miércoles, 24 de febrero de 2016

Luces y sombras en la divulgación científica

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de febrero de 2016

Toda sociedad que aspire a ser moderna y realmente democrática debe garantizar a sus ciudadanos el acceso a la educación y a la cultura. Pero no sólo a la cultura popular, a la formación cívica y a las artes y humanidades. También a ese singular producto del intelecto humano que llamamos ciencia.

La cultura científica no se reduce al conocimiento de temas de ciencia; abarca también el método que le permite producir dicho conocimiento, y que no es más que un refinamiento del pensamiento crítico que todo ciudadano debiera aplicar al participar en la discusión pública. El acceso a la cultura científica es un derecho de los ciudadanos, que nos permite cumplir mejor con nuestra obligación de participar responsablemente en la vida democrática.

La divulgación científica se ocupa precisamente de poner la cultura científica al alcance de los ciudadanos. Por ello, es una labor de importancia estratégica para todo país. En México existe una tradición de divulgación científica que viene desde la Colonia, y una comunidad de divulgadores pujante y creciente, con una experiencia acumulada de más de cuatro décadas.

Parte de esta comunidad se agrupa en la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (Somedicyt), que realiza distintas actividades entre las que destacan, entre otras, un Congreso Nacional y la entrega, desde 1992, del Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica.

El pasado jueves 18 de febrero se otorgó el premio correspondiente a 2015 a un verdadero pionero de la divulgación científica en México: Roberto Sayavedra Soto, físico y educador que con una trayectoria envidiable de más de 30 años. Fue uno de los fundadores de la recordada revista infantil Chispa, en 1981, y hasta su desaparición en 1997 escribió su sección más gustada: “El Tío Bolita y sus ayudantes”, que presentaba experimentos divertidos e ilustrativos para sus curiosos lectores.

Sayavedra es multifacético e incansable: ha escrito artículos y libros, y constantemente imparte cursos y talleres de ciencia por toda la república, y en gran parte de Latinoamérica. Es un gusto que la comunidad de divulgadores mexicanos reconozca a uno de sus miembros más destacados. ¡Enhorabuena!

Por desgracia, también a veces hay malas noticias que dar en este campo. Una reciente es el desafortunado cierre del Centro Municipal de Divulgación Científica de Cuautitlán Izcalli, una institución pionera –es el único centro a nivel municipal que ha existido en el país– que durante más de dos años de existencia proporcionó servicios de difusión de la cultura científica, además de promoción de la salud y el bienestar, a su comunidad. La decisión unilateral y arbitraria de un funcionario, el nuevo presidente municipal, dio al traste con este esfuerzo, pues retiró al grupo que creó, promovió y operó esta iniciativa el uso del local con el que habían contado hasta ahora.

Lo más triste es que la nueva autoridad municipal haya emprendido una campaña de desprestigio contra un grupo de entusiastas que no buscaba más que promover la cultura científica en su municipio y en otros cercanos. Los programas y actividades del Centro llegaron a beneficiar a más de 41 mil niños, adolescentes, jóvenes y población vulnerable de 14 municipios en cuatro estados, con conferencias científicas, una biblioteca, talleres de robótica y computación y eventos como la Noche de las estrellas, entre otras.

Afortunadamente, los divulgadores somos una especie resistente: los impulsores del Centro han anunciado que continuarán con sus actividades en otras instalaciones y buscarán otras fuentes de apoyo. Felicidades por ese entusiasmo.


¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

jueves, 18 de febrero de 2016

Olas de gravedad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de febrero de 2016


El jueves pasado, 11 de febrero, la comunidad científica mundial –y, con un poco de retraso, los medios de comunicación– se estremeció por lo que muchos califican de “el descubrimiento científico del siglo” (no sé si lo sea, pero seguro es por lo menos el del año, y probablemente el de la década). El Observatorio de Interferometría Láser de Ondas Gravitacionales (LIGO) cumplió con el cometido para el que fue construido: detectar de manera categórica, por primera vez desde que fueron predichas por la teoría general de la relatividad de Einstein, ondas de gravedad.

¿Qué son las ondas gravitacionales, y por qué es importante este descubrimiento? Vamos por partes.

Si el lector estuviera sumergido en una piscina con la cabeza fuera, y alguien arrojara una piedra al agua, podría ver las olas –ondas– que el impacto causaría en la superficie del agua. Si estuviera sumergido y, digamos, un pequeño petardo estallara dentro de la piscina, no vería olas, pero sentiría el golpe tridimensional de las ondas de impacto, que se transmitiría a través de todo el cuerpo de agua.

En ambos casos, las ondas están formadas por agua en movimiento oscilante. Hay otras cosas que se transmiten mediante ondas: el sonido, que también requiere de algún material –gaseoso, líquido o sólido– y la radiación electromagnética, que se transmite en el vacío. Pero las ondas gravitacionales son algo completamente distinto. No son la forma como se transmite la gravedad, sino algo más complejo.

Durante toda su historia, la humanidad pudo observar el universo que nos rodea –estrellas y planetas y galaxias– solamente a través de la luz visible que llega desde ellos hasta nosotros. Primero a simple vista, y luego usando telescopios cada vez más precisos y potentes. En los años 30 del siglo pasado se construyeron los primeros radiotelescopios: telescopios que podían captar otro tipo de radiación electromagnética: las ondas de radio. Más adelante, se construyeron telescopios que captan luz infrarroja, ultravioleta, rayos X y microondas. Cada una de estas “ventanas” que abrimos para estudiar el universo nos ofreció nuevas revelaciones. Pero se trataba siempre de ondas electromagnéticas, aunque de distintas longitudes.

Cuando a principios del siglo XX Albert Einstein propuso su teoría de la relatividad, cambió por completo la manera en que entendemos el espacio, el tiempo y la gravedad. Antes, el espacio y el tiempo se consideraban inmutables, y la gravedad era una fuerza de atracción entre cuerpos. Pero Einstein mostró que la masa de los cuerpos es capaz de deformar lo que él llamó “el espaciotiempo” (pues en su visión el tiempo es una cuarta dimensión equivalente a las tres del espacio; de ahí los extraños fenómenos relativistas en que el espacio y el tiempo se distorsionan). La gravedad es precisamente esa deformación del espaciotiempo causada por la masa.

Entonces, si dos masas muy grandes llegaran, por ejemplo, a chocar, producirían una onda de deformación que se iría expandiendo por todo el espaciotiempo a su alrededor: ondas de gravedad.

El interferómetro de LIGO en
Hanford, estado de Washington
El proyecto estadounidense LIGO se construyó, con un costo de más mil cien millones de dólares durante más de 40 años, justo para detectar estas ondas. Consiste en dos enormes interferómetros: aparatos en que un rayo de luz láser se hace rebotar en espejos a lo largo de dos tubos dispuestos en ángulo recto, como una L. Uno está situado en Washington y otro en Luisiana; cada uno tiene dos brazos de 4 kilómetros de longitud. Si una onda de gravedad pasara por estos lugares, el espacio mismo se deformaría (y no podríamos darnos cuenta). Pero, por ser perpendiculares, dicha deformación sería más notoria en uno de los brazos de los detectores que en el otro. Como las dos ramas del rayo láser se hacen coincidir en el centro, la deformación producida por la onda de gravedad se detectaría porque en lugar de coincidir perfectamente, habría un patrón de interferencia entre los dos rayos de luz. (La interferometría es la misma técnica que se utilizó originalmente, en 1887, para medir con precisión la velocidad de la luz.)

El 14 de septiembre del año pasado, LIGO, cuya sensibilidad le permite detectar cambios en la longitud de sus brazos de una diezmilésima del tamaño de un protón, fue puesto en marcha. Se esperaba que pudiera detectar el choque de pares de estrellas de neutrones que giran una alrededor de otra. Pero halló algo mejor. Casi de inmediato detectó una señal intensa que, al ser analizada, resultó ser producida por el choque de dos enormes agujeros negros, con masas de 36 y 29 veces la del Sol, que giraban alrededor de su centro de gravedad cada vez más rápidamente –250 veces por segundo, al final–, hasta que se fundieron para producir un agujero negro aún más enorme: de 62 masas solares. El proceso duró un quinto de segundo.

¿Y las 3 masas solares faltantes? Se convirtieron en la energía que se propagó en forma de ondas gravitacionales.

El descubrimiento confirma la teoría de Einstein, y revela que existen agujeros negros binarios que giran en pareja. Además, justifica el gasto en el LIGO y asegura que se construirán nuevos y más potentes interferómetros (incluso en el espacio). Pero no sólo eso: constituye una manera totalmente nueva de explorar el universo, ya no a través de ondas electromagnéticas sino gravitacionales. Es, según los expertos, como si hasta ahora la humanidad sólo hubiera tenido ojos, y hoy también gozáramos de oídos.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 10 de febrero de 2016

Papapancho en México


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de febrero de 2016

El próximo viernes por la tarde, como ya todos sabemos, llegará Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, a México.

Los preparativos para su estancia en nuestro país han sido sonados y, en mi opinión, bastante exagerados. Y ha sido ya muy comentado y criticado el dispendio que representan.

Dos ejemplos. Uno, el del Gobierno de la Ciudad de México, al tapizar los espacios públicos de la capital con propaganda pagada con dinero público que da la bienvenida al Papa y le dice que “ésta es su casa”. Y al organizar una ceremonia masiva en el Zócalo para entregarle las llaves de la ciudad (que, según se comenta, normalmente se entregan en una ceremonia discreta en el Palacio de Gobierno). Por no hablar del cierre de calles y estaciones del Metro y Metrobús, la suspensión del paseo ciclista dominical sobre el Paseo de la Reforma (que se llama así, no “Avenida Paseo de la Reforma”) y el cierre de escuelas en el Centro Histórico.

Segundo ejemplo: el del Gobierno de Michoacán, que ha gastado en carísimos anuncios espectaculares, incluso en la Ciudad de México, anunciando que ese estado “recibe con el alma” al pontífice. Además, como reportó ayer Francisco García Davish en Milenio Diario, el uso de dinero del erario estatal para incluir el hashtag #PapaEnMorelia en la camiseta del equipo de futbol Monarcas, lo cual, además de violar la constitución, como todo uso de dinero público para promover eventos religiosos, contraviene también los códigos de ética de la Federación Mexicana de Futbol (Femexfut) y de la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA), que obligan a los equipos de futbol a “mantener una posición neutral ante asuntos de carácter religioso o político”.

Vivimos, hay que recordarlo, en un Estado laico establecido por nuestra Constitución. Dicho laicismo es indispensable, como el especialista en religión Roberto Blancarte se ha cansado de explicar en su columna de los martes en ese mismo diario, para garantizar el trato equitativo del Estado hacia las distintas religiones presentes en el país (que son muchas, aunque la iglesia católica quiera hacer parecer que es la única) y hacia la creciente población no religiosa (de la cual este columnista orgullosamente forma parte).

Se ha tratado de justificar el gasto y promoción de la vista papal argumentando que “se trata de una visita de Estado”. No es así: ya las autoridades eclesiásticas han aclarado que es una visita pastoral. En todo caso, a ningún otro jefe de Estado se le ha dado un trato y una promoción similar, como tampoco –por suerte– a ningún otro líder religioso que haya visitado nuestro país.

El Estado laico y la separación iglesia-Estado son indispensables para cualquier democracia verdadera. En el caso mexicano, se trata también de una necesidad producto de nuestra historia: no olvidemos la guerra civil emprendida de 1926 a 1929 por los cristeros contra el gobierno, en protesta por las reformas para quitarle a la iglesia católica su enorme poder político y económico, y que produjo unos 250 mil muertes (como comparación, la guerra contra el narco entablada durante el gobierno de Felipe Calderón ha producido, de 2007 a la fecha, 185 mil muertos, según reporte de SinEmbargo.com, 6 de febrero de 2016).

El pensamiento religioso, basado en la fe, ha estado siempre reñido con el pensamiento crítico, basado en la evidencia y el razonamiento lógico. La educación religiosa valora el creer en algo sin necesidad de evidencias; el pensamiento crítico enseña a exigir razones para creer en algo. Por ello, la enseñanza de la religión es un obstáculo para el desarrollo del pensamiento crítico que requiere un ciudadano en una democracia –donde se espera que tome decisiones razonadas basadas en evidencia confiable– y para el fomento del pensamiento científico. No en balde el artículo tercero constitucional prohíbe la enseñanza religiosa en las escuelas públicas y exige una enseñanza basada “en los resultados del progreso científico”.

La visita del Papa Pancho, como cariñosamente le llaman muchos, puede ser un agradable suceso social. Lo preocupante es que sirva para promover una forma de pensamiento que se contrapone al pensamiento crítico que tanta falta hace en nuestro país. Preocupa, sobre todo, que dicha promoción se haga con dinero público de un Estado que, se supone, debiera ser rigurosamente laico.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 3 de febrero de 2016

¿Embriones a la carta?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de febrero de 2016

Los biólogos moleculares dicen desde los años 70 que hacen “ingeniería genética”, pero la verdad es que más bien se han dedicado a hacer corte y confección con herramientas que ni siquiera han inventado ellos mismos, sino que han tomado prestadas de la naturaleza.

Esto no quiere decir que las también llamadas “técnicas de ADN recombinante” no sean producto de un ingenio y una creatividad enormes. Los investigadores identificaron, aislaron, adaptaron y aprendieron a usar para sus propios fines las enzimas con las que las células cortan, modifican y vuelven a pegar, con precisión molecular, el material genético. Los beneficios de la aplicación de esta tecnología se han manifestado en campos como agricultura, producción de medicamentos, manufactura química e investigación científica.

Pero la habilidad de modificar genes también despertó temores. “Jugar a ser dios” con el material genético de los seres vivos podría tener efectos inesperados. Luego de debates y deliberaciones, se adoptó el consenso de que la modificación genética de seres humanos quedaría prohibida (en algunos países incluso penalmente).

En 2012 las científicas Emmanuelle Charpentier, sueca, y Jennifer Doudna, estadounidense, desarrollaron una nueva y revolucionaria técnica llamada CRISPR-Cas, que permite modificar genes –ya sea inactivándolos, “corregiéndolos” o introduciendo genes nuevos– de manera mucho más precisa, eficaz, sencilla y barata (ya el año pasado comentamos aquí el Premio Princesa de Asturias que recibieron por su desarrollo). La “edición de genomas”, como se le conoce, se volvió rápidamente un herramienta indispensable en los laboratorios. Y nuevamente surge el dilema ético: ¿qué tan aceptable es modificar el genoma humano, ahora que se tiene una herramienta que lo hace mucho más factible?

En abril de 2015 el equipo del científico chino Junjiu Huang anunció que había usado la técnica CRISPR-Cas para introducir una modificación para intentar corregir la enfermedad genética conocida como beta-talasemia, que causa anemia grave que puede ser mortal, en embriones humanos desechados por clínicas de fertilidad. Para tratar de evitar dilemas éticos, se utilizaron sólo embriones inviables, es decir, que no tienen la capacidad de desarrollarse para convertirse en un bebé. Aun así, el experimento –que por cierto tuvo resultados negativos que llevaron a los autores a afirmar que la técnica “no estaba madura” para su uso en humanos– desató una polémica internacional.

Kathy Niakan, del
Instituto Francis Crick, de Londres
Pues bien: el pasado lunes primero de febrero la Autoridad de Embriología y Fertilización (HFEA) del Reino Unido, organismo que regula la investigación en temas de fertilidad, otorgó a la investigadora Kathy Niakan, del Instituto Francis Crick, de Londres, luego de una cuidadosa consideración, un permiso para utilizar CRISPR-Cas para modificar embriones humanos viables. Niakan usará la técnica investigar la función del gen OCT4, que participa, durante las primeras etapas del desarrollo, en la diferenciación de las células que formarán los distintos tipos de tejido que nos constituyen.

La HFEA sólo autorizó el uso de los embriones durante los primeros 14 días de su desarrollo, pasados los cuales tendrán que ser destruidos (el experimento de Nikan, no obstante, sólo durará 7 días). Tampoco se permitirá que sean implantados en mujeres. Los resultados permitirán entender mejor las causas de la infertilidad en parejas. Un fin importante y noble, si tomamos en cuenta que, según datos de Estados Unidos, entre un 6 y un 10 por ciento de las mujeres pueden presentar este problema (en México, una encuesta de 2013 reveló que 3 de cada 10 parejas son infértiles).

Nuevamente, el debate está servido. Principalmente porque, al modificar un embrión, se estaría modificando la línea germinal humana: los cambios genéticos podrían ser transmitidos a la descendencia, si el embrión completara su desarrollo hasta ser adulto y se reprodujera. Estaríamos hablando entonces, ciertamente, de la posibilidad de cambiar el futuro de la especie humana: podrían eliminarse enfermedades hereditarias, pero también se podrían tener efectos no deseados, e incluso se podría usar la técnica con fines poco éticos.

Algunos grupos de científicos están convocando a reuniones internacionales para discutir las implicaciones bioéticas. Otros llaman a una moratoria de toda experimentación con CRISPR-Cas en embriones humanos. Lo cierto es que la posibilidad de editar nuestro genoma está ahí, y probablemente será usada, tarde o temprano, para producir seres humanos modificados.

Es probable, y deseable, que la autorización otorgada a Niakan sirva, como esperan algunos expertos, para alentar un amplio debate que permita que, cuando llegue el momento, esta tecnología se use a nivel global de forma controlada, responsable y segura.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!


miércoles, 27 de enero de 2016

Minsky y la singularidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de enero de 2016


El domingo pasado por la noche falleció, debido a una hemorragia cerebral, Marvin Minsky: sin duda una de las mentes científico-tecnológicas más brillantes de los últimos 100 años. Es triste la poca atención que se le prestó al hecho en la prensa.

Minsky (1927-2016) fue un genio que, además de ser el principal impulsor del desarrollo del área de investigación conocida como “inteligencia artificial”, participó en muchos otros campos. Construyó sistemas de reconocimiento visual y brazos robóticos sensibles al tacto. En 1951 creó la primera red neuronal artificial –de bulbos– capaz de aprender; hoy las redes neuronales forman parte de mucha de la tecnología computacional que usamos cotidianamente. En 1957 patentó el microscopio confocal, que permite, usando computadoras y luz láser, estudiar una muestra en tercera dimensión sin tener que seccionarla en rebanadas (los microscopios confocales se volvieron una herramienta indispensable en el laboratorio a partir de los años 80). Y también llegó a diseñar –pues el genio suele acompañar al humor– “máquinas inútiles” cuya única función era, por ejemplo, apagarse a sí mismas.

En 1959 fundó, en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), el Laboratorio de Inteligencia Artificial, que ha sido pionero y guía a nivel mundial en el desarrollo del área. Era, además, pianista, y su asombrosa capacidad mental se manifestaba en que era capaz de improvisar fugas barrocas a varias voces, como lo hacía Bach, algo que muy pocos seres humanos pueden hacer (aunque no sé si pudiera improvisar una fuga a seis voces, como lo lograra el Maestro). Muchos de quienes han logrado que hoy las “máquinas inteligentes” sean una realidad ­–hasta cierto punto– fueron sus alumnos. Más tarde participó en la creación de la red ARPAnet, precursora de internet, e impulsó la propuesta de que la información digital debería ser propiedad común (idea hoy encarnada en el movimiento de software libre).

Minsky definía la inteligencia artificial de manera pragmática: como “la ciencia de hacer que las máquinas hagan cosas que requerirían inteligencia si las hubiera hecho un humano”. Como la mayoría de los expertos en el campo, estaba convencido de que no hay una diferencia fundamental entre la inteligencia humana y la artificial, y que tarde o temprano lograremos construir máquinas tan o más inteligentes que nosotros, incluso al grado de ser conscientes. Esta idea, que puede sonar inquietante, ha dado pie a muchas obras de ciencia ficción donde aparecen computadoras malignas; entre ellas, la película 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, quien por cierto se asesoró con Minsky para concebir a la famosa computadora HAL 9000.

Pero una de las ideas más inquietantes acerca de la inteligencia artificial es la de singularidad, término usado por el matemático polaco Stanislaw Ulam en 1958 para designar el momento en que construyamos máquinas no sólo más inteligentes que nosotros, sino capaces de construir otras máquinas más inteligentes que ellas mismas.

En física, una singularidad es una región en que, según la teoría de la relatividad, la curvatura del espaciotiempo se vuelve infinita, y las leyes normales de la física dejan de ser aplicables. Las singularidades más conocidas son las que se hallan en el centro de los agujeros negros, de cuyo interior ni siquiera la luz puede escapar; por ello, es imposible saber qué ocurre más allá del horizonte de eventos que define el límite de un agujero negro.

De manera similar, la “singularidad tecnológica” se refiere a que, cuando las máquinas adquieran la capacidad de automejorarse a sí mismas, se desatará una especie de reacción en cadena de inteligencia, que se desarrollará explosivamente hasta dejar de ser comprensible para el ser humano. La posibilidad que tendríamos los humanos de entender la inteligencia de tales máquinas sería similar a la de que una hormiga pudiera comprender la inteligencia humana. En otras palabras, es una “singularidad” porque, como tras el horizonte de eventos de un hoyo negro, no podemos ver, ni imaginar siquiera, lo que pasaría después de este evento.

Entre otros, la idea de singularidad tecnológica ha sido desarrollada y popularizada por Ray Kurzweil, uno de los seguidores de Minsky. Hay también quienes plantean objeciones a la idea, argumentando que quizá haya límites tecnológicos, o incluso físicos, a la capacidad de inteligencia que puede desarrollar cualquier sistema, o bien que las leyes de la lógica pongan límites a ésta.

Hay quien postula que la singularidad tecnológica podría presentarse entre 2030 y 2045. Ya nos enteraremos, porque la revolución puesta en marcha en gran parte gracias a Minsky no parece frenarse. Hoy Minsky ha rebasado su propio horizonte de eventos y se halla en una singularidad, más allá de nuestro alcance. Seguramente lamentó no poder ver el final de esta historia.


¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 20 de enero de 2016

El cuerpo equivocado

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de enero de 2016

Si no ha ido usted a ver esa joya cinematográfica que es La chica danesa (The danish girl), de Tom Hopper, ¿qué espera? Disfrutará no sólo de una cinta llena de belleza visual (cada paisaje y cada locación parecen un cuadro exquisito), sino de una historia conmovedora acerca de un tema que hoy es más actual que nunca. Y que, para colmo, está basada en una historia real (cosa que yo no sabía cuando la fui a ver).

Trata de la vida de Lili Elbe (1882-1931), la primera mujer transexual de que se tiene noticia (interpretada magistralmente por Eddie Redmayne, el actor inglés que año pasado ganar el Oscar por su encarnación del famoso Stephen Hawking). La película está basada en la novela del mismo título de David Ebershoff, que a su vez fue “inspirada” (en palabras del autor) en la vida de Elbe, a través de su libro autobiográfico Man into woman (“De hombre a mujer”) y su correspondencia.

La novela de Ebershoff es ficción, y no se apega demasiado rigurosamente a los hechos de la vida de Elbe. A su vez, la cinta de Hopper cambia muchos detalles de la novela. Aun así, es fascinante conocer la vida de quien fuera el pintor Einar Wegener, casado con la también pintora Gerda, y ser testigo del creciente conflicto que surge en él luego de posar usando ropa de mujer para su esposa. Esta experiencia libera en él impulsos suprimidos durante toda su vida, que lo llevan a pasar al uso de ropa femenina (travestismo) y al surgimiento de su verdadera personalidad femenina (identidad transgénero) y su necesidad de convertirse en mujer transexual mediante cirugía, con los consecuentes problemas y complicaciones.

Lili Elbe expresaba que ser mujer era su verdadera identidad; se sentía, como tantas personas transgénero, “atrapada en un cuerpo del sexo equivocado”. Pudo comenzar a corregir esto con ayuda del doctor Magnus Hirschfeld, el célebre pionero alemán de la sexología (quien llegó a ser llamado “el Einstein del sexo”, acuñó el término “homosexual” y fue uno de los primeros defensores de la diversidad sexual; es famosa su frase “la homosexualidad es parte del plan de la naturaleza, igual que el amor normal”). Inicialmente Hirschfeld operó a Lili para extirpar sus testículos (aunque esto no aparece en la cinta).

Posteriormente otro médico, Kurt Warnekros, le realizó tres operaciones más para remodelar sus genitales y construirle una vagina. En la tercera de estas cirugías, que eran altamente experimentales, se le implantó un útero, con la esperanza de que pudiera llegar a tener hijos. Desgraciadamente, Lili murió a los tres meses, debido al rechazo del tejido trasplantado.

La valiente Lili Elbe, junto con Hischfeld y Warnekros, puede ser considerada una pionera de la moderna cirugía de reasignación de sexo, que ayuda hoy a tantas personas transexuales a vivir una vida acorde con su sexo y género percibidos.

Aun así, sigue siendo necesario informar y educar a la población sobre el tema, pues resulta, además de inquietante y polémico, confuso. En la cinta, por ejemplo, un galán le pregunta a Lili si, después de sus operaciones, es una mujer “verdadera”. El problema con la transexualidad y las cirugías de cambio de sexo es que trascienden nuestras tradicionales –y limitadas– categorías de “hombre” y “mujer”. El galán de Lili es homosexual; le atraen los hombres, las personas de su mismo sexo. Cuando Einar se transforma en Lili, deja de sentirse atraído a ella. Lili, en cambio, no es homosexual, sino transgénero: siente que pertenece al sexo “opuesto” a su sexo biológico, y se considera una mujer heterosexual (o quizá bisexual, pues en la relación con su mujer Gerda, quien era su cómplice en su etapa de travestismo transgénero, antes de sus operaciones, parece haber habido un componente lésbico).

Hoy el respeto a los derechos humanos de los transexuales indica que debemos reconocer el género con el que se identifique una persona, no su sexo biológico. Un hombre que se siente mujer y se viste y actúa como tal es una mujer transgénero; si se ha operado, es una mujer transexual. En ambos casos, lo correcto es hablarle y referirse a ella en femenino. Lo inverso ocurre en el caso de una mujer que se identifica como hombre: se trata de un hombre transgénero o transexual.

Y queda pendiente la discusión y el reconocimiento amplio de los derechos de otras minorías sexuales como los bisexuales (que sienten atracción por ambos sexos), intersexuales (que tienen genitales ambiguos) y las personas queer (que no sienten la necesidad de identificarse con ningún género, y suelen adoptar un aspecto andrógino). Sin dejar de mencionar a los llamados asexuales, que no sienten atracción sexual.

Como se ve, es un tema enredado. Sin embargo, los avances sociales y en derechos humanos, junto con el mayor conocimiento científico sobre la biología y la psicología de la sexualidad, han ido permitiendo una verdadera revolución que está cambiando y haciendo mejores las vidas de todas las personas no heterosexuales en el mundo.

Así como la película Filadelfia fue, en su momento, un gran detonador para cambiar la percepción pública de los homosexuales en todo el mundo, quizá La chica danesa ayude a crear conciencia sobre los derechos de las personas transgénero. Enhorabuena. Ojalá gane varios Óscares.


¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 13 de enero de 2016

La correctora de Hawking

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de enero de 2016

La ciencia no es como la pintan. No es un método infalible para averiguar “verdades” sobre la naturaleza, sino sólo una manera, la mejor que conocemos, de construir conocimiento confiable, pero siempre perfectible, sobre ella.

Tampoco es una disciplina con reglas fijas donde esté siempre claro si una investigación está bien o mal hecha. Como en toda actividad humana, hay en ella virtuosismo y dedicación, calidad, esfuerzo infructuoso, mediocridad, confusión, locura y hasta fraude. Y a veces resulta muy difícil distinguir entre ellos.

El pasado 3 de noviembre el portal periodístico Deconstrucción.org publicó una nota, firmada por Misael Zúñiga Gallegos, con un impactante titular: “Corrige astrofísica chihuahuense Leticia Corral hipótesis de Stephen Hawking”. En ella se afirmaba que la académica del Instituto Tecnológico de Cuauhtémoc había recibido “un reconocimiento de la Organización Mundial de Ingenieros” por un trabajo donde desarrollaba “un modelo matemático para medir la entropía del big bang”, el cual “contradice una hipótesis de Hawking llamada caja de espacio de Hawking”, pero apoya otro modelo de la curvatura del universo propuesto por Roger Penrose con base en un concepto desarrollado por el matemático alemán Hermann Weil.

(A grandes rasgos, el trabajo aborda el problema de medir la entropía, propiedad fisicoquímica relacionada con el desorden, del universo. En el big bang, cuando todo estaba en un punto, la entropía debería ser infinitamente baja, según Hawking: no había desorden. Pero hay propuestas alternas, como la explorada por Corral, que cuestionan esta idea. Y el tema tiene que ver con el desarrollo posterior del universo: su dinámica, crecimiento, forma y destino final.)

El cinco de enero de este año la noticia saltó repentinamente a un gran número de medios mexicanos, incluyendo Sala de prensa y Excélsior, donde la nota se reprodujo casi literalmente. En todos los casos, se hacía énfasis en el orgullo de que una mexicana hubiera “corregido” a un físico de la fama y estatura de Hawking (¡viva la ciencia mexicana, cabrones!, parecía ser el grito unánime). Curiosamente, en ningún caso se entrevistaba a la doctora Corral ni a otro astrofísico.

Para cualquiera que conozca de ciencia, la noticia de que una investigadora mexicana de un pequeño tecnológico estatal haya “corregido” a Stephen Hawking resulta, por lo menos, muy sospechosa. Investigando, varios científicos y comunicadores de la ciencia comenzaron a discutir en las redes sociales la noticia y hallaron varios hechos interesantes. En primer lugar, la doctora Corral no es astrofísica: sus grados son en ingeniería química, matemáticas y ciencia de materiales. En segundo, sus publicaciones académicas son en campos como robótica e ingeniería; no tienen nada que ver con la astrofísica ni la cosmología. Además, el supuesto reconocimiento a su investigación no fue otorgado por astrofísicos, sino por ingenieros, y en realidad era sólo un primer lugar como “el trabajo más original” presentado en un congreso. Su investigación, titulada “Model to predict the lowness of entropy at the big bang with relativistic equations” (Modelo para predecir la baja entropía en el big bang con ecuaciones relativistas, titulado y escrito en un inglés esperpéntico) fue, según describe la propia Corral, rechazado por una revista especializada (Entropy), y sólo se publicó, sin un arbitraje riguroso, y probablemente sin ser siquiera revisado por un editor, en las memorias del Congreso Mundial de Ingeniería 2015, donde lo presentó ante un público de ingenieros que probablemente no tenían mayores conocimientos de astrofísica.

Mas aún: el trabajo formal, aunque utiliza el lenguaje y las matemáticas de la astrofísica, resulta confuso y poco inteligible. Todo parece indicar que la doctora Corral, quien es merecidamente reconocida como una académica destacada del Tecnológico de Cuauhtémoc, es una amateur de la astrofísica, sin una preparación formal en el campo, que ha hecho una propuesta un tanto arriesgada, y quizá no muy rigurosa, que difícilmente será tomada en serio por los especialistas.

¿Qué es lo que ocurrió entonces? ¿Estamos ante una genio incomprendida, una farsante, una chiflada, alguien que simplemente exagera, o bien que no entiende de qué habla? No queda muy claro. Pero lo que si queda clarísimo es que los medios, comenzando por Deconstrucción (que introdujo la idea de que Corral había “corregido” a Hawking) y continuando con todos los demás que dieron la nota, mostraron una lamentable falta de rigor y de preparación para manejar noticias científicas.

La propia doctora Corral ha salido (en NetNoticias.com, de Ciudad Juárez) a aclarar que es matemática y doctora en ciencia de materiales, pero no astrofísica. “Estudio astrofísica, pero no soy astrofísica” (aunque eso sí, insistió en que “he leído casi todos los libros de Roger Penrose y Stephen Hawking”). También dejó clara la situación del supuesto premio: “Saqué la más alta calificación en originalidad en el modelo, por el comité científico internacional [del congreso], pero no un premio, como lo están manejando los medios”.

Lo que se fue creando en los medios, y se difundió en las redes sociales, fue la imagen de Corral como una científica destacada a nivel internacional. Excélsior destaca, por ejemplo, que en 2012 había declarado en una conferencia que “Viajar en el tiempo es factible, a la fecha se ha probado en modelos matemáticos y se hacen los intentos para construir máquinas que funcionen con antimateria” (declaración, por lo menos, cuestionable). La página de Sistema de Tecnológicos de la SEP (al cual pertenece el de Cuauhtémoc) destaca que “ha dedicado su vida al conocimiento científico y tecnológico” –cuando lo mismo hace cualquier científico– y que “recibió el nombramieto [sic] como Seesion Chair [resic] por Asociación Internacional de Ingenieros”… pero eso consiste simplemente en que se le pidió coordinar una sesión, “honor” que puede recibir hasta un estudiante.

Por su parte, Deconstrucción usó expresiones que hacen sonar a Corral como alguien interesante y genial, como decir que su investigación “significaba el trabajo de toda una vida” –su currículum parece indicar que es más bien un pasatiempo–; que “fue invitada a la Universidad de Oxford, donde se entrevistó con Sir Roger Penrose” –de lo cual no existe ninguna evidencia– y que “actualmente la Dra. Corral investiga la gravedad cuántica, para poderlo unir este factor [sic] con el modelo que propone”, cuando el tema ha ocupado a las mejores mentes de la física desde Einstein sin haberse podido resolver.

Y la propia Corral parece disfrutar actuando el personaje que le han construido, dando declaraciones como que “He ido a muchos países a dar conferencias a nivel internacional, he ido a muchísimos países a dar conferencias, la última la di en el Imperial College [Londres], a Dubai, en Portugal…”, cuando viajar a congresos, cursos y conferencias es parte de la labor cotidiana de cualquier investigador mediano.

En mi opinión, más allá de la personalidad, logros o calidad del trabajo de la protagonista, el caso es una muestra más de lo urgente que resulta formar más y mejores periodistas científicos, preparados para manejar las complejidades y ocasionales enredos de la fuente de ciencia, de modo que no colaboren a desinformar difundiendo información exagerada o inexacta. Y su amplísima difusión triunfalista en las redes es una expresión más de la muy mexicana tendencia a creer que nuestras ilusiones de ser los mejores, los “más chingones”, pueden volverse realidad simplemente con desearlo. Ya lo dijo el genial Chava Flores: “¿a qué le tiras cuando sueñas, mexicano?”.

Por supuesto, no bastará con tener mejores periodistas científicos: también habrá que formar editores y dueños de medios que los valoren, y un público que aprecie su trabajo.

Ojalá el caso sirva de ejemplo para tratar de caminar en esa dirección.


¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!