Publicado en Milenio Diario, 14 de enero de 2009
Los excesos suelen ser malos, en ciencia o en cualquier otra área. Un ejemplo es el polémico ensayo (no artículo científico) del biólogo Larry Young publicado en la revista Nature (y reseñado en MILENIO Diario).
Lo han comentado ya mis colegas Horacio Salazar y Braulio Peralta: a Horacio le parece “maravilloso imaginar que detrás de ese motor vital hay la elegancia de la bioquímica”, mientras que a Braulio le parece “cuestionable”.
Young propone, con una muy razonable lógica evolutiva, que los mecanismos cerebro-hormonales que deben subyacer a ese complejo y diverso fenómeno humano que llamamos amor (porque sabemos que la mente y las emociones son producto del cerebro, no de un espíritu; si no, el Alzheimer no causaría los daños que causa) deben haber evolucionado a partir de mecanismos ya existentes en nuestros ancestros mamíferos.
Postula que los mecanismos mediante los cuales las hormonas oxitocina, en hembras, y vasopresina, en machos, contribuyen a formar los vínculos entre progenitores y crías pueden haberse aprovechado en el curso de la evolución humana para formar vínculos entre parejas.
Hasta aquí todo bien, aunque las elucubraciones acerca de futuras pruebas genéticas de compatibilidad amorosa o de medicamentos para facilitar la atracción son inquietantes (las plantea porque, si acierta, quizá pronto tengamos que tomar decisiones, como sociedad, acerca de esos temas).
Lo que cabría cuestionar es la visión reduccionista de Young. Cierto, todo estado mental o emotivo debe tener bases neurológicas y, en último término, químicas. Pero eso no quiere decir que el amor sea “sólo química”. Ese es un reduccionismo tonto, por excesivo. Fenómenos como la mente, la conciencia, el amor no dejan de ser reales —y de tener una complejidad que va mucho más allá de la química o el cerebro— sólo porque sus bases puedan reducirse a estos elementos. Sería como decir que las series de TV son “sólo electricidad”.
El reduccionismo no es pecado, si funciona como vía para de conocimiento. Pero reducir el amor a simple química es pecar de reduccionismo ambicioso.
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