Milenio Diario, 19 de agosto de 2003
Es frecuente oír hablar de “cultura científica”. Se trata de un concepto vagamente definido: cuando se habla de la cultura que toda persona bien educada debiera tener, normalmente se piensa sólo en las bellas artes, y si acaso en las humanidades, pero dejando afuera a las ciencias. Por eso se hace necesario especificar, a pesar de que en realidad la ciencia es tan parte de la cultura como cualquier otro producto de la actividad humana.
Lo anterior viene a cuento porque el pasado 12 de agosto Enrique Canales, colaborador del periódico Reforma, publicó en su columna “Mexicar” un texto en el que defendía, si entiendo bien, el derecho de los académicos a lucrar con su actividad, realizando, por ejemplo, consultorías pagadas. Desgraciadamente, al hacerlo, Canales realiza un ataque a la ciencia.
La frase alarmante es la siguiente: “...considero que la ciencia pura es muy peligrosa, en el sentido que si se hace ciencia por mera curiosidad, es probable que desperdiciemos muchos recursos que no tenemos”.
Agradezco al señor Canales por la oportunidad de comentar este excelente resumen, quizá involuntario, de incultura científica. El prejuicio que encierra, compartido por una gran parte de la población, muestra un desconocimiento de qué es la ciencia y cómo trabaja, así como de la relación entre el trabajo académico y el financiamiento que requiere.
El artículo de Canales defendía una idea valiosa: obtener ingresos extras por realizar actividades que normalmente se asumen como no lucrativas. Menciona una “ideología liberal moderna”, con la que supongo comulga. Lo malo es que, al parecer, esta ideología incluye una visión demasiado empresarial y eficientista que es incompatible con la naturaleza de una actividad fundamentalmente académica como la ciencia.
El argumento va así: existe una “ciencia pura” (o básica), que busca simplemente entender cómo funciona el universo (“la ciencia sólo sirve para producir conocimiento”, ha afirmado el científico mexicano Ruy Pérez Tamayo), y que por tanto resulta superflua en un país tercermundista como el nuestro, donde mucha población carece de niveles adecuados de alimentación, servicios públicos, educación y salud. Es en cambio a la “ciencia aplicada”, esa que busca resolver los grandes problemas nacionales, a la que debiéramos dedicar nuestros escasos centavos.
Desgraciadamente, las premisas son falsas. Es cierto, sí, que la llamada “ciencia pura” se hace “por mera curiosidad”. Pero no es cierto que pueda realizarse “ciencia aplicada” si no se realiza también “ciencia básica”. Es más, una sabia (y cierta) frase atribuida a Pasteur niega la distinción entre ambas: “No existe la ciencia aplicada; sólo las aplicaciones de la ciencia”. En otras palabras, no pueden resolverse problemas prácticos si antes no se tiene el conocimiento profundo de los sistemas donde se presentan esos problemas.
Pero no sólo eso: la ciencia es una actividad que, por su propia naturaleza, avanza a ciegas. Es prácticamente imposible predecir qué es lo que se va a descubrir cuando se inicia una investigación. En eso se parece mucho a la evolución de los seres vivos: es un proceso darwiniano en que se generan hipótesis, y sólo sobreviven las que superan la prueba de explicar satisfactoriamente los hechos. Y al igual que en la evolución biológica, el proceso es intrínsecamente ineficiente: hay que hacer muchas pruebas para garantizar que, entre la multitud de intentos fallidos, surjan propuestas exitosas.
Digámoslo con otro símil, igualmente darwiniano: lo que el señor Canales propone para la ciencia es equivalente a que el Conaculta decretara que, para no desperdiciar valiosos recursos, de ahora en adelante no apoyará a jóvenes escritores para que escriban novelas, a menos que puedan garantizar que serán obras maestras. Esto, que suena absurdo en el caso de la creatividad artística, es exactamente lo mismo que sucede en ciencia. De hecho, la ciencia se parece mucho más al arte que a una empresa.
Sólo que en el caso de la ciencia, la inversión (es un error, como parece hacerlo Canales, considerarlo un gasto) es mucho más redituable. Aunque son sucesos muy raros, basta con un descubrimiento de gran magnitud, como el de los antibióticos o los principios que hacen posible el transistor, para generar una serie de aplicaciones y beneficios cuyo costo rebasa, con creces, toda la inversión que se haya podido hacer en ciencia básica en un país durante décadas.
Por desgracia, eso es lo que no entiende mucha gente, y en especial quienes actualmente se encuentran en el gobierno y en el Conacyt, si tomamos en cuenta las declaraciones que suelen hacer a la prensa. Privilegiar la “ciencia aplicada” sobre la investigación fundamental es condenar a nuestro país a nunca beneficiarse de avances originales y seguir limitándose simplemente a aplicar descubrimientos hechos en otros países. El malentendido de Canales es explicable, aunque triste: académicos como Pérez Tamayo llevan décadas explicando esto, sin lograr, según parece, mayor efecto.
Los divulgadores científicos sabemos que para que el conocimiento de qué es la ciencia, su importancia y su modo de trabajar formen parte de la cultura del mexicano medio será necesaria una larga labor. Afortunadamente, es también una labor que puede ser muy placentera, como siempre que se comparte algo valioso.
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