martes, 16 de marzo de 2004

Catástrofes

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2004

A Rolando, el utópico, el que queremos

Iba a comenzar esta nota diciendo que la situación de la ciencia en México es catastrófica. Pero luego sucedió la verdadera catástrofe, en Madrid, y de pronto las cosas se ven con otra perspectiva. No queda más que solidarizarse, sumarse a la exigencia de castigo para los culpables y de justicia para las víctimas, y reconocer, una vez más, que en pleno siglo XXI seguimos, como dijera algún comentarista, viviendo una especie de edad media.

Pero volvamos a la ciencia.

El 10 de marzo Milenio publicó una nota (“Dimiten miles de científicos franceses”) en la que se narra cómo, en un acto de protesta por las políticas gubernamentales que recortan dinero al sector científico. “Más de dos mil directores de laboratorios y responsables de equipos científicos franceses anunciaron su dimisión administrativa”, decía el texto, y explicaba que la protesta nació al anunciarse el bloqueo de 20 millones de euros que eran necesarios para mantener 500 contratos temporales de jóvenes investigadores.

En otras palabras, la comunidad científica francesa se une y da la lucha para conseguir apoyo de su gobierno, ante lo que percibe como una actitud equivocada. Al parecer, los científicos que dimitieron “seguirán investigando, pero bloquearán toda labor administrativa y todo contacto con las instituciones oficiales”. Han recibido amplio apoyo en forma de manifestaciones en París y otras ciudades como Estrasburgo y Nantes, con más de mil trabajadores del sector en cada una.

La comunidad científica francesa no se ha mostrado satisfecha con la oferta que, como respuesta al conflicto, ha hecho el primer ministro Jean-Pierre Raffarin, de aumentar en tres mil millones de euros la inversión en investigación entre 2005 y 2007. La percibe como “una promesa electoral de escaso valor”.

Y esto en un país que invierte actualmente el 1% de su producto interno bruto (PIB) en investigación (es el cuarto en inversión, después de Japón, Estados Unidos y Alemania). Supuestamente, Francia aumentaría progresivamente el gasto del 1% actual al 2.6% del PIB en 2006, para llegar al 3% en 2010.

Y no es que los científicos franceses sean muy ambiciosos: es que están convencidos de que la inversión en ciencia y tecnología es la mejor forma de asegurar el futuro de su país, económica y socialmente, y no permitirán que las prioridades políticas pongan en peligro ese futuro.

En doloroso contraste, en nuestro país el gasto en ciencia y tecnología no alcanza siquiera el 0.5% del PIB, que es lo que recomendara la UNESCO para 1980 (la recomendación de alcanzar un 1% para el año 2000 es simplemente utópica), según afirma en entrevista (El Financiero, 10 de marzo) Feliciano Sánchez Sinencio, nuevo director del Centro Latinoamericano de Física, en Río de Janeiro, y ex-director del Centro de Investigación y Estudios Avanzados del IPN.

Sánchez Sinencio se lamenta del bajo apoyo que la ciencia –pese a las continuas promesas de los gobernantes en turno– recibe en México. Según las recomendaciones de la UNESCO, tendría que haber el doble de los 10 mil científicos que actualmente tenemos. ¿Cómo lograr esto si los presupuestos disminuyen, las plazas se congelan y los proyectos se cancelan?

“Al contrario de lo que se piensa”, dice Sinencio, “es un momento en que necesitamos más gente y centros de investigación. La situación es preocupante porque no conseguimos consolidar el camino. Sin embargo, no debemos parar. Es momento de proponer proyectos”.

Sin embargo, y ante esta situación, la comunidad científica mexicana no protesta ni sale a la calle a manifestarse. Ni esperanzas de que asumiera la actitud beligerante de sus colegas franceses (y tampoco de que, en caso de hacerlo, se les  hiciera caso). ¿Qué hacer?

Quizá parte de la solución está en lo que propone Sinencio: “aumentar el nivel de concientización en la importancia que tienen ciencia y tecnología para alcanzar lo más rápidamente posible el desarrollo”, sugiere. Ante el “extendido analfabetismo científico y tecnológico”, él propone que “nuestros niños deberían explicar, por lo mínimo, cómo funciona un radio, el televisor, un refrigerador, conocer los nombres de los árboles, identificar a los pájaros”. Esto nos permitiría acercarnos a los brasileños, cuyo desarrollo en ciencia y tecnología va muy por delante del nuestro: “ellos tienen, por ejemplo, fábricas de aviones”, dice Sinencio. “Eso no se consigue si no se entiende, primero, cómo funciona un avión y cómo se construye. Pelean por mercados”. ¿Algún día será posible eso para México?

En su necesario libro Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI, 1997) otro destacado investigador del CINVESTAV, Marcelino Cereijido, explica cómo el atraso científico de Latinoamérica es consecuencia de toda una cultura, una visión del mundo, en la que en vez de buscar soluciones nos conformamos con esperar respuestas. Se queja del peligro de caer, en una época en que la ciencia es vista más como amenaza que como fuente de soluciones para problemas apremiantes, en un “oscurantismo democrático”, en el que la opinión de una mayoría poco ilustrada científicamente (Sánchez Sinencio usa el término “poco alfabetizada”) pueda bloquear el avance de la ciencia y la técnica.

¿Será que el oscurantismo ya está aquí, no sólo en el terrorismo que ensombreció a Europa, sino en la apatía y falta de apoyo para la cultura (incluyendo, por supuesto, la cultura científica) en nuestros países? Esperemos que no.

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