Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de septiembre de 2004
Publicado en Milenio Diario, 21 de septiembre de 2004
Cuando escuchan la palabra “placebo”, la mayoría de los jóvenes pensará inmediatamente en un pólémico grupo musical pop –por cierto, bastante bueno–, cuyo cantante, Brian Molko, tiene un look cultivadamente andrógino.
Sin embargo, la noticia que difundió recientemente la agencia Reuters, relativa a un posible comportamiento engañoso cometido por numerosos médicos al recetar placebos a sus pacientes, no tiene nada que ver con la música de moda.
Se trata de un estudio, realizado por los médicos israelíes Pesach Lichtenberg y Uriel Nitzan, del Hospital Herzog, en Jerusalén, y publicado en la revista British Medical Journal en su edición electrónica el pasado 16 de septiembre. En él preguntaron a 89 médicos israelíes de hospital acerca del uso de este tipo de medicamentos ilusorios, que el diccionario define así: “sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto curativo en el enfermo, si éste la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción”.
Los resultados del estudio fueron claros: 68 por ciento de los encuestados aceptaron que cuando proporcionan placebos a sus pacientes, les dan a entender que se trata de medicamentos reales. Además, 62 por ciento declararon que recetan placebos al menos una vez al mes.
Los placebos más comúnmente utilizados normalmente son píldoras que no contienen ninguna sustancia activa, sino sólo azúcar o almidón. Y precisamente su efecto depende de que el paciente –y de preferencia, también el médico– tengan confianza en que la píldora realmente puede ayudar. De ahí que algunos médicos se cuestionen qué tan ético resulta el uso de placebos, en vista de que, en cierto modo, se está engañando a los pacientes, a pesar de que esto se haga para mejorar su salud.
También hay que tomar en cuenta que no sólo las píldoras presentan un “efecto placebo”, sino que también existen “tratamientos placebo” en los que el paciente recibe atención y trato amable y por parte del personal médico, e incluso “cirugías placebo”, en las que al paciente se le hospitaliza, se le hacen incisiones similares a las que se harían si se le operara realmente, y posteriormente se le da un tratamiento post-operatorio idéntico al de los pacientes “reales”.
Uno de los caso más famosos de efecto placebo, que ayudó a que éste extraño fenómeno adquiriera reconocimiento en la comunidad médica internacional, fue un estudio realizado hace cuatro décadas, en el que el cardiólogo Leonard Cobb sometió a una serie de pacientes a un simulacro de la operación conocida como “ligadura mamaria”, en la que, a través de pequeñas incisiones en el tórax, se ligaban algunas arterias para tratar de aumentar el flujo de sangre hacia el corazón de pacientes con angina de pecho. Hasta ese momento, el procedimiento se consideraba bastante útil –90 por ciento de los pacientes reportaba una mejoría–, pero el estudio de Cobb demostró era inútil, pues las operaciones simuladas, resultaban tan efectivas como la operación real.
El efecto placebo es tomado en cuenta, por ejemplo, en los estudios clínicos de nuevos fármacos. Para probar la efectividad de una nueva medicina, se hace un estudio en que a un grupo de pacientes no se les da tratamiento alguno, a otro se les da la nueva medicina, y a un tercero se le da un placebo que se ve exactamente igual a la medicina, pero no contiene la sustancia activa. Para que el nuevo fármaco sea útil, tiene que demostrar que es más efectivo que el placebo (hay casos en que sucede exactamente lo contrario, o cual mete en grandes problemas a las farmacéuticas).
¿A qué se debe este misterioso fenómeno? La realidad es que nadie lo sabe. Existen algunas teorías que explican en parte los fenómenos observados, pero ninguna es totalmente satisfactoria. La primera es que, simplemente, algunas enfermedades (como el catarro o la hepatitis) tienen un curso natural en el que, independientemente de lo que haga el paciente, duran un tiempo y luego desaparecen por sí solas.
Otra explicación es la que postula que la influencia de la mente sobre el cuerpo puede de alguna manera (no mágica, claro) alterar el curso de una enfermedad, o disminuir el dolor que causa una lesión. Existen datos que favorecen esta hipótesis, como el de que ciertos pensamientos pueden estimular la producción de endorfinas, los calmantes naturales que produce nuestro cerebro. Hay también estudios sobre las relaciones que existen entre el sistema nervioso y el inmunitario, que parecen mostrar que el estado de ánimo puede afectar el funcionamiento de las células defensoras de nuestro cuerpo: se sabe, por ejemplo, que el estrés disminuye la inmunidad.
Finalmente, una tercera explicación es de tipo más social: al parecer, las expectativas que uno tenga respecto a un tratamiento y la forma de encarar la enfermedad pueden influir en la forma como uno mismo percibe su estado, y cómo lo ven los demás.
En las conclusiones de su estudio, Lichtenberg y Nitzan plantean que quizá el efecto placebo debiera ser utilizado abiertamente como auxiliar terapéutico, pero al mismo tiempo invitan a la comunidad médica a reflexionar sobre las implicaciones éticas de este método. Lo cierto es que el uso de placebos es una realidad que sigue siendo un enigma para la medicina.
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