por Martín Bonfil Olivera
Publicado en Milenio Diario, 16 de enero de 2008
Los territorios inexplorados siempre han sido fascinantes. La posibilidad de descubrir nuevas tierras, gentes o especies de seres vivos resulta irresistible.
La búsqueda de nuevos continentes o poblaciones humanas desconocidas está ya agotada, pero de vez en cuando nos enteramos con satisfacción de que se ha hallado alguna nueva forma de vida. Recientemente, territorios como Surinam (antigua Guyana Holandesa) o Nueva Guinea (al norte de Australia) han revelado especies novedosas de insectos, anfibios y hasta mamíferos. Por supuesto, las profundidades marinas siguen albergando incontables organismos misteriosos que muy de vez en cuando tenemos ocasión de conocer. Y ni hablar de las incontables especies de bacterias que, por ser microscópicas, aún no hemos encontrado ni identificado.
Pero una cosa es hallar nuevas especies en la Tierra, y otra muy distinta encontrar vida en otro planeta, que podría ser completamente distinta a la que existe aquí. Todos los organismos terrestres formamos las ramas de un único "árbol de la vida" en cuya raíz se encuentran los primeros seres vivos que existieron en el planeta.
A partir de ellos evolucionamos todos los demás. Por eso compartimos la misma química, basada en el carbono. Nuestras proteínas están formadas por aminoácidos "izquierdos" (técnicamente, de tipo L) y nuestros azúcares son "derechos" (tipo D). Y almacenamos nuestra información genética en moléculas de ácido desoxirribonucleico (ADN).
Pero el árbol de la vida de otro planeta podría ser diferente. Podría usar aminoácidos novedosos (aquí todas las proteínas constan de los mismos 20, en infinitas combinaciones). Podrían tener aminoácidos D, o azúcares L. Podrían utilizar el ácido ribonucleico (ARN), molécula genética de los primeros organismos terrestres, que fue luego sustituida por su primo, el ADN. E incluso podrían tener una química más extraña, no basada en el carbono sino en el silicio, o que utilizara un disolvente distinto al agua, como el metano.
Las posibilidades son fascinantes. Pero más lo es la propuesta que analiza Paul Davies en la revista Scientific American de diciembre: la de que un árbol de la vida distinto haya podido florecer aquí mismo, en la Tierra, sin que lo hayamos notado.
¿Y si un día descubriéramos, sorprendidos, que hemos estado compartiendo el planeta con invisibles vecinos cuya existencia ni siquiera habíamos imaginado?
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