Milenio Diario, 14 de octubre de 2003
Como sucede cada año, la semana pasada se anunciaron los ganadores de los tres premios Nóbel de ciencias para 2003. Me refiero, por supuesto, a los de física, química y medicina o fisiología. No hay premio Nóbel de biología, aunque normalmente los biólogos logran colarse en el de medicina, ni de matemáticas, debido (dice la leyenda) a que la esposa de Alfred Nobel le puso los cuernos con un matemático. El inventor de la dinamita se vengó negándose a que hubiera premio para quienes trabajan en el abstracto mundo de los números).
Chismes aparte, y dejando de lado la escabrosa cuestión de si la economía es o no una ciencia (yo evado la cuestión afirmando que no es una ciencia natural, que es lo que los científicos y el público en general normalmente entendemos como “ciencias”), la cuestión de los famosos premios siempre sirve de pretexto para reflexionar sobre el valor de la ciencia.
¿Por qué logros se otorgaron los premios este año? El de química, “por descubrimientos concernientes a los canales en las membranas celulares”. El de medicina “por descubrimientos concernientes a la obtención de imágenes por resonancia magnética”. Y el de física “por contribuciones pioneras a la teoría de los superconductores y los superfluidos”.
A primera vista estos temas pueden sonar lejanos a nuestra experiencia diaria. Quizá no tanto el de medicina, pues hoy es ya común oír hablar de los famosos estudios de resonancia magnética que los doctores suelen utilizar cuando quieren estudiar un posible tumor, derrame cerebral u otra alteración del interior del cuerpo sin tener que abrirlo con un bisturí. La tecnología de resonancia magnética, junto con otras similares, ha proporcionado alternativas importantísimas a los centenarios rayos X, que además de ser peligrosos tienen muchas limitaciones. Paul Lauterbur y Peter Mansfield recibirán el premio por haber sido quienes lograron convertir un curioso fenómeno electromagnético (la resonancia magnética) en una técnica que ha revolucionado la medicina.
El premio de física es un poco más abstruso. Lo recibirán Alexei Abrikosov, Vitaly Ginzburg y Anthony Leggett, por haber desarrollado teorías que explican dos extrañísimos fenómenos que suceden a bajas temperaturas: la pérdida de la resistencia eléctrica en un material (superconductividad) y la pérdida de la viscosidad de un líquido (superfluidez).
Abrikosov y Ginzburg lograron explicar la superconductividad utilizando la mecánica cuántica, y sus descubrimientos permitirán desarrollar tecnología en la que se puedan generar grandes campos magnéticos utilizando materiales superconductores. De hecho, esta tecnología ya se utiliza en los aparatos de resonancia magnética (los Nóbeles están relacionados, este año). Por su parte, Legget explicó, usando una teoría similar a la que explica la superconductividad, el fenómeno de la superfluidez, que hace que, por ejemplo, el helio líquido fluya hacia fuera del recipiente que lo contiene a bajas temperaturas. No se prevén aplicaciones directas de este desarrollo, que es más bien teórico.
Pero el que me parece más fascinante es el Nóbel de química, pues permite explicar fenómenos que relacionados con la vida. Peter Agre recibirá la mitad del premio por descubrir los canales que permiten que las moléculas de agua circulen libremente a través de la membrana que separa a las células de su entorno. Roderick MacKinnon ganó la otra mitad por explicar el funcionamiento de los canales que en la membrana controlan la entrada y salida de iones como el sodio y el potasio.
Nuevamente, esto podría sonar abstracto, pero deja de serlo al saber que la existencia de estos canales es indispensable para el funcionamiento de cualquier célula viva de cualquier organismo. Intervienen en procesos tan distintos como la formación de orina en los riñones o de pensamientos en el cerebro.
En efecto: el paso controlado de agua y de iones minerales a través de las membranas celulares es indispensable para el funcionamiento del corazón, los músculos, el sistema nervioso y de todo nuestro cuerpo. Los riñones, por ejemplo, llegan a filtrar hasta 170 litros de orina al día, de los cuales se recupera la mayor parte del agua para que se expulse sólo alrededor de un litro. Y la transmisión de impulsos nerviosos, que hacen posible el movimiento muscular y las facultades del pensamiento –incluyendo los sueños, la creación artística y el enamoramiento– son, a nivel molecular, debidos a la entrada y salida de iones a través de la membrana de las neuronas. Quizá lo más fascinante de los hallazgos de los premiados en química de este año es que nos permiten entender estos fenómenos a nivel de las moléculas y átomos que las forman.
Así que la pregunta que encabeza esta colaboración puede responderse en dos dimensiones. Los premios de este año han servido para entender el funcionamiento del cerebro (química), para construir aparatos que nos permiten estudiarlo (medicina), o para entender por qué la corriente puede circular sin resistencia en ciertos componentes de esos aparatos (física). Pero en un sentido más profundo, los premios sirven, tal como lo quiso en su creador, para fomentar la investigación científica que, además de ayudarnos a entender el mundo, beneficia a la humanidad. Los Nóbeles no son tan glamorosos como los óscares, pero ¿no cree usted que son más útiles a la sociedad?
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