publicado en Milenio Diario, 2 de marzo de 2004
Hace unas semanas, ante el anuncio del presidente George Bush de que la exploración y eventual viaje a Marte formaban parte de los planes de desarrollo espacial estadounidense, circuló en internet una ingeniosa fotografía en que varios “marcianos” protestaban, sobre un típico paisaje del planeta rojo, contra la invasión gringa, con carteles de “Yanqui go home”.
Más allá de bromas, el tema de si es conveniente viajar a Marte y si, una vez logrado esto, conviene establecer allá comunidades, es delicada. Y aún más la cuestión de quién tiene derecho a hacerlo: finalmente, quizá lo que está en juego es quién sería el “dueño” de Marte.
Pero hay varios puntos que hay que considerar antes de lanzarse a la calle a protestar por el expansionismo imperial de nuestros vecinos. En primer lugar, están las limitaciones tecnológicas; en segundo, las ventajas que tal proyecto podría traer, y finalmente, el contexto en el que se están haciendo afirmaciones como las de Bush.
Para viajar a Marte habría que resolver problemas como el de transportar en forma segura a una tripulación humana. Después de todo, se trata de un viaje largo, y los problemas que los astronautas enfrentarían van desde la posibilidad de una falla técnica hasta el desarrollo de situaciones emocionales complicadas, producidas por el largo encierro dentro de una nave necesariamente pequeña.
Una vez en su destino, la tripulación tendría que garantizar su subsistencia. El hallazgo de agua en Marte es el dato que ha permitido que un viaje humano a ese planeta se vuelva digno de discusión: el establecimiento de una base en ausencia del líquido vital es imposible, y el costo de transportar agua sería prohibitivo. Además, a partir del agua se puede obtener oxígeno, que no es especialmente abundante en Marte.
Quizá el mejor ejemplo al pensar en la exploración de Marte es la llamada “conquista” de la luna. Iniciada en los años sesenta, esta importante empresa quedó reducida una serie de viajes que sirvieron para explorar brevemente nuestro satélite. Nunca se llegó a establecer una base lunar, debido en parte a la falta de agua y de una atmósfera –con las que sí cuenta Marte–, además del altísimo costo de cada viaje. Frente a esta experiencia, ¿qué tan realista será pensar en colonizar Marte?
Por otro lado, los viajes a la luna requirieron del desarrollo de una tecnología avanzada que derivó en una serie de beneficios para la sociedad. Nuevos aparatos electrónicos, fibras textiles, materiales, alimentos, compuestos químicos (como las famosas sustancias que atrapan el agua en los pañales) y diversas tecnologías que hoy son de uso común fueron desarrolladas originalmente como parte del programa espacial. El envío de una o varias misiones a Marte motivaría igualmente avances tecnológicos que, tarde o temprano, elevarán la calidad de vida del ciudadano medio.
Otro punto a considerar desde un punto de vista económico es la pertinencia de viajar a Marte. José Saramago, entre otros, ha declarado que considera “inmoral” gastar dinero en un proyecto de esa envergadura cuando hay hambre y guerra en este planeta. Aunque desde cierto punto de vista no le falta razón, su visión ignora la importancia del avance tecnocientífico para la sociedad. No sólo por la “derrama” tecnológica que estos proyectos invariablemente producen, como hemos mencionado. También porque hay otros problemas humanos. Hambre y guerra son importantes, pero también la supervivencia humana. Este planeta tiene un límite, y es inevitable que nuestra especie busque otros espacios para continuar su expansión. Esta visión, defendida por los escritores de ciencia ficción de la “era dorada”, como Isaac Asimov, quizá hoy suene romántica, pero no es descabellada. Pensemos en el aumento de la población, la disminución de los recursos, el deterioro de la capa de ozono, la contaminación... ¿no sería útil contar con un segundo planeta en que pudiera continuarse el desarrollo con menos limitaciones, liberando así a la tierra de una demanda excesiva?
Pero, finalmente, quizá todo este alboroto quizá sea prematuro. Después de todo, la idea de un simple viaje tripulado a Marte es todavía un sueño (aunque ya no tan lejano, luego de las recientes misiones robóticas). En realidad, la versión más probable es que se trate de un recurso de Bush para ganar votantes y reelegirse (lo cual, de suceder, sería un precio demasiado alto que pagar, incluso a cambio de la conquista de Marte).
Pero no cerremos esta nota con tono pesimista. Al final de su famosa (y hermosísima) novela Las crónicas marcianas (lectura a la cual siempre conviene regresar), escrita en los años cuarenta del siglo pasado, cuando la conquista del espacio todavía era un sueño imbuido de espíritu progresista y romántico, Ray Bradbury describe lo que siente una familia recién mudada a ese planeta de superficies rojizas y polvorientas. Quizá un día, más allá de intereses políticos y económicos y de limitaciones tecnológicas, la escena se vuelva realidad: “Siempre quise ver un marciano, dijo Michael. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste. Ahí están, dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal. Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció. Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá. Los marcianos les devolvieron una larga mirada silenciosa desde el agua ondulada...”
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