Milenio Diario, 18 de noviembre de 2003
La nota principal de los últimos días ha sido la propuesta del gobierno federal de “desincorporar, liquidar, extinguir, fusionar o enajenar” (todos ellos eufemismos para “deshacerse de”) una serie de instituciones. Entre ellas algunas son filantrópicas, como la Lotería Nacional y Pronósticos Deportivos (en estos tiempos de Teletones, ¿quién se preocupa por comprar un cachito?). Otras son de servicio social, como Notimex, la agencia noticiosa que, a pesar de su evidente ineficiencia, podría haberse reformado para cumplir satisfactoriamente su importante misión.
Pero lo más preocupante es descubrir que la mayoría de las entidades que se ofrecerán en la venta de garage gubernamental son de índole cultural. Tres relacionadas con el cine (el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) y los Estudios Churubusco. Otras con la cultura popular y la lectura: el Fondo Nacional para las Artesanías, Fonart, y la distribuidora de libros Educal. Y otras más con la docencia e investigación en problemas de interés nacional: el Colegio de Posgraduados de Chapingo; el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias; el Instituto Nacional para el Desarrollo de Capacidades del Sector Rural; la Comisión Nacional de Zonas Áridas, y el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua.
En cambio, el rescate bancario y el pago de la deuda gubernamental recibirán un incremento de recursos. Queda claro lo poco importante que es la cultura para este gobierno. Que se piense que deshacerse de este tipo de instituciones culturales es “ahorrar” es señal de que algo grave está pasando.
Refiriéndose a la desincorporación de Imcine y el CCC, Fernando del Paso escribió en La Jornada (10 de noviembre): “Tenemos un gobierno que no comprende… que esos institutos y esas escuelas no fueron creados para obtener ganancias. No son negocios. No son empresas. No son la Cocacola. Son organismos de inversión a largo plazo, que se recupera, y con creces, cuando cumplen debidamente su función. Invierten en el talento de los mexicanos, y ganan cuando ese talento da sus frutos”.
¿Qué decir, entonces, del recorte de 10 millones de pesos -casi 10 por ciento- en el presupuesto de Conacyt para 2004, según comenta José Antonio de la Peña, presidente de la Academia Mexicana de Ciencias (Milenio, 11 de noviembre)? Después de todo, si a la cultura le llegan tantos golpes, la ciencia no tendría por qué salir mejor librada, ¿no es así?
Creo que no. La cultura es indispensable para el desarrollo del país, indudablemente. En el caso de la ciencia –y no hablo sólo de la investigación científica, sino también de su enseñanza y su divulgación amplia- el argumento es el mismo, pero aún más robusto.
En primer lugar, la ciencia es parte de la cultura. Al igual que las artes o las humanidades, igual que un libro de Educal o una película del CCC o Imcine, la ciencia es producto de la creatividad humana, y como tal nos revela nuevas visiones que cambian nuestra concepción de nosotros mismos, del mundo en que vivimos y del lugar que ocupamos en él. Tan revelador respecto a la condición humana puede ser un poema o una novela como el desciframiento de nuestro genoma o la comprensión de los procesos cerebrales que permiten nuestra vida mental conciente.
La ciencia tiene entonces, a diferencia de lo que se cree comúnmente, un valor cultural. Pero lo cultural, ya lo sabemos, no sirve para nada. Aunque paradójicamente -y esto se les escapa a los administradores que nos gobiernan-, al mismo tiempo sirve para todo. “Todo” en el sentido humano. En el mismo sentido que uno no trabaja para ganar dinero o subir en la empresa, sino para tener una vida mejor; una buena vida, diría Fernando Savater. No hay que confundir los medios con los fines. Se trabaja para vivir, no se vive para trabajar; similarmente, la economía debería servir para el bienestar de los individuos, no para tener buenas cifras macroeconómicas a costa de pobreza e injusticia.
Pero aparte de este valor estético, tan vital, la ciencia ofrece además muchos otros beneficios de índole más práctica.
Una sociedad con una cultura científica es una sociedad más preparada para la democracia. Como escribió Carl Sagan en El mundo y sus demonios, la ciencia comparte muchas cosas con la democracia: el pensamiento crítico, el requerimiento de fundamentar las afirmaciones en pruebas, la obligación de hacer pública la información.
Una sociedad con cultura científica puede participar responsablemente en decisiones sociales relacionadas con ciencia y tecnología. La instalación de un reactor nuclear en Laguna Verde, la importación de granos transgénicos, la clonación de mamíferos, la experimentación con células precursoras. Todas ellas son decisiones en las que los ciudadanos no podemos participar si no entendemos de qué se trata.
Y finalmente, el único argumento que parece importarle a los gobiernos: una sociedad con una cultura científica es una sociedad en la que se puede desarrollar la investigación. Que puede producir nuevo conocimiento científico. Y el conocimiento científico funciona. Puede aplicarse para fabricar tecnología; para resolver problemas ambientales, de salud, industriales o incluso humanos. La tecnología produce poder y dinero. Los países que tienen ciencia son prósperos y poderosos. Nosotros, que seguimos dejando a la ciencia –y al resto de la cultura– para tiempos mejores, “para cuando haya dinero”, estamos ignorando la única herramienta segura que puede, a largo plazo, sacarnos de nuestros problemas.
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