Publicado en Milenio Diario, 18 de mayo de 2016
Hace dos semanas critiqué aquí la forma en que muchos autores de libros de autoayuda distorsionan los conceptos de la ciencia para difundir ideas de tipo más bien místico (y, por tanto, incompatibles con el pensamiento científico). Al hacerlo, señalé, desinforman a sus lectores.
Pero el periodismo es como la casa del jabonero: el que no cae resbala. La semana pasada yo mismo contribuí a difundir información no suficientemente confirmada acerca del supuesto hallazgo de una ciudad maya por un adolescente canadiense de 15 años. Ha quedado claro que la imagen detectada mediante satélites es en realidad de un viejo campo de cultivo. Esto no demerita la inteligencia, entusiasmo y creatividad del joven investigador; sólo muestra que la ciencia exige más rigor de lo que él creía. No así con los periodistas: todos los que, por todo el mundo, difundimos la noticia de inmediato, sin esperar a que fuera plenamente verificada, violamos una de las primeras reglas del buen periodismo.
Lo cierto es que la ciencia es un asunto complejo, donde la distinción entre lo legítimo y lo carente de sustento requiere una buena formación inicial, además estar bien informado y actualizado. Y no se diga cuando se trata de temas “de frontera”, donde el conocimiento está todavía en proceso de construcción.
Un nuevo ejemplo ocurrió el pasado 2 de mayo, cuando la prestigiadísima –y nonagenaria– revista literaria The New Yorker publicó un artículo del laureado autor Siddartha Mukherjee (ganador del premio Pulitzer en 2011 por su magnífico libro El emperador de todos los males: una biografía del cáncer; uno de los mejores libros de divulgación científica que he leído últimamente).
El texto, titulado “Same but different” (Iguales pero diferentes) es un adelanto de su nuevo libro El gen: una historia íntima (que acaba de ser publicado en inglés ayer, 17 de mayo). Aborda uno de los temas de moda en biología: la epigenética, es decir, los mecanismos que permiten regular cómo se expresan los genes sin modificar la información que se halla en el ADN de nuestras células. Inmediatamente después de ser publicado, recibió una lluvia de duras críticas por parte de los expertos en epigenética.
Recordemos que los cromosomas, hechos de ácido desoxirribonucleico (ADN), contienen toda la información que controla cómo están hechos y cómo funcionan los seres vivos. Pero esta información tiene primero que ser leída y luego “traducida” al lenguaje de las proteínas, moléculas que llevan a cabo las funciones celulares.
Desde mediados del siglo pasado se sabe que una de las maneras como se regula la activación o inactivación de los genes es mediante proteínas llamadas “factores de transcripción” que se unen a un gen para “activarlo” (es decir, para que su información comience a ser leída). Uno de los grandes descubrimientos de las últimas décadas es cómo éste y otros mecanismos celulares regulan qué genes son leídos y cuándo: es esto lo que controla el desarrollo de un óvulo hasta convertirse en un ser humano adulto, y lo que hace que algunas de nuestras células sean musculares y otras neuronas, aunque todas tengan exactamente la misma información genética.
El artículo de Mukherjee hace, dicen sus críticos, un excesivo énfasis en dos de estos “mecanismos epigenéticos de regulación”: la alteración de las proteínas llamadas histonas, que forman los carretes alrededor de los cuales el ADN se enrolla cuando no está siendo leído, y la metilación del ADN, que lo inactiva al añadirle un pequeño grupo químico. Gran parte de la inmensa cantidad de críticas que Mukherjee recibió de los expertos señalan que ignoró lo que se considera con mucho el principal mecanismo de regulación epigenética: los factores de transcripción.
No quiero entrar en detalles, pero leyendo las críticas a Mukherjee, en particular las del biólogo evolutivo Jerry Coyne, en su blog Why evolution is true, me da la impresión de que se trata de una típica disputa entre dos bandos científicos: quienes defienden los factores de transcripción y los que defienden las histonas y la metilación como el mecanismo más importante. Como en todo campo de frontera, la polémica sólo se resolverá con el tiempo, y lo que un periodista debe hacer es reportar ambos lados de la controversia. Por desgracia, perece que Mukherjee no actuó como un buen periodista y sólo habló con especialistas de uno de los dos bandos (aunque él afirma que su nuevo libro aborda el tema de manera mucho más completa, incluyendo los factores de transcripción).
Pero el “escándalo Mukherjee” tiene otras aristas. Todo aquel que se dedique a la comunicación pública de la ciencia tiene que servir simultáneamente a dos amos: a la comunicación y a la ciencia. Ésta última exige mantener un mínimo rigor, (cosa que Mukherjee, quien por cierto, también es investigador biomédico, parece no haber logrado); la comunicación, por su parte, requiere hacer lo necesario para que los complejos temas científicos se vuelvan comprensibles y al mismo tiempo atractivos para el lector. Y es aquí donde yo tengo más problemas con el artículo de The New Yorker.
Mukherjee narra la entrañable historia de su madre y su tía, hermanas gemelas, y sus distintas vidas en la India y Estados Unidos, y trenza este relato con las charlas con los expertos en epigenética que entrevistó, y sus visitas a sus laboratorios. Todo con un estilo fascinante y por momentos hasta poético. Pero también se lanza a arriesgadas –y líricas– especulaciones acerca de la posibilidad de heredar los cambios epigenéticos –algo que ocurre, pero muy raramente. Llega al extremo de mencionar, aunque con precaución, podrían ser la base de un “código epigenético” que permitiría un tipo de herencia no darwiniana, sino “lamarckiana”, que permitiría heredar los caracteres adquiridos durante la vida de un individuo. Algo que contradice todo lo que sabemos sobre evolución y que, señalan sus críticos, carece totalmente de fundamento. (Y peor: son ideas que coinciden con muchas de las distorsiones que charlatanes y místicos seudocientíficos propagan acerca de la posibilidad de “influir en los genes” mediante el estilo de vida y el pensamiento positivo, además de dar material para que los enemigos del pensamiento darwiniano avancen en su intención de enseñar la versión religiosa de la evolución, el creacionismo, en los salones de biología, al menos en Estados Unidos).
Mukherjee hace tal énfasis en esto que lo convierte en el tema central de su evocador texto. Y esto es lo que lo hace más peligroso, pues al resultar tan atractivo y contener errores graves, puede desinformar a su gran número de lectores de manera peligrosa… y convincente.
Pero, aunque usted no lo crea, hay más. En su blog, Jerry Coyne señala que The New Yorker, revista famosa por siempre verificar los datos de lo que publica, demuestra el poco aprecio que tiene por la ciencia al publicar un texto plagado de fallas como el de Mukherjee (y algunos otros). De ahí pasa súbitamente a acusar a la revista y sus editores de tener una agenda “posmodernista” y anticientífica, que busca supeditar el rigor de la ciencia a la cultura humanista. Leyendo eso, uno se pregunta si hemos regresado al siglo XX, con sus batallas entre las “dos culturas”, científica y humanística, y las “guerras científicas” de los años 90.
En fin: se trata de otro ejemplo que muestra que comunicar la ciencia sin traicionarla y haciéndola atractiva para un público amplio no es asunto de ninguna manera sencillo. La única forma de lograrlo decorosamente es igual que como se camina sobre un piso resbaloso: con mucho cuidado.
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3 comentarios:
Un buen ejemplo de autocrítica. Aunque leyendo el artículo sobre William Gadoury quedó claro que lo su hipótesis espera la verificación y la nota aclaratoria del 11 de mayo mantenía el escepticismo respecto a la hipótesis de las ruinas, así que me parece que como divulgador de la ciencia cumplió a cabalidad.
Me parece el planteamiento del pretexto o excusa para publicar artículos no suficientemente documentados o sensacionalistas.
Mire usted, DIARIAMENTE hay tantos avances científico-tecnológicos, que no hay pretexto para publicar articulos que no hayan sido medianamente revizados y evaluados por pares o por la comunidad especializada o informada sobre el tema.
El caso mas penoso es el del chico canadiense. Es decir, no creo que usted no tenga una larga lista de espera de temas fascinates que quiera tratar y por sensacionalismo se lanze locamente a publicar algo si esperar un poco a ver su desarrollo.
Eso por un lado.
Por el otro, de lo que usted dice, "las hipótesis arriesgadas de heredar cambios epigenéticos"; creo que o no las explicó bien o no estoy entendiendo: las características epigenéticas según mi casi-nulo conocimiento de genética, !! pues también deben de estar alamacenadas genéticamente o en el ADN ¡¡, de forma que hasta la epigenética tiene que evolucionar en tanto que su base genética también puede sufrir mutaciones o cambios aleatórios como sucede con todo lo demás.
¿ Es esto correcto ?
Javier Ortega: Gracias.
Anónimo: Discrepo. Mi texto explica por qué. En cuanto a la heredabilidad de los cambios epigenéticos, por supuesto la capacidad de que éstos existan está codificada en el ADN, pero el que éstos se den depende de disparadores de tipo ambiental. Y una vez que el genoma tiene una marca epigenética, que regula la expresión (es decir, que hace que el genoma que expresa la célula sea "distinto" del de una célula que no tiene dicha marca epigenética, aunque la secuencia del ADN sea idéntica), ésta puede ser heredada como marca epigenética a por lo menos una o unas pocas generaciones siguientes, herencia que no es de tipo genético (pues no es un cambio en la secuencia de bases del ADN), sino epigenético. Y, por lo que se sabe hasta ahora, es un tipo de herencia que no perdura por muchas generaciones, así que no puede tener efectos evolutivos.
Saludos.
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