Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de marzo de 2011
Un mamavirus gigante con varios virófagos Sputnik en su interior |
Los virus son entidades extrañas: se hallan en la frontera entre lo vivo y lo inanimado (sólo presentan funciones vitales cuando parasitan una célula), y su origen evolutivo sigue siendo un misterio (aunque hay diversas hipótesis al respecto, e incluso puede ser que hayan tenido varios orígenes). En 1992 se encontró un tipo de virus sorprendente, que infecta a cierto tipo de amibas de agua sucia (Acanthamoeba polyphaga). Era tan grande que podía verse al microscopio, y por ello se lo confundió con una bacteria. Cuando en 2003 se descubrió el error, se lo llamó “mimivirus” (de mimós, imitar).
En septiembre de 2008 Didier Raoult, del Centro Nacional de la Investigación Científica, en Francia, descubrió un virus aún más grande, pariente del mimivirus, y en son de broma lo llamó “mamavirus”. Pero había más sorpresas: también halló otro pequeño virus asociado a éste, que no podía reproducirse dentro de las amibas si éstas no estaban infectadas por el mamavirus. A este tipo de virus se les conoce como “virus satélite”; usando nuevamente el humor, el pequeño acompañante fue llamado Sputnik (en alusión al primer satélite artificial, y debido a que en ruso el nombre significa, precisamente, “viajero acompañante”).
Pero el virus Sputnik no sólo acompaña al mamavirus: lo parasita. No porque se meta dentro del virus gigante, sino que aprovecha la maquinaria de reproducción controlada por el mamavirus para producir sus propias copias, y al hacerlo estorba la reproducción del propio mamavirus (frenándola y produciendo copias defectuosas, que tienen dificultades para infectar a nuevas amibas). Debido a ello, y a pesar de que el nombre nuevamente sea inexacto, se le clasificó como un “virófago” (por comparación con los bacteriófagos).
Tanto el mimivirus como el mamavirus y su acompañante Sputnik habían sido aislados de torres de enfriamiento de agua. Pero esta semana, en la Revista de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos (PNAS), el equipo de Ricardo Cavicchioli, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, en Australia, anuncia el descubrimiento de un nuevo virófago, esta vez silvestre, en el hipersalino Lago Orgánico, en la Antártida.
Lo más asombroso es que este virus, llamado “virófago del lago orgánico” (VLO, o en inglés, OLV), que parasita a los llamados ficodnavirus, que atacan a las algas del lago (ficos = alga), podría de hecho controlar la ecología del lago. Como se comprobó mediante modelos computacionales, al impedir que los ficodnavirus infecten a demasiadas algas, el VLO mantiene el equilibrio del lago, al reducir la mortalidad de algas y aumentar la frecuencia de sus brotes durante el verano austral.
La naturaleza nos muestra que la vida –y los virus, se consideren vivos o no, son indudablemente sistemas biológicos– puede existir en niveles distintos, anidados unos dentro de otros como muñecas rusas. Se ha descubierto ya un tercer virófago (el mavirus, que parasita a otro virus gigante que a su vez infecta a un flagelado marino que lleva el curioso nombre de Cafeteria roenbergensis), lo que hace pensar que son más comunes de lo que se pensaba. Quizá pronto presenciaremos una pequeña revolución en la biología: los elementos más pequeños de la vida podrían ser fundamentales para el control de ecosistemas completos.
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