Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en La Crónica de Hoy, 1o de enero de 2000De regreso de unas agradables vacaciones en Puerto Vallarta, aprovecho para comentar algo que leí por allá. El primero de enero, como no tenía acceso a mis periódicos habituales, leí Mural (periódico hermano de Reforma y El Norte), y encontré dos notas relacionadas con la ciencia que llamaron profundamente mi atención.
Una era un recuento de los principales acontecimientos del siglo XX. Una alarmante frase señalaba: “La medicina sucumbe ante el sida”. Inmediatamente saltó mi sentido de la injusticia. ¿Por qué echarle la culpa a la medicina -e indirectamente, a la ciencia, médica y de la otra- por no haber sido capaces, todavía, de encontrar un remedio para este mal? Si el periodista que redactó la nota hubiera estado un poco mejor informado, habría redactado algo así como “la medicina moderna logra, en un tiempo sorprendentemente corto a partir de su aparición, descubrir la causa del misterioso síndrome de inmunodeficiencia adquirida, y describir con gran detalle la estructura y funcionamiento de su causante, el virus de inmunodeficiencia humana”.
En efecto: es sorprendente la rapidez con la que, a partir de la aparición de la epidemia en los años ochenta, la ciencia biomédica logró, primero, identificar al virus causante del sida, y después, descifrar su estructura molecular detallada -incluyendo su secuencia genética completa- y el mecanismo mediante el cual infecta a las células del sistema inmunitario y deja al enfermo a merced de una variedad de infecciones oportunistas. Nunca antes en la historia de la medicina había sido posible enfrentar a un enemigo tan poderoso (tanto por la rapidez con que la pandemia se diseminó por todo el mundo y todo tipo de poblaciones, como por la gravedad de los daños que causa a los individuos infectados) y llegar a conocerlo tan a fondo en tan poco tiempo. El que todavía no se cuente con una vacuna o una cura es testimonio no de la incapacidad de la medicina moderna, sino de la complejidad del mecanismo mediante el que el virus ataca a sus víctimas.
La medicina científica (única que ha servido de algo ante la pandemia), lejos de “sucumbir ante el sida”, ha proporcionado a los individuos infectados una variedad de fármacos y tratamientos que, si bien no los curan, sí alargan su periodo de vida sana, al grado de que hoy es posible concebir que un individuo infectado pueda llevar una vida relativamente normal en forma indefinida. Y, sobra decirlo, cualquier esperanza que tengamos de hallar una solución al problema provendrá no de aguas de Tlacote, velas aromáticas, pensamientos positivos ni votos de fidelidad, sino precisamente, de los logros de la moderna ciencia biomédica.
En el fondo, el comentario muestra, una vez más, que la ciencia sigue siendo concebida como una caja negra en la que uno mete problemas y de la que salen soluciones. Y el científico sigue siendo visto simplemente como un inventor, alguien que busca soluciones a problemas. Pero hablaremos más de esto en una próxima ocasión.
Pasemos al otro comentario que llamó mi atención. El periódico jalisciense presentaba opiniones del famoso “futurólogo” Alvin Toffler, autor de El shock del futuro, quien, luego de hablar acerca del surgimiento de algo que llamaba individuos “post-humanos” (?) predecía que en el siglo XXI ¡descubriremos vida extraterrestre! En este caso, lo que me intrigó es cómo puede saber algo así.
No se me malinterprete: si bien soy un decidido opositor de farsantes que dicen tener pruebas de la existencia de extraterrestres (si adora usted a Jaime Mausán, por favor no se moleste en mandarme mensajes iracundos), soy también ferviente admirador del difunto Carl Sagan. Y él siempre mantuvo la gran ilusión (fundamentada) de que, tomando en cuenta el tamaño del universo, la cantidad de planetas apropiados que posiblemente contiene (hoy hemos hallado ya alrededor de una decena de planetas en otros sistemas solares, algunos semejantes al nuestro) y la probabilidad de que, dadas las condiciones adecuadas, la vida surja con relativa facilidad en estos planetas (probabilidad cada vez más avalada por los estudios científicos sobre el origen y evolución de la vida), había grandes probabilidades de que no fuéramos la única forma de vida, y ni siquiera la única especie inteligente en el cosmos.
Lo que me intrigó de la afirmación de Toffler fue cómo puede saber que será precisamente en el siglo XXI que hallaremos pruebas de esta vida extraterrestre. Al predecir algo así, el famoso escritor se olvida de una de las bases del pensamiento científico: no se puede hablar de algo que no se sabe (cosa que ya nos habían enseñado Sherlock Holmes y el filósofo Ludwig Wittgenstein). Bastaría con que hubiera dicho “es posible”, o “hay mayores probabilidades”. Pero al afirmar con tal seguridad algo sin fundamento Toffler cae fuera del ámbito de lo serio. Aunque eso sí, sus declaraciones siguen siendo dignas de la primera plana.
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