Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario
No soy experto en cine. A veces disfruto más una película comercial que la Muestra Internacional de Cine. Y tampoco soy experto en religión. Lo digo para que cuando lea usted que acabo de ver El código Da Vinci y que la disfruté mucho, sabrá que es una opinión de simple espectador.
Pues sí: la disfruté y no me pareció nada aburrida (quizá porque no he leído el libro…). También da material para reflexionar.Claro, gran parte de los “hechos” presentados en la película (y la novela) son totalmente inventados. Pero Dan Brown, el autor, tuvo que leer bastante historia de la religión (y otras cosas) para elaborar su argumento. Y cuando uno lee historia, es prácticamente inevitable darse cuenta de algo que la película muestra, y que es lo que ha alarmado al Vaticano y las organizaciones católicas.
Se trata del hecho, ese sí no ficticio, de que las “verdades” que conocemos como históricas son realmente construcciones sociales. Versiones que pueden (o no) coincidir con eso que llamamos “realidad”, y que pueden (o no) estar apoyadas en evidencia más o menos confiable (o bien en creencias, revelaciones, fe, equivocaciones o prejuicios). Versiones, eso sí, que han sido acordadas y aceptadas por un grupo de personas. Es precisamente el acuerdo y aceptación del grupo lo que le da realidad histórica a un hecho.
El punto peliagudo es que la película muestra que también las “verdades” de la Iglesia (la divinidad de Jesús, el papel de María Magdalena…) son hechos históricamente construidos. Versiones acordadas en algún momento por un grupo, que antes de tal acuerdo no existían como verdades. Ésta es una concepción filosóficamente muy peligrosa (incluso subversiva) para una institución que funda su poder en la aceptación incuestionada de su fe.
Pero si las verdades religiosas se construyen históricamente, ¿no ocurre lo mismo con las “verdades” científicas? Por supuesto que sí, como mostró hace 40 años Thomas Kuhn. La diferencia entre ciencia y religión estriba –afirma el biólogo Richard Dawkins– en que las ideas religiosas se propagan y arraigan en los cerebros de los creyentes sólo debido a su poder infeccioso (promueven la fe y amenazan con castigo al que carezca de ella), igual que una epidemia, mientras que las ideas científicas convencen con base en algo más: evidencia comprobable (y además funcionan cuando se aplican).
¡Disfrute la película!
mbonfil@servidor.unam.mx
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