miércoles, 27 de octubre de 2010

¿Fotosíntesis humana?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de octubre de 2010

Para Antígona, aunque no sea autótrofa


En esa vacuna contra la credulidad y azote de seudociencias y charlatanerías que es su libro El mundo y sus demonios: la ciencia como una luz en la oscuridad (Planeta, 1997), el genial astrónomo y divulgador científico Carl Sagan (Nueva York, 1934-1996) lamenta cómo la inteligencia y el “interés natural en las maravillas del universo” de un taxista que conoció se desperdiciaban en creer en cristales, visitantes extraterrestres, profecías y en leyendas de la Atlántida como si fueran “ciencia”. “Hay tantas cosas en la ciencia real –escribe Sagan– igualmente excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual mayor… además de estar mucho más cerca de la verdad”.

Y en efecto: ¡cuántas maravillas reales que ofrece la ciencia quedan opacadas por las baratijas falsas de los charlatanes! Pero eso sí, hay que reconocerles una cosa: los embaucadores tienen una enorme creatividad. Recientemente me asombré con una nueva muestra de ello: la afirmación “científica” de que ¡los seres humanos podemos realizar la fotosíntesis, como las plantas!

Antes de entender lo increíblemente absurdo de tal afirmación, recordemos –nos lo enseñan desde la primaria– que, a diferencia de las plantas y otros seres autótrofos, los humanos, por ser heterótrofos, no podemos fabricar nuestros propios alimentos (“I cannot synthesise a bun/by simply sitting in the sun”, sentenció en 1924 el famoso bioquímico inglés JBS Haldane).

Las plantas lo logran gracias al pigmento llamado clorofila, que les confiere su color verde. La luz del sol, al incidir en él, energiza algunos de los electrones de su molécula, lo cual pone en movimiento la cadena de reacciones fotosintéticas, que permiten a la planta romper la molécula de agua para unirla al dióxido de carbono del aire y fabricar glucosa, azúcar en que la energía solar queda almacenada en forma de energía química(y de donde los animales posteriormente la liberamos al comerla).

Pues bien: resulta que una serie de charlatanes que se ostentan como investigadores científicos afirman que la antigua creencia hindú de que se puede vivir sin comer, sólo con la luz del sol, podría estar basada en las propiedades fotosintéticas de la melanina, el pigmento que da color a la piel humana ("la melanina es, en el reino animal, equivalente a la clorofila en el reino vegetal", se atreve a afirmar uno de ellos en el inicio de un trabajo -no arbitrado- que circula en internet).

Por supuesto, todo pigmento interactúa con la luz, y al parecer la melanina podría tener interesantes propiedades fotoeléctricas (quizá incluso para desarrollar nuevas tipos de celdas solares). Pero de ahí a que esto pueda permitir a un humano vivir sin comer, hay un brinco absurdo.

Lo grave es que estos embaucadores pretenden hacer pasar sus mentiras por ciencia, por ejemplo, subiendo un supuesto artículo científico a un sitio no arbitrado patrocinado por la prestigiada revista científica Nature (Nature Preceedings, cuyos contenidos, según sus propios lineamientos, “no son arbitrados. Este servicio pretende ofrecer un servicio informal de comunicación más rápido e informal que el de las revistas científicas… Muchos de los hallazgos que pueden encontrarse aquí son preliminares o especulativos, y hace falta que sean confirmados”), para engañar al incauto. E incluso se atreven a ofrecer tratamientos médicos basados en estos desvaríos.

Todo mundo es libre de creer lo que quiera, pero a veces la charlatanería es peligrosa. Al menos, resulta siempre ofensiva para la inteligencia.


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miércoles, 20 de octubre de 2010

Ciencia y futuro nacional

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de octubre de 2010

Una de las cosas que nos gusta decir a los promotores de la cultura científica es que, sin ciencia, nuestro país no tiene la menor oportunidad de salir del tercer mundo.

Y es cierto: sin una comunidad científica lo suficientemente amplia y madura, que realice investigación de alta calidad sobre una amplia variedad de temas, no es posible generar conocimiento original en la cantidad y con la frecuencia necesarias para que nuestro país destaque en el panorama científico mundial.

Pero, como argumentan Gustavo y Carlos Viniegra en el número más reciente (octubre-diciembre) de la revista Ciencia, de la Academia Mexicana de Ciencias, dedicado a la pobreza (“¿Contribuyen la ciencia y la tecnología a abatir la pobreza?”), no basta con promover la investigación científica. “El desarrollo científico es una condición necesaria, pero no suficiente, para que un país prospere y alcance un alto nivel de desarrollo humano. Sólo cuando la ciencia se transforma en tecnología y ésta genera patentes y otras formas de conocimiento (…) se convierte en factor útil para el combate a la pobreza”.

En efecto: un país que no genera suficiente conocimiento científico no produce tampoco patentes, y no desarrolla una industria propia, innovadora y pujante. Y tampoco, en consecuencia, recibe los beneficios económicos y el alto nivel de vida que definen como tales a los países de primer mundo.

Los Viniegra, con datos y argumentos económicos sólidos, demuestran que, a diferencia de potencias emergentes como Corea del Sur, “En naciones como México, que enfrentan el futuro si una estrategia integrada de ciencia y tecnología ligada al desarrollo industrial y sin un aumento de las capacidades humanas, pero con asimilación pasiva de tecnología, el desarrollo de la ciencia por sí sola no mejora mucho la productividad ni la distribución del ingreso, y por ello, se vuelve muy difícil combatir la pobreza”.

Muy cierto. Pero no se puede negar que el primer eslabón de la cadena es un sistema de investigación científica sano, sólido y próspero.

Por eso resulta tan preocupante la mala noticia difundida el pasado lunes en La Jornada, en una nota de José Antonio Román, que confirma rumores que ya habían comenzado a correr en la comunidad científica mexicana: El Sistema Nacional de Investigadores (SNI), manejado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), que como se sabe otorga los estímulos económicos que permiten a los investigadores científicos alcanzar un salario digno (pues los salarios nominales resultan a todas luces insuficientes), está “recortando” a 324 miembros de alto nivel, de instituciones como la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el Instituto Politécnico Nacional (IPN), la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y otras, y al mismo tiempo ha permitido el ingreso de “un número similar de personas sin grados de maestría y doctorado (…) en una especie de enroque de investigadores por burócratas”. Todo ello en medio de una preocupante falta de transparencia.

Si eso pasa con la investigación básica, ¿qué esperanza podemos tener de un México de primer mundo, que patente, tenga industria innovadora y un mejor nivel de vida?


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miércoles, 13 de octubre de 2010

Nobeles inmorales

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de octubre de 2010

Cuando, en 1971, el doctor Robert Edwards, biólogo, y su colega el ginecoobstetra Patrick Steptoe, ambos ingleses, recibieron la noticia de que el Consejo de Investigación Médica del Reino Unido, que financiaba sus investigaciones sobre fecundación in vitro, no iba a continuar apoyándolos, deben haberse sentido muy desanimados.

La causa era el fuerte debate que se había generado sobre el tema. El Vaticano, en particular, y otras autoridades religiosas, se oponían decididamente a la técnica.

El papa Paulo VI se había manifestado en contra de cualquier técnica que separara la fecundación del coito. En su encíclica Humanae vitae (1968) escribió: “Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador”.

Y el Catecismo de la Iglesia Católica (secciones 2376-2377), a su vez, afirma que “Las técnicas que provocan una disociación de la paternidad por intervención de una persona extraña a los cónyuges (donación del esperma o del óvulo, préstamo de útero) son gravemente deshonestas. Estas técnicas (…) lesionan el derecho del niño a nacer de un padre y una madre conocidos de él y ligados entre sí por el matrimonio. Quebrantan su derecho a llegar a ser padre y madre exclusivamente el uno a través del otro. [Incluso] Practicadas dentro de la pareja, estas técnicas (…) son quizá menos perjudiciales, pero no dejan de ser moralmente reprobables. Disocian el acto sexual del acto procreador. El acto fundador de la existencia del hijo ya no es un acto por el que dos personas se dan una a otra, sino que confía la vida y la identidad del embrión al poder de los médicos y de los biólogos, e instaura un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Tal relación de dominio es en sí contraria a la dignidad e igualdad que debe ser común a padres e hijos”.

Edwards había estado estudiando, desde finales de los 50, el proceso de fertilización humana, entonces bastante poco conocido. Su utópico objetivo era lograr fuera del cuerpo humano la unión de un óvulo y un espermatozoide para dar origen a un embrión que pudiera implantarse en el útero de una mujer y desarrollarse hasta convertirse en un bebé sano (y luego, claro, en un adulto sano).

Para lograrlo, tuvo que estudiar en detalle el ciclo de vida del óvulo y el espermatozoide, descubrir en qué etapa su unión era posible, y en qué condiciones (logró la primera fertilización in vitro en 1969), qué podía bloquear o favorecer el desarrollo del óvulo fecundado (cigoto) para que comenzara a dividirse y convertirse en embrión (en 1971 logró embriones de 16 células), cómo conseguir que éste se implantara en el útero y continuara desarrollándose (el primer embarazo exitoso se produjo en 1976, aunque no llegó a término), qué hormonas participaban en el proceso…

El resultado de todo ese trabajo –hecho posible con patrocinio privado luego de que cesó el apoyo gubernamental– fue el nacimiento, el 25 de julio de 1978, de Louise Joy Brown (Joy = alegría), la primera “bebé de probeta” (hoy, por cierto, treintona y madre de un saludable bebé concebido por el método tradicional). Actualmente hay más de 4 millones de bebés producto de la fertilización in vitro, y al menos un número igual, podemos suponer, de padres que estarán felices de ver que Edwards (Steptoe murió en 1988) reciba el premio Nobel de medicina.

Mi amiga Atenas, que no ha podido concebir un bebé con su esposo, está sometiéndose (¡en una clínica del ISSSTE!) al tratamiento de fecundación in vitro que quizá les permita cumplir su deseo. No sé si lo logrará (la técnica tiene una buena tasa de éxito, pero no es infalible). Si no, están dispuestos a adoptar.

Otra amiga, Margarita, pudo concebir a un par de preciosos gemelos, a pesar de tener ya una edad que hacía riesgoso el embarazo, gracias a una amiga –casada– que prestó su útero para gestarlos. Hoy ambos niños tienen, en cierto modo, cuatro progenitores: dos amorosos padres y dos padrinos.

Si los prejuicios morales basados en creencias religiosas hubieran predominado, hoy ambas amigas, y sus parejas, tendrían que resignarse a no tener hijos. Está claro que lo ético es, precisamente, y contra lo que digan encíclicas y catecismos, utilizar las técnicas reproductivas a favor de la vida y la familia. ¿En nombre de cuántos prejuicios se estarán bloqueando otros avances científicos que podrían hacer felices a personas que tienen derecho a serlo?

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miércoles, 6 de octubre de 2010

Más mala ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de octubre de 2010

Bastante polémica provocó la última entrega de esta columna (dedicada no sólo a hablar de ciencia, sino también de sus alrededores). Tanto por correo electrónico como en la página web de Milenio Diario y en el blog donde la reproduzco, en versión ampliada. El tema era que los estudios científicos que buscan establecer la veracidad histórica de mitos como los contenidos en la Biblia son mala ciencia: mal planteada, inútil, y sobre todo ridícula.

Pero la expresión “mala ciencia” adquiere un significado totalmente distinto ante la revelación, dada a conocer el 1º de octubre pasado, de los experimentos en que investigadores del Servicio de Salud Pública estadounidense deliberadamente infectaron, entre 1946 y 1948, a 696 ciudadanos guatemaltecos con sífilis o gonorrea, para luego darles tratamiento con penicilina –que entonces comenzaba a usarse masivamente– y ver si se curaban.

El proyecto, en que se infectó a presidiarios y pacientes de manicomios sin notificarles, fue autorizado por funcionarios estadounidenses y por el gobierno guatemalteco. Se utilizó a prostitutas enfermas para contagiarlos, y como esto ocurrió en pocos casos, se utilizaron inyecciones de las bacterias causantes, aplicadas en el pene, el brazo o el rostro. Como el estudio no produjo resultados útiles, se archivó durante décadas, hasta ser recientemente redescubierto por la historiadora de la ciencia Susan Reverby, de la Universidad de Wellesley, en Massachusetts, EUA.

El escándalo producido por estas revelaciones ha sido tal que la secretaria de estado Hillary Clinton, junto con la secretaria de salud, Kathleen Sebelius, tuvieron que salir a ofrecer una disculpa pública: “El estudio conducido en Guatemala entre 1946-1948 de inocular enfermedades de transmisión sexual claramente carecía de ética; a pesar de que estos actos ocurrieron hace más de 64 años, estamos indignados por el simple hecho de que semejante proyecto fuera auspiciado por el sistema público de salud de Estados Unidos. Lamentamos profundamente que esto sucediera y pedimos perdón a todas las personas que fueron afectadas por tan horrendas prácticas”.

Desgraciadamente, el caso no es único: uno de los médicos responsables, el doctor John Cutler –ya fallecido– había participado también en el tristemente célebre “experimento de Tuskegee”, en Alabama, donde se estudió durante 40 años –de 1932 a 1972– la salud de 399 negros pobres enfermos de sífilis, sin jamás informarlos de su padecimiento ni ofrecerles tratamiento, con el fin de conocer el desarrollo natural de la infección.

La ciencia, como toda actividad humana, tiene que estar sujeta a un código ético. En los cuarenta tales códigos eran escasos… lo cual no excusa a quienes experimentaron con humanos: su delito no es diferente de los que cometió Josef Mengele, el médico alemán conocido como “el ángel de la muerte” por sus experimentos con prisioneros judíos en campos de concentración.

La investigación científica, sin ética, puede llegar a convertirse en criminal.

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