Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de noviembre de 2013
Parte de su preocupación deriva de las cada vez más frecuentes campañas de desprestigio contra ideas científicas bien establecidas, que promueven teorías de conspiración para descalificar la información científica –aduciendo siempre a inconfesables intereses de hermandades secretas, gobiernos extranjeros o corporaciones internacionales carentes de toda ética–, y que muchas veces tienen consecuencias dañinas y en ocasiones francamente alarmantes para el bienestar social.
Quienes califican el cambio climático global causado por la emisión de gases de invernadero producto de la actividad humana como “patraña”; quienes afirman que el VIH no existe o que el sida no es contagioso porque en realidad lo causan las drogas o la desnutrición; quienes negaron el riesgo real –afortunadamente menor de lo que se temía– de la pandemia de influenza de 2009, calificándolo de embuste… todos ellos ponen, en aras de una creencia no justificada, que además va en contra del conocimiento científico comprobado, en riesgo a la sociedad.
Hoy en México se discute agriamente sobre la pertinencia de aplicar impuestos a las bebidas azucaradas, o de limitar la promoción televisiva de la comida chatarra. Se manejan desde argumentos francamente lamentables (“es una idea extranjera”) hasta otros que valdría la pena analizar (“estas medidas no son eficaces”; “se daña a la industria azucarera/de alimentos”, etc.). Lo que no puede negarse es que el excesivo consumo de azúcar, en lo que somos líderes mundiales, causa obesidad. Y que ésta daña la salud y predispone a la diabetes y sus muy onerosas complicaciones. Nuestra nación tiene que hacer algo para combatir un futuro de viejitos obesos y diabéticos que nos amenaza con quebrar el sistema de salud pública.
El mismo tipo de discusión se escucha al hablar del tabaquismo: a pesar de los gemidos de los fumadores, que insisten en negar los evidentes y graves daños que les causa –a ellos y a quienes tienen cerca– su
Es cada vez más frecuente en nuestro país escuchar comentarios como “yo no me vacuno –o no vacuno a mis hijos– porque las vacunas son peligrosas”. Se trata del peligroso movimiento antivacunas que tanto daño está causando en varios países. Su base son las ideas del gurú seudomédico Andrew Wakefield, quien afirmó en 1998 que la vacuna triple viral (que protege contra sarampión, paperas y rubeola) causa autismo en niños. Idea que, sobra decirlo, ha sido amplia y definitivamente refutada.
No obstante, en el Reino Unido las ideas de Wakefield ya han ocasionado que miles de padres se nieguen a vacunar a sus hijos… con lo que los dejan expuestos a estas enfermedades, y ponen en peligro a toda la sociedad, pues cuando hay un número suficiente de individuos no protegidos, las epidemias pueden resurgir. Y ya está ocurriendo: luego de no tener más de unas docenas de casos de sarampión cada año, el Reino Unido reportó un récord de 2 mil pacientes en 2012, y 1,200 para mayo de 2013. Algo semejante podría suceder en Estados Unidos, donde el movimiento antivacunas cobra fuerza. Y en el nuestro, si estas ideas anticientíficas se siguen difundiendo.
Ante los riesgos de la desinformación y el pensamiento anticientífico, sólo la difusión de la cultura y la información científica confiable, junto con adecuadas campañas de salud, pueden vacunarnos.
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