fabricar nuestros propios alimentos (“I cannot synthesise a bun/by simply sitting in the sun”, sentenció en 1924 el famoso bioquímico inglés JBS Haldane).

Las plantas lo logran gracias al pigmento llamado clorofila, que les confiere su color verde. La luz del sol, al incidir en él, energiza algunos de los electrones de su molécula, lo cual pone en movimiento la cadena de reacciones fotosintéticas, que permiten a la planta romper la molécula de agua para unirla al dióxido de carbono del aire y fabricar glucosa, azúcar en que la energía solar queda almacenada en forma de energía química(y de donde los animales posteriormente la liberamos al comerla).

Pues bien: resulta que una serie de charlatanes que se ostentan como investigadores científicos afirman que la antigua creencia hindú de que se puede vivir sin comer, sólo con la luz del sol, podría estar basada en las propiedades fotosintéticas de la melanina, el pigmento que da color a la piel humana ("la melanina es, en el reino animal, equivalente a la clorofila en el reino vegetal", se atreve a afirmar uno de ellos en el inicio de un trabajo -no arbitrado- que circula en internet).

Por supuesto, todo pigmento interactúa con la luz, y al parecer la melanina podría tener interesantes propiedades fotoeléctricas (quizá incluso para desarrollar nuevas tipos de celdas solares). Pero de ahí a que esto pueda permitir a un humano vivir sin comer, hay un brinco absurdo.

Lo grave es que estos embaucadores pretenden hacer pasar sus mentiras por ciencia, por ejemplo, subiendo un supuesto artículo científico a un sitio no arbitrado patrocinado por la prestigiada revista científica Nature (Nature Preceedings, cuyos contenidos, según sus propios lineamientos, “no son arbitrados. Este servicio pretende ofrecer un servicio informal de comunicación más rápido e informal que el de las revistas científicas… Muchos de los hallazgos que pueden encontrarse aquí son preliminares o especulativos, y hace falta que sean confirmados”), para engañar al incauto. E incluso se atreven a ofrecer tratamientos médicos basados en estos desvaríos.

Todo mundo es libre de creer lo que quiera, pero a veces la charlatanería es peligrosa. Al menos, resulta siempre ofensiva para la inteligencia.


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miércoles, 20 de octubre de 2010

Ciencia y futuro nacional

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de octubre de 2010

Una de las cosas que nos gusta decir a los promotores de la cultura científica es que, sin ciencia, nuestro país no tiene la menor oportunidad de salir del tercer mundo.

Y es cierto: sin una comunidad científica lo suficientemente amplia y madura, que realice investigación de alta calidad sobre una amplia variedad de temas, no es posible generar conocimiento original en la cantidad y con la frecuencia necesarias para que nuestro país destaque en el panorama científico mundial.

Pero, como argumentan Gustavo y Carlos Viniegra en el número más reciente (octubre-diciembre) de la revista Ciencia, de la Academia Mexicana de Ciencias, dedicado a la pobreza (“¿Contribuyen la ciencia y la tecnología a abatir la pobreza?”), no basta con promover la investigación científica. “El desarrollo científico es una condición necesaria, pero no suficiente, para que un país prospere y alcance un alto nivel de desarrollo humano. Sólo cuando la ciencia se transforma en tecnología y ésta genera patentes y otras formas de conocimiento (…) se convierte en factor útil para el combate a la pobreza”.

En efecto: un país que no genera suficiente conocimiento científico no produce tampoco patentes, y no desarrolla una industria propia, innovadora y pujante. Y tampoco, en consecuencia, recibe los beneficios económicos y el alto nivel de vida que definen como tales a los países de primer mundo.

Los Viniegra, con datos y argumentos económicos sólidos, demuestran que, a diferencia de potencias emergentes como Corea del Sur, “En naciones como México, que enfrentan el futuro si una estrategia integrada de ciencia y tecnología ligada al desarrollo industrial y sin un aumento de las capacidades humanas, pero con asimilación pasiva de tecnología, el desarrollo de la ciencia por sí sola no mejora mucho la productividad ni la distribución del ingreso, y por ello, se vuelve muy difícil combatir la pobreza”.

Muy cierto. Pero no se puede negar que el primer eslabón de la cadena es un sistema de investigación científica sano, sólido y próspero.

Por eso resulta tan preocupante la mala noticia difundida el pasado lunes en La Jornada, en una nota de José Antonio Román, que confirma rumores que ya habían comenzado a correr en la comunidad científica mexicana: El Sistema Nacional de Investigadores (SNI), manejado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), que como se sabe otorga los estímulos económicos que permiten a los investigadores científicos alcanzar un salario digno (pues los salarios nominales resultan a todas luces insuficientes), está “recortando” a 324 miembros de alto nivel, de instituciones como la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el Instituto Politécnico Nacional (IPN), la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y otras, y al mismo tiempo ha permitido el ingreso de “un número similar de personas sin grados de maestría y doctorado (…) en una especie de enroque de investigadores por burócratas”. Todo ello en medio de una preocupante falta de transparencia.

Si eso pasa con la investigación básica, ¿qué esperanza podemos tener de un México de primer mundo, que patente, tenga industria innovadora y un mejor nivel de vida?


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miércoles, 13 de octubre de 2010

Nobeles inmorales

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de octubre de 2010

Cuando, en 1971, el doctor Robert Edwards, biólogo, y su colega el ginecoobstetra Patrick Steptoe, ambos ingleses, recibieron la noticia de que el Consejo de Investigación Médica del Reino Unido, que financiaba sus investigaciones sobre fecundación in vitro, no iba a continuar apoyándolos, deben haberse sentido muy desanimados.

La causa era el fuerte debate que se había generado sobre el tema. El Vaticano, en particular, y otras autoridades religiosas, se oponían decididamente a la técnica.

El papa Paulo VI se había manifestado en contra de cualquier técnica que separara la fecundación del coito. En su encíclica Humanae vitae (1968) escribió: “Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador”.

Y el Catecismo de la Iglesia Católica (secciones 2376-2377), a su vez, afirma que “Las técnicas que provocan una disociación de la paternidad por intervención de una persona extraña a los cónyuges (donación del esperma o del óvulo, préstamo de útero) son gravemente deshonestas. Estas técnicas (…) lesionan el derecho del niño a nacer de un padre y una madre conocidos de él y ligados entre sí por el matrimonio. Quebrantan su derecho a llegar a ser padre y madre exclusivamente el uno a través del otro. [Incluso] Practicadas dentro de la pareja, estas técnicas (…) son quizá menos perjudiciales, pero no dejan de ser moralmente reprobables. Disocian el acto sexual del acto procreador. El acto fundador de la existencia del hijo ya no es un acto por el que dos personas se dan una a otra, sino que confía la vida y la identidad del embrión al poder de los médicos y de los biólogos, e instaura un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Tal relación de dominio es en sí contraria a la dignidad e igualdad que debe ser común a padres e hijos”.

Edwards había estado estudiando, desde finales de los 50, el proceso de fertilización humana, entonces bastante poco conocido. Su utópico objetivo era lograr fuera del cuerpo humano la unión de un óvulo y un espermatozoide para dar origen a un embrión que pudiera implantarse en el útero de una mujer y desarrollarse hasta convertirse en un bebé sano (y luego, claro, en un adulto sano).

Para lograrlo, tuvo que estudiar en detalle el ciclo de vida del óvulo y el espermatozoide, descubrir en qué etapa su unión era posible, y en qué condiciones (logró la primera fertilización in vitro en 1969), qué podía bloquear o favorecer el desarrollo del óvulo fecundado (cigoto) para que comenzara a dividirse y convertirse en embrión (en 1971 logró embriones de 16 células), cómo conseguir que éste se implantara en el útero y continuara desarrollándose (el primer embarazo exitoso se produjo en 1976, aunque no llegó a término), qué hormonas participaban en el proceso…

El resultado de todo ese trabajo –hecho posible con patrocinio privado luego de que cesó el apoyo gubernamental– fue el nacimiento, el 25 de julio de 1978, de Louise Joy Brown (Joy = alegría), la primera “bebé de probeta” (hoy, por cierto, treintona y madre de un saludable bebé concebido por el método tradicional). Actualmente hay más de 4 millones de bebés producto de la fertilización in vitro, y al menos un número igual, podemos suponer, de padres que estarán felices de ver que Edwards (Steptoe murió en 1988) reciba el premio Nobel de medicina.

Mi amiga Atenas, que no ha podido concebir un bebé con su esposo, está sometiéndose (¡en una clínica del ISSSTE!) al tratamiento de fecundación in vitro que quizá les permita cumplir su deseo. No sé si lo logrará (la técnica tiene una buena tasa de éxito, pero no es infalible). Si no, están dispuestos a adoptar.

Otra amiga, Margarita, pudo concebir a un par de preciosos gemelos, a pesar de tener ya una edad que hacía riesgoso el embarazo, gracias a una amiga –casada– que prestó su útero para gestarlos. Hoy ambos niños tienen, en cierto modo, cuatro progenitores: dos amorosos padres y dos padrinos.

Si los prejuicios morales basados en creencias religiosas hubieran predominado, hoy ambas amigas, y sus parejas, tendrían que resignarse a no tener hijos. Está claro que lo ético es, precisamente, y contra lo que digan encíclicas y catecismos, utilizar las técnicas reproductivas a favor de la vida y la familia. ¿En nombre de cuántos prejuicios se estarán bloqueando otros avances científicos que podrían hacer felices a personas que tienen derecho a serlo?

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miércoles, 6 de octubre de 2010

Más mala ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de octubre de 2010

Bastante polémica provocó la última entrega de esta columna (dedicada no sólo a hablar de ciencia, sino también de sus alrededores). Tanto por correo electrónico como en la página web de Milenio Diario y en el blog donde la reproduzco, en versión ampliada. El tema era que los estudios científicos que buscan establecer la veracidad histórica de mitos como los contenidos en la Biblia son mala ciencia: mal planteada, inútil, y sobre todo ridícula.

Pero la expresión “mala ciencia” adquiere un significado totalmente distinto ante la revelación, dada a conocer el 1º de octubre pasado, de los experimentos en que investigadores del Servicio de Salud Pública estadounidense deliberadamente infectaron, entre 1946 y 1948, a 696 ciudadanos guatemaltecos con sífilis o gonorrea, para luego darles tratamiento con penicilina –que entonces comenzaba a usarse masivamente– y ver si se curaban.

El proyecto, en que se infectó a presidiarios y pacientes de manicomios sin notificarles, fue autorizado por funcionarios estadounidenses y por el gobierno guatemalteco. Se utilizó a prostitutas enfermas para contagiarlos, y como esto ocurrió en pocos casos, se utilizaron inyecciones de las bacterias causantes, aplicadas en el pene, el brazo o el rostro. Como el estudio no produjo resultados útiles, se archivó durante décadas, hasta ser recientemente redescubierto por la historiadora de la ciencia Susan Reverby, de la Universidad de Wellesley, en Massachusetts, EUA.

El escándalo producido por estas revelaciones ha sido tal que la secretaria de estado Hillary Clinton, junto con la secretaria de salud, Kathleen Sebelius, tuvieron que salir a ofrecer una disculpa pública: “El estudio conducido en Guatemala entre 1946-1948 de inocular enfermedades de transmisión sexual claramente carecía de ética; a pesar de que estos actos ocurrieron hace más de 64 años, estamos indignados por el simple hecho de que semejante proyecto fuera auspiciado por el sistema público de salud de Estados Unidos. Lamentamos profundamente que esto sucediera y pedimos perdón a todas las personas que fueron afectadas por tan horrendas prácticas”.

Desgraciadamente, el caso no es único: uno de los médicos responsables, el doctor John Cutler –ya fallecido– había participado también en el tristemente célebre “experimento de Tuskegee”, en Alabama, donde se estudió durante 40 años –de 1932 a 1972– la salud de 399 negros pobres enfermos de sífilis, sin jamás informarlos de su padecimiento ni ofrecerles tratamiento, con el fin de conocer el desarrollo natural de la infección.

La ciencia, como toda actividad humana, tiene que estar sujeta a un código ético. En los cuarenta tales códigos eran escasos… lo cual no excusa a quienes experimentaron con humanos: su delito no es diferente de los que cometió Josef Mengele, el médico alemán conocido como “el ángel de la muerte” por sus experimentos con prisioneros judíos en campos de concentración.

La investigación científica, sin ética, puede llegar a convertirse en criminal.

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miércoles, 29 de septiembre de 2010

Investigar milagros

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de septiembre de 2010

Hace 14 años, en 1996, el ex-abad de la Basílica de Guadalupe, monseñor Guillermo Schulemburg, afirmó en la revista católica Ixtus que tenía dudas de la autenticidad de la aparición de la virgen al indio (hoy santo) Juan Diego: “Juan Diego fue un símbolo, no una realidad”, escribió. El científico Marcelino Cereijido comentó entonces que cuando leyó en el periódico que “el Vaticano investigaría el asunto” se sintió feliz al ver que los antiguos tiempos de dogmatismo y antirracionalismo en la iglesia católica parecían estar quedando atrás. Poco duró su alegría: se enteró de que a quien se investigaría sería ¡a Schulemburg! En vez de tratar de descubrir si la aparición milagrosa fue o no real, se cuestionó la credibilidad de quien se atrevía a ponerla en duda.

La verdad, era de esperarse: desarrollar un método –relativa, no absolutamente– confiable para investigar los hechos tratando de minimizar sesgos y errores le ha costado a la ciencia muchos siglos de prueba, error y discusión. Y el negocio de investigar “científicamente” los milagros nunca ha resultado muy fructífero.

Sin embargo, no falta quien lo intente. Por ejemplo, los cristianos fundamentalistas de varias denominaciones, que se obstinan en apoyar su interpretación literal de la Biblia con supuestos datos “científicos” para demostrar que Adán y Eva existieron, que el mundo fue creado hace sólo unos miles de años (no millones), que hubo un diluvio universal –cada cierto tiempo se encuentran los restos del arca de Noé en alguna ladera del monte Ararat– o que Jesús resucitó a Lázaro.

Hace unas semanas causó una divertida polémica un artículo publicado por científicos de la Universidad de Hong Kong en la revista Virology Journal donde sostenían que, analizado los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, habían llegado a la conclusión de que una mujer que había sido curada de una altísima fiebre por “Nuestro Señor Jesucristo” (¡sic.!) había probablemente padecido influenza.

La comunidad científica rápidamente los hizo objeto de burla, no porque sus resultados fueran erróneos, sino porque la investigación misma es esencialmente ridícula. La revista rápidamente retiró el artículo, reconociendo lo inadecuado de haberlo publicado (aunque se excusaron diciendo que lo habían hecho “sólo para despertar polémica”).

La semana pasada, otro estudio, esta vez de la Universidad de Colorado, EUA, publicado en la revista PLoS One, presentó un modelo hidrodinámico computarizado para analizar la posible realidad de otro milagro bíblico, la separación de las aguas del mar Rojo para permitir el paso a Moisés y al pueblo de Israel, que escapaban de Egipto.

Según los autores, un viento de 28 metros por segundo podría haber, efectivamente, separado las aguas en un trecho donde el mar era muy poco profundo. El milagro podría haber sido real, aunque con causas naturales.



¿Cuál es el problema? Uno, que los milagros por definición rompen las leyes de la naturaleza; si la ciencia logra explicarlos, dejan de ser milagros. Dos, que hallar posibles explicaciones de milagros no le sirve a nadie. Ni a la ciencia, porque las hipótesis sobre hechos no confirmados que ocurrieron sólo una vez son inútiles, ni a la religión, porque la fe se caracteriza por no requerir pruebas.

Puede ser divertido jugar al científico para ver si la Biblia tenía razón, pero estudios como éstos son, esencialmente, mala ciencia.

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miércoles, 22 de septiembre de 2010

Milagros, religión y ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de septiembre de 2010

Varios lectores, creyentes católicos, me han reclamado el exceso de atención dedicado últimamente a la religión en esta columna, que debería estar dedicada a la ciencia. Me disculpo.

Pero me disculpo por la falta de variedad en los temas, no por abordar de manera crítica asuntos sobre la relación ciencia-religión. En las semanas recientes la iglesia católica y las creencias religiosas han sido temas importantes a discutir, tanto en nuestro país como a nivel global.

Las recientes declaraciones del papa Ratzinger en su visita a Inglaterra, donde evocó, en su discurso de bienvenida, ante la reina Isabel, a la tiranía nazi “que deseaba erradicar a Dios de la sociedad” y luego comparó al nazismo con el ateísmo (“Al reflexionar sobre las lecciones del extremismo ateo del siglo XX, no olvidemos que la exclusión de Dios, la religión y la virtud en la vida pública llevan al final a una visión truncada del hombre y de la sociedad”) son un ejemplo.

Como ateo consciente de los muchos defectos y crímenes cometidos a lo largo de la historia por la iglesia católica, me siento ofendido. El papa usa argumentos falaces, y deliberadamente olvida que el nazismo se basó en gran parte en ideas cristianas (aunque no católicas), y que su colega Pío XII siempre se negó a denunciar las agresiones de Hitler contra los judíos, convirtiéndose así en un apoyo importante, así haya sido por inacción, del régimen nazi.

Como comentó recientemente Pepe Cervera en el excelente blog amazings.es, religión y ciencia tienen diferencias irreconciliables. Una es la certeza dogmática de la primera frente a la perpetua duda y disposición a cambiar de opinión de la segunda.

Pero otra muy importante es que la ciencia tiene que rechazar de inicio, a menos que haya pruebas irrefutables, el pensamiento mágico: la existencia de fenómenos sobrenaturales. En otras palabras, la ciencia exige un enfoque naturalista. La religión, en cambio, se basa precisamente en la creencia en espíritus todopoderosos y milagros.

Es por ello –y no por algún odio irracional– que alguien que se dedica a promover la cultura científica, como un servidor, tiene que decir algo cuando el mismo papa que ataca al ateísmo y difunde la falsa idea de que no se puede actuar éticamente si no se es creyente, beatifica a un clérigo anglicano del siglo XIX convertido al catolicismo, John Henry Newman (1801-1890), basándose en el supuesto “milagro” (requisito para ser beato; para la santidad, se necesitan dos) de que el diácono estadounidense Jack Sullivan sanó “inexplicablemente” de un mal de la médula espinal al encomendarse a dicho “venerable siervo de dios”.

El bloguero Martin Robbins, en el periódico británico The Guardian (13 de septiembre), se pregunta si dios estará perdiendo sus poderes, pues antes los milagros solían ser asombrosos: causar un diluvio, abrir el Mar Rojo, levantar muertos… Hoy se reducen a curaciones espontáneas como hay tantas (o incluso, falsas curaciones espontáneas, pues Robbins informa que en realidad Sullivan sanó gracias a una operación común y corriente).

Para colmo, el beato Newman podría resultar haber sido homosexual: tuvo una relación “extremadamente cercana” con el padre Ambrose St. John, también católico (cuando St. John murió, Newman comparó su pena con “la de un esposo o una esposa”, y pidió ser enterrado en la misma tumba que él). Lo cual no tendría nada de malo, si no contradijera las enseñanzas vaticanas respecto a la homosexualidad.

No hay remedio: o hacemos ciencia o creemos en milagros. La iglesia tiene derecho a escoger esto último, pero eso la convierte en la institución menos calificada para criticar al pensamiento racional.

¡Mira!

A propósito: si a usted le interesan estos temas, asista al 1er. Coloquio Mexicano de Ateísmo, que se celebrará el próximo 13 de noviembre en el Hotel Fiesta Inn Centro Histórico (Av. Juárez 76). Entre los oradores invitados estará este columnista. ¡Los lugares se agotan!

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miércoles, 15 de septiembre de 2010

El Ágora de Hipatia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de septiembre de 2010

Aunque el tema de esta columna sea la ciencia, y no la crítica cinematográfica, hay veces que la ciencia está presente en el buen cine. Hablemos de Ágora, la excelente película, recién estrenada en nuestro país, de Alejandro Amenábar (director de cintas también notables como Tesis, Abre los ojos, Los otros y Mar adentro).

La historia de Hipatia de Alejandría (360-370 a 415 de nuestra era), filósofa, astrónoma, matemática –en esos tiempos el saber todavía no estaba tan compartimentalizado– y, en general, estudiosa de la naturaleza, ha sido durante siglos símbolo de la mujer sabia, letrada, que nada envidia a los hombres en cuanto a capacidades intelectuales.

Es importante destacar que Hipatia es un personaje histórico: se tienen testimonios de primera mano de su existencia, de su labor como maestra en la ciudad de Alejandría –donde se hallaba la famosa Biblioteca (con mayúscula)–, de su capacidad para debatir, su belleza y su dedicación casi obsesiva al conocimiento (se cree que murió virgen, y se sabe que en alguna ocasión rechazó a un pretendiente –escena que aparece en la película– ofreciéndole un pañuelo impregnado en su sangre menstrual, para demostrarle que “no había nada bello” en el deseo sexual).

Hipatia (magistralmente personificada en la cinta por la guapa Rachel Weisz) escribió sobre diversos temas científicos: analizó la aritmética de Diofanto (uno de los primeros tratados de álgebra), la geometría de Euclides y la de las curvas cónicas (círculo, elipse, parábola, hipérbola, que juegan un papel importante en la cinta) y el Almagesto de Ptolomeo. Fabricó un densímetro, para medir la densidad del agua, e hizo tablas de sus observaciones de los cuerpos celestes. En la película se sugiere que pudo haber descubierto que las órbitas de los planetas son elípticas, no circulares, como hasta entonces se pensaba –descubrimiento que no ocurriría sino hasta unos 1,300 años después, con Johannes Kepler–, pero esto, como la parte romántica de la cinta, son sólo libertades creativas que se tomaron los guionistas (el propio Amenábar y Mateo Gil).

La muerte de Hipatia es un ejemplo de la intolerancia de una religión que desde siempre ha desconfiado de la exploración de la naturaleza y ha relegado a las mujeres a una posición secundaria ante los varones. Debido a su apoyo al gobernador romano Orestes, opuesto al obispo cristiano Cirilo (hoy san Cirilo de Alejandría), Hipatia fue linchada por una turba que la arrastró por las calles y la desolló con conchas afiladas (o quizá con guijarros –ostraca, en griego–, aunque otras versiones afirman que fue apedreada).

La cinta, filmada en Malta –curiosamente, en el mismo lugar donde se rodó Gladiador–, es una maravillosa recreación del Egipto de esa época, con los contrastes y conflictos entre el Imperio Romano y las diversas religiones –egipcia, judía, cristiana– que coexistían en la Alejandría de los siglos III y IV. Y muestra también cómo una religión en plena expansión, como la cristiana, puede llegar a ejercer violencia y represión comparables a la de cualquier totalitarismo.

Mostrar la inevitable oposición entre ciencia y religión causa siempre polémica, y Ágora no es la excepción: la cinta ya ha recibido críticas acerbas, por ser “anticristiana”: el Observatorio Antidifamación Religiosa (sic.) la acusa de estar “llena de falsedades históricas” para “cargar contra la Iglesia”, y en algunos países como Italia y Estados Unidos tuvo dificultades para conseguir distribuidor.

Lo cierto es que la cinta es una obra maestra, que nos hace reflexionar sobre el difícil avance del pensamiento científico, los peligros del fanatismo, y la maravilla de descubrir las leyes que rigen el universo. Y que muestra la historia, poco conocida por el público general, de una de las mujeres más fascinantes de la antigüedad. Más que recomendable, indispensable. ¡Gracias, Amenábar!

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