Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia, UNAM
Publicado en La Crónica de Hoy, 26 de mayo de 1998
[Artículo publicado en 1998]
La semana pasada hablábamos de algunas diferencias entre religión y ciencia como formas de interpretar el mundo. En particular, mencioné que la tradicional salida fácil de decir que “como la interpretación religiosa se basa en la fe, no puede ser cuestionada por medios racionales” no es aceptable si lo que se quiere es explicar la realidad.
Sin embargo, toda la actividad científica –cuyo fin primero y único es entender la realidad– está también basada en una fe, para la cual no existe justificación.
Hay varias formas de expresar la fe del científico. Una de ellas es ésta: toda actividad de investigación científica presupone, necesariamente, la existencia de una realidad, de un mundo “allá afuera” de nuestras cabezas. Y no sólo eso, sino que también es necesario suponer ¾creer¾ que ese mundo real no cambia según nuestros deseos; que es igual para cualquier observador.
¿Por qué hay que creer en la realidad? Simplemente porque si no, la actividad científica perdería automáticamente todo sentido. ¿De qué serviría estudiar y tratar de entender algo que tal vez no esté ahí?
Los filósofos han reflexionado durante siglos acerca de este problema: Berkeley planteó su famoso problema (si un árbol cae en medio del bosque cuando no hay nadie que lo escuche, ¿hace ruido?) para tratar de dar una contestación. Su respuesta era que sí, pues siempre estaría dios para escuchar el ruido.
La ciencia, aunque no se ocupe de dios, sí tiene que aceptar que la realidad existe aún cuando no haya un observador. Cualquier otra postura supondría caer en un relativismo total en el que cada quien viviría en su mundo personal, y no tendría sentido buscar regularidades ni explicaciones en la naturaleza. En un mundo así lo más que podríamos hacer –como plantea Douglas Coupland, cronista de la generación X– sería interpretar cada uno de nosotros nuestras propias realidades cotidianas de la misma forma que un paciente de psicoanálisis interpreta sus sueños.
Otra forma de expresar la fe básica del científico es lo que el famoso biólogo molecular Jaques Monod llamó, en su libro El azar y la necesidad, el “principio de objetividad”. “La piedra sistemática del método científico –dice– es el postulado de la objetividad de la naturaleza. Es decir, la negativa sistemática de considerar capaz de conducir a un conocimiento ‘verdadero’ toda interpretación de los fenómenos dada en términos de causas finales, es decir de ‘proyecto’(...) Y añade que se trata de un “postulado puro, por siempre indemostrable”. En otras palabras, de una fe.
En una película de próxima aparición, Jim Carrey hace el papel de un hombre que descubre que su vida es en realidad un programa de televisión. Cada cosa que le sucede ha sido escrita por los guionistas y es filmada y transmitida para deleite de los televidentes. Lo que él creía que era su realidad resulta ser una creación de un escritor (la idea no es tan original: hay una situación similar en el excelente libro El mundo de Sofia, de Jostein Gaardner).
Bueno, la situación del científico es un poco parecida: ¿qué sentido tendría hacer ciencia si, ante cada experimento, pensáramos que hay fuerzas sobrenaturales que pudieran intervenir para confundirnos, para divertirse viendo nuestro desconcierto, o bien para evitar que descubriéramos conocimientos a los que no debiéramos tener acceso? ¿Para qué buscar datos y construir teorías acerca del mundo si el mundo de nuestro vecino fuera totalmente distinto?
Es por esto que, aunque no tenga pruebas objetivas ni racionales de ello, el investigador tiene que suponer que hay una realidad objetiva, a la cual trata perpetuamente de acercarse por medio de su actividad.
Y es esta fe en la realidad, este esfuerzo por tratar de llegar a ella por la vía racional, aún sin garantía de lograrlo, lo que distingue a la ciencia de la religión y la filosofía. El doble compromiso de la ciencia con la realidad y la racionalidad es lo que le permite tener tanto éxito cuando se aplica a la misma realidad de la que parte, y al mismo tiempo lo que explica que muchas veces haga las mejores interpretaciones, las que tienen más sentido, de esta realidad en la (suponemos) nos hallamos sumergidos.
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