Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de febrero de 2012
En ciencia –y en la vida diaria– muchas veces se asume que un enfoque razonado, detallado, cuidadoso y ordenado es la mejor manera de resolver un problema. A veces partiéndolo reduccionistamente en fragmentos, para ir resolviendo cada uno y armar luego el rompecabezas. A veces con un enfoque sistémico, global. Pero siempre de manera racional y organizada.
Ayer se cumplieron 59 años de uno de los logros más famosos de este enfoque: el desciframiento, en 1953, del “secreto de la vida”, la estructura en doble hélice del ácido desoxirribonucleico (ADN), quizá la molécula más bella del mundo, cuya mera forma revela el mecanismo básico de la reproducción. James Watson y Francis Crick lo consiguieron luego de acumular y analizar una gran cantidad de datos diversos, obtenidos por muchos investigadores, y explorando y ensayando posibles soluciones hasta hallar la manera de resolver el enigma. Un logro de la racionalidad científica, aunque no exento de un necesario toque de creatividad.
Pero 37 años después, en 1990, cuando el Proyecto del Genoma Humano se lanzó a descifrar la (casi) totalidad de la información genética de nuestra especie, quedó claro que no siempre la racionalidad minuciosa es la mejor manera de resolver problemas. El proyecto “oficial”, encabezado inicialmente por un mucho más maduro James Watson (tenía 23 años cuando descubrió la doble hélice), se proponía estudiar cada uno de los cromosomas humanos por separado, partiéndolos en fragmentos grandes, éstos en pequeños y leyendo la información que contenía cada pedacito, para luego armar el genoma total ordenadamente. Pero surgió un proyecto “comercial” paralelo, encabezado por el rebelde Craig Venter y su compañía Celera Genomics, que utilizó un abordaje insólito: partir todo el genoma en pedacitos, leerlos todos desordenadamente y luego, utilizando la fuerza bruta de las mejores computadoras disponibles, ordenarlos para reconstruir el genoma completo en orden (no en balde su enfoque se conoció como “método del escopetazo”).
El método de secuenciación por "escopetazo" del genoma humano usado por Celera |
Mucha gente, entre ellos Watson, predijeron que Venter fracasaría: era absurdo abordar un problema tan complejo de manera tan caótica. Pero funcionó (y a mucho menor costo: 300 millones de dólares frente a los 3 mil del proyecto público). A pesar de haber empezado mucho después, en 1998, Celera alcanzó y adelantó al proyecto oficial, que tuvo que adaptar sus métodos para hacerlos más rápidos. Al final, se decretó un “empate” en el año 2000, con bombo y platillo.
Otro ejemplo del poder de la fuerza bruta fue el triunfo en 1997 de la computadora Deep Blue, de IBM, al vencer al gran maestro de ajedrez Garry Kasparov. Se habló de que la computadora ganó no por ser más “inteligente”, sino gracias a su mayor memoria y velocidad al explorar una amplísima biblioteca de juegos históricos. Pero ganó. Y habría que preguntarse si los procesos que ocurren en el cerebro biológico de Kasparov realmente son tan diferentes de lo que hizo Deep Blue (Kasparov mismo declaró haber atisbado algo de “inteligencia profunda y creatividad” en las jugadas de la computadora).
Actualmente, el inmenso poder de cómputo de los procesadores permite que, por ejemplo, Google traduzca en línea textos de un idioma a otro con resultados que, si bien distan de lo perfecto, resultan sorprendentes, por su velocidad y corrección, para quienes vivimos los ridículos intentos de los primeros traductores “automáticos”. Y lo hace no mediante una “inteligencia” racional, aplicando reglas gramaticales, sino mediante un método estadístico: basándose en los millones de textos disponibles en internet, las computadoras de Google calculan la probabilidad de que un texto (palabras, frases) sea la traducción de otro en un idioma distinto. Es mediante este enfoque “mecánico”, que logra sus asombrosos, aunque imperfectos, resultados.
Al final, parece que será esta “inteligencia estúpida”, basada en la fuerza bruta, la que permita que las computadoras realicen funciones que antes nos parecían limitadas al cerebro humano. ¿Realmente será tan diferente la inteligencia “artificial” de la nuestra?
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