miércoles, 17 de agosto de 2011

Bombas contra científicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM

Publicado en Milenio Diario, 17 de agosto de 2011


La oficina de Alejandro Aceves
 López, dañada por la explosión
  Cuando el 22 de julio pasado el mundo se enteró de que un  noruego loco había puesto una bomba en el distrito gubernamental de Oslo y había balaceado a centenares de jóvenes en la cercana isla de Utoya, el asombro e indignación mundiales fueron instantáneos.


  El asesino, Anders Behring, resultó ser un fundamentalista cristiano de ultraderecha, islamófobo y obsesionado con detener la “amenaza” del multiculturalismo. La profundidad de su locura se aprecia mejor sabiendo que había escrito un “manifiesto” de mil 500 páginas titulado 2083, Una declaración de independencia europea, donde mezclaba todo tipo de ideas racistas y radicales con las referencias más confusas y heterogéneas (incluso había alguna mención del EZLN).

  Pero no sólo los fanáticos religiosos son capaces de este tipo de barbaridades. La información científica mal entendida, distorsionada y mezclada con ideas seudocientíficas, desinformación y teorías conspiranoicas, puede llevar al mismo resultado.
 
Restos del mensaje que acompañaba
al artefacto explosivo
El pasado 8 de agosto el nanotecnólogo mexicano Armando Herrera Corral recibió un paquete bomba en su lugar de trabajo, el Tec de Monterrey, campus Estado de México, en Lago de Guadalupe. Al abrirlo explotó, hiriéndolo a él y a su colega Alejandro Aceves López (en cuya oficina se hallaban). Al día siguiente, el grupo radical autodenominado “Individualidades tendiendo a lo salvaje” reivindicó el atentado, argumentando, en un largo comunicado de unas 15 páginas publicado en internet, que “la mayoría de lxs cientificxs (sic) basan sus investigaciones en sus retorcidas necesidades psicológicas”, y que “la aberrante fusión de la nanotecnología, la inteligencia artificial, la electrónica molecular y la robótica” llevará a “la creación de nanociborgs que se puedan autoreplicar (re-sic) sin la intermediación del ser humano”, lo cual conducirá a “la creación de la autodestrucción humana” (recontrasic).

El lema “La Naturaleza es el bien, la Civilización es el mal…”, que cierra el texto, junto con las numerosas referencias científicas y la mención de nanotecnólogos famosos –incluyendo amenazas veladas a expertos mexicanos del Tec, la Universidad Autónoma de Nuevo León, el CINVESTAV del IPN, y otras instituciones privadas y académicas, a quienes se identifica por su nombre y puesto– muestran que se trata del mismo tipo de pensamiento obsesivo de tantos fanáticos extremistas, esta vez no racistas sino anticientíficos. Una amenaza real, digna de tomarse muy en serio.

La idea de la nanotecnología como amenaza apocalíptica ha sido sustentada por grupos anticiencia como ETC (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración) y retomada por personajes como el príncipe Carlos de Inglaterra (tema del que, por cierto, hablé hace años en mi primera colaboración para Milenio Diario) o el fallecido escritor de ciencia ficción Michael Crichton (en su fallida y alarmista novela Prey).

¿Podría haber algo de cierto en sus advertencias? Ni por asomo. De hecho, la nanotecnología ha sido más bien una decepción: sus promesas de nanomáquinas de tamaño subcelular que podrían revolucionar la industria y curar enfermedades ni siquiera se acercan a comenzar a cumplirse.

Pero el fanatismo, el pensamiento conspiratorio y la violencia no necesitan justificación real: basta con que algo les suene bien para tomarlo como un hecho. Es por eso que la difusión de la verdadera cultura científica y el pensamiento crítico, junto con el combate a charlatanerías y seudociencias, se vuelve hoy más que nunca prioritaria en toda sociedad democrática. Por si alguien lo dudaba.

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miércoles, 10 de agosto de 2011

Delfines eléctricos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM

Publicado en Milenio Diario, 10 de agosto de 2011


Las criptas vibrisales del delfín costero
La evolución produce adaptación. Es por ello que muchas de las características de los seres vivos parecen haber sido diseñadas por una inteligencia superior.

Pero en realidad son producto de un proceso ciego de prueba y error –la selección natural–, que no sólo produce nuevos intentos azarosos de mejorar lo existente, sino que muchas veces toma las piezas disponibles para crear órganos novedosos. El famoso biólogo evolutivo Stephen Jay Gould postuló un nuevo término, “exaptación”, para nombrar a los caracteres moldeados por la selección natural para una función específica que luego son aprovechados para un nuevo uso (aunque luego el filósofo evolucionista Daniel Dennett mostró, en su libro La peligrosa idea de Darwin, que, en realidad, las exaptaciones son simplemente adaptaciones, pues la evolución siempre genera sus novedades a partir de lo existente).

Algunos de los ejemplos más conocidos de exaptaciones son las plumas de las aves, que originalmente servían para conservar calor y luego fueron utilizadas para el vuelo, y la vejiga natatoria de los peces, que se deriva de los pulmones de sus ancestros y hoy les sirve para controlar la flotación. Una nueva exaptación fue mencionada recientemente el bloguero de ciencia Ed Yong, en su extraordinario blog Not exactly rocket science: el descubrimiento de que el delfín costero Sotalia guianensis tiene la capacidad de detectar campos eléctricos para buscar a los peces de los que se alimenta.

Hay muchos animales –tiburones y rayas, anguilas e incluso monotremas como el ornitorrinco y el equidna– que poseen un “sentido eléctrico” –la electrorrecepción– para buscar a sus presas. Pero hasta ahora no se sabía de otro mamífero (sí, los delfines amamantan a sus crías), aparte de los monotremas, que lo tuvieran.

Lo que muchos mamíferos sí tienen son bigotes (técnicamente llamados vibrisas) que les sirven a gatos, perros, roedores e incluso focas como mecanosensores, detectores táctiles para guiar sus movimientos y evitar colisiones. Los delfines no tienen bigotes, pero en el lugar donde éstos irían poseen unos pequeños poros llamados “criptas vibrisales”, que se consideraban vestigios evolutivos sin función.

Pues bien: al investigador Guido Dehnhardt, de la Universidad de Bonn, Alemania, lo intrigaron estas estructuras, y decidió investigarlas usando una cámara infrarroja. Descubrió, en 2000, que las criptas tenían una temperatura muy superior a la de la piel del delfín, lo que indicaba que tenía un rico flujo sanguíneo. Esto no tendría sentido evolutivo a menos que tuvieran alguna función útil (pues los delfines tienen que conservar el calor). Dehnhardt propuso tentativamente que quizá las criptas servían como mecanosensores que podrían detectar cambios de presión en el agua, para ayudarlos a cazar peces.

Pero en otra investigación publicada recientemente en la revista Proceedings of the Royal Society, lo investigadores Nicole Czech-Damal, de la Universidad de Hamburgo, y sus colegas, comprobaron que en realidad las criptas vibrisales del delfín costero –no se sabe si también en otras especies de delfín– son electrorreceptores que detectan campos eléctricos débiles (hasta 4.6 microvolts por centímetro cuadrado, más sensibles que lo que puede detectar un ornitorrinco, pero un millón de veces menos que los de un tiburón).

El delfín Paco, con
su caparazón plástico
¿Cómo lo comprobaron? Una disección de un delfín muerto –por causas naturales– del acuario de la ciudad de Münster, en Alemania, les confirmó que las criptas tenían conexión con el nervio trigémino, que normalmente lleva información de los órganos de los sentidos al cerebro. Luego entrenaron a otro delfín –llamado Paco– para meter su hocico en un aro, pero retirarlo si detectaba un campo eléctrico. Si cubría el hocico con un caparazón plástico, Paco perdía su sentido eléctrico, pero si el caparazón tenía hoyos que permitieran la entrada de agua salada, lo recuperaba.

Mediante esta ingeniosa técnica, Czech-Damal y sus colegas han mostrado, nuevamente, que lo que a primera vista parece un “desecho” evolutivo puede ser en realidad un nuevo órgano producido por la selección natural para dotar a sus poseedores de ventajas adaptativas en la continua lucha por la supervivencia. La historia de la ciencia revela como la curiosidad, combinada con la experimentación sistemática, puede llevar a los descubrimientos más inesperados… y sorprendentes.


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miércoles, 3 de agosto de 2011

Inquietante manipulación

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM

Publicado en Milenio Diario, 3 de agosto de 2011

Toxoplasma gondii, teñido con
una técnica de fluorescencia
Ya habíamos hablado aquí de cómo los parásitos pueden manipular a sus huéspedes al grado de convertirlos en zombis a su servicio. La duela del hígado hace que las hormigas trepen a la hierba para ser comidas por vacas, que así se infectan. Los baculovirus obligan a las orugas a trepar plantas y quedarse inmóviles, hasta que revientan y lanzan una lluvia de virus para infectar más orugas. Hay avispas que inyectan sus huevecillos en catarinas y las hacen proteger a la larva cuando emerge, cuidando su capullo.

Pero no sólo los insectos pueden ser utilizados por los parásitos para sus fines. Los mamíferos, incluido el humano, no nos libramos. El virus de la rabia convierte perros en máquinas de infectar. Y se sabe desde hace mucho que el protozoario Toxoplasma gondii, que infecta alegremente a muchos mamíferos pero que sólo puede reproducirse sexualmente en los gatos, es capaz de alterar el comportamiento de ratas y ratones, haciéndolos perder su miedo natural a los felinos, e incluso haciendo que se sientan atraídos por el olor de su orina. Esto ocasiona que los roedores envalentonados sean más fácilmente devorados por el gato, favoreciendo al parásito.

El ciclo de vida de
Toxoplasma gondii
Lo inquietante es que Toxoplasma también parasita a los humanos, que lo adquirimos al ingerir sus huevecillos (por ejemplo por contaminación con heces de gato). Se calcula que al menos 30% de la población mundial está infectada. Luego de la fase aguda de la infección, los parásitos se alojan principalmente en el tejido muscular y nervioso, donde forman quistes, y pueden permanecer ahí toda la vida (la infección normalmente es asintomática, aunque puede causar malformaciones y abortos en mujeres que se infectan por primera vez durante el embarazo).

¿No podría Toxoplasma estar también alterando nuestro comportamiento, como lo hace con las ratas? Quizá sí. Un estudio del investigador checo Jaroslav Flegr, llevado a cabo en Praga y publicado en 2002, mostró que las personas con toxoplasmosis latente (es decir, no recién infectados) tienen un riesgo 2.5 veces mayor que la población sana de tener accidentes de tráfico (ya sea como conductores o como peatones). También hallaron que el riesgo disminuye conforme el paciente tenga más tiempo infectado (medido por la cantidad de anticuerpos anti-Toxoplasma en su sangre, que disminuye con el tiempo).

La explicación podría residir en que el parásito parece disminuir el tiempo de reacción y la capacidad de concentración de los sujetos infectados. Esto podría deberse a que aumenta la concentración del neurotransmisor dopamina en el cerebro (pues posee una enzima que la fabrica, la hidroxilasa de tirosina). “Si nuestros datos son correctos, alrededor de un millón de personas al año muere [en accidentes de tráfico] por estar infectados por Toxoplasma”, afirmó Flegr al diario The Guardian en 2003.

Para inquietarse más, la toxoplasmosis podría también ser un factor causal de la esquizofrenia y la neurosis… y el investigador Kevin Lafferty, de la Universidad de California en Santa Bárbara, llegó a proponer, comparando datos del porcentaje de población infectada y la prevalencia de neurosis en varios países, que Toxoplasma podría ser un factor importante que determine parte de las características de las distintas culturas humanas.

Se trata sólo de hipótesis y evidencia preliminar, es cierto. Pero de comprobarse –para lo cual habrá que hacer muchos estudios más amplios y detallados–, tendríamos que enfocar nuestra relación con los parásitos que nos infectan de una manera totalmente nueva. Quizá no somos tan dueños de nuestro propio destino como creíamos.


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