miércoles, 26 de marzo de 2014

Nanotecnología y promesas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de marzo  de 2014

Scientific American,
noviembre 1992:
promesas de la nanotecnología
En 1959, el futuro premio Nobel de física Richard Feynman –uno de los científicos más geniales y simpáticos de las últimas décadas– propuso, en una conferencia titulada “En el fondo hay espacio de sobra” (There's plenty of room at the bottom) que un día se podrían manipular directamente los átomos para construir cosas con ellos.

Inspiró así el sueño de desarrollar no sólo nanomateriales (materiales con características morfológicas con dimensiones de entre uno y cien nanómetros: millonésimas de milímetro), sino nanomáquinas y nanorrobots.

En 1986 el también físico Eric Drexler publicó un libro donde postulaba que podrían llegar a construirse nanorrobots capaces de autocopiarse. Con eso se desató, por un lado, el furor por la nanotecnología, que ha engolosinado a los “nanotecnólogos” durante casi tres décadas, pero también el temor a que los nanorrobots autorreplicables pudieran salirse de control y convertirse en una “plaga gris” (grey goo) que acabaría devorando toda la vida en la Tierra.

La manipulación nanométrica es atractiva porque a esa escala muchos materiales presentan propiedades novedosas. Por otro lado, la existencia de máquinas y autómatas nanométricos abriría posibilidades tecnológicas e industriales insospechadas, y permitiría tener tratamientos médicos revolucionarios, como robots que recorrieran por dentro nuestras venas y disolvieran los coágulos de grasa o eliminaran tumores sin dañar al paciente.

Sin embargo, luego de todo este tiempo, y a pesar de varios desarrollos muy llamativos como el microscopio de efecto túnel, que permite visualizar átomos y también moverlos, y la construcción de engranes e incluso pequeños motores a escala nanométrica, los logros prácticos de la nanotecnología han sido limitados. Se concretan a la llamada “nanotecnología de primera generación”: nanoestructuras pasivas; simples materiales. Cosméticos que protegen contra la radiación solar, vendajes con nanopartículas de plata que aceleran la curación, recubrimientos para refrigeradores o llaves del baño que combaten las bacterias, tratamientos para jeans o calcetines que los hacen más durables y frescos. (La genial tecno-artista Laurie Anderson ha propuesto sarcásticamente que un día habrá “nanorrobots que recorrerán tu cabello y arreglarán la orzuela” [nanorobots that will crawl up your hair and repair the split ends].)

La llegada de la segunda generación (nanoestructuras activas, como motores o máquinas simples), la tercera (sistemas de nanosistemas) o la cuarta (auténticas máquinas moleculares complejas, como sería un nanorrobot autónomo) parecen estar en un futuro lejano.

Por eso llamó mi atención una noticia que la semana pasada recibió mucha –y merecida– publicidad: la obtención, por científicos de la UNAM, de “nanotubos y nanoesferas basados en proteínas virales”.

Estos materiales, producto del trabajo de un equipo multidisciplinario
encabezado por Laura Palomares y Octavio Ramírez, de los Institutos de Biotecnología y de Ciencias Físicas de la Máxima Casa de Estudios, ambos en el Campus Morelos, podrían “aplicarse en la formación de circuitos electrónicos para celulares y computadoras”, según el boletín emitido por la institución.

Lo interesante es, precisamente, que en vez de tratar de “construir” sus materiales (similares a las buckybolas y nanotubos de carbono que merecieron a sus creadores el Nobel de física en 1996) átomo por átomo, como proponía Feynman, o mediante procesos fisicoquímicos, los investigadores de la UNAM utilizaron partículas que fueron diseñadas por la evolución a través de millones de años para formar parte de nanorrobots que ya funcionan: los virus. En particular, la proteína VP6, que forma parte de la cápside, o cubierta externa, geométrica, del rotavirus.

En efecto: la selección natural ha producido infinidad de máquinas moleculares que forma parte de nuestras células –y de los virus– y que cumplen con precisión funciones con las que los nanotecnólogos hoy sólo sueñan. Máquinas giratorias que transforman una sustancia en otra, robots que caminan sobre rieles transportando con precisión sustancias; rieles que se autoensamblan cuando se necesitan y luego desaparecen. La variedad es inmensa.

La moderna biología molecular nos da hoy la posibilidad de manipular los genes que controlan la producción de estas nanomáquinas y sus componentes. De modo que, como lo han hecho los investigadores mexicanos, utilizar la ingeniería genética para hacer nanotecnología es, probablemente, lo más lógico. No sólo es más rápido y eficaz usar componentes ya diseñados y probados por la evolución, que no se tienen que “fabricar” sino que se “cultivan”, sino que además, alterando los genes mismos, se podrán modificar para adaptarlos a nuestras necesidades.

(En cuanto a las amenazas de la nanotecnología, hasta el momento se limitan a que muchos materiales nanotecnológicos pueden causar daño a los pulmones si se inhalan. Básicamente, nada más.)

Probablemente ni Feynman ni Drexler hubieran previsto que la nanotecnología con la que soñaron acabaría siendo, al final, biotecnología.

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miércoles, 19 de marzo de 2014

Las infladas ondas del big bang

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de marzo  de 2014

La expansión del universo,
comenzando por el big bang
seguido del periodo de inflación
En un episodio de la serie satírica Padre de Familia (Family Guy) aparece una versión de Cosmos “adaptada para rednecks” (la derecha rústica estadounidense): cada vez que Carl Sagan menciona el big bang (“la explosión que dio origen al cosmos”), se le superpone una voz que dice “¡Dioooos!” (la burla ya circula, en versión actualizada con Neil DeGrasse Tyson, en YouTube).

Y es que, a primera vista, la hipótesis de un creador todopoderoso que hizo el universo en seis días (al séptimo descansó) parece tan buena, o tan descabellada, como la de una “gran explosión” que, a partir de la nada, dio origen al espacio, el tiempo, la energía y la materia. (Los creyentes religiosos se aferran a este argumento para sostener, un tanto desesperadamente, que la creación divina sigue siendo una hipótesis tan válida como el big bang.)

Pero sólo a primera vista: examinándolas más de cerca hay grandes diferencias entre ambas versiones. Una es de carácter lógico: ¿qué es más sencillo, postular la existencia de un dios creador que surgió él mismo a partir de la nada (o bien, que ha existido por siempre), o ahorrarnos un paso y aceptar la creación de todo a partir de esa “singularidad” que llamamos big bang? Como explica Richard Dawkins en su esclarecedor libro El espejismo de Dios, la primera opción requiere creer en algo mucho más complejo e improbable: una deidad todopoderosa y eterna. Recurriendo a la “navaja de Occam”, principio que aconseja, en igualdad de circunstancias, preferir la explicación más sencilla, la hipótesis divina sale perdiendo.

Pero, en segundo lugar, y más importante, del big bang sí tenemos evidencia. La primera fue la observación, por Edwin Hubble en 1922, de que el universo se está expandiendo. Extrapolando de estos datos, en algún momento todo el universo debió estar en un punto, antes de “explotar” y comenzar a expandirse: el big bang. Luego, en 1964, Arno Penzias y Robert Wilson, usando un rudimentario radiotelescopio, detectaron la “radiación de fondo”, extendida por todo el universo, que es la huella fósil del big bang (tal como había sido predicho teóricamente en 1948 por Ralph Alpher y Robert Herman). Hoy las pruebas de la existencia del big bang son ya irrebatibles.

La gráfica de polarización,
mostrando los "torbellinos"
causados por las
ondas gravitacionales
¿Cuál es la importancia, entonces, del hallazgo reportado el lunes pasado en Milenio –y en toda la prensa mundial–, acerca de la detección de “las ondas de gravedad que recorrieron el espacio justo después del big bang”? Bueno: que confirman una teoría más detallada del origen del universo: la de que en la primera milquintillonésima de segundo después de la gran explosión inicial, el universo entró en un aceleradísimo proceso de expansión, conocido como “inflación”, que lo hizo aumentar de tamaño un trillón de veces en un instante.

La idea de la inflación, propuesta por Alan Guth en 1979, era sólo teórica… hasta ahora. De hecho, hay un centenar de variaciones de ella; los datos obtenidos por el equipo de astrofísicos del proyecto BICEP2 (por las siglas en inglés de “visualización de [radiación de] fondo de polarización cósmica extragaláctica”), encabezado por John Kovac, del Centro Harvard-Smithsoniano de Astrofísica, en Cambridge, Massachusetts, permitirán desechar muchas de ellas, para concentrarse en las que se ajustan mejor a los nuevos datos.

Van Gogh: Noche estrellada
Lo que Kovac y su equipo hicieron fue detectar las “ondas de choque” que el proceso de inflación causó en la radiación de fondo del big bang: una especie de huella digital que permite estudiar qué pasó en esos primeros instantes del universo. Su estudio se basa en el descubrimiento de que la radiación de fondo está polarizada: vibra en una dirección, no en todas. Las ondas gravitacionales producidas por la inflación habrían alterado la dirección de esta vibración. Tras tres años de observación del cosmos con detectores especiales ubicados en el polo sur, y uno año extra de análisis para confirmar sus resultados, el equipo de Kovac presentó el lunes sus resultados, que se aprecian como unos bellos remolinos en la dirección de la polarización del fondo celestial de radiación cósmica. Van Gogh habría estado encantado.

Las implicaciones del descubrimiento para la cosmología –si se confirma: aún no es definitivo, pero pronto se tendrán más datos de otros proyectos de observación– son tremendas: se podrá avanzar en el desarrollo de teorías sobre la naturaleza del espaciotiempo y su origen. E, incluso, puesto que el big bang es predicho por la teoría de la relatividad, pero la inflación fue predicha por la mecánica cuántica, el descubrimiento de Kovac y su equipo podría acercarnos a la deseada unificación de éstas, las dos principales teorías de la física: sabemos que ambas son correctas, pero por alguna razón se han rehusado a combinarse en una gran “teoría de todo”.

Así que, religión aparte, ¡salud por las ondas de gravedad y el big bang inflacionario!

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miércoles, 12 de marzo de 2014

Cosmos de nuevo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de marzo  de 2014

Si los niños de los 90 fueron la generación Beakman, la de adolescentes de los 80 fuimos la generación Cosmos.

Sí: me atrevo a comparar la obra maestra del astrónomo y magistral divulgador científico Carl Sagan (1934-1996), estrenada en México en 1982, con el alocado programa infantil protagonizado por Paul Zaloom, que pasó aquí entre 1994 y 2002, porque a pesar de ser completamente diferentes y estar dirigidos a públicos muy distintos, comparten una característica: inspiraron, cada uno, a toda una generación. Nos acercaron a la ciencia, nos mostraron su valor (en dos estilos totalmente contrastantes, eso sí) e inspiraron un sinnúmero de vocaciones científicas. (Y lo mismo podría decirse de los documentales de Jacques Cousteau, una generación antes…)

Cosmos fue producido por el sistema de televisión pública de Estados Unidos (PBS), y se convirtió en todo un fenómeno mundial. Como dijo Álvaro Cueva ayer en Milenio Diario, la serie “cambió la historia de la televisión”. Demostró que, contra lo que muchos decían (y algunos obtusos siguen diciendo), la ciencia puede no sólo vender en TV, sino ser todo un éxito.

Álvaro describe cómo corría al salir de los boy scouts para llegar a ver el programa. Yo discutía con mis padres para que nos saliéramos de los eventos familiares para llegar a tiempo a lo que ellos, que no acababan de entender, consideraban sólo “ver la tele”.

No voy a describir tantas cosas valiosas que tenía la serie (y el libro que la acompañó, que sigue siendo una deliciosa lectura). Sólo diré que concuerdo con Susana Moscatel, en Milenio del lunes, cuando considera que su éxito se debió a que generó “una fascinación por los temas científicos para los que no tenemos la menor idea al respecto”. Y con Álvaro, para quien Sagan, “a diferencia de la mayoría de los promotores culturales que salían en la tele, era claro, transmitía emociones, nos contagiaba de su amor por la ciencia y nos dejaba con la boca abierta”.

¿Y qué hay de la nueva serie? Que tiene mucho más presupuesto. Que presentará el conocimiento científico actualizado con lo que se ha descubierto en los 34 años que han pasado desde su estreno, en 1980. Que cuenta con mucho mejores, deslumbrantes, efectos. Que está hecha con amor –el primer capítulo incluye un sentido homenaje a Sagan–, porque en el equipo que la desarrolló está Ann Druyan, su viuda y colaboradora, y la conduce nada menos que Neil DeGrasse Tyson, astrofísico, director del Planetario Hayden (esa esfera maravillosa dentro de un cubo de cristal que está junto al Museo de Historia Natural de Nueva York), uno de los más activos divulgadores de la ciencia en la actualidad y un auténtico heredero del entusiasmo y el amor por compartir el conocimiento que tenía Sagan (además de ser mundialmente famoso, aunque muchos no sepan quién es, por el meme que reproduce su imagen diciendo “ay sí, ay sí…”). La voz de Tyson, mucho más profunda y resonante que la de Sagan, es otra ventaja. Además, en el equipo participa también, lo que sorprende a muchos, Seth McFarlane, el irreverente creador de la serie de caricaturas Padre de familia (Family Guy) y de la película Ted.

Después de ver (en YouTube, en versión pirata que fue prontamente bajada de la red) el primer capítulo de la nueva serie, puedo decir que, efectivamente, se ve fenomenal. Aunque, como fan de la original, me quedan faltando algunas cosas. Me falta la música de Vangelis, que hoy podría sonar anticuada, pero que no fue sustituida por algo igual de fantástico. Me faltan las excelentes dramatizaciones de los episodios históricos que hoy, con más presupuesto y recursos técnicos, fueron sustituidas por animaciones. Me encanta la nueva “nave de la imaginación” de Tyson, pero extraño la belleza etérea de la semilla de diente de león de la de Sagan.

Pero, sobre todo, extrañé, al menos en este primer capítulo, la poesía que formó siempre parte de los textos y la prosa de Carl Sagan; la nueva serie puede ser más emocionante y sin duda igual de profunda y asombrosa, pero creo que apuesta más por mostrar lo espectacular del universo que por la belleza que la ciencia nos revela. Quizá sea una buena decisión para atraer a las nuevas generaciones, no sé. Ya veremos. El subtítulo del Cosmos original era “Un viaje personal”; el de la nueva, “Una odisea espaciotemporal”. Quizá ahí está la explicación.

Como dice Susana, “el legado de Carl Sagan que se puede traducir en una sola palabra: conocimiento”. Pero, como aclara Álvaro, “aquello no era una clase de introducción a la universidad, era un espectáculo, como ir al cine, pero no, era diferente, poético, didáctico. ¡Genial!”. Concuerdo completamente con ellos. Para mí, igual que para Álvaro, Cosmos era “mi” Cosmos. No dudo que la nueva versión, que definitivamente me encantó, llegará a ser tan querida para mí, y para miles, como la original. ¡Disfrutémosla!

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miércoles, 5 de marzo de 2014

Disgusto por la filosofía

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de marzo  de 2014

La filosofía tiene una larga historia, literalmente milenios, de resultar incómoda. Recientemente me he visto involucrado en varias discusiones en Facebook acerca de la “inutilidad” de la filosofía. Sobre todo con amigos y colegas comunicadores de la ciencia que dedican gran parte de su tiempo a combatir seudociencias y supercherías.

Lo que me ha impresionado es la violencia de los argumentos. Más allá de la poco pertinente pregunta sobre si la filosofía es una ciencia (no lo es ni pretende serlo), he aquí algunas de las críticas que se le hacen a esta disciplina humanística: que se trata de meras “especulaciones existenciales”, que “es lo mismo que la teología”, que son “sólo ideas”. Se la describe como “vacía, inútil y refugio de la pomposidad”. Se la descalifica por “no tener utilidad práctica”, por ser sólo una simulación para que los “filósofos profesionales” cobren un sueldo por no hacer nada… Y se propone eliminarla del sistema educativo, del mundo académico y del mapa del conocimiento humano actual (al parecer, sólo les molesta la filosofía moderna; a la antigua aceptan conservarla como curiosidad de museo).

Yo entiendo que mis colegas escépticos estén a la defensiva: al menos desde mediados del siglo pasado, los filósofos de la ciencia –y en general los epistemólogos, o expertos en estudiar las maneras que tenemos de adquirir conocimiento– han tomado a la ciencia, acostumbrada a ser quien estudia el mundo, como objeto de estudio. Y han descubierto cosas no siempre agradables, sobre todo para quien tiene una imagen ingenua de ella. Entre otras, que la idea de objetividad, de que la ciencia revela “verdades” sobre el mundo natural, carece de un sustento razonable. (Es por eso que yo, en vez de decir que la ciencia revela verdades prefiero decir que produce conocimiento confiable… pero siempre mejorable.)

En especial desde los años 90, cuando se desataron las llamadas “guerras de las ciencias” (science wars), en la que algunos científicos naturales –en particular físicos– desataron lo que se convirtió en un combate abierto con las humanidades y las ciencias sociales (y en particular a la filosofía y la sociología de la ciencia), que sólo polarizaron y dividieron al mundo académico (hablo de ello en un capítulo de mi libro La ciencia por gusto, Paidós, 2004), la desconfianza de los científicos ante la filosofía no ha hecho más que crecer.

Y claro, si se trata de luchar contra creencias infundadas que se hacen pasar como ciencia sin serlo, y que causan daño y se aprovechan de la credulidad de la gente, es útil tener una concepción de la ciencia como una fuente certera de conocimiento confirmado. Justo lo contrario de lo que nos muestra la filosofía de la ciencia. Pero eso no quiere decir que la ciencia no sea, con mucho, la mejor forma que tenemos para adquirir conocimiento sobre el mundo material.

“¿Para qué sirve la filosofía?”, preguntan mis amigos, y se contestan “para nada, sólo para generar especulaciones sin fundamento ni utilidad”. Yo creo que se equivocan doblemente.

Primero, porque quieren juzgar a la filosofía con los criterios de la ciencia, exigiendo que el conocimiento que produce sea “útil” de manera práctica (ni siquiera la gran mayoría del conocimiento científico lo es), además de “comprobablemente cierto”. Eso es no entender a qué se dedica la filosofía: a estudiar no el mundo natural, sin la manera en que pensamos acerca de él (y de otras cosas en las que pensamos). Y no necesariamente a responder preguntas; al menos no de manera final, sino a ampliarlas y al hacerlo a explorar más amplia y profundamente el universo de la experiencia humana. La especialidad de los filósofos no es contestar preguntas (que es a lo que se dedican los científicos), sino hacer más preguntas: son expertos en problematizar el mundo.

Y segundo, porque creo que en realidad lo que tienen es miedo: miedo de que al descartar la imagen de superioridad, certeza e invulnerabilidad de la ciencia, y mostrárnosla como lo que es, una actividad humana con todos sus defectos, problemas y contradicciones, los filósofos puedan terminar por destruirla. Y eso sería inaceptable.

Pero creo también que su miedo es infundado: así como la ciencia hace todo lo posible por no engañarse, la filosofía de la ciencia busca mostrarnos una imagen lo más real y honesta posible de la propia ciencia. Creer que para que sobreviva tenemos que mantener el espejismo de la princesa de cuento que nos recetan en la escuela es tener muy poca confianza en ella.



Añado, para terminar, que vivimos tiempos en que la enseñanza de la filosofía ha sufrido muchos ataques, tanto en México, donde se propuso en 2009 eliminarla del bachillerato, como en España, donde la llamada “Ley Wert” buscó reducir drásticamente las horas que se le dedican en la escuela. Tiempos en que la actividad académica está bajo ataque en prácticamente todo el mundo, y la educación pública ve reducidos sus espacios y presupuestos. En este contexto, atacar a la filosofía e igualarla a una charlatanería inútil es abonar el terreno para los enemigos de la academia, del conocimiento en general y, en última instancia, de la propia ciencia.

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