miércoles, 6 de marzo de 2013

No: no es la cura del sida

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de marzo de 2013

De las cosas que se entera uno por estar en Twitter.

Una apacible noche (el 14 de febrero), por ejemplo, comenzó a pulular información acerca de que un meteoro había causado destrozos en Rusia (allá ya era 15). Y resultó cierto, aunque fue más bien la onda sónica de choque la culpable, no fragmentos del meteorito (como se pudiera haber creído en un primer momento).

Mientras escribo esto la red social hierve de comentarios sobre la muerte de Hugo Chávez (inicialmente como rumor, pero rápidamente confirmada). Y la noche del domingo, fue la noticia de una bebé que había sido, aparentemente, “curada de VIH”. El tema comenzó a ser tuiteado y retuiteado a diestra y siniestra; comenzaron a aparecer notas en diversos medios noticiosos, con encabezados que, además de reportar el hecho, hacían énfasis en que “genera esperanzas”. Al día siguiente, lunes, fue comentado en radio y TV.

Y aunque nadie lo decía, era claro que el subtexto de la nota aludía a la anhelada “cura del sida”. ¿Realmente da pie el reporte a estas esperanzas? ¿Qué ocasionó que se difundiera a tal grado y con tal rapidez, a diferencia, por ejemplo, de la más sólida noticia acerca de la cura equivalente, confirmada en diciembre de 2010, del llamado “paciente de Berlín”, Timothy Ray Brown?

En ambos casos se trata de una “cura funcional”: el tratamiento eliminó los rastros de virus en la sangre de los pacientes (aunque ello no garantiza que no persista en sus cuerpos, pues los genes del virus se pueden insertar en el ADN de las células que infectan y permanecer ahí largo tiempo, para luego reaparecer).

Pero ahí termina el parecido. En el caso de Brown, quien además de la infección por VIH padecía leucemia, se le suministró en 2007 un trasplante de médula ósea proveniente de un donador que posee una mutación en el gen del receptor celular CCR5, lo que impide que el virus pueda infectar sus células. El trasplante fue exitoso y, tres años después (y hasta el momento), Brown seguía sin presentar señales del virus, a pesar de no tomar ya el tratamiento triple con medicamentos antirretrovirales que constituye la terapia estándar. No es un tratamiento que pueda aplicarse a otros pacientes, pero señala vías de investigación para aproximarse a una cura.

La Dra. Deborah Persaud, del Centro
Médico Infantil Johns Hopkins,
autora del reporte sobre la niña 
El caso de la bebé es muy distinto: su madre estaba infectada sin saberlo, y no pudo tomar las medidas preventivas que actualmente evitan la transmisión hasta en 98% de los casos. Al descubrir, a las 30 horas de nacida, que la bebé estaba infectada, los médicos tomaron la decisión de aplicarle no dos medicamentos, como usualmente se hace, sino el coctel completo de tres (terapia antirretroviral altamente activa, o HAART), como se recomienda para pacientes adultos. En un mes el virus en la bebé había descendido a un nivel indetectable, como se esperaba.

Pero cuando cumplió 18 meses, la madre dejó de acudir al hospital (el Centro Médico de la Universidad de Mississippi) y de darle los medicamentos. Ahí ocurrió la sorpresa: cinco meses después de abandonar el tratamiento, la niña seguía sin presentar señales del virus (hoy tiene dos años y medio).

¿Por qué no es tan buena noticia, entonces? Porque, a pesar de la alegría de saber que esta niña en particular parece haberse curado, y de las esperanzas y perspectivas que el caso despierta, se trata en realidad de un fenómeno aislado. No se sabe realmente cómo se logró su “cura funcional”. Y no será posible, por razones éticas, repetir el experimento (darle un tratamiento agresivo a un recién nacido es siempre peligroso, y retirarle el tratamiento a un bebé infectado –o a un adulto– va contra todas las recomendaciones médicas actuales). Por tanto, la información que nos proporciona es muy poco útil.

Y sin embargo, ¿quién se resiste a leer, o a retuitear, una nota sobre un bebé que se cura de VIH? La difusión de noticias en internet carece de controles: habrá que reforzar estrategias para impedir que esta abundancia de información acabe desinformando, o creando falsas expectativas.

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miércoles, 27 de febrero de 2013

Invasión de charlatanes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de febrero de 2013

La ciencia es una fuerza determinante en toda sociedad moderna. Los beneficios que la investigación científica y las aplicaciones del conocimiento que produce nos han otorgado son innumerables (piense, para botoncito de muestra, en antibióticos, quimioterapia contra cáncer y sida, las teorías del big bang y de la evolución, la industria, transportes, telecomunicaciones, computadoras…).

Y todo ello es producto del rigor crítico que forma parte intrínseca del método científico (no de la recetita trillada y falsa que nos hacen recitar en la secundaria, sino del modo correcto de hacer ciencia, que varía según las disciplinas pero que es claramente reconocido por los expertos). Cuando este método no se aplica adecuadamente, se habla de “mala ciencia”: ciencia mal hecha. La distinción es vital para conservar la calidad, y por tanto la confiabilidad, del conocimiento científico.

Por eso preocupa ver que la mala ciencia, o incluso la ciencia falsa –seudociencia– halle lugar en publicaciones que deberían poder distinguir el producto genuino de sus imitaciones tramposas.

Entiendo perfectamente que Milenio Diario, como muchas otras publicaciones en el mundo, haya dado cabida el pasado 22 de febrero (no en su sección de ciencia, que no la tiene, sino en “Tendencias”, la sección donde la ciencia se publica junto con noticias varias sobre religión, tecnología y otras cosas) a una nota sobre una “investigadora” que dice haber obtenido pruebas científicas, por medio de análisis de ADN… ¡de la existencia del Yeti! A pesar de tratarse evidentemente de una sandez (la revista “científica” donde se publicó el absurdo trabajo, De novo, fue, al parecer, comprada por la investigadora), era noticia… aunque por supuesto, no noticia de ciencia.

Pero sí preocupa, a nivel mundial, el asalto que están sufriendo las publicaciones científicas arbitradas, principal baluarte de la calidad en ciencia. No sólo por la proliferación de falsas revistas, que imitan la formas pero no el rigor científico de las auténticas, asunto ya comentado aquí. Sino por los frecuentes casos en que los charlatanes logran pasar el filtro y publicar en revistas serias artículos completamente disparatados. Es el caso del “profesor doctor-ingeniero” Konstantin Meyl, alemán que pretende, a partir de las ideas de Nikola Tesla, haber desarrollado una “teoría de campo autoconsistente” para explicar cómo el ADN de una célula emite radiación para transmitir información a sus vecinas. Un completo disparate, por supuesto, pero que fue publicado en dos revistas serias: el Journal of Cell Communication e Interdisciplinary Sciences: Computational Life Sciences. El caso fue denunciado por el sitio Retraction Watch, que monitorea artículos que fueron publicados y luego retirados, por defectos de método, y que sirve como guardián de la calidad cuando el sistema de revisión de las revistas falla.

No cabe duda: hacer ciencia confiable no es labor fácil. Incluso entre expertos, mantener la calidad y separar la paja del trigo es mucho más complejo de lo que parece. Y sin embargo, no queda más que confiar en la capacidad autocrítica y de autocorrección que forma, también, parte inseparable del método científico. ¡Ánimo!

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miércoles, 20 de febrero de 2013

Robot infeccioso


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de febrero de 2013

El bacteriófago T7
Tendemos a pensar en los virus como una especie de “animalitos”.

Sabemos que son entidades que se hallan justo en la frontera entre lo vivo y lo inanimado –por eso no podemos llamarlos “seres”–, y que constan básicamente de ácidos nucleicos envueltos en una cápsula de proteínas.

Pero su propiedad fundamental es que pueden infectar células para reproducirse dentro de ellas, parasitando su maquinaria molecular. Y es aquí donde la imaginación se desboca. Porque aunque algunos, como el del sida, se ven aburridos (están rodeados de una membrana grasosa muy similar a la membrana de las células, por lo que simplemente se fusionan con ella, como dos burbujas de jabón), hay otros que parecen verdaderos depredadores.

Movimiento de las fibras al
adherirse a la membrana bacteriana
Algunos virus que infectan a bacterias (bacteriófagos) parecen una cruza de módulo lunar y mosquito: tienen una “cabeza” icosaédrica (dentro de la que está el ADN), un cuello (o “cola”) y largas patas articuladas. Y así nos los describen en las clases de biología, desde hace décadas: como mosquitos moleculares que van volando hasta encontrar a su víctima –la bacteria intestinal Escherichia coli–, sobre la que se posan y le inyectan su material genético.

Pero en realidad los bacteriófagos –y todos los virus– distan mucho de ser animalitos. No tienen cerebro, ni movimiento propio… ni están vivos. Son sólo máquinas moleculares. Una reciente investigación, realizada por el grupo de Ian Molineux, de la Universidad de Texas en Austin y Houston (Science, 1º de febrero), estudiando el bacteriófago T7, revela con detalle cómo funciona este robot biológico.

Extensión de la cola e inyección del ADN viral
Usando una técnica de frontera, la crio-tomografía electrónica –algo similar a la tomografía que permite ver los órganos internos del cuerpo, pero a nivel de nanómetros –millonésimas de milímetro–, y a bajas temperaturas, para hacer más lento el vertiginoso movimiento de las moléculas ­–que se mide en millonésimas de segundo– los investigadores lograron producir imágenes tridimensionales del T7 durante el proceso de infección. Hallaron que, lejos de ser un depredador que busca y ataca, el virus es una partícula que flota libremente. Descubrieron que lleva sus seis patas plegadas contra su cabeza (cápside, en lenguaje técnico).

Constantemente alguna patita se extiende, para luego retraerse (técnicamente, las proteínas que forman la pata –o fibra– están cambiando entre dos conformaciones químicas en equilibro dinámico). Hasta que por casualidad topa con E. coli. Las proteínas de la pata pueden adherirse, en un choque casual, a ciertas moléculas de la superficie de la bacteria. Pero no lo hacen de golpe: más bien, una se adhiere levemente, y la partícula viral va “rodando” lentamente sobre la membrana de E. coli, apoyándose sobre una o dos patas a la vez. Cuando tropieza con un sitio donde se pueda unir también la cola, el virus se fija por medio de las seis patas. Y es entonces cuando la cola se alarga, gracias a otras proteínas en el interior de la cápside, para penetrar en la membrana e inyectar el ADN.


Una fría y mecánica máquina de infectar. Más material que la evolución nos presenta para alimentar nuestro asombro, revelado gracias al avance técnico y a la minuciosidad científica.

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miércoles, 13 de febrero de 2013

Darwinismos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de febrero de 2013

Ayer, 12 de febrero, se celebró el Día de Darwin, coincidiendo con el 204 aniversario del natalicio del autor de El origen de las especies por medio de la selección natural.

Cuando pensaba sobre qué escribir para hoy, éste fue uno de los temas que consideré. Pensé también comentar algo (¿pero qué?) sobre la renuncia del papa Benedicto (o Benito) XVI. Jugué con la idea de combinar ambos temas, pero la verdad el tema papal no tenía relación con la ciencia. En fin: por medio de un proceso de generación, variación y selección llegué al texto que está usted leyendo.

En sentido estricto, la idea de proceso darwiniano (evolución por selección natural) va ligada a la de reproducción. No es un proceso que ocurra en individuos (como la “evolución” de los Pokemones, que un biólogo describiría más bien como un proceso de desarrollo). Se requiere una población en la que haya variación heredable entre generaciones (en este caso, a través de los genes) y un ambiente en el que algunas variantes tengan ventaja sobre las otras. Con el tiempo, éstas dejarán más descendientes, y la especie como un todo estará mejor adaptada a su entorno (los expertos dirían que las frecuencias de genes en la población, o más precisamente, de ciertos alelos de los genes, habrán cambiado).

Pero también se puede hablar de darwinismo en un sentido más amplio: en procesos en los que hay selección de variantes sin que necesariamente haya herencia. Una lluvia de ideas, por ejemplo, parte de variantes (en este caso, proporcionadas por los presentes) de las cuales se pueden seleccionar las mejores. (E incluso, luego, mejorarlas: generar más variación para seleccionar nuevamente las versiones modificadas que parezcan más prometedoras. Podríamos hablar aquí de una segunda “generación” de ideas.)

Al comunicarse, las mismas ideas –que consideradas desde este punto de vista se denominan memes–, pueden “reproducirse” (al copiarse de un cerebro a otro), conquistar nuevos nichos, evolucionar (gracias a las variaciones aleatorias producto del proceso comunicativo, como el fenómeno de “teléfono descompuesto”, o a variaciones introducidas conscientemente –en este sentido la evolución “memética” se distingue de la biológica, pues tiene un componente Lamarckiano) y adaptarse al medio, conquistando nuevos nichos. Ejemplos comunes son los chismes, los chistes, las modas, las ideologías y, ahora, los llamados “memes” de internet.

El cerebro mismo parece funcionar darwinianamente, en este sentido amplio. Oliver Sacks narra en su libro Los ojos de la mente (recientemente comentado aquí) cómo, tras sufrir una lesión que lo priva de visión en parte de un ojo, su corteza visual, carente de estímulos, continúa generando imágenes más o menos aleatorias en esa zona de su campo visual: líneas, patrones, caras, objetos, que percibe como una especie de alucinaciones. Quizá, aventura Sacks, la corteza visual está siempre generando imágenes; los estímulos provenientes de los nervios ópticos sólo seleccionan entre éstas las que mejor coinciden con el mundo externo.

La poderosa idea de Darwin (Daniel Dennett dixit) continúa sorprendiendo, en su versión estricta o en la amplia, con su capacidad para explicar más y más procesos del mundo natural y humano. ¡Larga vida a Darwin!

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miércoles, 6 de febrero de 2013

Credibilidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de febrero de 2013

El llamado principio o navaja de Hanlon (un derivado de la ley de Murphy), advierte: «Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez».

En México, donde el pensamiento conspiranoico se ha vuelto ya epidémico, no nos vendría mal seguir el consejo. Vivimos en un país donde ya no pueden ocurrir accidentes: tiene, por fuerza, que haber un plan malévolo detrás. No importa que la lógica brille por su ausencia (¿cómo una explosión en un edificio de oficinas serviría de argumento para justificar la inversión privada en una empresa petrolera? ¿Cómo evitaría la misma explosión la supuesta “privatización de dicha empresa?).

Cierto: la explosión en las oficinas de Pemex fue una gran desgracia (comparto la pena de una queridísima amiga que perdió ahí a su hermana). Y cierto, en los primeros momentos –y por varios días, gracias al vacío informativo que propiciaron, en mi opinión torpemente, las autoridades–, cualquier hipótesis era plausible. Pero ¿por qué casarse, de inmediato, y ante la ausencia de evidencia sólida, con la hipótesis más escandalosa, más terrible, la del ataque terrorista?

Se dirá que en nuestro país la experiencia más que justifica el “sospechosismo” (nunca pensé que este desagradable neologismo me fuera a resultar útil…). Nos lo hemos ganado a pulso, con nuestra historia de engaños, trampas, traiciones, corrupción y negociaciones por debajo de la mesa.

Se trata, en resumen, de un problema de credibilidad. Del gobierno y las autoridades, en primer lugar. Pero también de los medios de comunicación, que renuncian a la búsqueda de la mayor objetividad posible y cada vez más adoptan la ideología como guía para interpretar la realidad (y ni se diga de lo que ocurre en las redes sociales). Ante esto, ¿quién va a renunciar a inventar complots, para aceptar la versión oficial?

Mi querida amiga y colega columnista Fernanda de la Torre Verea me preguntaba el lunes pasado, luego de la conferencia de prensa del Secretario de Gobernación, si “científicamente” se trató de un accidente. Le respondí lo que cualquier científico respondería: “No: científicamente todavía no se sabe”.

Es decir, hay ya bastantes datos para prácticamente descartar la posibilidad de un atentado; hay evidencia creíble y sólida de que se trató de una acumulación de gas combustible (casi seguramente metano, componente principal del gas natural) que fue detonada por una chispa eléctrica. Y se tienen localizadas tres posibles fuentes del gas (una tubería de gas natural, un ducto de 40 años, y otro “tubo con regulador”). Pero todavía faltan detalles; un científico siempre será cauto antes de afirmar algo como un hecho.

Lo curioso es que esta forma de pensar va completamente a contrapelo de lo que naturalmente tienden a hacer políticos y funcionarios, medios de comunicación y cualquier ciudadano común. La ciencia muchas veces contradice la intuición humana, que exige siempre una historia completa y se revela ante la ambigüedad del “no se sabe”. Pero de ahí mismo, porque hace un esfuerzo por no afirmar nada antes de tener evidencia sólida, deriva su confiabilidad, base de su gran credibilidad. La ciencia es la forma más poderosa que tenemos de obtener conocimiento confiable sobre la naturaleza.

La moraleja que puedo sacar del asunto –además de unir mi voz para combatir la negligencia criminal, tan común en México, y pedir que los responsables sean llamados a cuentas– es que nuestra sociedad necesita un poco más de pensamiento crítico, de cultura científica. No sólo para entender de gases combustibles, implosiones y explosiones, olores y mercaptanos. Sino para refrenar el natural impulso a exigir explicaciones inmediatas y satisfactorias. Si algo nos enseña la ciencia, es que muchas veces hay que tener paciencia y esperar hasta reunir los datos necesarios antes de sacar conclusiones. Y que a veces éstas no coincidirán con nuestras expectativas.

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miércoles, 30 de enero de 2013

El mono lector

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de enero de 2013

En su reciente libro Los ojos de la mente (Anagrama, 2011), el magnífico escritor y neurólogo Oliver Sacks plantea lo que denomina “el dilema de Wallace” (en referencia a Alfred Russell Wallace, que descubrió, independientemente de Charles Darwin, la teoría de la evolución por selección natural… “pobrecito Wallace”, decía mi maestra de biología en la Preparatoria no. 6, Palmira de los Ángeles Gómez Gómez).

Sacks, como acostumbra, presenta, convertidos en literatura, los casos clínicos de sus pacientes. La historia del escritor Howard Engel (“Un hombre de letras”), que padecía alexia (la incapacidad de leer, como consecuencia de un infarto cerebral, curiosamente independiente de su capacidad de escribir, que permaneció inalterada: alexia sin agrafia –aunque lo incapacitaba para revisar incluso lo que había escrito un momento antes) lleva a Sacks a reflexionar sobre la evolución de la capacidad de leer.

Y es que la lectura depende crucialmente de un área en el lóbulo occipital del hemisferio dominante del cerebro (normalmente el izquierdo, que maneja el lenguaje). Pero mientras que el ser humano apareció hace más de 250 mil años, y el habla poco después, el lenguaje escrito tiene sólo unos cinco mil años. ¿Cómo pudo haber evolucionado un área especializada en el cerebro para reconocer letras y palabras –e interpretarlas con el alto nivel de complejidad que caracteriza a la cultura escrita actual (y que queda de manifiesto cuando hay alteraciones cerebrales que la inutilizan)– antes de que éstas existieran?

El problema obsesionó a Wallace. Como solución, propuso que dicha capacidad cerebral era muestra de la existencia de Dios, que la habría implantado en los humanos primitivos en espera de que la cultura avanzara lo suficiente para poder aprovecharla.

Por supuesto, Sacks aclara, como buen darwiniano (y buen científico) que hay otra explicación que no recurre a lo sobrenatural. El cerebro humano evolucionó para reconocer e interpretar el ambiente; simplemente, los finos mecanismos visuales que permiten detectar formas y patrones naturales fueron aprovechados para un uso nuevo: reconocer e interpretar signos artificiales. Prueba de ello es que todos los sistemas de escritura que existen (menos los creados artificialmente) poseen rasgos no geométrica, pero sí topológicamente similares a los que se hallan en ambientes silvestres.

La virtuosa pluma de Sacks narra cómo su paciente, aún sin poder leer, aprendió a “trazar” con su lengua las letras individuales que veía, para poder “sentirlas”, y logró así volver a escribir novelas. El cerebro humano no deja de asombrar con su complejidad y plasticidad, que le permite adaptarse incluso a las situaciones más extremas.

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miércoles, 23 de enero de 2013

Más ciencia chatarra

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de enero de 2013

La ciencia, con su rigor y método, con su pensamiento crítico, debería estar a salvo de charlatanes (más allá del ocasional fraude científico). Pero no: los estafadores han logrado penetrar hasta su sanctasanctórum: las revistas académicas especializadas.

Los también llamados journals, en los que los investigadores científicos de todo el mundo publican artículos en los que reportan los resultados de su trabajo, son parte central de la producción de conocimiento científico. El riguroso proceso de arbitraje (peer review) de dichos artículos es el corazón del sistema de control de calidad de la ciencia.

Tradicionalmente las revistas científicas reciben los manuscritos y los envían anónimamente a árbitros expertos, que pueden pedir modificaciones o correcciones, o rechazarlos. Si los artículos satisfacen los requisitos de calidad (interés y pertinencia, rigor lógico, metodología correcta, conclusiones adecuadas, buena planeación experimental, etcétera), son publicados. El costo del proceso se paga mediante suscripciones, a veces muy caras, pagadas por bibliotecas y por investigadores particulares, junto con la venta de anuncios.

Pero con el surgimiento de internet el número de suscripciones ha bajado, con el consiguiente aumento en el costo. Por ello ha surgido el movimiento de acceso libre (open access) a las revistas científicas: en este nuevo modelo, no se requiere suscripción, pues están disponibles gratuitamente en internet. En cambio, son los autores de los artículos quienes pagan un alto costo por publicar en la revista. (Por cierto, también en el mundo de la literatura se cuecen habas, como muestra la anécdota que narra el pasado lunes en Milenio Diario Xavier Velasco sobre sus peripecias para lograr sus primeras publicaciones.)

Hace unas semanas comentábamos aquí cómo un experto estadounidense denunciaba la “chatarrización” de las revistas de acceso libre, debido a que este sistema las tentaba a publicar el mayor número posible de artículos, en detrimento de la calidad.

Pero hay algo peor: la corrupción. Como la evaluación de los científicos depende crucialmente de la cantidad de artículos que publiquen (el famoso “publicar o morir”), han surgido muchísimas revistas científicas falsas (subestándar, sospechosas, depredatorias, fantasma, fake… aún no hay acuerdo sobre cómo llamarlas), que publican cualquier artículo (incluso textos plagiados) sin someterlo a un arbitraje riguroso, o sin arbitraje, con tal que el autor pague. Así, esas revistas ganan dinero, y el investigador simula estar publicando ante sus evaluadores y patrones y justifica así su salario.

Un reciente reportaje en el sitio SciDev.net (que difunde la investigación científica que se realiza en los países del tercer mundo), y una nota en la revista Nature publicada en septiembre del año pasado, señalan que estas falsas revistas proliferan en países como India, Pakistán o China, y utilizan prácticas desleales para engañar a investigadores en todo el mundo –especialmente de países en desarrollo– para que publiquen en ellas. Como señalan varios expertos, urge un esfuerzo internacional, así como local, para combatir esta “ciencia chatarra” y proteger la calidad académica de las revistas científicas. De otro modo, esta crisis puede convertirse en el inicio de una pérdida general de la credibilidad de la ciencia. En una época donde escasean los apoyos y florecen las seudociencias y charlatanerías, esto es lo que menos necesitamos.

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miércoles, 16 de enero de 2013

¿Pájaros fumones?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de enero de 2013

No es la nueva versión del popular juego Angry Birds. Tampoco se trata, estrictamente, de aves con tabaquismo; pero sí de pájaros (concretamente, gorriones y pinzones del DF) que tienen el extraño hábito de coleccionar colillas de cigarro (cigarrillos, para lectores de otras latitudes). Sólo que no para fumarlas, sino para incorporarlas en sus nidos.

Curioso, pensará usted. Pero para Monserrat Suárez Rodríguez, de 23 años, estudiante de biología de la UNAM, lo curioso puede ser el inicio de una buena investigación, como la que realizó para su tesis de licenciatura (con un título típicamente enmarañado: “Características del nido y conducta de anidación de dos aves urbanas [Passer domesticus y Carpodacus mexicanus] con énfasis en el uso de filtros de cigarro”).

Monserrat pensó que las aves podrían estar añadiendo las colillas a sus nidos no sólo por ser un material disponible en la ciudad (como ecóloga, se interesa en estudiar los cambios el ambiente urbano impone en la conducta y supervivencia de los animales), sino porque podrían darles alguna ventaja que aumentara su supervivencia o reproducción (los biólogos siempre buscan la posible ventaja evolutiva que pueda haber en la conducta o características de los seres vivos).

Una posible utilidad de las colillas es que, por su alto contenido de nicotina (que queda atrapada en el filtro al fumarlos), las aves podrían estarlas usando como repelente para los piojos que las parasitan a ellas y a sus crías (los parásitos son una de las principales presiones evolutivas que enfrentan los seres vivos). No sería la primera vez: se sabe de aves que incorporan a sus nidos plantas que producen sustancias que repelen a los insectos (un ejemplo del comportamiento que se conoce como “automedicación”, y que favorece la supervivencia de la especie). Y no hay que olvidar que la función natural de la nicotina del tabaco es, precisamente, proteger a la planta contra parásitos.

Pero no basta con tener una hipótesis plausible: hay que comprobarla. Junto con su tutor, Constantino Macías, del Instituto de Ecología de la UNAM, Monserrat la sometió a prueba, por dos vías: vio si el número de colillas en un nido tenía relación con el número de parásitos (ácaros, unos artrópodos similares a los piojos, aunque no son insectos, como éstos) que contenía; halló que sí: a más colillas, menos ácaros. Y usando unas “trampas de calor”, que normalmente atraen a los ácaros, observó si el poner colillas nuevas o usadas alteraba el número de ácaros que salían de los nidos para acercarse a las trampas de calor: nuevamente, hallaron que los filtros de las colillas usadas, pero no de las nuevas, aleja a los parásitos. (Por cierto, para obtener de manera estandarizada las colillas usadas para su experimento tuvieron que construir una “máquina fumadora”, y usaron un paquete de 400 cigarros de la marca Marlboro.)

Los resultados son tan interesantes –y el estudio está tan cuidadosamente hecho– que fueron publicados el pasado 5 de diciembre en la revista Biology Letters, de la Royal Society de Londres. Por lo pronto Monserrat –que quiere dedicarse a la investigación– ha mostrado que muy posiblemente las aves sean capaces de adaptarse al ambiente urbano, aprovechando los materiales disponibles para mejorar sus posibilidades de supervivencia.

Pero habrá que profundizar. Podría haber otras razones para que los pájaros estén usando las colillas (por ejemplo, que el material de los filtros sirva como aislante térmico, o como colchón). Y para que estrictamente se pueda hablar de “automedicación”, se tendría que confirmar, aparte del requisito de que las colillas alejan a los parásitos, que es por eso que las aves las incorporan a los nidos (y no, por ejemplo, por casualidad o sólo porque están disponibles) y que el efecto de las colillas sobre los parásitos beneficia efectivamente a las aves (por ejemplo aumentando su supervivencia). En su tesis de doctorado, Monserrat buscará confirmarlo. Ya nos enteraremos si los pájaros, además de enojones, son tan instintivamente “inteligentes”.

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miércoles, 9 de enero de 2013

Sorpresas galácticas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de enero de 2013

Las galaxias son conjuntos ordenados de miles de millones de estrellas que giran, normalmente en forma de discos aplanados, alrededor de un centro. Existen, asimismo, miles de millones de ellas en el cosmos. Entender cómo se forman y cómo se comportan al girar, al moverse por el espacio y al “chocar” unas con otras (algo más parecido al encuentro entre dos nubes de gas que a una colisión automovilística) es uno de los retos más grandes y complejos de la astrofísica.

Suelen estar rodeadas de galaxias “satélite”, más pequeñas, que giran desordenadamente a su alrededor, atrapadas por su campo gravitatorio (hay quien piensa que puede tratarse de los restos de otras galaxias grandes que fueron “engullidas” por la galaxia mayor). O eso se creía hasta ahora.

Recientemente Neil Ibata, un quinceañero de Estrasburgo, en la región francesa de Alsacia, realizó un descubrimiento que puede ser revolucionario. Neil escribió un programa en el lenguaje de computación Python, para ayudar a su padre, el astrofísico inglés de origen boliviano Rodrigo Ibata, a procesar los datos obtenidos por su grupo de investigación con los telescopios Keck y Canadá-Francia-Hawái al observar Andrómeda, la galaxia gigante más cercana a la nuestra (la Vía Láctea). Neil notó que aproximadamente la mitad de las galaxias satélite no se movían al azar, sino que formaban un disco plano que gira en el mismo sentido que Andrómeda.

Aunque puede no parecer muy emocionante, el descubrimiento (que se llevó nada menos que la portada de la prestigiada revista Nature) podría obligar a los astrofísicos a replantear sus modelos de cómo se mueven las estrellas y galaxias; modelos que se sustentan en teorías como la de la gravedad y la relatividad, y en supuestos teóricos como la existencia de la materia oscura (que no es visible pero que se postula para explicar la unión gravitacional que presentan las galaxias).

Quién sabe: quizá el descubrimiento del joven Neil (que planea ser físico pero dedicarse a otro campo, para no imitar a su padre) abra la puerta a nuevas teorías sobre la estructura y dinámica del universo. ¡Nada mal para un adolescente!

Mira:
El recién nombrado director de CONACYT, Enrique Cabrero Mendoza, ofrece realizar “un uso racional y disciplinado de los recursos; que cada peso asignado tenga el mejor destino posible, todo ello bajo una estructura administrativa y eficiente. Con transparencia”. Para quien conoce de política científica, suena al usual eficientismo de la visión burocrática-administrativa de la ciencia, que exige resultados rápidos y “aplicables”. Ojalá venga también acompañado de una sólida visión académica. La inversión decidida y el apoyo a la ciencia básica son las raíces del árbol científico, indispensables para obtener sus frutos técnicos, aplicables, patentables y comercializables.

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miércoles, 2 de enero de 2013

La gran dama de la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de enero de 2013

Leo con tristeza en las noticias que el 30 de diciembre murió Rita Levi-Montalcini, una de las científicas vivas que yo más admiraba. La noticia me entristece a pesar de que ella vivió una vida más que plena, a sus ¡103! años de edad (nació el 22 de abril de 1909 en Turín).

La lista de sus logros es tan amplia e importante que casi aburre: nacida en Turín, estudió medicina en la Italia de los años 30, contra las objeciones machistas, tan naturales en esa época, de su padre (se graduó summa cum laude en 1936). Judía, las leyes discriminatorias impuestas por Mussolini entorpecieron su desarrollo profesional. Durante la segunda guerra mundial montó un laboratorio clandestino en su cuarto, hasta que emigró, primero a Florencia en 1943, con su familia, ante la amenaza nazi, y luego a los Estados Unidos, en 1946.

Su logro más famoso es haber ganado el premio Nobel de medicina en 1986, con Stanley Cohen, “por su descubrimiento de los factores de crecimiento”. Ella descubrió el primero, el factor de crecimiento nervioso (NGF), que controla el desarrollo de las conexiones de las neuronas en el embrión, en su laboratorio casero, usando embriones de pollo (Cohen posteriormente purificó el factor de crecimiento neuronal y descubrió otros factores de crecimiento). Hoy se sabe que el NGF podría intervenir en la ovulación, la regeneración de nervios, el combate de la inflamación, la esclerosis múltiple y algunos desórdenes psiquiátricos, ¡y hasta en el enamoramiento!

Levy-Montalcini continuó en Estados Unidos, pero fundó una unidad de investigación en Roma, y más tarde fue directora del Centro de Investigación en Neurobiología y del Instituto de Biología Celular en su país. Fundó el Centro Europeo de Investigación sobre el Cerebro, y en 2001 fue nombrada senadora vitalicia de Italia, papel que desempeñó con gran dedicación.

Escribió varios libros sobre su vida, trabajo y reflexiones. Fue reconocida, y será recordada, como un gran personaje público en Italia. Me pregunto si algún día en México podremos llegar a tener ídolos, hombres o mujeres, que sean famosos no sólo por logros deportivos o artísticos, sino por sus contribuciones a la ciencia… ¡Los mejores deseos para este año que comienza!


P.D. Me entero con más tristeza que el 30 de diciembre murió también Carl Woese, el microbiólogo que cambió por completo la forma como clasificamos –y entendemos– a los seres vivos. Ya habrá ocasión de hablar de él.

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