miércoles, 26 de enero de 2011

Compartir la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 26 de enero de 2011 


Alejandra Jáidar (1938-1988)
No hay duda de la importancia de la ciencia para determinar el nivel de vida de cualquier sociedad. Tampoco de la necesidad de democratizar la ciencia: ponerla al alcance del ciudadano medio, para que éste a su vez pueda conocerla, aplicarla, opinar sobre su uso y participar en las decisiones al respecto.

Por eso es vital la existencia de instituciones que promuevan la divulgación científica. Dos de las más importantes en nuestro país han sido la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICYT), y el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (CUCC) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), fundado en 1980, luego de los antecedentes del Departamento de Ciencias en la Dirección General de Difusión Cultural (1970) y el Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia en la Coordinación de Extensión Universitaria (1977).

La SOMEDICYT, fundada en 1986, ha fomentado la formación de divulgadores científicos , y anualmente (más o menos) organiza un congreso nacional y otorga el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia en Memoria de Alejandra Jaidar (la primera mexicana graduada en física, entusiasta divulgadora y fundadora de la exitosa colección de libros “La ciencia desde México” –hoy “La ciencia para todos”– del Fondo de Cultura Económica). En 2010, el premio correspondió al especialista en ciencia de materiales José Refugio Martínez Mendoza, de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, quien además de su labor de investigación ha desarrollado durante varios lustros una amplia labor de divulgación en varios medios (artículos en diarios y revistas, libros, conferencias, cursos, videos, exposiciones…).

En la ceremonia de entrega del premio, celebrada la semana pasada en el Instituto de Física de la UNAM, la presidenta de SOMEDICYT, Julia Tagüeña Parga, explicó que la labor de divulgación científica consiste no sólo en transmitir conceptos, sino en “explicar qué hacen los científicos, cómo se construye la ciencia, por qué se hace, y para qué sirve lo que se hace, así como transmitir lo maravillosa que es y la importancia que tiene…”.

“Es conocido el esfuerzo que se está realizando en numerosos lugares de nuestro país, muchas veces con buenos resultados, para popularizar la ciencia y la tecnología, para llevarlas a cada espacio donde se encuentre una comunidad y hasta el último rincón donde se halle un ser humano, y que esto sea un elemento detonador de la cultura científica y la innovación tecnológica. Sin embargo, diversos problemas impiden que este loable e indispensable esfuerzo se realice con todo el éxito esperado.”

Entre otros problemas, señaló que “no existe un criterio unificador en cuanto a cómo transitar ese camino de manera efectiva e integrada, y así muchos divulgadores recorren su propia senda, a veces azarosa, sin aprovechar la experiencia de otros grupos”. Además, “en las universidades no está bien definido el perfil del divulgador ni está claro cómo evaluarlo. Los proyectos de divulgación tienen pocos recursos y la comunidad de divulgadores tiene muy poco peso en la política universitaria. Cada vez es más claro que no estamos educando tan bien como deberíamos a los investigadores científicos en el terreno de la comunicación. Los egresados de las diferentes carreras científicas no suelen escribir con fluidez, ni expresarse con soltura. Por otra parte, los empresarios desconocen las posibilidades de desarrollo científico del país.”

Un ejemplo triste, en la UNAM, es el CUCC, hoy de capa caída, pues desde su transformación en Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC-UNAM), en 1997, perdió su carácter académico –requisito fundamental para realizar una labor de difusión de la cultura científica, y no de mera propaganda institucional– y se convirtió en una dependencia “de servicio”. Actualmente, la situación de este baluarte de la comunicación social de la ciencia es crítica, y no parece haber esperanzas de un cambio próximo.

En la misma ceremonia, Tagüeña también expresó que “el trabajo de los divulgadores de la ciencia debe ser profesionalizado y, como consecuencia, respetado y reconocido. Esta comunidad debe ser impulsada para asumir un nuevo papel en la academia, como lo hizo la comunidad de investigadores hace unos años”.

Hoy, que se cumplen 400 gozosas semanas de esta columna de ciencia en Milenio Diario, no podría estar más de acuerdo con Julia cuando afirma: “nuestro mayor reto [es] contribuir a la cultura científica de la sociedad; ayudar a que ésta sea más culta y por tanto más libre, menos manipulable y más participativa y responsable en la toma de decisiones”.


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miércoles, 19 de enero de 2011

La diferencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 19 de enero de 2011


El cosmólogo británico Stephen Hawking, a pesar de su fama y su indudable inteligencia, no es el mayor genio que ha dado la humanidad. Como cualquier persona, a veces dice tonterías, como cuando al inicio de su más reciente libro El gran diseño (Crítica, 2010) afirma que “la filosofía ha muerto”. El señor, aunque sea un físico fenomenal, no sabe gran cosa de filosofía.
 

Lo mismo puede decirse del papa Benito XVI (para usar su nombre al estilo de mi colega columnista, el siempre sensato Roberto Blancarte). En la misa de Epifanía, el pasado 6 de enero, afirmó, aludiendo a Hawking, que “El universo no es resultado de la casualidad, como algunos quieren hacernos creer”; que “la mente de Dios estuvo detrás de complejas teorías científicas como el big bang, y los cristianos deben rechazar la idea de que el universo se formó por accidente”, y que “algunas teorías científicas son limitantes para la mente, porque sólo llegan a cierto punto (...) y no logran explicar el sentido fundamental de la realidad”.
 

El papa será una autoridad en teología, pero no en física. Lo que Hawking, muy acertadamente –y dentro de su campo de autoridad, la cosmología– dijo, también en El gran diseño, es que “no es necesario invocar a dios como el que encendió la mecha y creó el universo”. Esto no implica, como muchos quieren ver, que dios no exista… sólo que no es necesario para que exista el cosmos. Se trata no de una opinión, sino de un resultado científico basado en una teoría sólida y bien fundamentada.
 

A primera vista, podría parecer que se trata de situaciones simétricas: el papa y Hawking tienen, cada uno, un campo en el que son expertos (sus “magisterios separados”, como dijera el famoso biólogo y divulgador científico estadounidense Stephen Jay Gould). Y ambos hacen afirmaciones pertinentes al otro magisterio.
Pero mientras que la afirmación de que dios está detrás del big bang carece de fundamento lógico, más allá de la fe, la observación de que dicha teoría elimina la necesidad de un creador es, simplemente, consecuencia de lo que, gracias a la física, sabemos sobre el universo. (En cambio, la afirmación de Hawking sobre la filosofía sí es una simple opinión sin mayor fundamento.)
 

Esa es la diferencia entre ciencia y religión: la primera se basa en la razón y la evidencia, cuestiona y discute, descubre y corrige. La segunda se funda en la fe y simplemente decreta verdades incuestionables, basadas en todo caso en la opinión de sus expertos.
 

Por eso, cuando Congregación para las Causas de los Santos, que lleva el caso de la próxima beatificación (y posterior santificación) de Juan Pablo II proclama que éste realizó post mortem un milagro (requerido para ser beato; para ser santo se requiere otro), uno empieza a pensar que en el Vaticano están un poco confundidos. El supuesto “milagro” consistió en que la monja francesa Marie Simon-Pierre se curó, en 2005, del mal de Parkinson, luego de rezarle al difunto papa). Pero mucha gente vive curaciones inexplicadas sin necesidad de recurrir a milagros. (Si a esas nos vamos, hay por ahí un científico mexicano que también tendría que ser declarado beato… ah, no, su cura del Parkinson siempre no funcionó.)

En todo caso, para comprobar un milagro así se necesitaría hacerlo científicamente. Pero el Vaticano sólo confía en la ciencia cuando le conviene –por ejemplo, para beatificar al papa que no quiso tomar ninguna medida contra el sacerdote pederasta Marcial Maciel, a pesar de contar con toda la evidencia necesaria–, pero la descalifica cuando no le gustan sus afirmaciones. Estamos ante un clásico caso de doble rasero.
 

Yo, por mi parte, sigo prefiriendo la congruencia incómoda de la ciencia a las verdades incontrovertibles, pero acomodaticias, de la iglesia.

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miércoles, 12 de enero de 2011

La encuesta del terror

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de enero de 2011

Gran revuelo causó la encuesta realizada en 2009 por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), en colaboración con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), dada a conocer recientemente y comentada el miércoles pasado  (5 de enero) en El Universal, sobre la percepción pública de la ciencia y la tecnología en nuestro país.

Revuelo, tristeza, incluso indignación, pero no sorpresa. Como comenta el experto en educación Manuel Gil Antón en un editorial en el mismo diario, “Los resultados de la encuesta […] son, al mismo tiempo, alarmantes y esperables”. El dato que acaparó los titulares fue que, según un 57.5% de los encuestados, “debido a su conocimiento, los investigadores y científicos tienen un poder que los hace peligrosos”.

La mala imagen pública de la ciencia y los científicos entre el mexicano promedio se refuerza al saber que, como resume mi colega Horacio Salazar en su columna en Milenio (8 de enero), 82.69% de los encuestados opina que “la aplicación de la ciencia hace que nuestro modo de vida cambie demasiado rápido”, y 57.09% que “el desarrollo tecnológico origina una manera de vivir artificial y deshumanizada”.

El bajo nivel de cultura científica del mexicano, que también llamó la atención en medios y redes sociales, se evidencia al saber que piensa que “algunos números son de la suerte” (34.03%), “algunos de los objetos voladores no identificados que se han reportado son en realidad vehículos espaciales de otras civilizaciones” (37.74%), que “algunas personas poseen poderes psíquicos” (43.55%) y que “existen medios adecuados para el tratamiento de enfermedades que la ciencia no reconoce (acupuntura, quiropráctica, homeopatía, limpias)” (75.53%).

(Un paréntesis: respecto a este último punto, la directora de la Facultad de Ciencias de la UNAM y ex-presidenta de la Academia Mexicana de Ciencias, Rosaura Ruiz, declaró, también en El Universal, que “no es posible que ante los avances tecnológicos y de la ciencia que nos brinda el siglo XXI, en México, la población tenga como opciones para resolver sus problemas a los horóscopos, la magia, los números de la suerte, la lectura del café o a señoras que salen en la televisión o brindan sus servicios por teléfono para resolver lo mismo problemas de amor que de empleo o salud”. Lástima que, unas semanas antes, hubiera declarado durante una conferencia en la Semana de Ciencia y la Innovación, organizada por el gobierno del Distrito Federal, que “el conocimiento científico tiene que respetar otras formas de conocimiento. La acupuntura, por ejemplo, es un conocimiento milenario de Asia, de países como China y Japón. Muchísima gente se han curado con estas tecnologías (sic.). Yo creo que también tenemos que respetar los conocimientos de otros seres humanos […] Los productos milagro son malos, pero la acupuntura no es un producto milagro, sólo [se] manipulan tus energías con agujas…”. En fin, donde menos se espera salta la liebre; todos tenemos que tener cuidado. Fin del paréntesis.)

La incultura científica de nuestros ciudadanos debe entenderse dentro del contexto de una deficiencia educativa general (el senador Francisco Castellón Fonseca, presidente de la Comisión de Ciencia del Senado, habla de “una falla estructural en el sistema educativo del país”), que permite que, al mismo tiempo que ve tan negativamente a la ciencia, 83.60% de los encuestados considere, contradictoria y un tanto esquizofrénicamente, que “confiamos demasiado en la fe y muy poco en la ciencia”, 87.80% que “el gobierno debería invertir más en investigación científica”, y 93.01% que “en México debería haber más gente trabajando en investigación y desarrollo tecnológico”.

Pero la relevancia que se le ha dado a la encuesta está fuera de contexto. El CONACYT, con la colaboración del INEGI, la ha estado aplicando, con casi las mismas preguntas, desde 2001; ésta es la quinta ocasión (las otras fueron en 2003, 2005 y 2007). Si analizamos el desarrollo de las respuestas, vemos que la visión de los científicos como “peligrosos” ha pasado de 80% al 70, 55 y 49, hasta llegar al actual 57.5%. Un repunte ligero, pero en general la situación ha mejorado. Lo mismo ocurre, más o menos, en otros rubros: la creencia en números de la suerte, por ejemplo, ha pasado del 52% a 50, 41 y 35, para llegar hoy a 34. (Por desgracia, los datos de la encuesta y sus detalles metodológicos, de manera extraña, dejaron de estar disponibles en la página de CONACYT el día que se publicó el reportaje de El Universal.) (Nota del 12 de enero por la tarde: la base de datos de la encuesta ya está otra vez disponible, puede bajarse aquí: http://www.siicyt.gob.mx/siicyt/docs/ComiteEstadisticas/4a-Reunion/ENPECYT2009_Tabulados.xls)

En resumen, quizá lo que habría que subrayar, aparte de lo que ya sabemos (que la situación de la ciencia, la educación y cultura científica en México es catastrófica, y que urge tomar medidas para remediarla) es que el ejercicio ha venido repitiéndose de manera regular, y aunque muchas de las preguntas están diseñadas deficientemente, pues tienden a sesgar la respuesta, tener datos de cinco encuestas a lo largo de un decenio será tremendamente útil para, algún día, diseñar una verdadera política de Estado en ciencia y tecnología. Ojalá.

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miércoles, 5 de enero de 2011

Año nuevo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de enero de 2011

El nuevo año es buen momento para formular buenos propósitos, limpiar tiraderos y hacer planes para ser mejor persona. En mi caso, preveo que será difícil cambiar.
 

Un querido amigo y colega, por ejemplo, proclama en Facebook (sí, soy fan de la red social, que encuentro, predeciblemente, muy útil, y al mismo tiempo preocupantemente adictiva): “siento decepcionaros, pero desde hace 4 mil quinientos millones de años no empieza ni termina nada, sólo una vuelta más a la estrella”. En otras palabras, que el año nuevo no tiene nada de especial.
 

Y yo encuentro imposible no discutirle: tiene razón, por supuesto, pero celebramos el año nuevo no porque sea un fenómeno natural, estudiado por la ciencia, sino porque es una tradición: un hecho culturalmente construido que cumple ciertas funciones sociales y psicológicas que nos parecen valiosas (entre otras, el gusto de compartir nuestros logros y planes con la gente que nos rodea). Para la ciencia el año nuevo puede ser una tontería arbitraria, pero eso no descalifica nuestra tradición ni tiene por qué impedirnos disfrutarla.
 

Un amable lector me reconviene por mi felicitación navideña: “me desconcertó mucho el artículo pasado en el que nos deseabas feliz navidad. No sabía por qué una fiesta pagana y después cristiana la celebraría un ateísta (sic.) con postura científico-naturalista.” Y añade: “me da gusto enterarme de estos avances y no tanto de críticas a la religión.”
 

Bueno: lo dicho sobre el año nuevo es igualmente aplicable a la navidad: ¿por qué no disfrutar, sólo por ser ateo, los regalos, las reuniones familiares y con amigos y el delicioso bacalao que prepara mi madre?
 

Y aunque me encantaría dejar en paz a la religión, es difícil, sobre todo cuando nos enteramos –en la edición del 3 de enero de Milenio Diario– que la arquidiócesis de México califica al gobierno del Distrito Federal de “talibanes laicistas” por ser “intolerantes a la crítica, fundamentalistas en sus principios inmorales, incapaces de aceptar el reto del diálogo con la racionalidad y el derecho”. Pero la palabra talibán es plural (el singular es talib, que significa “estudioso del Islam”), y la definición que da la Real Academia (“Perteneciente o relativo a una secta fundamentalista musulmana que trata de imponer la doctrina del Islam por la fuerza”) recuerda mucho más al fundamentalismo de la jerarquía católica que al gobierno del DF. En realidad, la acusación obedece a que éste ha promovido leyes como la que despenaliza el aborto hasta las 12 semanas (evitando cientos o miles de muertes anuales por abortos clandestinos), la que permite los matrimonios entre personas del mismo sexo (acabando con el estatus de ciudadanos de segunda –pero con la obligación de pagar sus impuestos completos– que tenían las minorías sexuales) y, más recientemente, la que autoriza el préstamo –no renta, ojo– de úteros, que permitirá que muchas parejas logren tener los hijos que sí desean.
 

Estas leyes le parecen a la jerarquía católica “modas europeas”, además de “inmorales e injustas, sin ningún sentido moral y ético”. Sin embargo, la sociedad parece aprobarlas, pues le parecen beneficiosas, y la ciencia nos indica que no hay ninguna razón para rechazarlas, más allá de la ideología particular de cada quién. A mí me parece, más bien, que amplían los derechos humanos. ¡Bienvenidas! (y al que no le gusten, que no las aproveche, recordemos que son voluntarias).
 

Milenio también nos informa que el obispo de Córdoba (España), Demetrio Fernández, durante la celebración de la fiesta de la Sagrada Familia el 26 de diciembre, acusó a la UNESCO de tener un plan para “hacer que en los próximos 20 años la mitad de la población mundial sea homosexual”. Sobran los comentarios: sólo veo que mi propósito de no criticar más a la iglesia será imposible de cumplir…
 

Finalmente, otro lector amable, pero muy despistado, me escribe sobre mi reciente texto sobre los avances en la lucha contra el sida: “Señores, ahora sí me sorprenden... siguen con el chisme del sida pintado de chupacabras, cuando hace tanto tiene cura y es curado cada día, [por un supuesto aparato milagroso inventado por un ingeniero mexicano] ¿y todavía dicen que se trata de un virus? […] ya dejen de conformarse con datos tan antiguos para un medio que debiera estar al día en la ciencia... les pasó de noche”.

Aclaro que lo que se publica en esta columna es responsabilidad exclusivamente mía, pero como se ve, desinformación, seudociencia, charlatanería, prejuicios discriminatorios y la más elemental falta de sentido común siguen vigentes en 2011, tanto en la iglesia como fuera de ésta, en México y en el mundo. Ante eso, este columnista no podrá dedicarse sólo a las maravillas de la “ciencia por gusto”; tendrá que seguir exhibiendo, cuando sea necesario, las tonterías que se dicen en nombre de la ciencia. ¡Ni modo!



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miércoles, 29 de diciembre de 2010

VIH, medicina y esperanza

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de diciembre de 2010

Hace exactamente 11 años, me quejaba en “La ciencia por gusto” de un comentario publicado en conocido diario como parte de un recuento, de esos tan populares en 1999, de los principales acontecimientos del siglo XX. Al hablar de temas de salud, el artículo sentenciaba: “La medicina sucumbe ante el sida”.

La afirmación, escribí, me parecía muy injusta, pues presentaba la falta de una cura para la infección por VIH como un fracaso, ignorando que “la medicina moderna logró, en un tiempo sorprendentemente corto, descubrir la causa del misterioso síndrome de inmunodeficiencia adquirida y describir con gran detalle la estructura y funcionamiento de su causante, el virus de inmunodeficiencia humana”.

Hoy, luego de una década, hay buenas noticias que reafirman mi confianza en los avances de la ciencia médica contra esta enfermedad –la cual, gracias precisamente a dichos avances, hoy no tiene por qué considerarse mortal, sino crónica, si es bien manejada (es decir, si el paciente es detectado oportunamente y recibe el tratamiento adecuado).

Se trata del reporte de que, mediante un trasplante de médula ósea, se ha logrado curar a un paciente con VIH. El anuncio apareció en los medios, pero no en primera plana. Porque, por más sorprendente que suene, no se trata, todavía, de una verdadera “cura” para el VIH-sida.

Ocurre que el VIH infecta sólo a ciertas células del sistema inmunitario: los linfocitos (glóbulos blancos) que tienen la proteína CD4 en su exterior. Pero para entrar, el virus necesita una segunda “cerradura” donde insertar su llave (la proteína GP160, que forma las “púas” que se observan en la membrana del VIH). Una de las “segundas cerraduras” disponibles en nuestros linfocitos es la proteína CCR5.

Y ocurre también que ciertas personas, especialmente en el norte de Europa, tienen una mutación en el gen de la proteína CCR5: la pérdida de 32 de sus “letras” genéticas (o pares de bases, en lenguaje técnico), lo cual la inutiliza. Como resultado, dichas personas, si tienen dos copias del gen mutante CCR5-delta32 (pues heredamos dos copias de cada uno de nuestros genes, una de cada progenitor), resultan especialmente resistentes a la infección por VIH.

Y ocurrió, finalmente, que el doctor Gero Hütter, de la Universidad Médica Charité, en Berlín, especialista en hematología, tenía un paciente con VIH que, además, padecía de leucemia. El tratamiento indicado para éste cáncer del sistema inmunitario, cuando la quimioterapia no da resultado, es el trasplante de médula ósea (que es donde se producen las células inmunitarias). Al buscar donadores para su paciente, Hütter recordó la mutación de CCR5, y pensó hacer un experimento. De 80 posibles donadores de médula ósea, uno poseía la mutación delta32. El hoy famoso “paciente de Berlín” recibió el trasplante, y en noviembre de 2008 Hütter y sus colegas revelaron que, tras 20 meses, no presentaba señales detectables del virus en su cuerpo, a pesar de haber dejado de tomar medicamentos antirretrovirales.

La noticia revive hoy debido a un segundo artículo, publicado con fecha del 28 de diciembre (pero no como broma del día de los inocentes; de hecho el texto se dio a conocer previamente desde el 8 de este mes) en la revista Blood. En él revelan que el paciente, de nombre Timothy Ray Brown, lleva ya tres años sano. “Nuestros resultados sugieren fuertemente que se ha logrado curar de VIH a este paciente”, anuncian cautelosamente.

Pero no hay que echar, como decíamos, las campanas al vuelo. Es posible, como ya han señalado varias autoridades, que en unos años más el paciente recaiga, debido a virus residuales que queden en su cuerpo… aunque hasta ahora no ha sucedido. Por otra parte, el tratamiento no es práctico para otros pacientes: hallar un donador compatible de médula ósea con la mutación CCR5-delta32 para cada uno sería muy difícil, y el trasplante de médula es mucho más riesgoso en sí mismo que la infección con VIH.

¿Por qué hablar de esperanza, entonces? Porque, como afirma James Riley, especialista en VIH de la Universidad de Pennsylvania en Filadelfia, el experimento “es una tremenda prueba de principio de que si logras que la mayoría de tus células sean resistentes a la infección, realmente puedes detener al virus”. Si se logró en un paciente, y tomando en cuenta que existen ya fármacos que bloquean específicamente al receptor CCR5, ¿qué buenas noticias tendremos en 5 o 10 años? Mientras tanto, sigamos usando condón. ¡Ah!, y feliz año 2011.


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miércoles, 22 de diciembre de 2010

¿Una nueva tabla periódica?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de diciembre de 2010

Si la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin es la columna vertebral de la biología, la tabla periódica de los elementos, propuesta por Dmitri Mendeléyev, es, sin duda alguna, uno de los pilares fundamentales de la química.

A diferencia de la teoría darwiniana, la tabla no es una teoría, sino una representación gráfica de los elementos químicos, ordenados, eso sí, según la “ley periódica” propuesta por el propio Mendeléyev. Ésta afirma que “las propiedades de los elementos son una función periódica de sus masas atómicas”. En otras palabras, al acomodar los elementos químicos de acuerdo a su masa atómica (la masa de un átomo del elemento en cuestión, medida en unidades particulares), Mendeléyev halló que las propiedades químicas se repetían periódicamente.

Por eso los elementos que se hallan en una misma columna de la tabla tienen propiedades muy similares (eso provocó la confusión, comentada aquí las dos semanas pasadas, de una bacteria que supuestamente usaba arsénico en lugar de fósforo en su ADN).

Es por eso que el anuncio, dado a conocer la semana pasada, de que la tabla periódica iba a sufrir un cambio importante por primera vez en sus casi 140 años de historia causó gran interés en los medios. Dicho cambio consiste en que los pesos atómicos de 10 elementos –hidrógeno, litio, boro, carbono, nitrógeno, oxígeno, silicio, azufre, cloro y talio– van a dejar de reportarse como valores únicos, y se presentarán ahora como un intervalo de valores.

Para entender el cambio, hay que recordar que muchos elementos químicos existen en diversas variedades, llamadas isótopos. El hidrogeno, por ejemplo, se presenta en tres modelos: el hidrógeno común, con masa atómica 1; el deuterio, con masa 2 –pues además de un protón, su núcleo contiene un neutrón– y el tritio, que es radiactivo y contiene dos neutrones, por lo que su masa es 3.

La diferencia entre masa atómica –que es un número preciso para cada isótopo de un elemento– y peso atómico –que es lo que va a modificarse con los cambios anunciados– es que éste último es un promedio de las masas atómicas de los distintos isótopos, ponderada de acuerdo a la proporción de cada uno de ellos en la naturaleza. Como el hidrógeno 1 es con mucho el isótopo más común, el peso atómico de este elemento (promedio de sus tres isótopos) es casi idéntico: 1.00794.

Pero ahora, con los cambios anunciados por la Comisión para la Abundancia de Isótopos y Pesos Atómicos de la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (IUPAC), organismo fundado en 1919, que establece los estándares de esta ciencia, las cosas cambian. El peso atómico de los 10 elementos mencionados se reportará en las nuevas tablas periódicas como un intervalo, del mínimo al máximo, conjuntamente con una gráfica de pastel que mostrará la abundancia relativa de cada isótopo del elemento.

¿Para qué tanta complicación, que dará dolores de cabeza a los estudiantes? Primero para reflejar mejor lo que existe en la naturaleza: no hay pesos atómicos “promedio”; sino combinaciones de distintos isótopos que tienen masas diferentes. Pero también porque las diversas mezclas de isótopos, que se reflejan en sus pesos combinados, sirven en análisis químico como una importante herramienta para identificar la procedencia geográfica de una muestra (el boro de Turquía, por ejemplo, pesa menos que el boro de California, debido a su distinta composición isotópica, pues tiene menos porcentaje de los isótopos más ligeros), la pureza de productos naturales, o la presencia de compuestos sintéticos en el cuerpo de deportistas, entre otras cosas.

Habrá que ver si el cambio resulta lo suficientemente útil para justificar la complicación adicional. Por lo pronto, los alumnos de secundaria tendrán una razón más para decir que la química es complicada, y los maestros, para quejarse de lo difícil que es que los alumnos entiendan los muchos detalles de esta ciencia fascinante. Por lo pronto, este columnista les desea una feliz navidad y se prepara a disfrutar un feliz año nuevo de la química 2011. ¡Felicidades!


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miércoles, 15 de diciembre de 2010

¿Y qué pasó con las bacterias extraterrestres?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de diciembre de 2010

En un mundo donde las noticias de política, deportes y espectáculos dominan el escenario mediático, y las noticias científicas reciben sólo el espacio necesario para mencionar superficialmente los nuevos descubrimientos, pero rara vez para profundizar en su contexto y su significado, es raro que haya ocasión para mostrar la ciencia en toda su complejidad. Cómo funciona por dentro, cómo se relaciona con las demás ramas de la cultura humana, cómo se construye y evoluciona.

La noticia comentada aquí la semana pasada es una de esas ocasiones: un ejemplo perfecto para conocer a la ciencia en acción y en relación con el resto de la sociedad.

Para recordar, he aquí el resumen del asunto que hace el escritor científico Carl Zimmer: “El lunes [29 de noviembre], se emitió un críptico comunicado de prensa: ‘La NASA realizará [por internet] una conferencia de prensa a las 2 pm del jueves 2 de diciembre, para discutir un hallazgo de astrobiología que tendrá impacto en la búsqueda de evidencia de vida extraterrest
re’. Como una cepa de bacterias virulentas, la especulación se desató –continúa Zimmer– en los siguientes tres días. En la conferencia de prensa, los investigadores describieron que habían aislado una cepa de bacterias de las aguas cargadas de arsénico del Lago Mono, en California. De regreso al laboratorio, cultivaron la bacteria en un caldo nutritivo. Cuando redujeron gradualmente el suministro de fosfato y lo reemplazaron con arsenato, las bacterias sobrevivieron. Los científicos examinaron el ADN de estos robustos microorganismos e infirieron que contenía arsénico.”

Simultáneamente con
la conferencia de prensa, se hizo público un artículo en la revista Science donde la investigadora Felisa Wolfe-Simon y su equipo, del Instituto de Astrobiología de la propia NASA, anunciaban su descubrimiento. El artículo había estado “embargado” (disponible sólo para la prensa) hasta entonces. Esto, junto con la redacción ambigua pero provocativa del boletín previo de la NASA, fue el comienzo de los problemas.

Todo empeoró cuando arreciaron las críticas a los métodos y la evidencia que sustentaba las conclusiones –que la bacteria GFAJ-1 había incorporado arsénico a su ADN, algo inusitado, que de confirmarse efectivamente abriría nuevas posibilidades para la existencia de vida en otros planetas–, la NASA y Wolfe-Simpson, en vez de defender la investigación, se limitaron a afirmar, muy dignos, que “no discutirían el asunto fuera de las re
vistas arbitradas” (recordemos que en la publicación científica existe un sistema de “revisión por pares” con árbitros expertos y anónimos, que sirve como control de calidad para lo que se publica). Esto, a pesar de que la ellos mismos habían elegido la vía de boletines y conferencias de prensa por internet para anunciar su hallazgo. [Actualización del 16 de diciembre: Wolfe-Simon y su grupo publicaron ya una respuesta en internet.]

El divulgador científico Martin Robbins, en su blog en el diario inglés The Guardian, resume así esta comedia de enredos: “El sistema de revistas especializadas (journals) impidió que el público tuviera acceso al artículo. La revisión por pares falló. La investigación se exageró en el boletín críptico de la NASA. Se forzó un embargo en información que ya se había f
iltrado al dominio público, y aunque la especulación aumentaba, se impidió que los medios tuvieran acceso a los hechos. El artículo mismo no estuvo disponible sino hasta horas después del fin del embargo, y cuando la investigación finalmente fue pública, y los científicos comenzaron a criticarla, la gente de prensa de la NASA emitió una respuesta espectacularmente desatenta y arrogante”.

Wolfe-Simon había estado trabajando, durante años y sin mucho conocimiento de la química necesaria –y contra el consejo de expertos en química–, en buscar vida basada en arsénico (además de, al parecer, ser una persona que disfruta siendo el centro de atención). ¿Podría ser que su ansia de hallar lo que busca la hubiera traicionado?

En todo caso, se trata de un caso doble: un incorrecto manejo mediático (que favoreció la especulación y limitó el flujo de información confiable) y una investigación mal hecha, que no debió pasar el arbitraje ni ser publicada, y que fue manipulada por la NASA para llamar la atención, con la colaboración de Wolfe-Simon.

Afortunadamente, los experimentos necesarios para resolver de una vez por todas el asunto son simples (tan simples que es extraño que Wolfe-Simon y su equipo no los hayan realizado). No pasará mucho tiempo antes de esta controversia, con sus ramificaciones éticas, científicas, filosóficas y sociológicas, se aclare.


Imagen: XKDC.com
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miércoles, 8 de diciembre de 2010

¿Una nueva receta de la vida?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de diciembre de 2010

Normalmente, la ciencia avanza poco a poco. Pero a veces ocurren revoluciones.

La NASA lo sabe, y por eso, cuando la semana pasada presentó la noticia de un tipo de bacteria que no sólo puede vivir en un medio con altas concentraciones de arsénico, sino que incorpora este elemento en su ADN, lo hizo presentando el hallazgo como “revolucionario”. Como buen publicista, antes de revelar la nota avisó que habría una transmisión en vivo por internet para “discutir un hallazgo de astrobiología que tendrá impacto en la búsqueda de evidencia de vida extraterrestre”. Por supuesto, la especulación en internet –correo electrónico, redes sociales, blogs– se desbordó.

Muchos se decepcionaron porque la bacteria –nombrada “GFAJ-1”, y perteneciente a la familia de las halomonadáceas, en la clase de las gammaproteobacterias– fue hallada no en Marte o en Titán, la luna de Saturno, sino en California, en el lago Mono, famoso por sus altos niveles de arsénico que tienen sus aguas, proveniente de la erosión de rocas de las montañas cercanas.
Pero el hallazgo, si se confirma, tiene lo suyo. En pocas palabras, cambiaría la receta para fabricar vida que incluyen todos los libros de biología del mundo. A los famosos seis elementos indispensables para la vida como la conocemos: carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, azufre y fósforo (CHONSP), habría que añadir un séptimo, opcional: el arsénico. Éste, al parecer, podría sustituir al fósforo en todas las biomoléculas.

La hipótesis tiene sentido, desde el punto de vista químico (y después de todo la vida es, en su nivel más básico, un fenómeno químico). En su famosa tabla periódica, Mendeleyev acomodó a los elementos químicos según sus propiedades químicas, que se repiten periódicamente: el arsénico se encuentra directamente abajo del fósforo, lo que indica que ambos elementos tienen propiedades muy similares (tamaño, número de átomos a los que se pueden unir; de hecho, ésto es lo que hace venenoso al arsénico). En teoría, nada impediría que exista vida con arsénico en vez de fósforo.

En la práctica, se trata de un hecho asombroso: primero, porque nunca se había hallado algo igual. Segundo, porque resulta sorprendente que puedan existir ADN, proteínas y otras biomoléculas (según reportan Felisa Wolfe-Simon y sus colegas, del Instituto de Astrobiología de la NASA, en su artículo publicado electrónicamente en la prestigiada revista Science el mismo día de la conferencia de prensa por internet) basadas en arsénico. Y tercero, porque, de ser cierto, significaría que la vida puede surgir de otras combinaciones de elementos, además de CHONSP. Y eso abre muchísimo el abanico de posibilidades para hallar vida en otros planetas. ¡Emocionante!

Pero las revoluciones en ciencia sólo triunfan luego de largas luchas. Luego de la sorpresa inicial –para un bioquímico como un servidor, pensar en ADN con arsénico es casi blasfemia–, han surgido serias críticas al estudio.

Una es que el arsénico forma enlaces mucho más débiles que el fósforo, y las moléculas de arseni-ADN deberían romperse casi de inmediato. Una réplica a esta objeción es que también el ARN, primo del ADN, se rompería muy fácilmente… si no hubiera otras moléculas dentro de la célula que lo estabilizan. Lo mismo podría ocurrir aquí. Y enlaces más débiles podrían ser útiles en un mundo con temperaturas bajo cero, donde las reacciones químicas ocurren mucho más lentamente.

Otra objeción es que las bacterias no se encontraron directamente en el lago, sino que fueron seleccionadas a lo largo de varias generaciones, a partir de las silvestres que ya eran resistentes al arsénico, en medios artificiales con cada vez mayores concentraciones de este elemento y –ojo– en ausencia de fósforo, que abunda en el lago. Pero Wolfe-Simon no afirma haber encontrado vida silvestre basada en arsénico, sino simplemente haber probado que dicha vida puede existir y ser viable.

Pero la crítica más severa, llevada a cabo por la microbióloga Rosie Redfield, de la Universidad de Columbia Británica, en su blog Rrresearch, es simplemente que los métodos usados son erróneos. Al parecer, los investigadores no tomaron suficientes precauciones para poder asegurar que no hay fósforo presente en sus cultivos de GFAJ-1 (todo químico sabe que es muy difícil eliminar cantidades mínimas de cualquier sustancia, y un poco de fósforo hubiera bastado para que las bacterias crecieran). Tampoco probaron directamente que el arsénico realmente estuviera ocupando el lugar del fósforo en la molécula de ADN, sólo dieron indicios de que era probable. Esto, junto con datos confusos, dudosos o contradictorios en el artículo, hace que Redfield considere que no hay “ninguna evidencia convincente de que el arsénico se haya incorporado al ADN”. (Además, Wolfe-Simon había ya publicado, el año pasado, un artículo en una revista de astrobiología donde proponía la hipótesis puramente teórica de que podría haber vida basada en arsénico, incluso quizá aquí en la Tierra, formando una “biósfera fantasma” (ella usa el término shadow, sombra, pero creo que mi traducción es mejor) hasta ahora indetectada y que podría remontarse al inicio de la vida, en las chimeneas termales del fondo del mar, donde abunda el arsénico. (Hasta el momento la NASA no ha ignorado las críticas.)

¿En qué quedamos entonces? Como es frecuente en ciencia, en que habrá que esperar. Nuestra confianza en la ciencia se basa en su cuidadoso método, que confirma los datos hasta estar segura de que son confiables, antes de dar por válidas la hipótesis que se derivan de ellos. Si se confirma el hallazgo, la búsqueda de vida extraterrestre recibirá un nuevo impulso (y la NASA tendrá más presupuesto). Si no, al menos podremos confiar en que no nos estamos engañando en nuestra búsqueda de compañía en el cosmos.

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miércoles, 1 de diciembre de 2010

Cambio climático

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1o de diciembre de 2010

La Decimosexta Conferencia de las Partes, órgano supremo de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (o, para mayor brevedad, XVI Conferencia Internacional sobre Cambio Climático), que se lleva a cabo en nuestro país del 29 de noviembre al 10 de diciembre, con la participación de los países que firman la convención, transmite un mensaje contradictorio.

Por un lado, es esperanzador ver que l94 naciones estén dispuestas a reunirse para tratar de llegar a acuerdos que permitan reducir el daño –ya inevitable, por desgracia– que el aumento en la temperatura media global, ocasionado por la acumulación de gases de invernadero de origen humano, causará en todo el planeta.

Al mismo tiempo, es triste ver que, ya desde ahora, pueda presagiarse que el resultado de la reunión será pobre, y que llegar a acuerdos que verdaderamente sirvan de algo será difícil. Una vez más, política y economía matan ciencia.

Economía, porque uno de los principales obstáculos para llegar a acuerdos son los intereses monetarios que se verán dañados por la necesidad de cambiar nuestra tecnología y hábitos de consumo. El otro gran obstáculo, la política, se expresa en la negativa de países en desarrollo a renunciar a los beneficios –locales– de la industrialización, que los países desarrollados han disfrutado por muchas décadas.

¿Y la ciencia? Hay quien quisiera culparla del problema. Después de todo, fue el desarrollo de la termodinámica, en el siglo XIX, lo que dio pie a la revolución industrial y la invención de motores de combustión interna, que queman petróleo y liberan dióxido de carbono (CO2), uno de los principales gases de invernadero (aunque otra muy importante es el metano que producen, entre otras fuentes, las bacterias del estómago de los millones de vacas que criamos para ganadería).

Es cierto. Pero la ciencia y la tecnología derivada de ella, como cualquier herramienta, pueden usarse bien o mal. Si pueden meternos en problemas, pueden también ayudarnos a resolverlos. Hoy, antes de satanizarlas, hay que reconocer que la ciencia y la técnica son nuestras únicas esperanzas reales para superar con éxito el reto del cambio climático. Claro, cuando los políticos e industriales se decidan… Más nos vale que sea pronto.


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miércoles, 24 de noviembre de 2010

Confiar en la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de noviembre de 2010

Considere usted los siguientes tres casos:

1) Astrónomos del Instituto Max Planck, en Alemania, descubrieron, usando el telescopio del observatorio de La Silla, en Chile, el primer planeta de origen extragaláctico (hasta ahora se habían descubierto casi 500 planetas girando alrededor de otras estrellas, pero todas en nuestra galaxia, la Vía Láctea), a unos 2 mil años luz de la Tierra. La noticia se difunde globalmente, causando asombro e interés.

2) Escucho en un programa de radio a una experta “grafóloga”, que trabaja con autoridades judiciales mexicanas, explicar cómo, viendo que el locutor pone puntos encima de sus letras, puede asegurar que él padece de migrañas. La misma “experta” asesora a empresas para contratar personal, y ha testificado en numerosos juicios acerca de la salud mental de los acusados, todo ello con base en el análisis “científico” de su escritura. El locutor no comenta nada; a mí la piel se me eriza.

3) La revista médica The Lancet, probablemente la más prestigiada del mundo, publica los resultados de una investigación que llega a la conclusión de que el consumo de alcohol es un tercio más dañino que el de heroína, y 2.6 veces más que el de cocaína. El resultado aparece en los medios, pero surgen comentarios incrédulos. Un colega columnista de Milenio Diario, por ejemplo, argumenta (“El alcohol no tiene la culpa”, Analecta de las horas, por Ariel González Jiménez, 6 de noviembre de 2010), luego de decir “Disculpen, queridos sabios…”, que, aunque “está respaldado por un conjunto de aspectos metodológicos que impresionan ampliamente, como suele suceder con todo lo que goza de la etiqueta de científico, a los medios de comunicación (…) sus puntajes me parecen francamente sospechosos. ¿Cómo es posible que en una escala de 100 el alcohol tenga una puntuación de 72 y la heroína apenas 55 y el crack incluso menos: 54?, ¿cómo sustancias altamente adictivas pueden ser menos peligrosas que el alcohol?”. “Me parece una suerte de invitación a su consumo despreocupado”, concluye.

La pregunta interesante es: ¿por qué en algunos casos confiamos plenamente en lo que se nos presenta como ciencia (el planeta extragaláctico); otras afirmaciones las descartamos sin más trámite como charlatanería, aunque se digan “científicas” (grafología), y ante otras mantenemos una actitud de desconfianza (estudio sobre drogas)?

La respuesta es sencilla: por cómo se averiguó lo que se afirma. Los astrónomos utilizaron el bamboleo que el planeta causa en su estrella, medido minuciosamente, para localizarla y estimar su tamaño. En el estudio sobre drogas, se tomó en cuenta una serie de parámetros (análisis multidimensional, dicen los autores) que incluyen los daños físicos, psicológicos y sociales que el consumo de drogas causa tanto en los usuarios como en su comunidad. Además, el estudio se diseñó con la colaboración de expertos de diversas instituciones especializadas en el tema. En cambio, la grafología es una seudociencia bien conocida, basada en suposiciones sin fundamento, y que ha fracasado repetidamente en pruebas controladas (¡por eso es espeluznante que se la siga usando para contratar personal o como prueba en juicios!).

La esencia de nuestra confianza en la ciencia radica en su método, que parte de datos verificables. Aunque a veces las conclusiones a las que llega no nos agraden, como ocurre con los riesgos del alcohol.

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