miércoles, 26 de octubre de 2005

Norberto Rivera y el petate de Frankenstein

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
26-octubre-05

Cuando Mary Shelley escribió en 1816 su novela Frankenstein, probablemente no imaginó que estaba creando un icono que casi dos siglos después seguiría sirviendo para asustar sobre los “peligros” de manipular a la naturaleza. La moraleja del libro podría resumirse así: si interfieres con las leyes naturales, sufrirás consecuencias terribles.

Al menos, esa es la moraleja obvia, porque hay otra, menos evidente: lo realmente malo en la creación del ambicioso Víctor Frankenstein no son los daños que ocasiona su criatura fuera de control, sino el hecho mismo de haber osado violar el orden natural al crear vida, algo reservado sólo a los dioses.

Esta misma agenda oculta parece estar también detrás del actual debate sobre la eutanasia en nuestro país. A partir de la iniciativa de crear una instancia legal que regule las solicitudes de enfermos terminales que deseen poner fin, en forma voluntaria y humanitaria, a sus vidas (decisión personal que cualquiera que haya visto la excelente cinta Mar adentro debiera ser capaz de entender y respetar), se han levantado voces opositoras, en particular la de la iglesia católica.

El cardenal Norberto Rivera mencionó incluso la posibilidad de convocar a la desobediencia civil (por más que posteriormente se negara el hecho) si se aprobaba tal medida. Se defiende así la tramposamente llamada “cultura por la vida” (como si todo aquel que discrepara de la dogmática oposición vaticana a la simple posibilidad de decidir sobre los usos de su cuerpo -anticoncepción, aborto, orientación sexual, la eutanasia misma- defendiera una “cultura de la muerte”).

Desde luego, en el fondo se trata de un asunto ético. Pero también de salud, por lo que la posible legislación sobre eutanasia debería estar basada en el conocimiento que aporta la ciencia médica. Lamentablemente, los argumentos que los opositores han esgrimido no ya contra la eutanasia, sino contra la mera posibilidad de discutirla, son terriblemente pobres. Se reducen a afirmaciones como que “no nos está dado” intervenir en la terminación de la vida de un enfermo, o que “no se debe violar el orden natural”.

Son además argumentos falaces, pues se basan en la idea de que existen “leyes naturales” que pueden ser violadas, aunque pagando con funestas consecuencias. Si bien en ciencia se habla de “leyes” (como la de la gravedad), se trata más bien de generalizaciones sobre el comportamiento de la naturaleza. No sólo no pueden violarse, sino que no fueron impuestas por ninguna autoridad que nos castigue si lo hacemos.

Detrás de la idea de que hay un “orden natural” que no nos está dado trascender están dos concepciones filosóficas relacionadas: el vitalismo y el esencialismo. El primero supone que los seres vivos lo estamos gracias a una fuerza vital que nos anima, y que está presente ya desde el momento mismo de la fecundación. El esencialismo supone, a su vez, que las cosas -incluyendo los seres humanos- tienen esencias que los hacen ser lo que son.

La ciencia moderna, por su parte, nos dice que los seres vivos son producto de un proceso de construcción paulatina: van surgiendo a partir de la fecundación y se van convirtiendo paulatinamente en humanos. Y así mismo, al morir no se pierde una “esencia” humana, ni la muerte es un proceso en el que no nos esté dado intervenir (sobre todo si de aliviar el sufrimiento se trata).

La ciencia no puede estar ni a favor ni en contra de la eutanasia, pero sí puede estar abiertamente a favor de la posibilidad de discutir el tema, y puede refutar los argumentos esencialistas y vitalistas con los que se pretende asustar a los ciudadanos para evitar la discusión. No hay ninguna “ley natural” que nos impida intervenir en los procesos vitales para ayudar a quien lo necesite.

La iniciativa sobre la eutanasia no pretende obligar a nadie, sino permitir que quien lo necesite pueda recurrir a ella. Y es en ese sentido que la ciencia puede apoyarla. La ciencia bien entendida ve al ciudadano como un adulto capaz de tomar sus propias decisiones informadas, en el marco de la legalidad. Pareciera que la iglesia lo ve ya no como un niño, sino como una oveja que requiere de un pastor que la guíe. Nos quieren asustar con el petate de Frankenstein.

mbonfil@servidor.unam.mx

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