Milenio Diario, 11 de noviembre de 2003
Como tantos en todo el mundo, el pasado fin de semana acudí esperanzado a ver la tercera parte (y supuestamente final) del filme The Matrix. Y como tantos, supongo, salí vagamente decepcionado.
Pero descuide: no le arruinaré la experiencia contándole la película. Sólo comentaré que si la segunda parte, Matrix reloaded, había “cambiado las reglas” establecidas en la primera y estupenda película, en esta tercera, Matrix revolutions, abundan los cabos sueltos y los elementos sacados de la manga (deus ex machina, los llamaban los griegos, ¡y en Revolutions incluso hay un “personaje” que así se llama!).
Permítame, eso sí, explicar la razón de mi decepción. Se resume en lo siguiente: a pesar de ser una estupenda cinta de acción, con algunas de las escenas más sorprendentes que me ha tocado ver (aunque lo mismo sucedió cuando vi la primera), creo que Revolutions ya no puede ser considerada una cinta de ciencia ficción. A diferencia de lo que sucedía en la original, donde se nos introducía a un mundo que, a pesar de tener elementos fantásticos, era plausible, tomando en cuenta el conocimiento científico actual, la ensalada que se comenzó a introducir en Reloaded y que se consagra en Revolutions incluye más que nada fantasía desbordada, al estilo de La guerra de las galaxias. Y eso, discúlpeme, no es ciencia ficción.
El elemento verdaderamente sorprendente de la Matrix original era precisamente el fantástico mundo virtual en el que, como descubría con sorpresa el espectador a media película, vivían los protagonistas. Es cierto, la explicación introducida por los hermanos Wachowski, creadores de la trilogía, para justificar la existencia de la matrix mucho dejaba que desear: como fuente para obtener energía, el cuerpo humano es una de las menos eficientes, y después de todo, ¿por qué no simplemente dejarlos soñar, en vez de fabricarles ese complejo mundo virtual? (En una simple plática de café mi amigo Sergio de Régules (también columnista de Milenio) y yo inventamos una mejor justificación: las máquinas podrían necesitar tener a los humanos dormidos y conectados a la matrix porque requerían sus cerebros como hardware donde correr sus programas: los cerebros humanos usados como computadoras vivientes. En fin...)
Como toda buena ciencia ficción, la primera película de la trilogía se basaba en algo que tiene que ver con la realidad. Y quizá más de lo que pensamos.
El biólogo Richard Dawkins, autor del famoso libro El gen egoísta y uno de los mejores divulgadores científicos contemporáneos, describe en su excelente obra Destejiendo el arcoiris (Tusquets, 2000) cómo nuestro cerebro –y el de muchos otros animales– son máquinas que a lo largo de la evolución desarrollaron la capacidad de construir representaciones mentales del mundo real. En un primer nivel, estas representaciones son simplemente las percepciones de nuestros sentidos. Después de todo, no vemos directamente un cuadro, sino sólo los fotones que se reflejaron en él y que llegan a nuestros ojos... la representación del cuadro que llega luego a nuestra conciencia es construida por nuestro cerebro. Y lo mismo sucede con todos los demás sentidos.
Pero en niveles más elaborados, nuestra mente contiene también modelos que no sólo representa con gran precisión el aspecto de los objetos que están ahí fuera. También “simulan” con gran precisión su comportamiento, de manera análoga a como lo hacen, por ejemplo, los ingenieros o los astrónomos con los modelos virtuales de un puente o una galaxia que construyen en sus computadoras. “Nuestra cabeza contiene un programa potente y ultrarrealista de simulación”, señala Dawkins. Es por ello que podemos, por ejemplo, imaginar que giramos un objeto en nuestra mente para ver su lado oculto, o que logramos, en otro nivel, “adivinar” las emociones que está experimentando un ser humano, gracias a que construye un “modelo” de la otra persona que le permite predecirla y entenderla. Hay enfermedades que impiden, por ejemplo, reconocer un objeto si se lo mira desde otro ángulo, o que impiden entender qué están sintiendo los demás; ésta última carencia es la base del autismo, que forma una barrera de incomunicación alrededor del enfermo.
Escribe Dawkins: “El lector y yo, nosotros, somos humanos, somos mamíferos, somos animales, habitamos en un mundo virtual, construido a partir de elementos que son, a niveles sucesivamente más altos, útiles para representar el mundo real. Desde luego, nos sentimos como si estuviéramos firmemente instalados en el mundo real... que es exactamente como debe ser si nuestro programa de realidad virtual limitada debe servir para algo. Sirve para mucho, porque es muy bueno, y sólo nos damos cuenta de él en las raras ocasiones en las que algo no funciona bien. Cuando ocurre tal cosa experimentamos una ilusión o una alucinación.”
O una enfermedad, como sucede con los asombrosos casos clínicos reales que presenta el neurólogo y literato Oliver Sacks en otro excelente y revelador libro, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Océano, 1998).
Somos nuestro cerebro, o al menos somos el producto de su funcionamiento y no podemos existir separados de él. Lo asombroso, quizá, es darse cuenta de que el sorprendente argumento de la película (la primera) es en realidad sólo una extrapolación de esta realidad virtual en la que vivimos todos los días.
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