Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de abril de 2015
En el primer capítulo de su clásico libro El mundo y sus demonios (1995), el magistral divulgador estadounidense Carl Sagan comenta su encuentro con un chofer curioso, que lo reconoce por sus apariciones en la televisión y comienza hacerle preguntas sobre ciencia. Desgraciadamente, lo que el aquel hombre consideraba “ciencia” eran temas como cadáveres extraterrestres que supuestamente se hallan en bases de la fuerza aérea norteamericana, la posibilidad de hablar con muertos, profecías, curación con cristales, la sábana santa, la Atlántida…
El chofer preguntaba sobre cada tema “con un entusiasmo lleno de optimismo”. Sagan lamentaba tener que decepcionarlo con cada una de sus respuestas. ¡Qué desperdicio que tanta curiosidad se perdiera en patrañas sin fundamento!
El chofer había leído mucho. “Sabía hablar, era inteligente y curioso... [pero] no había oído prácticamente nada de ciencia moderna. Tenía un interés natural en las maravillas del universo. Quería saber de ciencia, pero toda la ciencia había sido expurgada antes de llegar a él. A este hombre le habían fallado nuestros recursos culturales, nuestro sistema educativo, nuestros medios de comunicación. Lo que la sociedad permitía que se filtrara eran principalmente apariencias y confusión. Nunca le habían enseñado a distinguir la ciencia real de la burda imitación. No sabía nada del funcionamiento de la ciencia”.
“Quizá este señor –continúa Sagan– debería aprender a ser más escéptico con lo que le ofrece la cultura popular. Pero, aparte de eso, es difícil echarle la culpa. Él se limitaba a aceptar lo que la mayoría de las fuentes de información disponibles y accesibles para él decían que era verdad. Debido a su ingenuidad, se veía confundido y embaucado sistemáticamente.”
Para los divulgadores científicos, combatir las creencias seudocientíficas que sostiene mucha gente es una labor especialmente ardua y hasta dolorosa. Porque no sólo se trata de compartir información o explicar conceptos, sino de corregir ideas erróneas que muchas veces forman parte importante de la identidad, cultura o estilo de vida de nuestro público. Al mostrar que son equivocadas y carecen de sustento científico, es fácil herir sentimientos y causar desagrado o rechazo. Como dice Sagan de su conversación con el chofer: “[cada cosa] que yo le decía no sólo descartaba una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa de su vida interior”.
Acabo de vivir una experiencia similar en Facebook, en medio de una discusión sobre la homeopatía. Como se sabe, ésta seudomedicina fue inventada en 1810 por el alemán Samuel Hahnemann, y hoy se ha convertido en un negocio internacional multimillonario, a pesar de que nunca ha demostrado la menor efectividad terapéutica en estudios clínicos controlados.
Sin embargo, el efecto placebo, el sesgo de confirmación (recordar sólo los pocos casos en que algo “nos funciona” e ignorar los muchos en que no lo hace), los sesgos ideológicos que ven la ciencia o a “lo químico” como “malo” y lo “natural” como “bueno”, la existencia de enfermedades siguen un ciclo natural (como el catarro) o las que en ocasiones se curan por sí mismas y la enorme complejidad de la respuesta de un organismo vivo ante la enfermedad, hacen que abunden quienes juran que la homeopatía es eficaz. (Lo mismo ocurre, claro, con cualquiera de las numerosas terapias alternativas que existen, desde las curaciones con cristales, péndulos o aromas, a cosas como rezarle a San Charbel, beber la propia orina, el vudú o las "limpias". El que mucha gente crea algo no es prueba científica de nada.)
Volviendo a la discusión en Facebook, una amable lectora del norte del país preguntó, con genuina curiosidad: “¿qué pasó con la salud de mi familia? Nosotros sólo hemos recurrido a la homeopatía, desde que mi hijo mayor, ahora de 30 años, era un bebé. Mis cuatro hijos no supieron lo que era una inyección y menos tomaron antibióticos hasta que salieron de casa, después de la universidad. Mi esposo y yo hasta ahora nos tratamos con “chochitos” homeopáticos. ¿Hay una explicación a esto?”.
Mi respuesta fue similar a lo expuesto arriba. Pero añadí que su actitud me preocupaba, no sólo por haber puesto en riesgo la salud de sus hijos, sino porque ellos, como posibles portadores no protegidos, ponían también en riesgo la salud de quienes los rodeaban.
Conforme avanzaba el diálogo, con participación de otras personas, era evidente que el desconcierto de la amable señora se iba convirtiendo en inquietud, en molestia. Me disculpé explicando que, como divulgador científico, parte de mi trabajo es precisamente combatir seudociencias.
La lectora insistía: “¿Pensarán lo mismo en el IPN, que mantiene la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía? Por otro lado, no considero irresponsables la actitud de los médicos homeópatas que nos han tratado, ni la mía y de mi esposo hacia nuestros hijos, pues de otra manera ellos no hubiesen crecido sanos y productivos. Confieso que el espíritu de sus notas [criticando la homeopatía] me tienen algo confundida, por decir lo menos”.
Y añadía más datos anecdóticos: “en el DF, mientras los compañeritos de mis hijos enfermaban constantemente, los míos eran reconocidos invariablemente por sus mínimas o nulas ausencias. Mi hijo mayor llegó casi bebé de Europa, con unas amígdalas que iban a operar de emergencia. Con la primera receta homeopática se curó y de allí en adelante nunca utilizamos ninguna otra medicina. Eso no puede ser ni suerte ni coincidencia. Algo hay que hace que miles de personas encuentren alivio en esa medicina”.
Pero ¡resulta que algo así sí puede ser suerte o coincidencia! Intenté explicar que, precisamente, la única manera de saber si un tratamiento realmente funciona es hacer un estudio clínico controlado, con suficientes pacientes, con una metodología de doble ciego y otros requisitos. De otro modo no se puede distinguir el efecto del tratamiento de todos los otros factores que pueden influir en el resultado. En todos estos estudios clínicos, en todo el mundo, la homeopatía ha demostrado siempre ser totalmente ineficaz.
Ante mi alarma por su comentario acerca de que sus hijos no habían recibido inyecciones, y mi juicio de que tal actitud era irresponsable, la señora continuó: “sí, les dio varicela, sarampión, rubeola, escarlatina, etcétera, porque accedimos a seguir un plan médico y los hicimos contagiar de esas enfermedades para inmunizarlos de por vida, cuidando además de que no contagiaran a nadie porque fue un proceso, como repito, controlado. Ese era el plan y resultó”. A esas alturas, mi asombro y el de los demás participantes en la discusión era ya extremo.
Y sin embargo, no se trataba de una persona inculta ni irracional: ante nuestras afirmaciones de la falta de sustento médico para la homeopatía, se preguntaba “¿no deberían estar quitando cédulas profesionales, cerrando consultorios médicos, hospitales y centros de investigación homeopática? Estoy confundida, preocupada y por demás intrigada sobre lo que sucede al respecto. De verdad que pienso que, entonces, debe haber fuerzas desconocidas que los médicos homeópatas logran inyectar a sus pacientes para curarlos.”
Y arriesgaba una hipótesis: “A la luz de lo que he leído sobre la física cuántica, supongo, pues no soy especialista, que la homeopatía tendrá que ver con el manejo de las energías. No sé. Es una idea. Lo pensé cuando leí sobre los neutrinos. Si no son los medicamentos homeopáticos los que curan, entonces ¿no será una fuerza que todavía no conocemos bien y que de alguna manera se concentra en los famosos chochitos? Tengo entendido que los neutrinos entran y salen de todo lo que nos rodea llevando y trayendo energía… Estoy especulando debido a mi asombro ante su persistencia sobre la inoperancia de la homeopatía”.
Al final, la lectora abandonó la discusión. Yo quedé preocupado al saber que existen en México madres de familia capaces de poner en semejantes riesgos a sus hijos, y reafirmé mi indignación ante tantos defraudadores seudomédicos que en vez de estar tras las rejas, donde pertenecen, siguen poniendo en peligro la salud de la población, sin control de las autoridades de salud.
Disonancia cognitiva |
A mí me quedó una lección, ya sabida, pero que otro contacto de Facebook logró expresar concisamente: “Es natural sentirse confundido (por lo menos) cuando nos topamos con que aquello en lo que hemos creído toda la vida resulta no ser tan cierto, o de plano falso. [Enfrentar] eso [y tratar de proporcionar información confiable para cambiar esas creencias sin fundamento científico] es parte del trabajo de los divulgadores, y suele no ser fácil”.
Pues sí. El chiste sería lograr hacerlo sin convertirse en un aguafiestas. Sin duda, la divulgación escéptica, sobre todo en temas médicos, es un trabajo ingrato. Pero no podemos dejar de
hacerlo.
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