miércoles, 25 de septiembre de 2013

¡Ay, dolor..!


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de septiembre de 2013

Hay cosas reales, y las hay imaginarias. Las rocas, animales, personas y autos son reales. Los fantasmas y dioses, el karma, las maldiciones y los milagros, no.

Pero otras cosas no caben cómodamente en esta dicotomía simple. ¿Son reales los sueños? ¿Las creencias? ¿Los deseos? (¿Puede uno “creer” que se siente triste, sin que sea cierto?) ¿Es real la imagen de una oveja rosa que puedo evocar en mi mente en este instante? Desde una perspectiva simplista, tenderíamos a decir que no son reales, pues están “en nuestra mente”. Pero, ¿quiere eso decir que, simplemente, no existen?

En el número de septiembre de la revista de ciencia ¿Cómo ves?, que publica la UNAM, aparece un interesante artículo de Ulises Solís en el que relata el famoso caso de Emily Rosa, una niña de 9 años de Colorado, EU, que en 1998 demostró, con un experimento en la feria de ciencias de su escuela, que el famoso “toque terapéutico” es una farsa. Sus pretendidos efectos curativos no son reales: están sólo en nuestra mente.

El toque terapéutico se basa en la supuesta existencia de un “campo de energía humano” que al alterarse causa enfermedades, y que puede corregirse “manipulándolo” al mover las manos sobre el cuerpo, sin tocarlo (el reiki y otras seudoterapias esotéricas se basan en la misma idea). Emily consiguió que varios expertos “terapeutas” colaboraran poniendo sus manos con las palmas hacia arriba a través de una pantalla de cartón. Del otro lado, Emily –a la que no podían ver– ponía su propia mano encima de una de las manos del terapeuta, sin tocarla. El terapeuta tenía que adivinar (“detectando” el campo de energía) sobre cuál de sus manos, izquierda o derecha, estaba la de Emily. Los “expertos” no acertaron mejor que si hubieran adivinado al azar (de hecho, peor: acertaron en el 44% de las veces, en vez del 50% esperado). El campo de energía no existe.

El estudio de Emily fue publicado en el Journal of the American Medical Association, convirtiéndola en la persona más joven que jamás haya publicado en una revista científica arbitrada.

Aun así, mucha gente en el mundo sigue creyendo en el toque terapéutico y demás tratamientos fantásticos, sobre todo para combatir el dolor y otros malestares, a pesar de ser comprobadamente inútiles en estudios clínicos controlados. Quizá esto se deba a que el dolor no es un fenómeno objetivo, sino subjetivo. Como el sabor, no es algo que se pueda medir con un aparato, sino una experiencia que tiene un sujeto, como resultado de la forma en que su cerebro procesa la información que recibe de sus sentidos.

No es que el dolor no exista o sea “imaginario”. Pero tampoco es algo físico, que pueda aislarse, pesarse o medirse. Para estudiarlo, dependemos de la experiencia subjetiva que reporten quienes lo padecen. Y esa experiencia puede ser influida por la manipulaciones del toque terapéutico y otras “medicinas alternativas”. Hay medicamentos y terapias que pueden reducir, reproduciblemente, el dolor. Otros sólo nos hacen creer que lo reducen.

El tema es complejo. Sabemos que el efecto placebo existe. Sabemos también que el dolor existe. Pero también sabemos, más allá de toda duda, que no hay ningún “campo de bioenergía” que cause enfermedades y se pueda corregir acariciando el aire. Vender eso como terapia médica es, realmente, un fraude.

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miércoles, 18 de septiembre de 2013

La ouija del diablo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de septiembre de 2013

Para quienes sean lectores regulares de esta columna/blog (¡gracias!), el tema del llamado “detector molecular” GT200, alias ouija del diablo, no resultará extraño.

Se trata de uno de los más monumentales fraudes seudocientíficos a nivel mundial, y que en nuestro país implicó el gasto inútil de millones de pesos, la puesta en riesgo de civiles y fuerzas armadas en la lucha contra la violencia y el narcotráfico, y el vulnerar los derechos humanos de numerosas personas acusadas con base en este inútil juguete. No repetiré aquí por qué no sólo se ha comprobado que no funciona, sino que no podría funcionar, pues no hay principios científicos que lo sustenten (además de que está totalmente hueco: carece de cualquier componente mecánico o electrónico). Afortunadamente, su fabricante ya ha sido enjuiciado y condenado en Inglaterra, el asunto ha llegado a los medios mexicanos y se están y tomando medidas para que deje de utilizarse (y, con suerte, para que los responsables rindan cuentas).

Hoy quiero celebrar que, si quiere usted conocer la historia en detalle, con todos sus increíbles recovecos y truculencias, puede hacerlo a través de la magnífica y rigurosa crónica que hace el actuario (orgullosamente UNAM), maestro en demografía y divulgador científico Carlos Galindo en su recién publicado libro La ouija del diablo: crónica de un fraude en la guerra contra el narco y otros fragmentos de ciencia (Ediciones B, 2013, que debe ya estar a la venta en librerías).

Galindo, poseedor de una pluma clara, precisa y sobre todo muy amena, nos narra paso a paso la historia de cómo esta estafa pudo penetrar a las fuerzas armadas de nuestro país (¡y de muchos otros!), sin que nadie hiciera caso a las pocas voces críticas que intentaban dar la voz de alerta (Carlos me hace el honor de incluirme entre éstas).

Pero no sólo eso: fiel a su convicción –que compartimos todos los que nos dedicamos a compartir la ciencia con el gran público– de que sólo convirtiendo la cultura científica en cultura popular puede lograrse que nuestros ciudadanos valoren, aprovechen y disfruten de la visión del mundo que nos ofrece la ciencia, Galindo aprovecha el resto de su libro para cronicar otras grandes historias científicas, donde aborda y entreteje temas tan diversos como el futbol y los tiros con chanfle, la influenza, el racismo, la evolución, la vida personal de Einstein, la expedición científica mexicana que viajó a Japón para observar el tránsito de Venus frente al Sol en 1874, el amor, la migración y la sensualidad del son cubano, entre otros.

Es un placer hallar un autor mexicano capaz de contar la ciencia de manera tan sabrosa e interesante. Seguramente, cuando lo lea, coincidirá usted conmigo.

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miércoles, 11 de septiembre de 2013

Twitter, we have a problem!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de septiembre de 2013

La ciencia y la tecnología no sólo nos revelan cosas nuevas sobre el universo y nos dan herramientas para hacer cosas que antes parecían imposibles (curar infecciones, volar, comunicarnos a distancia instantáneamente…). También modifican decisiva y tajantemente la forma en que vivimos la vida, como individuos y como sociedad.

Basta pensar en invenciones como el fuego o la agricultura, la escritura o la imprenta, el motor de combustión interna o la píldora anticonceptiva. Cada una transformó por completo la vida personal y las relaciones sociales. Cada una nos cambió el mundo.

La revolución de hoy es la de las computadoras, internet y las redes sociales. Como las anteriores, es una fuerza que está modificando dramáticamente la manera en como actuamos y nos relacionamos. Y como ocurrió en su momento con las anteriores, todavía no sabemos manejarla por completo: está creando nuevos retos y generando nuevos problemas. Basta con ver, por ejemplo, que según ciertas fuentes el número de divorcios provocado por información imprudente o involuntariamente publicada en Facebook podría estar superando la cifra ya alarmante de los producidos por mensajitos de teléfono celular (SMS) vistos por quien no debía.

Desde el lunes pasado, en nuestro país, ha causado polémica el caso #Grimaldo, como se ha llegado a identificar lo ocurrido con la maestra Idalia Hernández Ramos, del Centro de Bachillerato Tecnológico Industrial y de Servicios (CBTIS) 103, de Ciudad Madero, Tamaulipas, quien fue insultada a través de Twitter por la alumna Marina González. La maestra, al enterarse, decidió dar una clase sobre el tema de la agresión en las redes sociales y los derechos personales, y pidió que la misma fuera grabada. Pero al reprochar a la adolescente por la agresión, así como a su compañero Omar Alejandro Grimaldo Toscano, quien compartió (retuiteó) el mensaje, la profesora perdió el control y terminó amenazando y humillando a ambos alumnos. El video fue subido a internet y en cuestión de horas se difundió viralmente.

Hay quien se pone del lado de la maestra; otros la condenan por abusar de sus alumnos. El resultado hasta el momento es que la profesora fue retirada de su clase y transferida a labores administrativas; Grimaldo (cuyo apellido poco común lo ha hecho famoso) fue dado de baja, al descubrirse que tenía un número excesivo de materias reprobadas. Y Marina fue suspendida.

El caso ejemplifica a la perfección el poder y el peligro de las redes sociales. La posibilidad de expresar instantáneamente nuestras ideas, y la facilidad, velocidad e inusitada amplitud con que se pueden difundir hace que internet pueda causar verdaderas desgracias (divorcios, expulsiones, despidos y hasta suicidios) antes de que quien publicó la información se dé cuenta siquiera de lo que está pasando.

En un documental reciente, la cineasta inglesa Beevan Kidron exploró la influencia que el acceso constante e instantáneo a internet, a través de los “teléfonos inteligentes”, tiene sobre los adolescentes. Halló casos de adicción a sitios pornográficos, de degradación sexual a cambio de un teléfono celular, de un joven que perdió su lugar en la Universidad de Oxford por su adicción a los videojuegos… Kidron propone que urge estudiar los problemas que está creado la casi total libertad que predomina en internet, y la necesidad, quizá, de establecer nuevas reglas y cambios culturales para poder manejar, como sociedad, esta nueva y poderosísima herramienta que está hoy al alcance de cualquiera… a veces con consecuencias dañinas.

El problema con las redes sociales es que son lo más parecido que hay a la telepatía. Podemos comunicar instantáneamente lo que pensamos, muchas veces antes de tener tiempo de reflexionarlo. Y como bien han mostrado los escritores de ciencia ficción, la telepatía puede convertirse en una maldición. ¿Quién no tiene una anécdota de un pequeño o gran problema causado por un correo electrónico, mensajito, tuit o foto en Facebook? Si no aprendemos a manejar mejor la red, podremos terminar como el hoy famoso Grimaldo, satirizado en “memes” (fotos humorísticas que se difunden en las redes sociales) que dicen cosas como “Pero maestra, ¡yo sólo le dí retweet!”.

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miércoles, 4 de septiembre de 2013

¡Terremoto!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de septiembre de 2013

Hablábamos, la semana pasada, de nuestra preocupante tendencia a creer en tonterías. Pues bien: como yo andaba fuera del país, no me enteré de una más de estas ideas huecas, pero muy contagiosas, que circuló por nuestro país –sobre todo en las redes sociales– hace unas dos semanas.

Se trata de una carta dirigida al presidente Enrique Peña Nieto y publicada el 15 de agosto en un blog perteneciente a un tal Ing. Gabriel Curiel Flores, donde “predice”, con “98% de probabilidad”, que próximamente –entre la fecha de publicación y diciembre de 2013– ocurrirá un sismo de entre 8.2 y 8.5 grados de magnitud, con epicentro entre los estados de Guerrero y Oaxaca, que podría resultar desastroso para la Ciudad de México.

Curiel pide al presidente tomar medidas como detener el reactor de Laguna Verde (que no está en Guerrero, Oaxaca ni la Ciudad de México), evacuar, con ayuda del ejército si es necesario, edificios viejos o dañados en el DF para luego demolerlos, reubicar a enfermos en hospitales y pedir (¡de antemano!) recursos internacionales para enfrentar el desastre.

Aunque la carta de Curiel no pareció causar mayor alarma ni tener repercusión en los medios serios ni en el gobierno, sí causó inquietud y polémica en internet. ¿Por qué es absurda?

El conocimiento científico actual sobre los sismos es que son causados por los movimientos de las placas tectónicas que forman la corteza terrestre. Éstas son más delgadas, en comparación, que la cáscara de un huevo. Pero la cáscara del huevo terrestre está además fragmentada, y los pedazos –las placas– flotan sobre el manto líquido, formado por magma, que está en continuo movimiento debido a la circulación del calor proveniente del interior de la Tierra. El lentísimo movimiento de las placas tectónicas ha causado los cambios en la forma y posición de los continentes; recordemos que hace millones de años formaban una única masa continental conocida como Pangea. La mayoría de los sismos (otros son debidos a la actividad volcánica) son producto de la fricción entre placas contiguas al desplazarse.

La supuesta predicción de Curiel se basa en su “Teoría de las Fuerzas Gravitacionales”, que al parecer combina la concepción cíclica del tiempo de los antiguos mayas (“Mi trabajo […] tiene parte de su fundamento en los cálculos estrictamente astronómicos [científicos] de la cultura maya, y de su forma cíclica de medir el tiempo”, aclara en su blog) con la idea de que “la variación de las fuerzas gravitacionales del Sistema Solar (…) actúan sobre la Tierra” y producen los sismos. Según Curiel, los sismos se presentan en ciclos predecibles.

Como prueba de lo correcto de su “teoría”, Curiel cita el hecho de que en múltiples ocasiones ha predicho sismos en distintos lugares y fechas. Normalmente no acierta ni en uno ni otro dato, ni en las magnitudes (predice sismos de 7 grados o más y ocurren algunos de entre 4 y 5). Como todos los días ocurren multitud de pequeños “microsismos”, y como en zonas sísmicas son también frecuentes y normales los sismos de baja magnitud, siempre es posible decir que se acertó en una “predicción”… si se es lo suficientemente impreciso.

En realidad, Curiel –quien dice tener estudios de Ingeniería Civil en la Universidad Autónoma de Guadalajara (no aclara si se tituló)– no es más que uno más de los muchos charlatanes seudocientíficos que abundan en todo el mundo. La atracción gravitacional no varía cíclicamente. La concepción maya del tiempo cíclico es sólo una tradición religiosa. Y la predicción de sismos, aunque periódicamente resurge –en 2012 unos “investigadores de San Petersburgo, Florida” advirtieron de otro sismo en la Ciudad de México, concretamente para el 22 de marzo– sigue siendo una ilusión científica.

En 2009, en L’Aquila, Italia, un terrible sismo causó unas 300 muertes y múltiples destrozos. En octubre de 2012 seis italianos expertos en sismos fueron condenados a seis años de cárcel ¡por no haberlo predicho! La protesta internacional fue unánime ante este absurdo. Curiel tiene suerte de que en nuestro país los charlatanes como él no sean acusados de lo contrario: difundir rumores seudocientíficos que podrían causar pánico en la población.

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miércoles, 28 de agosto de 2013

La creencia en tonterías

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de agosto de 2013

Recientemente tuve la oportunidad de dar algunas charlas e impartir un curso de divulgación científica en Costa Rica. Uno de los temas que salieron a relucir fue qué temas pueden considerarse “ciencia” y cuáles no. En particular, ¿cómo se decide si algo es o no ciencia?

Por ejemplo, ¿son científicos quienes afirman que existen extraterrestres que visitan la Tierra en naves espaciales (ovnis)? ¿Es científica la idea de que el virus del sida no existe, que es un engaño para vender medicamentos caros? ¿Afirma la ciencia que realmente hay un cambio climático global, y que es causado por la actividad humana? ¿Se ha comprobado científicamente que el consumo de vegetales transgénicos daña la salud?

Cada uno de estos temas, algunos más y otros menos, está abierto a debate. En algunos (los dos primeros) existe ya una opinión ampliamente compartida por los expertos en el campo (la ciencia rechaza ambas ideas); en otros (los dos últimos), las opiniones de los especialistas están todavía divididas, aunque el consenso sobre el cambio climático es casi total.

Mi respuesta ante la pregunta de cuál debe ser la postura de un comunicador profesional ante temas polémicos como éstos es sencilla: lo más sensato y responsable es atenerse, precisamente, al consenso científico actual.

La ciencia no es una actividad monolítica, y siempre hay diversidad de opiniones. Tampoco es siempre claro dónde están los límites del conocimiento científico aceptado y dónde empiezan las ideas científicas pero equivocadas, las seudociencias y las simples supersticiones. A veces una idea que se consideraba seudocientífica acaba siendo aceptada, conforme se acumula más evidencia y se construyen argumentos más convincentes y más lógicamente coherentes. (Otras veces ocurre lo contrario: una teoría científica pierde apoyo y termina siendo defendida sólo por un grupo de obstinados que quedan fuera de la comunidad científica: pasan a ser seudocientíficos.) Pero mientras esto no ocurra, una idea que no sea aceptada por la mayoría de la comunidad científica relevante no puede ser considerada como ciencia legítima.

Lo curioso, y a veces preocupante, es que existe una marcada tendencia a creer en este tipo de ideas absurdas, en ausencia de evidencia convincente y a veces contra las opiniones bien informadas. Y esto incluye a gobiernos, funcionarios e instituciones.

El reciente caso del fraudulento “detector molecular” GT200, que luego de varios años de ser denunciado por fin llegó a las primeras planas de los medios mexicanos es un ejemplo. Este supuesto artefacto de alta tecnología carecía de todo componente electrónico –está completamente hueco– y su pretendido funcionamiento contradice cualquier principio físico conocido.

En un reciente artículo en la revista Scientific American Mind (septiembre-octubre 2013), Sander van der Linden describe algunas de las características de las personas que tienden a creer en teorías de conspiración. Entre otras, que creer en una idea seudocientífica facilita que crean en otras; que suelen hallar conexiones entre distintas “conspiraciones”; que son capaces de sostener sin problemas ideas que se contradicen entre sí; que creen en las conspiraciones no tanto con base en la evidencia, sino porque mantienen otras ideas más generales, como la desconfianza hacia la autoridad. Y, finalmente, que tienden a rechazar conclusiones científicas importantes.

Quizá esto pueda ayudar a entender por qué tantas autoridades mexicanas –y de otros países– pudieron creer en un aparato casi mágico, sin someterlo a prueba, aceptando sólo la palabra de quienes lo vendían, y luego se obstinaron en seguirlo usando y defendieron su utilidad, contra de la evidencia y los argumentos
presentados. Y por qué tantos comunicadores se rehusaron, hasta ahora, a investigar el caso y difundirlo ampliamente.

Hoy por fin el caso ha salido ampliamente a la luz; el gobierno de Colima planea demandar al fabricante del aparato (ya condenado en Inglaterra). Pero las fuerzas armadas que lo utilizan, y que enviaron a varias personas a la cárcel con base en su uso, aún no se pronuncian al respecto.

Sí: la gente a veces se obstina en creer en cosas muy tontas.

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miércoles, 21 de agosto de 2013

El caso del anestesista contagioso

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de agosto de 2013

La epidemiología es una rama médica que a veces proporciona relatos dignos de una novela o un programa de televisión.

En febrero de 1998, en Valencia, España, el Departamento de Salud detectó, en pacientes sometidos a cirugía en un hospital privado local, un brote de hepatitis C, infección causada por un virus que se transmite por la sangre (por ejemplo en transfusiones –aunque esto se evita actualmente mediante el adecuado control médico de la sangre– o por compartir jeringas entre drogadictos). Al investigar, lograron relacionar una gran parte de los casos con una persona: un anestesista que trabajaba en dicho hospital, así como en una clínica cercana.

Buscando más posibles pacientes, entre 66 mil operados en los dos hospitales, se identificó a 322 de ellos que habían sido infectados durante un periodo de más de diez años. Todos habían sido tratados por el mismo anestesista, que al parecer se había estado inyectando los analgésicos y anestésicos que luego administraría a sus pacientes, con las mismas jeringas.

¿Caso cerrado? No es tan sencillo.

La corte decidió recurrir a un grupo de expertos en genética médica y evolución molecular, encabezado por Fernando González Candelas, de la Universidad de Valencia, para ayudar a responder varias preguntas: si el acusado era realmente responsable de las infecciones, cuántos de los 322 pacientes fueron de hecho infectados por él, cuándo había ocurrido cada infección y cuándo se había infectado el acusado.

Normalmente las técnicas genéticas se usan en juicios en que hay que determinar la identidad de una persona a partir de una muestra de semen o sangre, por ejemplo en un asesinato o violación, o establecer el parentesco entre dos personas, como ocurre en disputas por paternidad. Para ello se utilizan las llamadas “huellas digitales de ADN”, comparan ciertas regiones de la información genética de una persona que son especialmente variables entre individuos. Se puede hacer así una identificación con alta confiabilidad.

En el caso de Valencia, en cambio, se necesitó reconstruir la evolución del virus de la hepatitis C durante el brote epidémico. Este virus, como el del sida, tiene un genoma de ácido ribonucleico (ARN) y con cada ciclo de reproducción sufre mutaciones. Como consecuencia, evoluciona muy rápidamente. Los expertos tuvieron que estudiar los genomas de los virus de cada paciente y reconstruir su posible evolución –en algunos casos a lo largo de varios años– para compararlos con el del virus del anestesista, para tratar de saber si la infección provenía de éste o de otra fuente. El reto era mayor si tomamos en cuenta que los virus dentro de un mismo individuo van mutando y evolucionando constantemente.

Utilizando computadoras, la técnica conocida como “reloj molecular” (que supone que las mutaciones ocurren a una velocidad constante para estimar durante cuánto tiempo ha evolucionado un genoma) y análisis estadísticos, los peritos, según reportan en la revista BMC Biology (19 de julio del 2013), determinaron que 47 pacientes se habían infectado de otra fuente, y que el anestesista se había infectado unos diez años antes del brote.

El método no es 100% confiable, pero sirvió como evidencia adicional para ayudar a que el culpable fuera condenado. Lo difícil, dicen los peritos, fue hacer entender a abogados y jueces que la evolución no siempre tarda millones de años, sino que en un virus puede ocurrir en meses. Y que, a diferencia de lo que se ve en programas de televisión como CSI, no todos los análisis genéticos son rápidos ni sencillos, ni ofrecen una certeza total.

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miércoles, 14 de agosto de 2013

Ciencia, público e internet

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de agosto de 2013

En los noventa internet servía para buscar información: páginas web, buscadores, enciclopedias, archivos. Pero la llamada red 2.0 implica interacción: de ser un consumidor más o menos pasivo, el usuario –internauta– pasó a tener participación activa no sólo en la búsqueda de información, sino en su discusión, crítica y distribución.

A través de comentarios en blogs, “me gusta” (likes) en Facebook o retuits en Twitter va evaluando, seleccionando y recomendando –positiva o negativamente– la información. Hoy los lectores no sólo leemos y propagamos de boca en boca: influimos, a veces decisivamente, en cómo circula la información. Y ocasionalmente la convertimos en “viral”, logrando que se difunda como epidemia por todo el ciberespacio, infectando millones de cerebros en todo el mundo.

En un comentario publicado en enero en la revista Science, los investigadores Dominique Brossard y Dietram Scheufele, de la Universidad de Wisconsin, discuten algunos de los retos que la era de las redes sociales presenta para la divulgación científica: la manera en que la ciencia se presenta ante el gran público, y que influye fuertemente en la imagen que una sociedad tiene de ella… y en el apoyo que le da.

El periodismo científico, dicen Brossard y Scheufele, ha visto menguar sus espacios: ante la crisis de los medios informativos, causada por internet, muchos diarios y noticiarios han reducido o eliminado sus secciones de ciencia. Estos espacios han sido sustituidos por blogs (ya sea para público familiarizado con la ciencia –blogs de aficionados o “entendidos”– o para público general), grupos de Facebook o cuentas de Twitter, que no siempre tienen los estándares de las secciones de ciencia de medios profesionales.

Otro problema es que la manera en que la gente accede hoy a esa información, a diferencia del internet 1.0, en que se hacía “navegando” más o menos azarosamente o mediante buscadores simples como Altavista o Yahoo, es a través de Google, que mediante un complejo algoritmo “decide” qué información es más relevante para el usuario que hace una búsqueda. Se corre así el riesgo de privilegiar sólo cierta información, la que Google considera más importante, dejando el resto fuera de la vista de los usuarios.

Pero quizá lo más importante es que el contexto en que la información aparece en las redes sociales puede alterar dramáticamente cómo es interpretada por los lectores. Los autores citan un estudio en que un mismo texto (sobre los posibles riesgos de la nanotecnología) se presentó a dos audiencias distintas: en un caso, los comentarios que acompañaban al texto eran amables y civilizados; en el otro, agresivos y polarizados (incluso con insultos). El segundo grupo de lectores tendió a adoptar, asimismo, una visión mucho más polarizada del tema. “En otras palabras –escriben Brossard y Scheufele–, basta con el tono de los comentarios que acompañan a un texto balanceado sobre ciencia en un ambiente web 2.0 para alterar significativamente la opinión de las audiencias sobre la [nano]tecnología misma”.

En la página web Materia, el periodista Javier Salas comenta sobre el texto de Science, y señala que además de los problemas mencionados, hay que tomar en cuenta que en internet muchas veces el ruido suele tener más lectores que el discurso científico atinado; que la brevedad de tuits y comentarios en Facebook aumentan la posibilidad de distorsionar la información, y que muchas veces se corre el riesgo de acabar hablando sólo para los ya convencidos, pues quienes no gustan de la ciencia no suelen leer blogs, ni seguir páginas de Facebook o cuentas de Twitter, dedicados a ella.

Brossard y Scheufele concluyen señalando que urge más investigación sobre la comunicación pública de la ciencia en la red 2.0. De otro modo, debido a la poca habilidad de científicos y divulgadores para usar adecuada y eficazmente estas nuevas herramientas, la percepción pública de la ciencia y la cultura científica de los ciudadanos pueden salir perjudicadas.

No puedo sino estar de acuerdo.

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miércoles, 7 de agosto de 2013

El escándalo de la hamburguesa clonada

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de agosto de 2013

Como bien reporta Milenio Diario, todo mundo está hablando de la hamburguesa clonada. Aunque en realidad no es clonada, sino producto del cultivo in vitro de células de músculo de res obtenidas a partir de células madre musculares del trasero de una vaca.

El escándalo viene principalmente de dos hechos: su precio y su naturaleza. La investigación para lograrla, realizada por Mark Post y su equipo, en la universidad de Maastritch, en Holanda (más precisamente en la provincia de los Países Bajos llamada Limburgo), y financiada por Sergey Brin, uno de los creadores de Google
, costó 248 mil euros (más de 4 millones de pesos) y requirió cinco años.

Como comparación, la hamburguesa más cara del mundo, según el Récord Guiness, es Le Burger Extravagant, servida en el restorán neoyorquino Serendipity 3 y que consta de filete molido de res japonesa Wagyu servida con queso cheddar, trufas negras y un huevo de codorniz, con un costo de 295 dólares (3,700 pesos). (Aunque el récord tiene contrincantes: el principal es la FleurBurger 5000, servida en el restorán francés Fleur de Lys, en Las Vegas, con un costo de 5 mil dólares –63 mil pesos–, hecha con filete Kobe (que es lo mismo que el Wagyu), foie gras, trufas negras, pan brioche con salsa de trufas y viene acompañada de un vino Chateau Pétrus 1990 y una copa Ichendorf Brunello, además de un certificado para comprobar la extravagante comida.)

Claro que el precio de la hamburguesa de Post (¿Postburguesa?) incluye toda los costos de la investigación que ha realizado. La hamburguesa se obtuvo cultivando las células madre en un medio de cultivo –suero fetal bovino– adicionado con compuestos que las inducen a transformarse en células musculares. Y además hay que entrenarlas: el cultivo se realiza sobre unas rejillas de tracción que las estimulan para formen filamentos semejantes a las fibras musculares que constituyen el músculo natural.

Unas 20 mil de estas fibras, de un centímetro de largo, molidas, sirvieron para formar una hamburguesa de 140 gramos, que fue cocinada por el renombrado chef Richard McGowan y degustada por Post y dos críticos culinarios. El veredicto: un poco seca (“le falta grasa”, dijo un crítico, debido a que no había células de grasa en el cultivo. Esto ya ha sido tomado en cuenta por Post para futuros experimentos; ya cuenta con células madre de grasa para ello), y un tanto desabrida, pues el chef la cocinó con demasiada simpleza (sólo mantequilla, aceite de girasol y una pizca de sal).

A mucha gente le repugnaría comer carne cultivada en una caja de Petri: quizá porque nos recuerdan leyendas como la de los pollos transgénicos que son sólo bocas sin plumas ni ojos y con muchas piernas, que supuestamente cultivarían las transnacionales de la comida rápida (y que fueron retomadas en los grotescos “chickienobs” de la magnífica novela Oryx and Crake, de la excelente escritora canadiense Margaret Atwood).

Pero el costo de producir carne a la manera tradicional es enorme. Las vacas son muy poco eficientes: sólo el 15% de lo que comen se transforma en carne. Si tomamos en cuenta que el 70% de la tierra cultivable se dedica a alimentar vacas, y que se estima que la demanda de carne se elevará en un 70% para 2050, producir carne en el laboratorio podría ser una gran idea. (Y sería carne real, en contraste con los recientes rumores de que las hamburguesas de McDonald’s están hechas sólo con desperdicio de carne y cartílago tratado químicamente para darle textura y color.)


Por otro lado, la digestión de las vacas produce una gran cantidad de metano, un gas de invernadero cuyo efecto climático es 21 veces mayor que el del dióxido de carbono; se estima que constituye el 20% de todos los gases de invernadero producidos por actividades humanas. Según estimaciones, el cultivo de carne reduciría un 45% el gasto energético de su producción, un 96% sus emisiones de gases de invernadero, y un 99% la superficie cultivada necesaria. Por no hablar del sufrimiento de los animales que se sacrifican cada año.

Los expertos estiman que la carne cultivada (no “artificial” ni “clonada”) podría comercializarse en unos 10 a 20 años. Antes tendría que resolverse el problema de su cultivo, que requiere… suero de vaca; se piensa que podría llegar a cultivarse a partir de algas. El cultivo a nivel industrial abarataría el costo.

Así que ¿quién sabe? A lo mejor algún día comer carne de vaca auténtica sea un lujo inalcanzable, como hoy en Las Vegas, pero el grueso de la humanidad podría tener a su alcance carne razonablemente sabrosa y nutritiva. Yo, mientras tanto, aprovecharé para ir por una Big Mac. ¡Buen provecho!

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miércoles, 31 de julio de 2013

Por qué no me gustó Guerra mundial Z

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 31 de julio de 2013

Me pongo mis cachuchas alternas de fan de ciencia ficción y de crítico banquetero de cine (sin la menor pretensión de autoridad en ninguno de los dos campos, por supuesto) para comentar mis impresiones sobre la última película de zombis, Guerra mundial Z (Marc Forster, 2013).

No es que no la haya disfrutado: como se espera de una película “palomera”, es emocionante y divertida. Tampoco es que odie a Brad Pitt (aunque sí creo que se debería operar esas bolsas bajo los ojos). Pero no puedo negar que salí del cine con un sentimiento de frustración: el planteamiento se me hizo tan ridículo como para resultar molesto.

Claro que, ya desde el clásico de George A. Romero, La noche de los muertos vivientes (1968), en toda película de zombis el planteamiento inicial es, necesariamente, ridículo. ¿Quién encontraría plausible que unos cadáveres puedan revivir, ya sin conciencia humana, debido a alguna especie de virus o agente infeccioso, para volverse caníbales y convertir a su vez en zombis a otras personas? (lo cual es, también, un poco confuso).

Como en toda obra de ciencia ficción, lo primero es suspender la incredulidad y aceptar una premisa fantástica. Una máquina que puede viajar en el tiempo; la posibilidad de hacer invisible a un hombre; un mundo en que los simios evolucionaron y se impusieron a los humanos. Pero la buena ciencia ficción trata de hacer un planteamiento lo más coherente posible con el conocimiento científico actual. Hasta aquí, todo va bien: en la película se hace referencia leve a parásitos que sabemos que manipulan y "esclavizan" el sistema nervioso de distintos animales para obligarlos a efectuar ciertos comportamientos: virus como el de la rabia, que produce agresión en mamíferos, o protozoarios como los que hacen que las ratas pierdan el miedo a los gatos, o que las hormigas trepen a lo alto de la hierba para ser comidas por las vacas (me dicen que en la novela de Max Brooks en que se basó la cinta estas referencias son más detalladas).

No. Mi queja se refiere a la solución que se plantea al problema (ojo, spoiler alert: no siga leyendo si no quiere enterarse del final de la película): proponer que los zombis, mediante algún extraño mecanismo de “adaptación” evolutiva, pueden detectar e ignorar a los humanos enfermos –¡de cualquier cosa!: cáncer, infecciones–, y usar eso para crear una “vacuna” contra ellos es, simplemente, absurdo. Casi tan ridículo como que los creadores de The Matrix hayan justificado su maravillosa fantasía distópica con la idea de que los seres humanos eran ¡una buena fuente de energía eléctrica!

Tratar de justificar “darwinianamente” un deus ex machina, un recurso tan evidentemente sacado de la manga, sólo demuestra la poca imaginación de los creadores, y el poco trabajo que se tomaron para conocer un poco más de ciencia: no hubiera sido tan difícil plantear una solución que sí fuera científicamente verosímil. Lástima.

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miércoles, 24 de julio de 2013

GT200: la estafa y la negación

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de julio de 2013

La estafa:

Un vivales se dedica a vender a distintos gobiernos de mundo un supuesto “detector molecular” para buscar armas, explosivos, drogas, y prácticamente cualquier sustancia (marfil, trufas, ¡y hasta pelotas de golf!).

El aparatito, llamado GT200, consiste en un mango al que está unida una antena que rota libremente. No requiere fuente de energía: se alimenta de la “energía del cuerpo humano”, generada por el usuario al caminar. Se afirma que, luego de “programarlo” insertando la tarjeta adecuada, el artefacto capta a una distancia de decenas de metros las “vibraciones moleculares” de las sustancias buscadas.

Varios países –Estados Unidos, Inglaterra, Tailandia… y México, donde se le conoce como “la ouija del diablo”– caen en el engaño. Algunos, como nuestros vecinos del norte –que lo intentaron usar, con nulos resultados, para detectar drogas o armas en las escuelas–, pronto se dan cuenta de que se trata de un fraude. Aunque sí existen técnicas de espectroscopía capaces de detectar distintas sustancias por medio de la radiación que emiten, no hay ninguna capaz de hacerlo a distancia y de manera instantánea.

Más aún: al estudiarlo, el aparato resulta carecer de cualquier componente electrónico que pudiera justificar su supuesto funcionamiento: está completamente hueco. La antena gira a merced de los movimientos involuntarios de los músculos del operario, influidos inconscientemente por sus prejuicios y sesgos (exactamente el mismo fenómeno que se presenta en la famosa ouija: el efecto ideomotor).

Otros países, como Tailandia, necesitan una tragedia –el estallido de un cargamento explosivo no detectado por el GT200; un ejemplo de “falso negativo” en el uso del “detector”– para darse cuenta de la estafa. El gobierno británico emite una alerta a otros gobiernos para que no confíen en la fraudulenta varita mágica, equivalente a la que usan zahoríes o rabdomantes para buscar agua. El gobierno mexicano la desoye: en el sexenio anterior se invirtieron 450 millones de pesos en comprar 1,112 detectores, para uso de fuerzas armadas, policías e instituciones como Pemex.

La negación:

Salvo algunas notas aisladas, o algunos columnistas –un servidor entre ellos–, los medios nacionales ignoran el caso, a pesar de la insistencia de varios ciudadanos bien informados interesados en difundir los datos respecto a esta peligrosa estafa. Pasan varios años; cambia el gobierno.

Y mientras, debido a casos de “falso positivo”, varios ciudadanos, señalados por la antenita mágica, son injustamente acusados de tráfico de armas o drogas, juzgados y encarcelados. Es hasta que intervienen peritos científicos que el caso llega a la atención de los defensores de los derechos humanos, y de ahí a algunos medios noticiosos. Aun así, ningún diario o noticiario presenta esta noticia, servida en bandeja de plata, en la primera plana que merecería.

Hasta que la semana pasada el diario El Universal lo hace, dos días seguidos. Algunos de los acusados ya han sido liberados; la Academia Mexicana de Ciencias ya realizó una evaluación –como si hiciera falta– que confirmó la completa inutilidad del GT200. En Gran Bretaña, sus fabricantes están siendo enjuiciados y condenados.

Y aun así, sólo hay silencio de los gobiernos federal y estatales, y de las fuerzas armadas. Y peor: el gobernador de Colima, Mario Anguiano, hace el papelón de declarar, a pesar de la evidencia del timo, que “han sido utilizados con éxito y han cumplido” (el investigador del Instituto de Ciencias Físicas de la UNAM, Luis Mochán, uno de los principales expositores del fraude y organizador de la prueba de doble ciego realizada en la AMC, lo ha invitado ya a someter a prueba sus detectores GT200 y sus similares, los ADE651, igualmente inútiles).

Sólo una triste conclusión es posible: falta mucha cultura científica en este pobre país.

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