Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2016
Raro es que en un evento dedicado a la lengua, a la erudición, a la reflexión académica en su más pura y rancia y rigurosa acepción, como es el Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), se incluya a la ciencia, esa cenicienta de la cultura, a quien rara vez se considera cuando se enlistan los más valiosos productos de la creatividad humana.
Más raro aún que un divulgador científico, un modesto comunicador de la ciencia, sea invitado a tal evento. Pero que lo sean no uno ni dos, sino todo un grupo, proveniente de varios países latinoamericanos, como ocurrió en la séptima edición del CILE, llevada a cabo del 9 al 16 de marzo en San Juan de Puerto Rico, debe ser señalado como todo un acontecimiento.
El CILE nació como una propuesta para fomentar la reflexión y la acción sobre la lengua española y sus retos y posibilidades en todo el ámbito hispanohablante. Es organizado cada tres años por el Instituto Cervantes, en colaboración con la Real Academia Española (RAE, que muchos llaman, equivocadamente, “Academia de la Lengua Española”) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (esas sí), que existen en toda Latinoamérica, así como en las asiáticas Islas Filipinas y también en los Estados Unidos de Norteamérica (lo cual no resulta sorprendente, tomando en cuenta la creciente penetración de la lengua cervantina en ese país).
El primer CILE se celebró, a invitación del presidente Ernesto Zedillo, en la ciudad mexicana de Zacatecas, en 1997, y es recordado más que nada por la propuesta quijotesca de Gabriel García Márquez, devenida escándalo, de simplificar la gramática “antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”.
Se ha celebrado posteriormente en España, Argentina, Colombia y Panamá (el programado en 2010 en Chile tuvo que ser suspendido por el terremoto que asoló a ese país). Este año tocó al “estado libre asociado de Puerto Rico”, país latinoamericano sin duda, pero al mismo tiempo parte de la mancomunidad de los Estados Unidos. Puerto Rico es un país donde el español se ha mantenido y defendido con una convicción y una ferocidad realmente admirables, pero donde paralelamente la indomable fuerza de la evolución lingüística ha dado lugar a palabras y expresiones híbridas capaces de poner los pelos de punta a muchos académicos de la lengua de talante conservador.
La presencia de la ciencia en esta edición del congreso quizá obedece en parte a aquel otro deseo expresado por García Márquez en su polémica ponencia de 1997, donde expresaba su deseo de que “asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir”, pero sin duda también al interés de académicos como José Manuel Sánchez Ron, de la RAE, Ruy Pérez Tamayo (que desgraciadamente no pudo estar presente) y Jaime Labastida, de la Academia Mexicana de la Lengua.
Presente estuvo, como conferencista magistral, el premio Nobel de química Mario Molina, quien además de hablar de la urgencia de combatir el cambio climático subrayó la necesidad de comunicar los temas científicos a los ciudadanos de forma fidedigna, pues muchas veces son ignorados o tergiversados por los medios. También urgió a “hacer ciencia en español”, y a impulsar las aportaciones de los países hispanohablantes a la ciencia mundial.
La mesa en la que participó este columnista |
No habría espacio aquí para narrar los temas que se trataron en el Congreso en general (pero algunas de mis participaciones favoritas, entre otras de grandes personajes como el premio Nobel francés de literatura Jean Marie Le Clézio o el novelista chileno Antonio Skármeta, estuvieron las del magnífico autor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, autor de la aclamada novela La guaracha del Macho Camacho, y de don Álvaro Pombo, poeta, novelista y filósofo español que fue, a sus 76 años, la alegría del evento, donde “campeó libremente” haciéndonos reír y gozar con sus lecturas y reflexiones sobre la poesía).
Al menos, de la componente científica del Congreso, que ojalá se repita en próximas ocasiones, destacaré que se habló, además de la invasión de la terminología científica en inglés, de la carencia de revistas científicas en español, de la influencia de los nuevos medios electrónicos en la manera en que leemos y escribimos, y de la importancia vital de una comunicación pública de la ciencia (o, como prefiero llamarla, divulgación científica) que no sólo transmita información de forma clara, sino que haga la labor original y creativa de traducirla de manera literaria, dándole contexto y enlazándola con el resto de la cultura y la vida de aquellos a quienes se dirige (como hace cualquier traductor de poesía, que necesariamente tiene que ser también poeta, y cuyo nombre hoy aparece, en un acto de justicia, a la par del nombre del autor original en los libros de poesía). El divulgador científico como un creador valioso, pues, que es la única manera de ser un buen divulgador.
Asomarse a un congreso de la lengua es una oportunidad única no sólo para contrabandear un poco de cultura científica, sino para redescubrir que el conocimiento, defensa y buen uso de nuestra lengua son cuestiones esenciales, porque somos seres de palabras.
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